Solaris

Solaris


Los monstruos

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LOS MONSTRUOS

Una luz me despertó en mitad de la noche. Me incorporé sobre un codo, mientras me protegía los ojos con la otra mano. Harey, envuelta en una sábana, se acurrucó a los pies de la cama, con la cara tapada por su desmelenada cabellera. Le temblaban los hombros. Estaba llorando en silencio.

—¡Harey!

Se encogió aún más.

—¿Qué te ocurre, Harey?

Me senté, sin recobrar del todo la lucidez, y poco a poco me fui liberando de la pesadilla que un momento antes me estaba ahogando. La chica tiritaba. Al tratar de abrazarla, me apartó con el brazo, intentando esconder su rostro.

—Cariño.

—No digas eso.

—Pero ¡Harey! ¿Qué sucede?

Vi su cara mojada, trémula. Unos lagrimones infantiles se deslizaban por sus mejillas; remansados en el hoyuelo de la barbilla, relucían antes de gotear sobre la sábana.

—No me quieres aquí.

—¡Menuda ocurrencia!

—Lo he oído.

Noté que mi facciones se tensaban.

—¿Qué es lo que has oído? No has entendido, no era más que…

—No. No. Decías que no era yo. Que me fuera. Y me iría. ¡Dios! Vaya que si me iría, pero no puedo. No sé qué es. Quisiera y no puedo. Soy tan… ¡tan despreciable!

—¡Mi pequeña!

La agarré y la abracé con todas mis fuerzas, todo se estaba desmoronando; le besaba las manos, los dedos, húmedos y salados, repetía conjuros, promesas, le pedía perdón y le decía, una y otra vez, que había sido un estúpido y asqueroso sueño. Se fue tranquilizando. Dejó de llorar. Sus ojos enormes y lunáticos terminaron por secarse. Giró la cabeza.

—No —dijo—, no digas eso, no hace falta. No eres el mismo conmigo…

—¡Que no soy el mismo!

Se me escapó un gemido.

—Sí. No me quieres aquí. Lo noto constantemente. Fingía no darme cuenta. Pensaba que me lo parecía, que eran cosas mías, pero no. Te comportas… de otra forma. No me tomas en serio. Sí, ha sido un sueño, pero eres tú quien ha soñado conmigo. Me llamabas por mi nombre. Te daba asco. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!

Me puse de rodillas frente a ella, abrazado a sus piernas.

—Mi niña…

—No quiero que me llames así. No quiero, ¿me oyes? No soy ninguna niña. Soy…

Rompió a llorar y hundió la cara en las sábanas. Me incorporé. Notaba el silencioso zumbido del aire fresco procedente de las salidas de ventilación. Tenía frío. Me puse el albornoz por encima y me senté en la cama. Le toqué el hombro.

—Escucha, Harey. Te diré algo. Te contaré la verdad…

Se alzó lentamente, apoyándose en los brazos. Vi cómo le palpitaba el pulso bajo la fina piel del cuello. Mi gesto volvió a tensarse y sentí frío, como si estuviera a la intemperie. No se me ocurría absolutamente nada.

—¿La verdad? —dijo—. ¿Palabra de Dios?

Tardé en contestar, porque tenía un nudo en la garganta. Aquel era nuestro viejo juramento: después de pronunciarlo, ninguno de nosotros se atrevía ya no a mentir, sino ni siquiera a ocultar nada. Hubo una época en la que nos martirizamos a base de excesiva sinceridad, con el ingenuo convencimiento de que aquello nos salvaría.

—Palabra de Dios —contesté solemnemente—. Harey…

Esperó.

—Tú también has cambiado. Todos cambiamos. Pero no es eso lo que quería decirte. En realidad, el asunto es que… por motivos que ambos desconocemos… no puedes abandonarme. Pero esto, hasta nos viene bien, porque yo tampoco podría…

—¡Kris!

La cogí envuelta en la sábana. La esquina, empapada por las lágrimas, descansó sobre mi hombro. Caminé por la habitación, meciéndola en brazos. Acarició mi cara.

—No. Tú no has cambiado. Soy yo —me susurró al oído—. Algo me ocurre. ¿Quizás sea eso?

Contemplaba el negro y vacío rectángulo de la puerta rota, cuyos restos había llevado el día anterior al almacén. «Tendré que poner una nueva», pensé. La deposité sobre la cama.

—¿Has dormido algo? —pregunté mientras me inclinaba sobre ella con los brazos estirados.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? Piénsalo, cariño.

—No debe de ser un sueño de verdad. Quizás esté enferma. Mientras estoy tumbada en la cama, me dedico a pensar y, ¿sabes una cosa…?

Tembló.

—¿Qué? —pregunté en un susurro, la voz podía fallarme.

—Son pensamientos muy extraños. No sé de dónde proceden.

—¿Por ejemplo?

«Tengo que mantener la calma —pensé— independientemente de lo que oiga». Me estaba preparando para escuchar sus palabras como si fuera a recibir un fuerte golpe. Negó, desconcertada, con la cabeza.

—Es algo como… alrededor…

—No entiendo…

—Como si no estuvieran solo dentro de mí, sino más lejos… no sé expresarlo. No existen palabras para definirlo…

—Serán sueños —dije como quien no quiere la cosa, y suspiré—. Ahora, apagaremos la luz y no nos preocuparemos de nada hasta mañana. Y mañana, si nos apetece, ya nos esforzaremos por inventarnos nuevos problemas. ¿Te parece?

Alargó la mano hacia el interruptor y volvió la oscuridad, me coloqué sobre las sábanas temblorosas y noté, cada vez más cerca, el calor de su aliento.

La abracé.

—Más fuerte —susurró. Y, al cabo de un largo rato, añadió—: ¡Kris!

—¿Qué?

—Te quiero.

Tenía ganas de gritar.

La mañana amaneció en rojo. El enorme escudo del sol estaba suspendido muy bajo sobre el horizonte. Encontré una carta en el umbral y abrí el sobre. El canturreo de Harey me llegaba desde el baño. De vez en cuando salía para echar una ojeada, con el pelo mojado pegado a la cara. Me acerqué a la ventana y leí:

Kelvin, estamos estancados. Sartorius está a favor de emprender acciones más intensas. Confía en conseguir la desestabilización de los sistemas de neutrinos. Para llevar a cabo sus experimentos, necesita cierta cantidad de plasma del océano para emplearla como materia prima de un F. Propongo que hagas un reconocimiento en el exterior y tomes muestras de plasma. Actúa según tu criterio, pero comunícame tu decisión. Yo no tengo ninguna opinión al respecto. Al parecer, ya no tengo nada en absoluto. Preferiría que lo hicieras tú solo porque de ese modo progresaríamos, aunque solo fuera en apariencia. En caso contrario, tan solo nos queda envidiar a G.

El Rata

P.D. No entres en la emisora de radio. Es una de las pocas cosas que aún puedes hacer por mí. Será mejor que telefonees.

Se me fue encogiendo el corazón a medida que iba leyendo la carta. Volví a repasarla con atención una vez más, luego la rompí y tiré los trozos a la pila del lavabo. A continuación, me puse a buscar una escafandra para Harey. Solo eso ya resultaba horrible. Exactamente igual que la primera vez. Sin embargo, ella no sabía nada; si no, no se hubiese alegrado tanto cuando le dije que tenía que hacer un pequeño reconocimiento en el exterior de la Estación y que me gustaría que me acompañara. Desayunamos en la pequeña cocina (Harey, de nuevo, apenas probó bocado) y fuimos a la biblioteca.

Me apetecía repasar las publicaciones referentes a la problemática de campo y a los sistemas de neutrinos antes de hacer lo que me pedía Sartorius. No sabía aún cómo lograría abarcarlo todo, pero decidí controlar su trabajo. Se me ocurrió que el aún inexistente aniquilador de neutrinos podría liberar a Snaut y a Sartorius, mientras Harey y yo esperábamos en el exterior, a bordo de la nave, por ejemplo, el fin de la «operación». Elucubré durante un rato delante del gran catálogo electrónico, formulándole preguntas a las que contestaba con un lacónico «No existe bibliografía»; a veces, en cambio, me ofrecía la posibilidad de adentrarme en una jungla de trabajos especializados de física, imposibles de abarcar. Sin embargo, tenía pocas ganas de abandonar aquel enorme espacio circular de paredes lisas, cubierto de una amplia cuadrícula de cajones llenos de microfilms y de grabaciones electrónicas. La biblioteca, que ocupaba el mismo centro de la Estación, carecía de ventanas y era el lugar mejor aislado en el seno del caparazón de acero. Quizás por eso me encontraba tan bien allí, pese al aparente fracaso de mis pesquisas. Vagué por la gran sala hasta dar con una gigantesca estantería, llena de libros, que llegaba hasta el techo. No solo era un lujo —dudoso, dicho sea de paso—, sino una conmemoración y una muestra de respeto hacia los pioneros de la exploración solarista: los estantes soportaban el peso de unos seiscientos tomos de todas las obras clásicas en la materia, empezando por la monumental —aunque en su mayor parte ya anticuada— monografía de Giese en nueve volúmenes. Me dediqué a sacar aquellos ladrillos, que inmediatamente hacían caer mi brazo, y a hojearlos con desgana, sentado en el brazo del sillón. Harey también encontró un libro del que, por encima de su hombro, leí unas cuantas líneas. Se trataba de uno de los pocos libros pertenecientes a la primera expedición, quizás en su momento propiedad del propio Giese: El cocinero interplanetario. No hice ningún comentario, viendo la concentración con que Harey estudiaba las recetas culinarias adaptadas a las severas condiciones de la cosmonáutica y regresé al respetado volumen que reposaba sobre mi regazo. Diez años de investigación de Solaris se publicó dentro de la serie «Solariana», cuyos tomos fueron numerados desde el cuarto hasta el trigésimo; los actuales exhiben ya números de cuatro cifras.

Giese carecía de inventiva, pero esa es una cualidad que no puede sino perjudicar a un investigador de Solaris, pues en ningún otro sitio la imaginación y la capacidad de plantear hipótesis con rapidez resultan tan dañinas. Al fin y al cabo, todo es posible en este planeta. Las descripciones de la constelación creada por el plasma, que parecen inverosímiles son, muy probablemente, auténticas, aunque en general, imposibles de verificar, dado que el océano en raras ocasiones repite sus metamorfosis. Esos fenómenos sorprenden al observador primerizo a causa, principalmente, de su carácter extraño y su inmensidad; si estuvieran presentes a pequeña escala, en algún charco, sin duda serían considerados un «aborto de la naturaleza» más, una manifestación del azar y del juego de fuerzas a ciegas. El hecho de que la mediocridad y el genio se vuelvan en la misma medida impotentes ante la infinidad de formas que ofrece Solaris tampoco facilita el trato con los fenómenos del océano vivo. Giese no correspondía a ninguna de esas categorías. Era, básicamente, un meticuloso clasificador perteneciente a ese tipo de personas cuya tranquilidad exterior disimula el incansable encarnizamiento en el trabajo. Mientras le era posible, se limitaba al empleo del lenguaje descriptivo y, cuando le faltaban palabras, se ayudaba creando otras nuevas, a menudo de manera desafortunada, ya que no se correspondían con los fenómenos descritos. Pero, al fin y al cabo, no existen términos que reflejen lo que ocurre en Solaris. Sus «arbomontes», sus «luengones», los «hongotes», los «mimoides», las «simetriadas» y las «asimetriadas», los «estreptos» y los «raudos» suenan artificiales a más no poder; sin embargo permiten dar una idea de cómo es Solaris, incluso a aquellos que no lo hayan visto nunca de cerca, salvo en alguna fotografía borrosa o en películas sumamente imperfectas. Obviamente, también aquel minucioso clasificador erró, cometiendo más de una imprudencia. El hombre siempre formula hipótesis, incluso cuando procura ser prudente o lo hace de manera inconsciente. Giese consideraba los luengones una forma primitiva y, con frecuencia, los comparaba con las mareas altas de los mares terrestres, acumuladas y aumentadas varias veces. De todas formas, quien se ha adentrado en la primera edición de su obra sabe que, en un primer momento, los llamó «mareas», inspirado en un geocentrismo que, de no ser por su impotencia, resultaría ridículo. Se trata, pues —ya que estamos buscando equivalentes en la Tierra—, de formaciones que, por su tamaño, superan al Gran Cañón de Colorado; son moldeadas en una materia cuya consistencia, en la capa superior, es gelatinosa y espumosa (hay que señalar que la espuma se solidifica en forma de enormes festones que se desmoronan con facilidad, en encajes de punto gigante, e incluso a algunos investigadores se les presentaron como «excrecencias esqueléticas»); en cambio, su interior está constituido por una sustancia cada vez más firme, como un músculo en tensión cuya dureza, a una profundidad de más de diez metros, supera la de una piedra, pero que a la vez sigue manteniendo toda su elasticidad. Entre las paredes —tensadas como una membrana sobre el lomo de un monstruo y a las que se adhieren los esqueletones—, se extiende, a lo largo de varios kilómetros, el verdadero luengón, una criatura en apariencia autosuficiente, que recuerda una colosal pitón que se hubiera tragado montañas enteras y que las estuviera digiriendo en silencio, mientras su cuerpo, aprisionado como el de un pez, se contrae de cuando en cuando en lentas convulsiones. Sin embargo, ese es el aspecto que presenta un «luengón» visto únicamente desde una nave que lo sobrevuele. Si te acercas a él, dejando que ambas «paredes del desfiladero» se eleven centenares de metros por encima de la aeronave, el «tronco de la pitón» resulta ser una superficie en vertiginoso movimiento, extendida hasta el horizonte, que cobra el aspecto de un hinchado cilindro. A primera vista, uno observa la rotación de una resbaladiza sustancia, espesa y pegajosa, de color verde grisáceo, cuyas acumulaciones devuelven fuertes reflejos de luz solar, pero si el aparato queda suspendido justo encima de la superficie (en ese momento, los bordes del «cañón» que esconde al «luengón» se aprecian como cumbres a ambos lados de la hondonada geológica), se percibe que el movimiento es mucho más complejo. Es de circulación concéntrica y en su interior se mezclan corrientes más oscuras y, a ratos, la «capa» exterior se convierte en una superficie de espejo que refleja las nubes y el cielo, atravesada —en medio del estampido— por las erupciones del semilíquido epicentro mezclado con gas. Poco a poco, uno empieza a comprender que, justo debajo, se extiende el núcleo de las fuerzas que mantienen separadas ambas paredes y las elevan hasta el cielo; son laderas de gelatina cristalizándose con indolencia. Pese a todo, no es fácil que la ciencia tome en consideración lo que resulta obvio para la vista. Las encarnizadas discusiones sobre lo que realmente sucede dentro de los luengones, que surcan a millones la inmensidad del vivo océano, se han prolongado durante años. Se consideraba que eran órganos de un monstruo, que en su seno se producían el metabolismo, la respiración, el transporte de sustancias alimenticias y un montón de procesos más, cuyo secreto albergan las empolvadas estanterías de las bibliotecas. Finalmente, se consiguió derribar todas y cada una de las hipótesis mediante miles de exhaustivos y, en ocasiones, peligrosos experimentos. Y todo ello se refiere tan solo a los luengones, al fin y al cabo, la forma más sencilla y duradera, dado que su existencia se cifra en semanas, algo realmente excepcional en este caso.

Otras formas más enrevesadas y caprichosas, las mismas que, quizás de manera más violenta, suscitan el rechazo del espectador —un rechazo, claro está, instintivo—, son los mimoides. Podríamos decir, sin exagerar en absoluto, que Giese se enamoró de ellos y se implicó por completo en su investigación, en su descripción y en la búsqueda de su esencia. Al bautizarlos, intentó reflejar su aspecto más singular, desde el punto de vista del ser humano: cierta tendencia a imitar las formas que lo rodean, independientemente de si son cercanas o lejanas.

Un día, en las profundidades del océano, un círculo plano, ancho, de bordes desgarrados y una superficie sobre la que parece que hayan vertido alquitrán, empieza a oscurecerse. Más de diez horas después, se despedaza, muestra una fragmentación cada vez más pronunciada y, al mismo tiempo, se abre camino hacia arriba, hacia la superficie. Cualquier observador juraría que debajo se está produciendo una violenta lucha, porque de los alrededores acuden infinitas filas de sincrónicas olas circulares a modo de labios fruncidos, como vivos y musculosos cráteres a punto de cerrarse; se acumulan sobre el negruzco y tambaleante delirio derramado en lo más hondo y, tras pararse en seco, se precipitan al vacío. Cada uno de estos desplomes de centenares de toneladas va acompañado por un estruendo —dilatado en segundos, pegajoso y chasqueante—, porque aquí todo sucede a una escala tremenda. El oscuro ser es empujado hacia el fondo, con cada golpe parece aplastarse y dispersarse; de las capas colgantes como alas mojadas, se separan alargados racimos que, a su vez, se estrechan, formando largos collares que se funden entre ellos y ascienden flotando, mientras soportan el peso del disco matriz adherido, aglutinado; entre tanto, por encima de ellos, anillos de olas desaparecen en medio de un enorme círculo cada vez más hundido. Este juego a veces se desarrolla durante un día; otras, a lo largo de un mes. En ocasiones, todo acaba aquí. El escrupuloso Giese denominó aquella variante «mimoide abortivo», como si tuviera unos conocimientos exactos y adquiridos de forma misteriosa, según los cuales el fin de esos cataclismos fuera un «mimoide maduro», es decir, una colonia de pólipos de piel clara (de tamaño habitualmente mayor al de una ciudad terrestre) cuyo destino es la imitación de las formas exteriores. Obviamente, no faltó otro solarista, llamado Uyvens, que consideró «degenerativa» esa última fase, una involución, una atrofia; y en el bosque de formas creadas vio una clara muestra de la liberación, por parte de los seres pedúnculos, del poder de la matriz.

Sin embargo, Giese —quien en todas las descripciones de las demás creaciones solaristas muestra una actitud de hormiga caminando sobre un glaciar y no se permite desviación alguna de su medido y rígido discurso— estaba tan convencido de estar en lo cierto que clasificó las siguientes fases de aparición de un mimoide en un orden creciente de perfección.

Un mimoide visto desde arriba parece una ciudad; sin embargo, eso es solo una ilusión causada por la necesidad de encontrar analogías con lo conocido. Cuando el cielo está limpio, una masa de aire caliente envuelve el conjunto de excrecencias de varios pisos de altura, coronadas por altas estacadas; en consecuencia, las formaciones, ya de por sí difíciles de determinar, empiezan a balancearse y a doblarse. La aparición de la primera nube sobre el cielo azul (lo digo por costumbre, dado que el «celeste» cobra aquí un tono bermejo o extremadamente blanco, dependiendo de los días) causa una respuesta inmediata. Comienza así una brotación acelerada: una capa dúctil, ahuecada en forma de coliflor, es lanzada al aire, separándose casi por completo de la base; al mismo tiempo, empalidece y, a los pocos minutos, acaba pareciéndose a un cúmulo. Este objeto gigante proyecta una sombra rojiza, como si los picos del mimoide se lo fueran pasando unos a otros con un movimiento siempre inverso al de la nube real. Creo que Giese se hubiera dejado cortar un brazo a cambio de poder averiguar el origen de este fenómeno. No obstante, esas «solitarias» creaciones del mimoide no son nada en comparación con la desenfrenada actividad que desencadena cuando se «irrita» por la presencia de objetos y formas que surgen sobre su superficie por culpa de los forasteros llegados de la Tierra.

La reproducción de las formas abarca todo lo que se encuentre dentro de un radio de entre doce y quince kilómetros. El mimoide realiza, por lo general, una reproducción aumentada, aunque en ocasiones la deforma, dando lugar a caricaturas o simplificaciones grotescas, sobre todo en lo que a las naves se refiere. Está claro que se trata siempre de la misma materia que empalidece deprisa y que, una vez lanzada al aire, se queda suspendida en lugar de caer y permanece unida a la base por un cordón umbilical fácil de romper; el mimoide lo utiliza para reptar, mientras se encoge, se estrecha o se infla, creando complejos dibujos. Un avión, un armazón o un mástil son reproducidos con la misma rapidez; un mimoide únicamente es incapaz de reaccionar ante los propios humanos o, para ser más exactos, ante ningún ser vivo, incluidas las plantas (que también los científicos han llevado a Solaris con fines experimentales). En cambio, un maniquí, un pelele, la figurita de un perro o de un árbol, esculpidos en cualquier material, son copiados inmediatamente.

Aquí, desgraciadamente, es preciso hacer un paréntesis y señalar que esa «obediencia» de los mimoides hacia los investigadores, tan inusual en Solaris, en ocasiones queda en suspenso. El mimoide más maduro tiene sus «días perezosos», durante los que se limita a palpitar lentamente. Ese pálpito es imperceptible a la vista: su ritmo, la fase individual del «pulso», dura más de dos horas y fue necesaria una filmación muy precisa para poder descubrirlo.

Cuando se dan estas circunstancias, un mimoide, en especial uno viejo, es perfecto para ser visitado, puesto que, tanto el escudo de sujeción sumergido en el océano como las creaciones que lo coronan ofrecen un apoyo más que seguro.

Claro que también es posible permanecer sobre un mimoide en sus días «laborables», pero en este caso la visibilidad es prácticamente nula a causa de la suspensión coloidal que, suave y blanda como la nieve en polvo, desciende constantemente desde las hinchadas ramificaciones del tronco generador de formas. Además, debido a su gran envergadura, casi como montañas, es imposible abarcar todas esas formas. Asimismo, la base de un mimoide «trabajador» se torna pantanosa por culpa de una lluvia pulposa que, transcurridas diez horas, se solidifica, convirtiéndose en una coraza varias veces más ligera que la piedra pómez. Por último, sin un equipamiento adecuado, es relativamente sencillo perderse en medio del laberinto de abombados pedúnculos, parecidos a columnas contráctiles o a semilíquidos géiseres. El riesgo existe incluso a plena luz del día, porque sus rayos son incapaces de atravesar el manto de «explosiones imitadoras», constantemente proyectadas a la atmósfera.

La observación de un mimoide durante sus días felices (aunque, para ser más exactos, son días felices para el investigador que se ocupa de ellos) puede constituir una fuente de sensaciones inolvidables. Se dan casos de «vuelos creativos» al comienzo de su increíble sobreproducción. Crea entonces variedades propias de las formas externas, o bien sus variantes, o incluso «prolongaciones formales»; puede pasarse así horas, para gozo del pintor abstracto y desesperación del científico que intenta, en vano, comprender los procesos en curso. En ocasiones, la actividad de un mimoide muestra rasgos de una simplificación infantil; en otras, cae en «desviaciones barrocas», en las que todas sus creaciones exhiben una pronunciada elefantiasis. En especial, los mimoides mayores fabrican formas capaces de provocar ataques de risa. Yo, personalmente, nunca he podido reírme de ellos, porque el misterioso espectáculo me deja demasiado aturdido.

Está claro que, durante los primeros años de investigación, todos se abalanzaron literalmente sobre los mimoides, que se consideraron idealizados núcleos del océano solarista, lugares perfectos para el deseado encuentro de dos civilizaciones. Muy pronto resultó que era imposible hablar de ningún tipo de encuentro, ya que todo empezaba y acababa con una mera imitación de formas abocada a un callejón sin salida.

Tanto el antropomorfismo como el zoomorfismo aparecían de manera recurrente en las desesperadas búsquedas llevadas a cabo por los investigadores, quienes (como Maartens y Ekkonai) se empeñaron, durante un tiempo, en considerar las diferentes creaciones del océano vivo como «órganos sexuales» o incluso como «extremidades»; este fue el caso de los «estreptos» y de los «raudos» de Giese.

Pero esas protuberancias del océano vivo, disparadas a veces a la atmósfera a una altura de tres kilómetros, son «extremidades» en la misma medida que un terremoto es «gimnasia» para la corteza terrestre.

En el catálogo, hay unas trescientas variedades de formas nacidas del océano vivo que se repiten con cierta frecuencia y que pueden ascender a varias decenas o centenares en un solo día. Según la escuela de Giese, las más inhumanas, por su absoluta falta de parentesco con cualquier experiencia terrestre, son las simetriadas. Entonces ya se sabía que el comportamiento del océano no era agresivo y que, para morir en su plasmático abismo, había que esforzarse bastante: podía suceder por propia imprudencia o insensatez (naturalmente, no hablo de accidentes causados, por ejemplo, por una avería de la botella de oxígeno o del climatizador); pero sin el menor riesgo se pueden atravesar, con un avión o con cualquier otra aeronave, tanto los ríos de los cilíndricos luengones como las terribles columnas de estreptos que se tambalean mientras vagan entre las nubes. Es posible abrirse camino a través del plasma que se escinde a la velocidad de la luz ante un cuerpo extraño dentro de la atmósfera solarista, cavando túneles, en caso de necesidad, incluso bajo la superficie del océano (en tal caso se libera inmediatamente una energía de un enorme potencial que, en casos extremos, equivale, según los cálculos de Skriabin, a 109 ergios). Las investigaciones acerca de las simetriadas se emprendieron con mucha prudencia y constantes retrocesos, multiplicándose las medidas de seguridad —por cierto, a menudo innecesarias—; los nombres de los que se adentraron por primera vez en su abismo son bien conocidos por cualquier niño de la Tierra.

Lo espantoso de esos gigantes no reside en su aspecto, aunque es cierto que son capaces de generar las peores pesadillas, sino más bien en la falta de elementos constantes y seguros en sus confines; una vez dentro, incluso las leyes de la física quedan anuladas. Fueron precisamente los investigadores de las simetriadas los que propagaron la tesis acerca de la inteligencia del océano vivo.

Las simetriadas surgen de repente. Su nacimiento es una especie de erupción. Una hora antes, el océano empieza a brillar con fuerza, como vitrificado en un perímetro de varias decenas de kilómetros cuadrados. Aparte de eso, ni su fluidez, ni el ritmo del oleaje varían. A veces, una simetriada explota dentro del cráter que se crea tras un raudo succionado, pero este fenómeno no constituye una regla. Al cabo de aproximadamente una hora, la capa vidriosa sale disparada, como una terrible burbuja dentro de la cual se reflejan, titilando y quebrándose, el firmamento, el sol, las nubes, todos los horizontes. El relampagueante juego de colores —en parte inducido por la difracción y, en parte, por la refracción de la luz— es inigualable.

Las simetriadas creadas durante los días celestes y justo antes de la puesta del sol ofrecen unos efectos lumínicos especialmente impetuosos. Uno tiene entonces la impresión de estar asistiendo al parto de un planeta, en el que este duplicara su tamaño a cada instante. Un globo ardiente, recién lanzado desde el abismo, se quiebra en lo alto en sectores verticales, pero no se trata, en ningún caso, de una descomposición. Este estadio, llamado, sin demasiado éxito, «fase del cáliz floral», dura unos segundos. Los arcos de los tramos membranosos que apuntaban al cielo ahora se dan la vuelta, se fusionan en el interior invisible y comienzan a formar apresuradamente una especie de tronco voluminoso, con una actividad que abarca centenares de fenómenos simultáneos. En el centro del tronco, examinado por primera vez por el equipo de setenta personas de la expedición Hamalei, se forma, como efecto de un proceso de policristalización, un mandril de carga axial, llamado también «columna vertebral», aunque personalmente no soy partidario de este término. La vertiginosa arquitectura de este soporte central se ve sostenida in statu nascendi por unos pilares verticales de gelatina muy diluida, que brota sin cesar desde la kilométrica hondonada. Durante todo este proceso, el coloso emite un sordo y prolongado rugido y termina envuelto en un manto de agitada espuma, blanca como la nieve. Se suceden —desde el centro hacia la periferia— una serie de complicadas rotaciones de diferentes superficies espesas, sobre las que se van superponiendo las capas de sustancia dúctil que brota del abismo. A la vez, los ya mencionados géiseres de aguas profundas se solidifican y se transforman en columnas de activos tentáculos que se dirigen a determinados puntos de la construcción, definidos con precisión por la dinámica del conjunto; este se asemeja a la gigantesca branquia de un embrión desarrollado a una velocidad mil veces mayor que la habitual, recorrido por arroyos de sangre rosa y agua de un verde tan oscuro que casi resulta negro. A partir de ese momento, la simetriada comienza a revelar su característica más increíble: la capacidad de modelar, o incluso de suspender, ciertas leyes físicas. Aclaremos de antemano que no existen dos simetriadas iguales y que la geometría de cada una de ellas es un nuevo «invento» del océano vivo. La simetriada fabrica en su interior lo que a menudo llamamos «máquinas momentáneas», aunque en realidad no se parecen en nada a las máquinas construidas por los humanos, pero sí consisten en una intencionalidad de la acción relativamente reducida y por tanto, y de alguna manera, «mecánica».

Cuando los géiseres de aguas profundas se solidifican o se dilatan, se convierten en galerías y pasillos de anchas paredes que discurren en todas las direcciones, mientras las «membranas» crean un sistema de superficies salientes y techos cruzados. Es entonces cuando hay que justificar la denominación de una simetriada: a cada formación de pasos sinuosos, de vías y de rampas, le corresponde, en el polo opuesto, una estructura fiel en cada detalle.

Unos veinte o treinta minutos después, el gigante empieza a sumergirse lentamente, a veces con una inclinación de entre ocho y doce grados respecto de su eje vertical. Existen simetriadas de mayor y menor tamaño, pero incluso las enanas, una vez sumergidas, se elevan a una altura de ochocientos metros por encima del horizonte y son visibles desde una distancia de entre quince y veinticinco kilómetros. Para adentrarse en ellas, lo más prudente es hacerlo una vez establecido su equilibrio, cuando el conjunto deja de hundirse en el océano vivo y recupera su verticalidad; el mejor lugar para penetrar está justo debajo de la cumbre. El «cabezal» relativamente liso del polo se ve rodeado, en este punto, por una superficie horadada por las salidas de cámaras y conductos interiores. Esta formación constituye, en su totalidad, un desarrollo tridimensional de algún tipo de ecuación de orden superior.

Es bien sabido que cada ecuación puede ser reflejada mediante el lenguaje figurativo de la geometría superior, construyendo su equivalente en forma de sólido. En este sentido, una simetriada es una pariente de los conos de Lobachevski y de la curvatura negativa de Riemann, aunque, eso sí, una pariente muy lejana debido a la inimaginable complejidad que entraña. Constituye un desarrollo de todo el sistema matemático, que abarca varios kilómetros cúbicos, pero se trata de un desarrollo tetradimensional dado que los importantes coeficientes de las ecuaciones son reflejados también en el tiempo, en los cambios que se producen en su transcurso.

Lo más sencillo, indudablemente, era pensar que teníamos delante nada más y nada menos que una «computadora» del océano vivo, un modelo de cálculo creado a su escala, de aplicación desconocida, pero hoy en día nadie comparte ya esta hipótesis de Fermont. Indudablemente, era una hipótesis tentadora, pero fue imposible sostener la idea de que el océano vivo examinaba los problemas de la materia, del cosmos, de la existencia, mediante aquellas erupciones titánicas cuyas partículas se sometían a las cada vez más complejas fórmulas del gran análisis. El gigante alberga demasiados fenómenos que no se ajustan a esta sencilla imagen (ingenua, según algunos).

Abundaron los intentos por crear un modelo de simetriada asequible y visible. La divulgación del modelo de Awerian tuvo bastante éxito y su razonamiento fue el siguiente: imaginemos una remota edificación terrestre de la época del esplendor de Babilonia; supongamos que está construida a partir de una sustancia viva, activa y evolutiva; su arquitectura atraviesa de modo natural una serie de fases y adopta ante nuestros ojos la forma de construcciones griegas, romanas, dejando que más adelante las columnas se afinen como tallos; la bóveda pierde peso, se eleva, se estiliza; los arcos se convierten en empinadas parábolas para, finalmente, quebrarse en siluetas esbeltas y alargadas. Comienzan la maduración y el envejecimiento del gótico, que fluye hacia sus formas tardías: la anterior crudeza de la abrupta elevación es sustituida por la erupción de la exuberancia orgiástica, delante de nosotros brota el barroco con sus frutos excesivos. Si continuáramos con esta serie, tratando siempre a nuestra criatura como a un ser cambiante según las sucesivas etapas de la existencia real, terminaríamos llegando a la arquitectura de la era cosmodrómica, acercándonos de ese modo, quizás, a la comprensión de lo que es una simetriada.

Sin embargo, esta comparación, por mucho que haya sido desarrollada y enriquecida (de hecho, ha habido intentos por ilustrarla mediante modelos especiales o incluso mediante una película), en el mejor de los casos no deja de ser insuficiente, y en el peor, un burdo remedo, por no calificarlo de fraude, y es que una simetriada no se parece a ninguna creación terrestre…

El ser humano puede abarcar muy pocas cosas a la vez, tan solo vemos lo que ocurre delante de nosotros, aquí y ahora. Evidenciar una multitud de procesos simultáneos, de algún modo relacionados entre sí, o incluso complementarios, supera nuestra capacidad. Es una limitación que experimentamos incluso en contacto con fenómenos relativamente sencillos. El destino de un solo hombre puede significar mucho, es difícil abarcar el destino de varios centenares, pero la historia de miles, o millones de seres humanos, en realidad no significa nada. Una simetriada es un millón, o más bien mil millones elevados a la enésima potencia, en sí, es algo inimaginable; resulta abrumador encontrarse en medio de una de sus naves —cada una de las cuales, a su vez, corresponde a diez veces el espacio de Kronecker—, como hormigas agarradas al pliegue de una bóveda viva, ver cómo se elevan las gigantes superficies grisáceas a la luz de nuestras balizas de señalización, cómo se penetran mutuamente, percibir su suavidad y la infalible perfección de su forma que, no obstante, es solo momentánea, porque aquí todo fluye: el fundamento de esta arquitectura es el movimiento, concentrado e intencionado. Nosotros solo podemos ver una pequeña parte del proceso, el temblor de una única cuerda de una orquesta sinfónica de supergigantes; pero hay mucho más, porque sabemos —sabemos que es así, pero no lo comprendemos— que al mismo tiempo, encima y debajo de nosotros, en el insondable abismo, fuera de las fronteras de los ojos y de la imaginación, se produce una multitud de transformaciones simultáneas relacionadas entre sí como notas ligadas por un contrapunto matemático. Por ello, alguien la bautizó con el título de sinfonía geométrica, y nosotros somos sus sordos oyentes.

En este caso, para ver cualquier cosa de verdad, habría que alejarse, retroceder tanto que sería inabarcable, pero dentro de una simetriada todo constituye el interior, en una multiplicación de partos que estallan en forma de avalanchas, una formación incesante; hay que señalar que la creación es, al mismo tiempo, el creador y que ningún mimoide es tan sensible al tacto como cualquier fragmento de una simetriada —que se encuentra separada por centenares de pisos, a muchos kilómetros de distancia de nosotros— a los cambios que experimenta. Aquí, cada edificio monumental —cuya belleza no está al alcance de la vista— se convierte en copartícipe de la construcción y en jefe de obra de todos cuantos surgen al mismo tiempo y que, a su vez, ejercen sobre el primero una influencia modeladora. Sí, es una sinfonía, pero autogeneradora y autofagocitadora. El final de una simetriada es horrible. Nadie que lo haya visto ha podido evitar la sensación de haber sido testigo de una tragedia, por no decir de un asesinato. Al cabo de dos, como mucho tres horas —este explosivo crecimiento, esta multiplicación y autogénesis no suele durar más tiempo—, el océano vivo emprende el ataque, que transcurre de la siguiente manera: la lisa superficie se arruga; el oleaje, hasta ese momento tranquilo y cubierto de espuma reseca, empieza a hervir; desde el horizonte se aproximan, a la carrera, una sucesión de olas concéntricas, los mismos musculosos cráteres que acompañaron al nacimiento de un mimoide, pero en esta ocasión sus dimensiones son incomparablemente mayores. La parte submarina de la simetriada es estrujada, el coloso se eleva despacio, como si fuera a ser lanzado fuera del planeta; las capas superiores de la materia oceánica se activan, reptando cada vez más alto por las paredes laterales y cubriéndolas; al solidificarse, sellan las salidas; pero todo esto no es nada en comparación con lo que, en paralelo, sucede en las profundidades. En primer lugar, los procesos de formogénesis —la aparición de las sucesivas arquitecturas— se detienen por un momento; a continuación, sufren una brusca aceleración y los, hasta ahora, fluidos movimientos de infiltración, plegamiento, de despliegue de la urdimbre y de las bóvedas, todos ellos tan armónicos y seguros como si fueran a durar siglos, empiezan a arrasar con todo. La sensación de que el coloso, ante el inminente peligro, procura bruscamente autorrealizarse, se vuelve abrumadora. Cuanto más se aceleran los cambios, más evidente es la horrible y repugnante metamorfosis de la propia materia prima y su dinámica. Las maravillosas y esbeltas siluetas se ablandan, se tornan flácidas, se descuelgan, surgen errores, formas inacabadas, monstruosas, inválidas; de las profundidades invisibles, se eleva un bramido creciente y el aire, escupido en una respiración agónica mientras roza contra las grietas cada vez más estrechas, resoplando y, a ratos, tronando, incita a las paredes en derrumbe a proferir un estertor que suena como lanzado por laringes cubiertas por estalactitas de mucosidad, o por cuerdas vocales muertas, y el espectador no tarda en sumirse en la inercia ante el movimiento más violento, el movimiento de la destrucción. Tan solo el huracán que ruge desde el abismo y atraviesa miles de pozos sujeta la construcción celeste mientras la infla; esta empieza a hundirse como una placa envuelta en llamas, pero en algún sitio aún puede verse el aleteo agonizante, los movimientos caóticos, separados del resto, ciegos, cada vez más débiles, hasta que el gigante, atacado sin cesar desde el exterior, se derrumba con la lentitud de una montaña y desaparece en una vorágine de espumas; las mismas que habían acompañado su titánica creación.

¿Y qué significa todo esto? Sí, ¿qué significa…?

Recuerdo a un grupo de escolares, de visita en el Instituto Solarista de Aden; por aquel entonces, yo era el asistente de Gibarian; una vez que hubieron atravesado la sala lateral de la biblioteca, los jóvenes fueron conducidos a la estancia principal, ocupada en su mayor parte por las bobinas de los microfilms. En ellos se habían inmortalizado pequeñas fracciones del interior de las simetriadas desaparecidas hacía mucho tiempo, y su número, no fotografías sueltas, sino rollos enteros, alcanzaba más de noventa mil. Fue entonces cuando, de pronto, una niña regordeta, de unos quince años, de mirada inteligente y resolutiva tras los cristales de sus gafas, preguntó:

—¿Y para qué sirve todo esto?

En medio del incómodo silencio que siguió a la pregunta, únicamente la profesora miró con severidad a su insubordinada alumna; ninguno de los solaristas que realizaban la visita guiada, y entre los cuales estaba yo, supimos responderle. Ello se debe a que las simetriadas son únicas, al igual que los procesos que transcurren en su interior. A veces, el aire deja de transmitir el sonido. A veces, el coeficiente de refracción sube o baja. Localmente surgen cambios de fuerza, palpitantes y regulares, como si la simetriada estuviera dotada de un corazón gravitatorio latiente. En ocasiones, los girocompases de los investigadores se vuelven locos, las capas de intensa ionización aparecen y desaparecen; en fin, esta enumeración podría proseguir indefinidamente. En cualquier caso, si algún día se consigue aclarar el misterio de las simetriadas, siempre nos quedarán las asimetriadas…

Su nacimiento es parecido, la única diferencia reside en su final y lo único que se puede percibir en su interior es el tintineo, el ardor, el centelleo; solo sabemos que son un foco de procesos vertiginosos, al límite de la velocidad posible desde el punto de vista de la física; también se las llama «exagerados fenómenos cuánticos». Su parecido matemático con ciertos modelos de átomo es, pese a todo, inconstante y fugaz, de manera que algunos lo consideran una característica colateral, o incluso casual. Su periodo de vida es incomparablemente más corto, poco más de diez minutos, y su final, mucho más horrible: tras el huracán de aire duro y atronador que las rellena y las hace explotar, un líquido arremolinado en su interior, que se desplaza a una velocidad infernal bajo la sucia capa de espuma, lo inunda todo, borbolleando, inmundo. Luego surge un volcán de barro, que escupe una irregular columna de restos que siguen cayendo durante mucho tiempo sobre la inquieta superficie del océano, en forma de lluvia macerada. Algunos de ellos se encuentran a la deriva, a decenas de kilómetros del epicentro de la explosión, arrastrados por el viento: resecos, amarillentos y cartilaginosos.

A este último grupo pertenecen formaciones que se mantienen completamente separadas del océano vivo durante breves o largos periodos de tiempo, son mucho menos frecuentes que las anteriores y más difíciles de observar. Cuando sus restos fueron identificados por primera vez —erróneamente, como se comprobó mucho más tarde—, se pensó que eran cadáveres de las criaturas que habitaban las hondonadas del océano. A veces parecen estar huyendo, como si fueran unos extraños pájaros multialas, ante nubes de raudos, pero este término, prestado de la Tierra, de nuevo se convierte en una muralla infranqueable. Muy de vez en cuando, en las rocosas orillas de las islas y junto a los grupos de focas, se pueden ver pájaros bobos mientras descansan al sol, o arrastrándose perezosos hacia el mar para fundirse con él.

De esta forma, se fue empleando, una y otra vez, la terminología terrestre, humana; en cuanto al primer encuentro…

Las expediciones atravesaron centenares de kilómetros por las profundidades de las simetriadas, se dedicaron a colocar instrumental de grabación, cámaras sensibles al movimiento; los ojos televisivos de los satélites artificiales registraron a los mimoides y a los luengones mientras brotaban, al igual que su proceso de maduración y muerte. Las estanterías de las bibliotecas y los archivos se fueron llenando, y el precio que hubo que pagar por ello a menudo fue alto. Fallecieron setecientas dieciocho personas durante los cataclismos, antes de que les diera tiempo a huir del interior de los colosos que se destruyeron; de ellos, ciento seis desaparecieron en una sola catástrofe, famosa porque el propio Giese, entonces un anciano de setenta años, encontró en ella la muerte cuando una simetriada claramente caracterizada se extinguió siguiendo la pauta propia de las asimetriadas. El estallido de una sustancia fangosa absorbió a setenta y nueve personas vestidas con escafandras acorazadas, así como toda su maquinaria e instrumental; más tarde, alcanzó con sus tentáculos a veintisiete pilotos de aviones y helicópteros que sobrevolaban el fenómeno investigado. El lugar, en la intersección del paralelo cuarenta y dos con el meridiano ochenta y nueve, viene señalado en los mapas como Erupción de los Ciento Seis. No obstante, este punto solo existe en los mapas, ya que en la superficie del océano no se distingue ningún resto de aquella tragedia.

A raíz de aquellos acontecimientos, por primera vez en la historia de la exploración solarista, se levantaron voces que exigían el empleo de armas termonucleares. En realidad, eso hubiera sido más cruel que la venganza: destruir algo que no éramos capaces de comprender. Tsanken era el segundo del grupo de reserva de Giese; se salvó gracias al error de un transmisor automático que había marcado erróneamente la posición de la simetriada que examinaba el resto del equipo; Tsanken estaba perdido, volando sobre el océano, y solo acudió al lugar de la explosión unos minutos después de que se produjera. Mientras volaba, le dio tiempo a ver el hongo negro. En el momento de tomar una decisión, Tsanken amenazó con hacer explotar la Estación, en la que había diecinueve personas a bordo, incluido él mismo; aunque nunca se reconociera oficialmente que aquel ultimátum suicida influyó en el resultado de la votación, se puede suponer que así fue.

Sin embargo, la época de numerosas expediciones visitando el planeta pertenece ya al pasado. La propia Estación —cuya construcción fue supervisada desde los satélites, siendo una obra de ingeniería a una escala tal que la Tierra podría sentirse orgullosa, si no fuera porque el océano, en cuestión de segundos, es capaz de escupir construcciones millones de veces más grandes— fue concebida como un disco de doscientos metros de diámetro, con cuatro pisos en el centro y dos en los laterales, suspendido entre quinientos y mil quinientos metros por encima del océano gracias a la energía aniquiladora de los gravitadores; además, todos los aparatos propios de cualquier estación y de los grandes sateloides de otros planetas se equiparon con unos detectores de radar especiales, destinados a ejercer una fuerza adicional ante cualquier cambio en la planicie del océano, de forma que el disco de acero se elevara hacia la estratosfera en cuanto se detectaran los primeros síntomas del nacimiento de una nueva creación.

Ahora la Estación estaba prácticamente deshabitada. Desde que los autómatas fueran encerrados —por motivos que aún desconozco— en los almacenes del sótano, uno podía circular por los pasillos sin encontrarse con nadie, como en el naufragio de un buque a la deriva cuya maquinaria hubiera sobrevivido al exterminio de su tripulación.

Mientras colocaba el noveno volumen de la monografía de Giese en la estantería me pareció que el acero, cubierto por una capa de blanda espuma plástica, temblaba bajo mis pies. Me quedé inmóvil, pero el temblor no se repitió. La biblioteca estaba perfectamente aislada del resto del edificio, así que solo podía haber una causa para esa sacudida: el despegue de un cohete de la Estación. Aquel pensamiento me devolvió a la realidad. Aún no me había decidido del todo a volar, tal como me había pedido Sartorius. Fingiendo que aceptaba sus planes al pie de la letra, lo único que conseguía era aplazar la crisis; estaba casi convencido de que la confrontación se produciría, porque estaba decidido a hacer todo lo posible para salvar a Harey. La cuestión era si Sartorius tenía posibilidades de éxito. Su ventaja sobre mí era inmensa: como físico conocía el problema diez veces mejor que yo y lo único con lo que, paradójicamente, yo podría contar, sería la perfección de las soluciones que nos brindaba el océano. Pasé la siguiente hora revisando minuciosamente los microfilms, intentando pescar cualquier cosa comprensible del mar de infernales matemáticas, a cuyo lenguaje recurría la física de procesos de neutrinos. En un principio, la búsqueda me pareció desesperante porque había nada más y nada menos que cinco teorías acerca de los campos de neutrinos, a cual más ininteligible: señal inequívoca de que ninguna era perfecta. No obstante, al final, conseguí encontrar algo prometedor. Estaba anotando las fórmulas cuando alguien llamó a la puerta.

Me acerqué rápidamente y la abrí tapando el hueco con mi cuerpo. Vi la cara de Snaut, reluciente por el sudor. Detrás de él, el pasillo estaba vacío.

—Ah, eres tú —dije, entreabriendo la hoja—. Entra.

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