Solaris

Solaris


Pequeño apócrifo

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PEQUEÑO APÓCRIFO

Tenía quemaduras en la cara y en los brazos. Me acordé de haber visto, mientras buscaba el somnífero para Harey (ahora, si pudiera, me reiría de mi ingenuidad), en el botiquín, un frasco con pomada contra las quemaduras, así que regresé a mi cuarto. Al abrir la puerta de la habitación, inundada por la luz roja del atardecer, había alguien sentado en el sillón junto al que, poco antes, se había acurrucado Harey. El miedo me paralizó e intenté retroceder para emprender la huida; toda la escena duró apenas una fracción de segundo. La persona que ocupaba el asiento levantó la cabeza. Era Snaut. Con las piernas cruzadas, de espaldas a mí (seguía llevando el mismo pantalón de tela manchado de reactivos), hojeaba unos papeles. Junto a él, sobre la mesita, había una pila de documentos. Al verme, los apartó todos y durante un rato me miró ensombrecido, por encima de las gafas apoyadas en la nariz.

Sin decir palabra, me acerqué al lavabo, saqué del botiquín la pomada semilíquida y comencé a distribuirla por las zonas más afectadas, sobre la frente y las mejillas. Afortunadamente no se habían inflamado demasiado; los ojos no se habían dañado, gracias a que los había apretado con fuerza. Con ayuda de una aguja estéril de practicante, pinché las ampollas de mayor tamaño, en las sienes principalmente y una en la mejilla, extrayendo el suero de su interior. Después, me cubrí la cara con dos láminas de gasa humedecida. Durante todo este tiempo, Snaut no dejó de observarme con atención. Lo ignoré. Concluida la cura (mi cara ardía cada vez más), tomé asiento en el segundo sillón, del que previamente tuve que retirar el vestido de Harey. Se trataba de un vestido muy corriente, salvo por el hecho de que no tenía ni un solo cierre.

Snaut, con las manos entrelazadas sobre su rodilla puntiaguda, vigilaba con sentido crítico mis movimientos.

—¿Y bien? ¿Vamos a charlar un rato? —dijo, una vez me hube sentado.

No contesté, apretando el trozo de gasa que empezaba a deslizarse por mi mejilla.

—Hemos tenido invitados, ¿verdad?

—Sí —contesté con sequedad. No tenía ni la más mínima intención de adaptarme a su tono.

—¿Y nos hemos deshecho de ellos? Bueno, bueno, con qué ímpetu te has puesto a ello.

Se tocó la piel de la frente, que seguía descamándose y en la que empezaban a vislumbrarse manchas rosa de cutis fresco. Lo miraba estupefacto. ¿Por qué hasta ahora, el bronceado de Snaut y Sartorius no me había llamado la atención? Durante todo ese tiempo, había dado por hecho que era por el sol, pero nadie se broncea en Solaris…

—Pero creo que empezaste modestamente —siguió hablando, sin prestar atención al súbito cambio de expresión que se debía de reflejar en mi cara—. Diferentes narcotica, venena, lucha libre, ¿verdad?

—¿Qué pretendes? Podemos hablar de igual a igual. Si quieres hacer el payaso, será mejor que te vayas.

—En ocasiones, uno hace de payaso en contra de su voluntad —dijo. Me miró con los ojos entornados—. No conseguirás convencerme de que no usaste ni cuerda ni martillo. ¿Por un casual no habrás arrojado el tintero, igual que Luter? ¿No? ¿Eh? —Hizo una mueca—. En ese caso, ¡eres un hombre gallardo! Incluso el lavabo sigue entero, ni siquiera intentaste romperle la cabeza, nada en absoluto; en vez de destrozar la habitación, desde un principio, ¡la empaquetaste en el cohete, a la de tres, lo lanzaste y ya está!

Consultó el reloj.

—En tal caso, deberíamos de disponer de dos, quizás hasta de tres horas —concluyó. Me miraba con una sonrisa desagradable; por fin, continuó—: Entonces, ¿dices que me consideras un cerdo?

—Un cerdo integral —confirmé con fuerza.

—¿Sí? ¿Y me habrías creído si te lo hubiese dicho? ¿Habrías creído una sola palabra?

Guardé silencio.

—Primero le ocurrió a Gibarian —prosiguió, siempre con la misma falsa sonrisita—. Se encerró en su cabina y hablaba solamente a través de la puerta. Y nosotros, ¿adivinas qué opinamos?

Lo sabía, pero prefería no decir nada.

—Está claro. Pensamos que se había vuelto loco. Nos contó algo a través de la puerta, pero no todo. Incluso puedes figurarte por qué ocultaba la identidad de la persona que estaba con él. Venga, si ya lo sabes: suum cuique. Pero era un auténtico investigador. Exigió que le diéramos una oportunidad.

—¿Qué oportunidad?

—Bueno, supongo que intentaba clasificarlo, ordenarlo, resolverlo trabajando por las noches. ¿Sabes lo que hacía? ¡Seguro que lo sabes!

—Cálculos —dije—. Hay un montón en el cajón de la emisora de radio. ¿Son suyos?

—Sí. Pero entonces no sabía nada de eso.

—¿Cuánto tiempo duró?

—¿La visita? Una semana, creo. Conversaciones a través de la puerta. Menuda la que se lió allí. Creíamos que sufría de alucinaciones y de excitación motriz. Le administraba escopolamina.

—¿Cómo? ¿A él?

—Pues sí. La cogía, pero no para tomársela él. Hacía experimentos con ella. Él era así.

—¿Y vosotros?

—¿Nosotros? Al tercer día, decidimos que teníamos que llegar a él, tirando incluso la puerta abajo, a falta de una solución mejor. Somos buena gente y lo que queríamos era someterlo a tratamiento.

—¡Ah… es por eso! —se me escapó.

—Sí.

—Y allí… en el armario…

—Sí, querido muchacho, sí. No sabía que también vendrían a vernos a nosotros. Y ya no podríamos cuidar de él. Pero entonces no lo sabía. Ahora es… es ya una rutina.

Lo dijo en voz tan baja que la última palabra, más que escucharla, la adiviné.

—Espera, no lo entiendo —dije—. Teníais que estar escuchando. Tú mismo dijiste que escuchabais a hurtadillas. Por tanto, tuvisteis que oír dos voces, y…

—No. Solo su voz, pero incluso aunque se hubiesen producido allí susurros incomprensibles, como comprenderás, se los hubiéramos adjudicado todos a él…

—¿Solo a él…? Pero ¿por qué?

—No lo sé; aunque, a decir verdad, he desarrollado cierta teoría al respecto. Pero creo que no merece la pena precipitarse; sobre todo teniendo en cuenta que aclarar ciertas cosas no ayuda. Sí. Pero tú, ayer, tuviste que percatarte ya de algo; en caso contrario, nos habrías tomado por una pareja de locos.

—Creía que yo mismo me había vuelto loco.

—¿Ah, sí? ¿Y, para entonces, habías visto a alguien?

—Sí.

—¡¿A quién?!

Su mueca dejó de ser una sonrisita. Lo examiné durante un buen rato antes de contestar:

—A la… mujer negra…

No dijo nada, pero todo su cuerpo, encorvado e inclinado hacia delante, se relajó ligeramente.

—En cualquier caso, podrías haberme advertido —empecé a decirle, ya con menor convencimiento.

—Pero si te había advertido.

—¡De qué manera!

—De la única posible. ¡Entiéndelo, ignoraba quién podría ser! Nadie lo sabía, es imposible saberlo…

—Escucha, Snaut, tengo unas cuantas preguntas. Tú lo sabes desde… hace un tiempo. Ella… ello… ¿qué pasará?

—¿Te refieres a si va a volver?

—Sí.

—Volverá y no volverá…

—¿Qué quieres decir?

—Volverá como la primera vez… igual; será lo mismo que durante la primera visita. Simplemente, no recordará nada; o, para ser más precisos, se comportará como si nada de lo que hayas hecho para deshacerte de ella hubiera ocurrido. Si no fuerzas la situación, no se tornará agresiva.

—¿Qué situación?

—Dependerá de las circunstancias.

—¡Snaut!

—¿A qué te refieres?

—¡No podemos permitirnos el lujo de ocultar información!

—No es ningún lujo —me interrumpió secamente—. Kelvin, tengo la sensación de que tú aún no lo entiendes… o… ¡espera!

Sus ojos brillaron.

—¿Puedes decirme quién ha venido a verte?

Tragué saliva, bajando la cabeza. No quería mirarlo. Hubiese preferido que fuese otra persona, en lugar de él. Pero no tenía elección. Un fragmento de gasa se me había despegado y cayó sobre mi brazo. Su tacto viscoso hizo que me estremeciera.

—La mujer que…

No acabé.

—Se mató. Se hizo… se inyectó…

Él seguía esperando.

—¿Se suicidó? —preguntó, al ver que no hablaba.

—Sí.

—¿Eso es todo?

Guardé silencio.

—No puede ser todo…

Levanté la cabeza rápidamente. No me estaba mirando.

—¿Cómo lo sabes?

No contestó.

—Está bien —dije, humedeciéndome los labios—. Nos habíamos peleado. O, más bien, no. Fui yo quien le dijo ciertas cosas, ya sabes, las cosas que se dicen cuando uno está enfadado. Recogí mis bártulos y me marché; me hizo entender, sin decirlo expresamente, que cuando llevas años viviendo con alguien, un vínculo de necesidad te une a esa persona… Estaba convencido de que solo lo decía por decir, que tendría miedo de hacerlo, y también se lo dije… Al día siguiente, recordé que había dejado en el cajón aquellas… inyecciones; ella sabía que estaban allí y cómo actuaban, las había traído yo del laboratorio… las necesitaba. Me asusté y quise ir a buscarlas, pero luego pensé que parecería que me había tomado en serio sus palabras y… lo dejé correr; de todas formas, fui al tercer día, el asunto me tenía intranquilo. Cuando… cuando llegué, ya estaba muerta.

—Ah, muchacho inocente.

Me levanté de un salto. Pero al mirarlo, entendí que no estaba bromeando. Fue como si lo viera por primera vez. Su rostro era gris, un cansancio indescriptible reposaba en los profundos surcos de sus mejillas, parecía un hombre gravemente enfermo.

—¿Por qué dices eso? —le pregunté, extrañamente avergonzado.

—Porque es una historia trágica. No, no —añadió deprisa, al ver que estaba conmovido—, sigues sin entenderlo. Por supuesto, puedes sufrir por ello de la peor forma, incluso considerarte un asesino, pero… esto no es lo peor.

—¡¿Qué dices?! —dije con sarcasmo.

—Me alegro de que no me creas, de veras. Lo que ocurrió quizás sea horrible, pero lo más horrible es… lo que no ha ocurrido. Nunca.

—No entiendo… —dije con voz débil. Era cierto que no entendía nada. Movió la cabeza.

—Una persona normal —dijo—. ¿Qué es una persona normal? ¿Es alguien que nunca ha cometido nada espeluznante? Sí, pero ¿significa eso que nunca haya pensado hacerlo? O quizás no lo haya pensado, sino que algo en su interior lo ha pensado por él; una especie de ilusión, ocurrida hace diez o treinta años. Tal vez entonces se defendiera de ese pensamiento y acabara olvidándolo; y nada en aquel asunto le daba miedo porque sabía que nunca lo haría realidad. Sí, y ahora imagínate que, de repente, en pleno día, entre otra gente, se encuentra con AQUELLA personificación, arraigada en él, indestructible, ¿qué ocurre entonces? Entonces, ¿qué es lo que te queda?

Guardé silencio.

—La Estación —dijo en voz baja—. Entonces, lo único que te queda es la Estación Solaris.

—Pero… al fin y al cabo, ¿qué podría ser? —pregunté con vacilación—. Tú no eres un delincuente, ni tampoco Sartorius…

—¡Tú eres el psicólogo, Kelvin! —me interrumpió con impaciencia—. ¿Quién no ha tenido, en alguna ocasión, semejantes sueños? ¿Fantasías? Piensa, por ejemplo, en un fetichista enamorado de, yo qué sé, un trozo de ropa interior sucia; arriesgando su pellejo consigue, por las buenas o por las malas, el asqueroso trapo, el más preciado. Tiene pinta de ser algo entretenido, ¿no te parece? Es alguien a quien el objeto de su deseo le produce asco y, al mismo tiempo, lo vuelve loco y está dispuesto a jugarse la vida por él, alcanzando quizás el mismo nivel de sentimientos que Romeo por Julieta… Esas cosas ocurren. Es cierto, pero comprenderás que también pueden existir otras… situaciones… que nadie se ha atrevido a poner en práctica, salvo en su cabeza, en un momento de aturdimiento, de vileza, de locura, llámalo como quieras. Y después, la palabra se hace carne. Eso es todo.

—Eso… es todo —repetí sin sentido, con voz ronca. Mi cabeza retumbaba—. Pero ¿y la Estación? ¿Qué tiene que ver la Estación con todo esto?

—Debes de estar bromeando —murmuró. Me examinaba atentamente—. Si no paro de hablar de Solaris, únicamente de Solaris, de nada más. No es culpa mía que sea algo tan radicalmente distinto de tus expectativas. Además, ya has vivido lo suficiente para escucharme hasta el final. Salimos al cosmos preparados para todo, es decir: para la soledad, la lucha, el martirio y la muerte. La modestia nos impide decirlo en voz alta, pero a veces pensamos, de nosotros mismos, que somos maravillosos. Entretanto, no queremos conquistar el cosmos, solo pretendemos ensanchar las fronteras de la Tierra. Unos planetas habrán de ser desérticos, como el Sáhara; otros gélidos, al igual que el polo; o bien tropicales, como la selva brasileña. Somos humanitarios y nobles. No aspiramos a conquistar otras razas, tan solo deseamos transmitirles nuestros valores y, a cambio, recibir su herencia. Nos consideramos caballeros del Santo Contacto. Esa es otra falsedad. No buscamos nada, salvo personas. No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Con uno, ya nos atragantamos. Aspiramos a dar con nuestra propia e idealizada imagen: habrá planetas y civilizaciones más perfectas que la nuestra; en otras, en cambio, esperamos encontrar el reflejo de nuestro primitivo pasado. Mientras, al otro lado subsiste algo que no aceptamos, de lo que nos defendemos, ¡pero si de la Tierra no hemos traído más que un destilado de virtudes, la heroica estatua del Hombre! Hemos llegado aquí tal como somos en realidad y cuando la otra parte, la parte que silenciamos, nos muestra esa verdad ¡no somos capaces de aceptarlo!

—Entonces, ¿qué es? —pregunté tras escucharle pacientemente.

—Lo que anhelábamos: el Contacto con otra civilización. ¡Lo tenemos, hemos establecido ese Contacto! ¡Nuestra propia fealdad, aumentada como bajo un microscopio, nuestra necedad y nuestra vergüenza!

Su voz temblaba, cargada de ira.

—Así que crees que… ¿es el océano? ¿Es él? Pero ¿por qué? En este momento, no importa tanto el mecanismo, pero, por el amor de Dios, ¡¿por qué?! ¿Crees que quiere jugar con nosotros? ¡¿O castigarnos?! ¡Esto sí que es demonología primitiva! ¡Un planeta dominado por un diablo gigante que, para satisfacer su vena de humor demoniaco, ofrece súcubos a los miembros de una expedición científica! ¡¿No te creerás semejante idiotez?!

—Este diablo no es tan tonto —murmuró entre dientes. Lo miré sorprendido. Se me ocurrió que, finalmente, había podido sufrir una crisis nerviosa, aunque los acontecimientos de la Estación no se explicaran bajo el prisma de la locura. ¿Psicosis reactiva…?, se me pasó por la cabeza antes de que él empezara a reírse silenciosamente.

—¿Me estás diagnosticando? Espera un poco. ¡En realidad, lo has padecido bajo una forma tan benigna que sigues sin saber nada!

—Ya. El diablo se ha apiadado de mí —solté. La conversación empezaba a aburrirme.

—¿Qué quieres realmente? ¿Que te diga qué están tramando, en contra de nosotros, equis billones de partículas de plasma metamórfico? Quizás nada.

—¿Cómo que nada? —pregunté estupefacto. Snaut seguía sonriendo.

—Deberías saber que la ciencia se ocupa de averiguar cómo suceden las cosas y no por qué suceden. ¿Cómo? Bueno, todo empezó ocho o nueve días después de aquel experimento de rayos X. Quizás el océano respondiera a la radiación con un tipo de radiación diferente; quizás sondeara con él nuestros cerebros, extrayendo de su interior ciertos quistes psíquicos.

—¿Quistes?

Aquello empezaba a interesarme.

—Sí, se trata de procesos desvinculados del resto, encerrados en sí mismos, reprimidos, aherrojados, una especie de focos de inflamación de la memoria. Los consideró una receta, un plan de construcción… ya sabes cuánto se parecen entre sí las estructuras cristalinas asimétricas de los cromosomas y las uniones nucleínicas de los cerebrósidos que constituyen el substrato de los procesos de memorización… El plasma hereditario es, al fin y al cabo, un plasma «memorizante». Así que nos lo extrajo, tomó apuntes y más tarde… ya sabes lo que pasó después. Pero ¿por qué lo hizo? ¡Bah! En cualquier caso, no para destruirnos. Eso le habría resultado mucho más fácil. En realidad, con semejante libertad tecnológica, pudo haber hecho cualquier cosa; por ejemplo, colocarnos dobles.

—¡Ah! —grité—. ¡Por eso te asustaste tanto la primera noche cuando llegué!

—Sí. De todas formas —añadió—, quizás lo hiciera. ¿Cómo puedes saber si soy de verdad el viejo Rata bonachón que llegó aquí hace dos años…?

Empezó a reírse en voz baja, como si mi asombro le causara una enorme satisfacción, pero enseguida cesó.

—No, no —murmuró—, basta de tonterías… Quizás haya más diferencias, pero solo conozco una: tanto a ti como a mí se nos puede matar.

—¿Y a ellos no?

—No te aconsejo que lo intentes. ¡Es un espectáculo lamentable!

—¿Con nada?

—No lo sé. En cualquier caso, no mediante veneno, ni con un cuchillo, ni ahorcándolos…

—¿Con un lanzallamas atómico?

—¿Lo intentarías?

—No lo sé. Si uno sabe que no se trata de humanos…

—Resulta que sí lo son, en cierto sentido. Subjetivamente, son humanos. Aunque no tengan ni idea de su… procedencia. Te habrás dado cuenta, ¿no?

—Sí. Entonces… ¿qué les pasa?

—Se regeneran a un ritmo increíble. A un ritmo imposible, delante de tus narices, te lo aseguro, y de nuevo empiezan a comportarse como… como…

—¿Como qué?

—Partiendo del conocimiento que tenemos de ellos, esos registros de memoria según los cuales…

—Sí. Es cierto —consentí. No presté atención a que la pomada se empezaba a deslizar por mis quemadas mejillas y goteaba sobre mis manos.

—¿Gibarian lo sabía? —pregunté de pronto. Me miró con seriedad.

—¿Si sabía lo mismo que nosotros?

—Sí.

—Casi seguro que sí.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo?

—No, pero encontré un libro en su habitación…

—¡¿El Pequeño apócrifo?! —grité, levantándome de un salto.

—Sí. Pero ¿cómo es posible que tú lo sepas? —preguntó con repentina inquietud, clavándome sus ojos. Negué con la cabeza.

—Tranquilo —dije—. ¿No ves que he sufrido quemaduras y mi piel no se está regenerando en absoluto? Había una carta para mí en la cabina.

—¡¿Qué dices?! ¿Una carta? ¿Qué decía?

—No mucho. En realidad, era una nota, no una carta. Referencias bibliográficas al anexo solarista, al mencionado Apócrifo. ¿Qué quiere decir?

—Una vieja historia. Es posible que tenga algo que ver con esto. Toma.

Del bolsillo, sacó un fino tomo forrado en piel, de esquinas desgastadas, y me lo tendió.

—¿Y Sartorius…? —pregunté, guardando el libro.

—Sartorius, ¿qué? Cada uno, en una situación así, se comporta como… puede. Él intenta ser normal, lo que en su caso se traduce en el comportamiento de un oficial.

—¡Qué dices!

—Por supuesto que sí. Hace tiempo nos vimos en una situación… dejemos de lado los detalles, lo que importa es que nos quedaban quinientos kilogramos de oxígeno para cinco. Uno tras otro, dejamos de realizar las actividades cotidianas; al final, todos llevábamos barba, él era el único que se afeitaba, se limpiaba los zapatitos; es de ese tipo de personas. Obviamente, cualquier cosa que haga ahora será fingimiento, comedia o crimen.

—¿Un crimen?

—Vale, un crimen no. Tenemos que inventarnos una palabra nueva para referirnos a él. Por ejemplo: «divorcio de reacción». ¿Suena mejor?

—Eres tremendamente gracioso —dije.

—¿Preferirías verme llorar? Propón tú algo.

—Déjame en paz.

—No, lo estoy diciendo en serio: ahora sabes más o menos lo mismo que yo. ¿Tienes algún plan?

—¡Menudo eres! No sé qué hacer cuando… vuelva a aparecer, ¿aparecerá de nuevo?

—Más bien sí.

—¿Y por dónde consiguen entrar? Si la Estación es hermética… A lo mejor la coraza…

Negó con la cabeza.

—La coraza no tiene ningún problema. No tengo ni idea de qué forma lo hacen. Habitualmente los visitantes acuden al despertar y lo cierto es que, de vez en cuando, tenemos que dormir.

—¿Un cerrojo?

—No sirve de mucho. Quedan ciertas medidas, ya sabes cuáles.

Se puso de pie. Yo también.

—A ver, Snaut… ¿Te refieres a destruir la Estación y pretendes que tome yo la decisión?

Sacudió la cabeza.

—No es tan sencillo. Por supuesto, siempre podemos huir, aunque sea hasta el sateloide y desde allí emitir una señal de SOS.

Está claro que nos tratarán como a locos, nos mandarán a un balneario en la Tierra, hasta que nos portemos bien negándolo todo; siempre hay casos de locura colectiva en centros tan aislados… Eso no sería lo peor. Un jardín, la tranquilidad, unas habitacioncitas blancas, paseos de la mano de los enfermeros.

Hablaba bastante en serio, con las manos en los bolsillos, mirando fijamente sin ver hacia la esquina de la habitación. El sol rojo había desaparecido ya tras el horizonte y las olas encrespadas se fundieron con el oscuro desierto. El cielo ardía. Por encima de aquel paisaje bicolor, indescriptiblemente lúgubre, corrían nubes de bordes lila.

—Entonces, ¿quieres esperar? ¿O no? ¿Aún no?

Sonrió.

—Conquistador invencible… todavía no los has catado, en caso contrario no insistirías tanto. No se trata de lo que yo quiera, sino de lo que resulte posible.

—¿El qué?

—Eso es precisamente lo que no sé.

—Así pues, ¿nos quedamos aquí? Crees que encontraremos un medio…

Me miró, delgaducho, con la piel descamándose en su rostro lleno de surcos.

—¿Quién sabe? A lo mejor merece la pena —dijo por fin—. Sobre él, seguramente no averigüemos nada, pero quizás sobre nosotros…

Se dio la vuelta, recogió sus papeles y salió. Quería retenerlo, pero me quedé con la boca abierta y sin poder articular palabra. No había nada que hacer; solo esperar. Me asomé a la ventana y miré el océano de color negro sangre, sin darme cuenta de lo que veía. Se me ocurrió que podría encerrarme en uno de los cohetes del aeropuerto, pero no lo pensaba en serio, era una idea demasiado absurda: tarde o temprano tendría que salir. Me senté junto a la ventana y saqué el libro que me había entregado Snaut. La cantidad de luz era aún suficiente e iluminó en rosa la página, mientras la habitación entera ardía en rojo. Tenía delante artículos y trabajos de valor, en general, inequívoco, reunidos por un tal Otton Ravintzer, licenciado en Filosofía. A cada ciencia, habitualmente, la acompaña una seudociencia, debido a un proceso de extraña deformación en cierta clase de mentes: la caricatura de la astronomía es la astrología y la alquimia lo fue antaño de la química. Por lo que es comprensible que el nacimiento de la solarística viniera acompañado por una verdadera explosión de engendros intelectuales; el libro de Ravintzer estaba precisamente lleno de semejante alimento del espíritu, aunque iba precedido, eso sí —y todo hay que decirlo—, de una introducción de su autoría en la que se distanciaba de aquel panóptico. Simplemente, y no sin razón, consideraba que semejante compendio podía constituir un valioso documento de la época, tanto para un historiador como para un psicólogo de la ciencia.

El informe de Berton ocupaba un lugar notable dentro del libro. Constaba de varias partes. La primera contenía la transcripción de su diario de a bordo, en general muy lacónico.

Desde las catorce horas hasta las dieciséis cuarenta del horario acordado por la expedición, los apuntes eran sumarios y negativos.

Altura: 1000 o 1200, quizás 800 metros, no se observa nada, el océano está vacío.

Más tarde, a las 16.40: una niebla roja se eleva. Visibilidad: 700 metros. El océano está vacío.

A las 17.00 horas: la niebla se está espesando, silencio, visibilidad: 400 metros, con claros. Bajo a 200.

A las 17.20: me encuentro en medio de la niebla. Altura: 200. Visibilidad: 20-40 metros. Silencio. Subo a 400.

A las 17.45: altura: 500. Banco de niebla hasta el horizonte. En medio de la niebla: orificios en forma de embudo, a través de ellos se visualiza la superficie del océano. Algo ocurre en su interior. Intento entrar en uno de los embudos.

A las 17.52: percibo una especie de remolino; escupe una espuma de color amarillo. Rodeado por una pared de niebla. Altura: 100. Bajo a 20.

Aquí finaliza la transcripción del diario de a bordo de Berton. La segunda parte del pretendido informe lo constituía un extracto de su historial médico o, de forma más precisa, el texto de una declaración dictada por Berton e interrumpida por las preguntas de los miembros de la comisión:

Berton: Cuando bajé a treinta metros, se volvió difícil mantener la altura, porque aquel espacio redondo, libre de niebla, estaba dominado por fuertes vientos. Tuve que ocuparme de los mandos y por eso, durante un tiempo, quizás unos diez o quince minutos, no miré hacia fuera. Como consecuencia de ello, me adentré accidentalmente en la niebla, una fuerte ráfaga de viento me empujó dentro de ella. No era una niebla habitual, sino, según me pareció, una especie de suspensión coloidal, porque cubrió todos los cristales. Tuve bastantes problemas con la limpieza. La sustancia era muy pegajosa. Mientras tanto, las revoluciones se redujeron en un treinta por ciento, por culpa de la resistencia que aquella niebla ofrecía a la hélice, de modo que empecé a perder altura. Dado que me encontraba ya muy abajo y temía capotar encima de alguna ola, pisé el acelerador a fondo. La máquina mantuvo la altitud, pero no logró ascender. Aún disponía de cuatro cartuchos de aceleradores de cohete. No los había utilizado, pensando en que la situación aún podía empeorar y que podría necesitarlos. Ir a tantas revoluciones generó una vibración muy fuerte, y me imaginé que aquella extraña emulsión debía de estar envolviendo la hélice; sin embargo, los altímetros seguían marcando cero, y no podía hacer nada para evitarlo. Llevaba sin ver el sol desde que me adentré en la niebla y ya solo quedaba una roja fosforescencia. Seguí dando vueltas con la esperanza de que, finalmente, lograría dar con alguna zona libre de niebla. En efecto, lo conseguí aproximadamente media hora más tarde. Salí a un espacio despejado, un círculo casi perfecto, de un diámetro de cientos de metros. La frontera la marcaba la niebla arremolinada con violencia, como si unas fuertes corrientes de convección la elevasen. Por eso procuré permanecer el máximo tiempo posible dentro del «agujero»; allí, el aire estaba más tranquilo. Fue entonces cuando advertí el cambio en la planicie del océano. Las olas habían desaparecido casi por completo y la capa superficial de aquel líquido del que se componía el océano se volvió semitransparente, con sobresalientes cortinas de humo, hasta que, tras un breve periodo de tiempo, todo volvió a iluminarse y fui capaz de penetrar con la mirada en su interior a través de una capa de varios metros de grosor. Allí se acumulaba una especie de limo amarillo que ascendía en forma de finos trazos verticales y, al llegar arriba, cobraba un brillo vítreo, empezaba a agitarse y a hacerse espuma y se endurecía; algo parecido a un almíbar de azúcar muy espeso y quemado. Aquel limo o mucosidad se juntaba en gruesos nudos, crecía en el aire, generando elevaciones en forma de coliflor y, lentamente, transformaba sus contornos. Empezaba a desviarme hacia la pared de niebla, así que, durante unos minutos, me vi obligado a frenar la deriva mediante movimientos de rotación y golpes de timón y cuando, por fin, pude mirar hacia afuera de nuevo, vi, debajo de mí, algo que me recordó un jardín. Sí, un jardín. Había árboles enanos, setos y caminos, todos de mentira: estaban hechos de esa misma sustancia, ahora ya completamente solidificada, como yeso amarillo. Ese era su aspecto; la superficie brillaba con intensidad y descendí todo lo que pude para poder observarlo con más detalle.

Pregunta: Los árboles y demás plantas que viste, ¿tenían hojas?

Respuesta de Berton: No. Era solo una forma general, algo así como la maqueta de un jardín. ¡Sí, eso es! Una maqueta. Tenía ese aspecto. Una maqueta, pero a escala natural. Pasado un instante, todo empezó a resquebrajarse y a romperse; por las grietas, de color negro, ascendían a la superficie olas de mucosa espesa que rápidamente se solidificaba; una parte caía, pero el resto se quedaba allí y, de pronto, todo empezó a agitarse enérgicamente, se cubrió de espuma y ya no veía otra cosa. Al mismo tiempo, la niebla había empezado a estrechar el cerco a mi alrededor, por lo que aumenté las revoluciones y subí a 300 metros.

Pregunta: ¿Estás completamente seguro de que lo que viste parecía un jardín y no otra cosa?

Respuesta de Berton: Sí. Lo sé porque me fijé en infinidad de detalles; recuerdo, por ejemplo, que en un sitio se extendía una hilera de algo que parecían cajas cuadradas. Más tarde se me ocurrió que podía tratarse de un colmenar.

Pregunta: ¿Se te ocurrió más tarde? ¿Pero no en el momento en el que lo estabas viendo?

Respuesta de Berton: No, es que todo aquello parecía hecho de yeso. Y vi más cosas.

Pregunta: ¿Qué cosas?

Respuesta de Berton: No puedo decir cuáles, porque no me dio tiempo a examinarlas detenidamente. Me dio la sensación de que, bajo varios arbustos, se escondían herramientas, una especie de formas alargadas con dientes prominentes, imitaciones en yeso de pequeños utensilios de jardinería. Pero de eso no estoy del todo seguro. De lo otro, sí.

Pregunta: ¿No pensaste que podía tratarse de una alucinación?

Respuesta de Berton: No. Creí más bien que era un espejismo. No pensé en una alucinación porque me encontraba bastante bien y también porque nunca en mi vida había visto algo parecido. Cuando ascendí a trescientos metros, la niebla aparecía cubierta de hoyos, como un queso. Algunos estaban vacíos, y a través de ellos, veía el oleaje del océano, mientras en el interior de otros, algo se agitaba. Bajé hasta uno de aquellos lugares y a unos cuarenta metros vi que, debajo de la superficie del océano, a muy poca profundidad, se levantaba una pared, como de un edificio muy grande; se transparentaba claramente por debajo de las olas y tenía filas de orificios regulares y rectangulares, como ventanas; incluso me pareció ver que algo se movía, en algunas de ellas. Aunque, de eso ya no estoy completamente seguro. La pared empezó a alzarse despacio y a emerger del océano junto con cascadas de mucosidad y de unos seres gelatinosos, una especie de concreciones veteadas. De pronto, se partió en dos y se fue al fondo rápidamente, desapareciendo enseguida. Volví a sobrevolar la niebla, de forma que casi la tocaba con los bajos de la nave. Divisé otro embudo vacío, varias veces más grande que el primero.

Ya a lo lejos, atisbé algo que parecía estar flotando; me pareció —dado que era claro, casi blanco— que podría tratarse de la escafandra de Fechner, sobre todo porque la silueta recordaba la de un ser humano. Di media vuelta con el vehículo, muy bruscamente, pues temí que pudiera pasar de largo y no volver a encontrar el lugar; fue entonces cuando aquella silueta se elevó ligeramente y parecía que estuviera nadando, o que se hallara sumergida en la ola hasta la cintura. Tenía prisa y descendí tanto que noté cómo los bajos chocaban contra algo blando, la cresta de una ola, supongo, dado que en ese punto eran bastante grandes. La persona, sí, se trataba de una persona, no llevaba escafandra. Pese a ello, se movía.

Pregunta: ¿Viste su cara?

Respuesta de Berton: Sí.

Pregunta: ¿Quién era?

Respuesta de Berton: Un niño.

Pregunta: ¿Qué niño? ¿Lo habías visto antes, en alguna ocasión?

Respuesta de Berton: No. Nunca. O, por lo menos, no lo recuerdo. De todas formas, cuando me acerqué —me separaban de él unos cuarenta metros, quizás un poco más— me di cuenta de que en el niño había algo raro.

Pregunta: ¿Qué quieres decir?

Respuesta de Berton: Ahora lo explicaré. Al principio no sabía qué era. Pero enseguida me di cuenta: era increíblemente grande. Gigante es poco decir. Medía unos cuatro metros. Recuerdo perfectamente que, cuando chocamos contra la ola, su cara quedaba un poco por encima de la mía, y eso que yo estaba sentado en la cabina, suspendido a unos tres metros por encima del océano.

Pregunta: Si era tan grande, ¿cómo sabías que era un niño?

Respuesta de Berton: Porque era un niño muy pequeño.

Pregunta: Berton, ¿no te parece ilógica tu respuesta?

Respuesta de Berton: No. En absoluto. Porque le vi la cara. Además, las proporciones de su cuerpo eran las de un niño. Parecía… casi un bebé. No, es una exageración. Tendría dos o tres años. Tenía el pelo negro y los ojos azules, ¡enormes! E iba desnudo. Completamente desnudo, como un recién nacido. Estaba mojado, o más bien resbaladizo, le brillaba mucho la piel. Aquella imagen me impresionó mucho. Ya no creía en ningún espejismo. Lo estaba viendo con demasiada claridad. Subía y bajaba al ritmo de las olas, pero además de eso, se movía, ¡resultaba asqueroso!

Pregunta: ¿Por qué? ¿Qué hacía?

Respuesta de Berton: Pues, daba la sensación de estar en un museo, como un muñeco, pero un muñeco vivo. Abría y cerraba la boca y realizaba diversos movimientos, todos repugnantes. Sí, porque no eran sus propios movimientos.

Pregunta: ¿Qué quieres decir?

Respuesta de Berton: Me acerqué a él, a menos de veinte metros, como mucho veinte, para ser precisos. Pero ya he dicho lo grande que era y por eso lo veía con tanto detalle. Le brillaban los ojos y, en general, daba la impresión de que estaba vivo; si no fuera por aquellos movimientos, como si alguien intentara… como si alguien lo estuviera accionando…

Pregunta: Intenta explicar con mayor precisión qué significa esto.

Respuesta de Berton: No sé si lo conseguiré. Tuve esa impresión. Fue algo intuitivo. No me puse a analizarlo. Aquellos movimientos no eran naturales.

Pregunta: ¿Quieres decir con eso que, digamos, los brazos se movían de una forma imposible para unos brazos humanos, a causa de las limitaciones que imponen las articulaciones?

Respuesta de Berton: No. En absoluto. Más bien que… aquellos movimientos no tenían ningún sentido. Cada movimiento suele tener un significado, sirve para algo…

Pregunta: ¿Eso crees? Los movimientos de un recién nacido no tienen por qué significar nada.

Respuesta de Berton: Ya lo sé. Pero los movimientos de un recién nacido son caóticos, descoordinados. Generales. Y estos, ¡eso es!, eran metódicos. Se sucedían unos tras otros, en grupo y en series. Como si alguien quisiera examinar qué puede hacer un niño con sus manos, su torso y su boca; la cara era lo peor, supongo que porque es lo más expresivo, y aquel rostro era como… no, no sé definirlo. Estaba vivo, sí, pero no era humano. Quiero decir, los rasgos por supuesto, sí; y los ojos, y el cutis, y todo lo demás, pero la expresión, la mímica, no lo eran.

Pregunta: ¿Eran muecas? ¿Sabes cómo es la cara de una persona durante un ataque de epilepsia?

Respuesta de Berton: Sí. He visto uno. Entiendo. No, era otra cosa. Un ataque de epilepsia va acompañado por contracciones y temblores y aquellos eran unos movimientos suaves y continuos, elegantes, o, no sé cómo decirlo, melódicos. No tengo otra descripción. Y de nuevo aquella cara, lo mismo ocurría con la cara. Un rostro no puede mostrarse mitad alegre y mitad triste; una parte no puede amenazar o tener miedo, y la otra parecer exultante; pero es lo que sucedía con aquel niño. Además, todos sus movimientos y el juego de mímica se producían a una velocidad increíble. Yo estuve allí muy poco tiempo. Quizás diez segundos. Tal vez ni llegaron a diez.

Pregunta: ¿Y quieres decir que conseguiste ver todo aquello en tan poco tiempo? ¿Cómo sabes cuánto duró? ¿Lo cronometraste?

Respuesta de Berton: No. No consulté el reloj, pero llevo volando dieciséis años. En mi profesión, es necesario saber definir el tiempo, el instante, con la exactitud de un segundo, se trata de un reflejo. Resulta imprescindible a la hora de aterrizar. Un piloto que, independientemente de las circunstancias, no sea capaz de darse cuenta de si un acontecimiento dura cinco segundos o diez nunca será un gran piloto. Lo mismo ocurre con la observación. Uno tarda años en aprender a captarlo todo en un tiempo mínimo.

Pregunta: ¿Es todo lo que viste?

Respuesta de Berton: No. Pero del resto no me acuerdo con tanto detalle. Supongo que la dosis fue demasiado fuerte para mí. Mi cerebro estaba, ¿cómo lo diría?, acorchado. La niebla empezó a bajar y me vi obligado a ascender. Debí de hacerlo, pero no recuerdo ni cómo, ni cuándo lo hice. Fue la primera vez en mi vida que casi capoto. Las manos me temblaban tanto que apenas podía sujetar el timón en condiciones. Parece ser que grité y llamé a la Base, aunque sabía que no tenía línea.

Pregunta: ¿Intentaste regresar entonces?

Respuesta de Berton: No. Al fin y al cabo, cuando alcancé la altura máxima, se me ocurrió que en alguno de aquellos agujeros estaría Fechner. Sé que suena a sinsentido. Pero eso fue todo lo que pensé. «Si ocurren semejantes fenómenos —pensé—, quizás consiga también encontrar a Fechner». Por eso decidí adentrarme en tantos agujeros de niebla como me fuera posible. Pero al tercer intento, cuando subí después de ver lo que vi, supe que no lo conseguiría. No pude. Tengo que decirlo, aunque está claro. Tuve náuseas y vomité dentro de la cabina. Hasta ese momento no sabía lo que significaba. Nunca antes había sufrido náuseas.

Pregunta: Fue un síntoma de la intoxicación, Berton.

Respuesta de Berton: Es posible. No lo sé. Pero no me he inventado lo que vi en aquel tercer intento; aquello no fue resultado de una intoxicación.

Pregunta: ¿Por qué estás tan seguro?

Respuesta de Berton: No era un espejismo. Un espejismo se supone que es algo generado por mi propio cerebro, ¿no es cierto?

Pregunta: Sí.

Respuesta de Berton: Efectivamente. Y era imposible que lo generara. Nunca lo creeré. No sería capaz de generarlo.

Pregunta: Será mejor que nos digas qué era, ¿de acuerdo?

Respuesta de Berton: Primero tengo que saber qué trato se le dará a todo cuanto he dicho hasta ahora.

Pregunta: ¿Qué importancia tiene?

Respuesta de Berton: Para mí, es fundamental. He contado que he visto algo que no olvidaré en la vida. Si la comisión considera que lo dicho hasta ahora es probable en, al menos, un uno por ciento, y que ello dará lugar necesariamente a una correcta investigación de ese océano y, según espero, a actuar al respecto, en ese caso lo confesaré todo. Pero si va a ser considerado por la comisión como una prueba de mi delirio, no añadiré nada más.

Pregunta: ¿Por qué?

Respuesta de Berton: Porque el contenido de mis alucinaciones, aunque clame venganza, es un asunto privado. En cambio, el contenido de mis experimentos en Solaris, no.

Pregunta: ¿Eso significa que rechazas responder a las siguientes preguntas hasta que los órganos competentes de la expedición tomen una decisión? Debes entender que la comisión no está autorizada a tomar decisiones inmediatas.

Respuesta de Berton: Así es.

Aquí finaliza el primer informe. Había también un fragmento de otro, transcrito once días más tarde:

Presidente: Tomando todo esto en consideración, la comisión —compuesta por tres médicos, tres biólogos, un físico, un ingeniero mecánico y el subdirector de la expedición— ha llegado a la conclusión de que los acontecimientos relatados por Berton corresponden a un cuadro alucinatorio causado por intoxicación a cargo de la atmósfera del planeta, con síntomas de obnubilación, acompañados de estimulación de las esferas asociativas de la corteza cerebral; asimismo, se constata que nada, o casi nada se correspondió, en el plano de lo real, con los acontecimientos descritos.

Berton: Disculpe, ¿qué significa «nada o casi nada»? ¿Qué es «casi nada»? ¿Qué tamaño tiene?

Presidente: Aún no he terminado. El votum separatum del doctor en Física Archibald Messenger ha sido incluido en el protocolo como un punto aparte; en su opinión, lo relatado por Berton podría haber ocurrido realmente y merecería ser examinado con el mayor escrúpulo. Esto es todo.

Berton: Repito mi pregunta de hace un momento.

Presidente: La cuestión es sencilla; «casi nada» significa que algunos acontecimientos reales pudieron constituir el origen de tus alucinaciones, Berton. Cualquiera, durante una noche de viento, puede tomar un arbusto en movimiento por una silueta. ¡Qué decir de un planeta extraño, cuando la mente del observador se encuentra bajo la influencia de un veneno! Pero eso no es una deshonra, Berton. ¿Cuál es, por tanto, tu decisión?

Berton: Desearía primero saber algo más acerca de las consecuencias del votum separatum del doctor Messenger.

Presidente: Prácticamente nulas. Es decir, que no se emprenderá investigación alguna en este sentido.

Berton: ¿Se está incluyendo en el protocolo cuanto decimos?

Presidente: Sí.

Berton: Entonces me gustaría decir que desde mi óptica, la comisión no me ha ofendido a mí —yo no cuento—, sino que ha transgredido el espíritu de la expedición. De acuerdo con lo que dije en la primera ocasión, no contestaré a las posteriores preguntas.

Presidente: ¿Eso es todo?

Berton: Sí. Pero me gustaría ver al doctor Messenger. ¿Es posible?

Presidente: Naturalmente.

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