Solaris

Solaris


La conferencia

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LA CONFERENCIA

Estaba acostado, boca arriba, con su cabeza sobre mi hombro, sin pensar en nada. La oscuridad del cuarto empezaba a poblarse. Oí unos pasos. Las paredes estaban desapareciendo. Algo se amontonaba encima de mí, cada vez más alto, hacia el infinito. Traspasado de un extremo a otro, abrazado sin tacto, me quedé inmóvil en la oscuridad, sintiendo su afilada transparencia. Muy lejos se oían unos latidos. Concentré toda mi atención, el resto de mis fuerzas, en esperar la agonía. Tardaba en venir. Seguí empequeñeciéndome y el cielo invisible, sin horizontes, el espacio desprovisto de siluetas, de nubes, de estrellas, me convirtió en su punto central, mientras retrocedía y crecía. Intenté arrastrarme por la cama sobre la que yacía, pero debajo de mí ya no quedaba nada y la oscuridad no amparaba nada ya. Apreté los puños, escondí en ellos mi rostro. Ya no lo tenía. Los dedos lo atravesaron de lado a lado, tenía ganas de gritar, de aullar…

La habitación se había vuelto gris y celeste. Los objetos, las estanterías, las esquinas de las paredes habían sido repasados con anchas pinceladas mate, apenas perfilados, desprovistos de su auténtico color. La blancura más intensa, un blanco perla, desenvolvía el silencio al otro lado de la ventana. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Al girar la cabeza hacia un lado, mi mirada se cruzó con la de ella.

—¿Se te ha dormido el brazo?

—¿Qué?

Levantó la cabeza. Sus ojos eran del mismo color que la habitación: grises y radiantes bajo los párpados. Noté el calor de su aliento antes de comprender el sentido de sus palabras.

—No. Ah, sí.

Puse una mano sobre su hombro. El tacto me causó un hormigueo. Lentamente, la atraje hacia mí con ambos brazos.

—Has tenido una pesadilla.

—¿Una pesadilla? Sí, una pesadilla. Y tú, ¿no has dormido?

—No lo sé. Quizás no. No tengo sueño; pero tú, duerme. ¿Por qué me miras así?

Entorné los ojos. Notaba el delicado y rítmico latido de su corazón a la altura del mío, que trabajaba con mayor lentitud. «Forma parte del atrezo», pensé. Ya nada me sorprendía, ni siquiera mi propia indiferencia. Había dejado atrás el miedo y la desesperación. Me encontraba más lejos, ¡oh, nadie había estado aún tan lejos! Rocé su cuello con los labios, y seguí bajando hasta que llegué a una cavidad entre los tendones, pequeña y lisa como el interior de una concha. Aquí también se oía el latido.

Me incorporé sobre un codo. No había ninguna aurora, ni la suavidad del amanecer; un resplandor celeste envolvía eléctricamente el horizonte, el primer rayo atravesó la habitación a modo de disparo, un juego de luces lo inundó todo, los reflejos del arcoiris se quebraron dentro del cristal de la ventana, de los picaportes, de los tubos de vidrio; parecía que la luz quisiera chocar contra cada superficie que encontraba a su paso, como si quisiera liberarse, hacer explotar el estrecho habitáculo. Resultaba imposible seguir mirando. Me giré. Las pupilas de Harey se encogieron y sus iris de color gris me miraron.

—¿Ya es la hora del amanecer? —preguntó con voz mate. Una especie de mezcla entre sueño y realidad.

—Aquí siempre es así, cariño.

—¿Y nosotros?

—Nosotros, ¿qué?

—¿Seguiremos aquí mucho tiempo?

Me entraron ganas de reírme. Sin embargo, cuando por fin hablé, la voz que me salió no parecía una risa.

—Me temo que sí. ¿No te apetece?

Sus párpados temblaban. Me observaba con atención. ¿Estaría parpadeando? No estaba seguro. Tiró de la manta y una pequeña marca triangular rosada se divisó sobre su hombro.

—¿Por qué miras así?

—Porque eres bella.

Sonrió, pero solo por cortesía, en agradecimiento por el cumplido.

—¿De veras? Porque me miras como si… como si…

—¿Cómo?

—Como si estuvieras buscando algo.

—¡Qué dices!

—No, como si pensaras que algo me pasa, o bien que hay algo que yo no te he dicho.

—En absoluto.

—Si te empeñas en negarlo, seguro que es cierto. Pero haz lo que quieras.

Tras los cristales encendidos, nacía un calor mortecino, celeste. Busqué las gafas, mientras me protegía los ojos con la mano. Estaban encima de la mesa. Me coloqué de rodillas sobre la cama, me las puse y vi el reflejo de ella en el espejo. Estaba a la expectativa. Cuando me tumbé de nuevo a su lado, sonrió.

—¿Y para mí?

De pronto, entendí.

—¿Las gafas?

Me incorporé y empecé a rebuscar dentro de los cajones, en la mesa junto a la ventana. Encontré dos pares, ambos demasiado grandes. Se los entregué y se los probó, pero se deslizaban hasta la mitad de su nariz. Las trampillas de las ventanas empezaron a cerrarse con un prolongado crujido. En cuestión de segundos, en el interior de la Estación, que se resguardaba bajo su caparazón como una tortuga, se hizo de noche. Le quité las gafas a tientas y, junto con las mías, las coloqué debajo de la cama.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.

—Lo que suele hacerse de noche: dormir.

—Kris.

—¿Qué?

—Será mejor que te prepare una compresa nueva.

—No, no hace falta. No hace falta… cariño.

Al decirlo, ni yo mismo sabía si estaba fingiendo, pero de pronto, en medio de la oscuridad, abracé a ciegas su esbelta espalda y, al notar su temblor, creí en ella. No sé. De repente me pareció que era yo quien la engañaba, y no al revés, porque ella tan solo era ella misma.

A continuación, me volví a dormir y a despertar varias veces seguidas y, en cada ocasión, un espasmo me arrancaba del sueño; los fuertes latidos de mi corazón tardaban en aquietarse, la estrechaba contra mí, mortalmente cansado; ella escrutaba mi rostro, mi frente, comprobando con mucho cuidado si tenía fiebre. Era Harey. Era imposible que existiese otra más real que aquella.

Tras esos pensamientos, se produjo un cambio dentro de mí. Dejé de luchar. Me quedé dormido casi de inmediato.

Me despertó un delicado roce. Sentía una agradable sensación de frío en la frente. Tenía la cara cubierta por algo húmedo y suave que se fue deslizando lentamente, permitiéndome ver el rostro de Harey inclinado sobre mí. Escurría, con ambas manos, el exceso de líquido de la gasa en el interior de un cuenco de porcelana. Junto a este, había un frasco de ungüento contra las quemaduras. Me sonrió.

—¡Qué sueño tienes! —dijo, colocando de nuevo la gasa—. ¿Te duele?

—No.

Moví la piel de la frente. Era cierto, las quemaduras habían dejado de molestarme. Harey estaba sentada al borde de la cama, envuelta en un albornoz masculino, blanco con rayas naranjas, su cabello negro suelto a lo largo del cuello. Se había remangado hasta los codos, con el fin de tener libertad de movimientos. Noté un hambre tremenda, debía de llevar unas veinte horas sin probar bocado. Una vez que Harey hubo terminado las curas, me levanté. De repente, mi vista se posó sobre dos idénticos vestidos blancos de botones rojos: el primero era el mismo que le había ayudado a quitarse mediante el corte en el cuello y el segundo, el que traía el día anterior. Esta vez, ella misma había descosido la costura con ayuda de las tijeras. Decía que lo más probable es que se hubiera enganchado la cremallera.

La visión de los dos vestidos idénticos fue lo peor que había vivido hasta ese momento. Harey estaba ocupada, ordenando el botiquín. A escondidas, me di la vuelta y me mordí el puño. Sin dejar de mirar ambos vestidos —o más bien el mismo vestido duplicado—, comencé a retroceder hacia la puerta. El grifo seguía goteando, haciendo ruido. Abrí la puerta, me deslicé silenciosamente hasta el pasillo y la cerré con cuidado. Escuchaba el suave susurro del agua corriendo y el sonido de las botellas; de pronto, el ruido cesó. Las alargadas luces del pasillo estaban encendidas, una indefinida mancha de luz se reflejaba sobre la puerta; me quedé allí a la espera, con los dientes apretados. Mantenía sujeto el picaporte, aunque dudaba de que fuese capaz de resistir mucho tiempo. Una violenta sacudida por poco me lo arrancó de la mano, pero la puerta no se abrió, tan solo tembló y empezó a crujir de forma terrible. Estupefacto, solté el picaporte y retrocedí; estaba ocurriendo algo increíble: la plancha lisa de plástico se doblaba hacia el interior de la habitación, como hundida a presión. La laca empezó a desconcharse en pequeñas láminas, dejando al desnudo el acero del marco que cada vez se tensaba más. Entonces lo entendí: en lugar de empujar la puerta, que abría hacia el pasillo, Harey estaba intentando abrirla tirando de ella. El reflejo de la luz se deformó sobre su superficie como sobre un espejo cóncavo; se oyó un tremendo crujido y la uniforme hoja, doblada por un extremo, se resquebrajó. Al mismo tiempo, el picaporte, arrancado de su soporte, cayó en la habitación. Inmediatamente, unas manos ensangrentadas aparecieron por el hueco, dejando huellas rojas sobre la pintura; siguieron tirando hasta que el tablero de la puerta se partió en dos y quedó colgando oblicuamente de los pernios, y el monstruo albinaranja de cara lívida se lanzó contra mi pecho, sollozando.

De no ser porque estaba paralizado por el espectáculo, posiblemente habría intentado huir. Harey respiraba de forma convulsiva, dando golpes con la cabeza contra mi hombro, sacudiendo su cabello despeinado. La llevé de vuelta a la habitación y, tras abrirme paso entre los restos de la destrozada puerta, la tumbé sobre la cama. Sus uñas estaban rotas y ensangrentadas. Al darle la vuelta a la mano, vi que la palma estaba en carne viva. La miré a la cara, pero sus ojos eran totalmente inexpresivos.

—¡Harey!

Contestó con un murmullo inarticulado. Acerqué mi dedo a su ojo. El párpado se cerró. Mientras me dirigía al botiquín, la cama crujió y, al darme la vuelta, vi que estaba sentada y se examinaba asustada las manos ensangrentadas.

—Kris —gimió—. Yo… yo… ¿qué me ha pasado?

—Te has lastimado al derribar la puerta —dije secamente. Tenía algo en los labios, sobre todo en el inferior, como hormigas en movimiento. Me los mordí.

Durante un momento, Harey observó los dentados trozos de plástico que colgaban del marco de la puerta y volvió a mirarme. Le temblaba la barbilla y pude ver el esfuerzo que hacía para tratar de dominar el miedo.

Corté unos trozos de gasa, saqué del botiquín los polvos vulnerarios y volví a la cama. De pronto, todo lo que llevaba se me cayó de las manos, el frasco de cristal con membrana gelatinosa se rompió, pero ni siquiera me agaché a recogerlo. Ya no hacía falta.

Cogí su brazo. La sangre reseca aún le rodeaba las uñas, como una fina capa, pero las heridas por aplastamiento habían desaparecido y el interior de la mano había cicatrizado, cubriéndose de una piel más clara, joven y rosada. Además, la cicatriz empalidecía casi a la vista.

Me senté, acariciándole la cara e intentando sonreír, pero no puedo decir que lo consiguiera.

—¿Por qué lo has hecho, Harey?

—No. ¿He sido… yo?

Señaló la puerta con la mirada.

—Sí. ¿No te acuerdas?

—No. Quiero decir, vi que no estabas, me asusté mucho y…

—¿Y qué?

—Empecé a buscarte, pensé que estarías en el baño…

No me había fijado hasta entonces en que el armario, desplazado a un lado, dejaba a la vista la entrada del baño.

—¿Y después?

—Corrí hacia la puerta.

—¿Y qué más?

—No me acuerdo. Algo debió de suceder.

—¿Qué?

—No lo sé.

—Pero ¿qué recuerdas? ¿Qué ocurrió después?

—Estaba sentada aquí, en la cama.

—¿No recuerdas cuando te traje en brazos?

Vaciló. Las comisuras de sus labios hicieron una mueca, su cara reflejaba tensión.

—Puede que sí. Quizás. No lo sé.

Apoyó las piernas en el suelo y se incorporó. Se acercó a la puerta hecha pedazos.

—¡Kris!

La cogí por detrás, por los hombros. Estaba temblando. De repente, se dio la vuelta buscando mis ojos.

—Kris —susurró—. Kris.

—Tranquilízate.

—Kris, ¿qué pasa si…? Kris, ¿soy epiléptica?

¡Epiléptica, Dios mío! Tuve ganas de reírme.

—Qué va, cariño. No ha sido más que la puerta, ya sabes cómo son las puertas de aquí…

Abandonamos la habitación cuando la cáscara exterior destapó, con un prolongado crujido, las ventanas, mostrando el escudo solar que se sumergía en el océano.

Me dirigí a una pequeña cocina, en el extremo opuesto del pasillo. Harey y yo revisamos todos los armarios y el frigorífico. No tardé en darme cuenta de que no era una gran cocinera y que sus conocimientos no iban mucho más allá de saber abrir las latas de conserva; o sea, igual que yo.

Devoré el contenido de dos de esas latas y me bebí innumerables tazas de café. Harey también comió, pero de la misma forma que lo hacen a veces los niños, sin querer desagradar a los adultos, ni siquiera a la fuerza, sino de manera mecánica y con indiferencia.

Después, nos trasladamos a un pequeño cuarto de operaciones junto a la estación de radio; tenía un plan. Dije que, por si acaso, quería hacerle un examen; la senté sobre el sillón desplegable y extraje, del esterilizador, una jeringuilla y agujas. Me sabía, casi de memoria, la ubicación de cada cosa, gracias al estricto entrenamiento que habíamos recibido dentro de la réplica de la Estación. Tomé una muestra de sangre de su dedo, hice un frotis, la sequé dentro de la bomba de alto vacío y la pulvericé con iones de plata.

La concreción de aquel trabajo ejerció sobre mí un efecto tranquilizador. Harey, mientras reposaba sobre las almohadas de la silla desplegada, examinaba la sala de operaciones, rebosante de artilugios.

El silencio fue interrumpido por el sonido entrecortado del interfono. Levanté el auricular.

—Kelvin al habla —dije. No le quitaba la vista a Harey quien, desde hacía un rato, estaba algo apática, como exhausta por las vivencias de las últimas horas.

—¿Estás en la sala de operaciones? ¡Por fin! —Escuché una especie de suspiro de alivio.

Era Snaut quien hablaba. Esperé con el auricular apretado contra la oreja.

—¿Tienes un «visitante», verdad?

—Sí.

—¿Y estás ocupado?

—Sí.

—Un examen, ¿eh?

—¿Por? ¿Quieres echar una partida de ajedrez?

—Déjalo, Kelvin. Sartorius quiere verte. Es decir, quiere vernos.

—Esto es nuevo —respondí con sorpresa—. ¿Qué pasa con…? —hice una pausa y terminé diciendo—: ¿Está solo?

—No. No me he expresado bien. Él quiere hablar con nosotros. Vamos a conectarnos los tres mediante visófono, solo habrá que cubrir las pantallas.

—¿Ah, sí? ¿Entonces por qué no me ha llamado directamente? ¿Le da vergüenza?

—Algo por el estilo —refunfuñó Snaut—. Entonces, ¿qué?

—¿Se trata de quedar? Digamos, dentro de una hora. ¿Está bien?

—De acuerdo.

Lo veía en la pantalla, solo la cara, no más grande que la palma de la mano. Durante un instante, acompañado por el leve susurro de la electricidad, me miró fijamente a los ojos.

Para terminar, habló con cierto tono de vacilación:

—¿Cómo lo llevas?

—Más o menos. ¿Y tú?

—Supongo que algo peor que tú. ¿Podría…?

—¿Quieres venir a verme? —adiviné. Miré a Harey de reojo. Estaba tumbada con la cabeza doblada sobre el almohadón y las piernas cruzadas y lanzaba al aire, con inconsciente gesto de aburrimiento, la bola de plata en el extremo de una cadenita sujeta a los brazos del sillón.

—Deja eso, ¿me oyes? ¡Déjalo! —dijo Snaut elevando el tono de voz. Vi su perfil en la pantalla. No pude oír el resto, porque había tapado el micrófono con la mano, pero pude ver que sus labios se movían.

—No, no puedo ir ahora. Quizás más tarde. Hasta dentro de una hora, pues —dijo rápidamente y la pantalla se apagó. Colgué el teléfono.

—¿Quién era? —preguntó Harey con indiferencia.

—Un tipo. Se llama Snaut y es cibernético. No lo conoces.

—¿Falta mucho?

—¿Qué pasa? ¿Te aburres? —pregunté. Introduje el primero de la serie de preparados dentro del microscopio neutrónico y, uno por uno, apreté los coloridos cabezales de los interruptores. Los campos de fuerza zumbaron sordamente.

—Aquí no hay muchas distracciones y si no te basta con mi modesta compañía, lo tendrás difícil —dije alargando distraídamente las pausas entre las palabras; con ambas manos bajé un enorme y negro cabezal, del que salía la lente del microscopio, y me apoyé en la blanda concha de goma. Harey dijo algo que no llegué a oír. Abajo se extendía un fragmento empinado de un enorme desierto, inundado de un plateado resplandor. Por su superficie, se esparcían redondos pedruscos, como resquebrajados y erosionados, envueltos en una niebla indefinida. Eran glóbulos rojos. Enfoqué la imagen y, sin separar la vista de las lentes, fui profundizando en el campo de visión de tonos plateados. Al mismo tiempo, giré la manivela que regulaba la altura del soporte con la mano izquierda y, en el momento en el que uno de los glóbulos, solitario como un bloque errático, se encontraba en el cruce de hilos negros, amplié la imagen. Aparentemente, el objetivo apuntaba a un eritrocito deforme, perdido en medio de todo y que parecía el gran círculo de un cráter rocoso, con negras y afiladas sombras en los huecos de su borde anular. Aquel borde erizado con cristalizadas capas de iones de plata escapó fuera de los límites del campo microscópico. Aparecieron contornos de cadenas de proteínas, medio fundidas y retorcidas: turbios, como si estuvieran siendo contemplados a través de una película de agua irisada. Aislé uno de aquellos restos proteínicos bajo la rejilla negra de la lente del microscopio y empujé lentamente la palanca de aumento; de un momento a otro, aquel viaje al interior iba a llegar a su fin; ¡la aplanada sombra de una molécula llenaba ahora toda la imagen!

Pero no ocurrió nada. Debería estar viendo las trepidantes nubes de los átomos, una especie de agitación gelatinosa, pero no había nada de todo eso. La pantalla solo reflejaba una inmaculada luz plateada. Empujé la palanca hasta el final. La intensidad del amenazador zumbido aumentó, pero seguía sin distinguir nada. Se repetía una señal estrepitosa que me avisó del riesgo de sobrecarga del instrumento. Una vez más, miré dentro del vacío plateado y apagué la luz.

Vi a Harey con la boca abierta, intentando disimular un bostezo que sustituyó hábilmente por una sonrisa.

—¿Cómo estoy? —preguntó.

—Muy bien —contesté—. Creo que… no podrías estar mejor.

Seguí mirándola y de nuevo sentí aquel hormigueo en el labio inferior. ¿Qué había ocurrido realmente? ¿Qué significaba? ¿Aquel cuerpo, aparentemente tan esbelto y frágil —en realidad, indestructible—, resultaba estar, en el fondo, compuesto de nada? Solté un puñetazo contra la carcasa cilíndrica del microscopio. ¿Quizás el aparato estaba estropeado? ¿Quizás las lentes no enfocaban? No, sabía que el aparato funcionaba sin problemas. Repasé las distintas fases, las células del conglomerado proteico, sus moléculas, todas ellas tenían exactamente el mismo aspecto, como en los miles de preparados que había analizado. Pero el último escalón hacia abajo no llevaba a ninguna parte.

Le extraje más sangre y la vertí dentro de un cilindro de medición. La separé en varias dosis y comencé la analítica. Tardé más de lo previsto, había perdido práctica. Las reacciones estaban dentro de la norma. Todas. Aunque…

Eché una gota de ácido concentrado sobre una perla roja. Echó humo, la gota se volvió gris y se cubrió de una capa de espuma sucia. Descomposición. Desnaturalización. ¡Más, más! Cogí otra probeta. Al volverme de nuevo para mirar la reacción, el fino cristal estuvo a punto de escurrírseme de las manos.

Bajo la fina capa de la espuma del fondo de la probeta, volvía a crecer una nueva capa de rojo oscuro. ¡La sangre, quemada por el ácido, se estaba regenerando! ¡Era absurdo! ¡No era posible!

—¡Kris! —dijo una voz muy lejana—. ¡Teléfono, Kris!

—¿Qué? Ah, ya, gracias.

Llevaba un buen rato sonando, pero no lo había oído hasta ese momento.

—Kelvin al habla —dije por el auricular.

—Soy Snaut. He realizado la conexión de forma que ahora estamos los tres conectados a la vez.

—Bienvenido, doctor Kelvin —dijo la aguda voz nasal de Sartorius. Sonó como si su propietario estuviera ascendiendo a un peligroso podio que se doblaba bajo sus pies: desconfiada, alerta y aparentemente controlada.

—Encantado de saludarle, doctor —contesté. Tenía ganas de reírme, pero no estaba seguro de que las razones para semejante alegría fueran lo suficientemente claras para mí como para darles rienda suelta. Al fin y al cabo, ¿de quién iba a reírme? Llevaba algo en la mano: una probeta con sangre. La sacudí. Ya había coagulado. ¿Quizás tan solo se trataba de una ilusión? ¿A lo mejor lo que había ocurrido no eran más que impresiones mías?

—Quisiera plantearles algunas cuestiones relacionadas con… eh… con los fantasmas. —La voz de Sartorius iba y venía. Era como si estuviera llamando con insistencia a mi consciente. Me defendía de ella, mientras seguía mirando fijamente la probeta con la sangre coagulada.

—Llamémoslos criaturas F —sugirió rápidamente Snaut.

—Ah, perfecto.

En el centro de la pantalla se dibujaba una línea vertical que indicaba que estaba recibiendo dos canales al mismo tiempo, en los laterales debería estar viendo las caras de mis interlocutores. Sin embargo, el cristal estaba oscuro y tan solo un estrecho reborde, a lo largo del marco, confirmaba el correcto funcionamiento del aparato.

—Cada uno de nosotros ha llevado a cabo múltiples análisis.

—De nuevo, la misma prudencia en la voz nasal del interlocutor. Un instante de silencio—. Quizás podríamos poner en común lo que sabemos y, a continuación, expondré las conclusiones a las que he llegado personalmente… Empiece usted, doctor Kelvin…

—¿Yo? —dije.

De pronto, noté la mirada de Harey. Deposité la probeta sobre la mesa, que se alejó rodando hasta detenerse debajo de los soportes de cristal, y me senté en un alto trébede que había acercado con el pie. En un primer momento, tuve ganas de contárselo todo, pero, ante mi propia sorpresa, dije:

—Está bien. ¿Un pequeño grupo de discusión? ¡Bien! Lo que he hecho y nada viene a ser lo mismo, pero puedo contarlo. Un preparado histológico y un par de reacciones. Microrreacciones. He tenido la impresión de…

Hasta ese momento, no había tenido ni idea de qué era lo que debía decir. Pero de pronto, empecé a hablar sin reservas.

—Todo está dentro de la norma, pero se trata de un mero camuflaje. Una máscara. De alguna manera, es una superréplica: una recreación más precisa que el original. Es decir, donde, en el caso de un humano, llegamos al límite de los granulocitos, al límite de toda división estructural, ¡aquí el proceso sigue adelante gracias al empleo de materia subatómica!

—Un momento. Un momento. ¿Cómo se lo explica? —trató de indagar Sartorius. Snaut no contestó. ¿Quizás era suya la acelerada respiración que escuchaba por el auricular? Harey me miró. Me di cuenta de que, a causa de la excitación, casi había gritado las últimas palabras. Cuando me calmé, me incliné sobre el incómodo taburete y cerré los ojos. ¿Cómo expresarlo?

—Los átomos constituyen el elemento básico en la construcción de nuestros cuerpos. Supongo que las criaturas F se componen de unidades todavía más pequeñas que los habituales átomos. Mucho más pequeñas.

—¿De mesones…? —sugirió Sartorius, que no mostraba la menor sorpresa.

—No, mesones no… Los mesones podrían verse. La resolución del aparato que he empleado es de diez elevado a menos veinte ángstroms, ¿verdad? Pero en ningún momento se ve nada. Por lo tanto, no se trata de mesones, sino más bien de neutrinos.

—¿Cómo es posible? Los conglomerados de neutrinos no son estables…

—No lo sé. No soy físico. Quizás exista un campo de fuerza que los estabilice. Mi especialidad es otra. De todas formas, si tuviera razón, la materia la constituirían partículas unas diez mil veces más pequeñas que los átomos. ¡Pero eso no es todo! Si las moléculas de proteínas y células estuviesen formadas directamente por estos «microátomos», tendrían que ser, en proporción, más pequeñas. Lo mismo para los glóbulos y las enzimas, lo mismo en todos los casos, pero no es así. ¡De ahí se deduce que todas las proteínas, células, núcleos celulares son tan solo una tapadera! ¡La verdadera estructura responsable del funcionamiento de un «visitante» está aún más oculta!

—¡Kelvin! —Snaut ahogó un grito. Me detuve, aterrado. ¡¿He dicho «visitante»?! Sí, pero Harey no me ha oído. Además, no habría entendido nada. Estaba mirando por la ventana, con la cabeza apoyada en el hombro, y su pequeño y limpio perfil se dibujaba sobre la aurora de color púrpura. El auricular permaneció en silencio; únicamente se oía una respiración lejana.

—Hay algo de eso —balbuceó Snaut.

—Sí, es posible —añadió Sartorius—; solo tenemos un problema, y es que el océano no está formado por las hipotéticas partículas de Kelvin, sino por las normales.

—Quizás sea capaz de sintetizar también estas —observé. De pronto, me sentí apático. Aquella conversación ni siquiera era divertida, más bien innecesaria.

—Pero ello explicaría su increíble resistencia —murmuró Snaut—. Y el tiempo de regeneración. Quizás incluso la fuente de energía se encuentre allí, en el fondo; resulta que no necesitan comer…

—Solicito la palabra —habló Sartorius. No lo soportaba. ¡Al menos podría ser fiel al papel que él mismo se había impuesto!

—Me gustaría abordar el problema de la motivación. ¿Qué es lo que motivó la aparición de las criaturas F? Lo plantearía de la siguiente manera: ¿qué son las criaturas F? No son personas, ni tampoco réplicas de determinadas personas, sino una proyección materializada de lo que contiene nuestro cerebro, en relación con una persona en concreto.

La certeza de aquella observación me chocó. El tal Sartorius, pese a ser antipático, no era tan tonto.

—Muy cierto —apunté—. Eso explicaría, incluso, por qué aparecieron perso… criaturas de un tipo y no de otro. Se han seleccionado las huellas más duraderas en la memoria, las más aisladas, aunque, naturalmente, ninguna de estas huellas puede separarse completamente del resto y, durante su «copiado», se han podido arrastrar restos de otras huellas que casualmente se encontraban en las proximidades; en efecto, el forastero demuestra poseer a veces más conocimientos que los que tiene la persona real de la que se supone que es réplica…

—¡Kelvin! —habló de nuevo Snaut. Me chocó que fuera el único que se indignaba con mis imprudentes palabras. Sartorius no parecía temerlas. ¿Querría eso decir que su «visitante» era, por naturaleza, menos sagaz que el «visitante» de Snaut? Durante un segundo, se me vino a la mente la visión de un enano cretino acompañando al célebre doctor Sartorius.

—Es cierto, nos hemos fijado en ese detalle —contestó precisamente él—. Ahora, en cuanto a lo que motivó la aparición de las criaturas F… Lo primero, y de alguna manera, lo más natural es pensar que estamos siendo objeto de un experimento. Aunque, en realidad, se trate de un experimento de poco valor, pues si llevamos a cabo un experimento, aprendemos de los aciertos, pero sobre todo de los errores, lo que, a la hora de repetirlo, nos permite introducir correcciones… Este no es el caso. Las mismas criaturas F aparecen una y otra vez… sin corregir… sin equipamiento adicional que las proteja de nuestros intentos… de deshacernos de ellas…

—Resumiendo, y como lo definiría el doctor Snaut: no existe el nudo de acción con dispositivo de corrección —observé—. ¿A qué conclusiones nos lleva esto?

—A que, como experimento, es una… chapuza, improbable por otro lado. El océano es… preciso. Esto queda claro, por ejemplo, en la formación bicapa de las criaturas F. Hasta cierto punto se comportan como se comportarían los verdaderos… las verdaderas…

No encontraba la salida.

—Los originales —apuntó rápidamente Snaut.

—Sí, los originales. Pero cuando la situación supera las habituales capacidades de un… eh… de un original, normal y corriente, se produce una especie de «desconexión de la consciencia» de la criatura F y se manifiesta, de forma directa, una actitud diferente, inhumana…

—No estoy tan seguro de ello —protestó Sartorius. De repente, comprendí por qué me molestaba tanto: no hablaba, sino que pronunciaba discursos, como si estuviera participando en un pleno del Instituto. Al parecer, no sabía expresarse de otro modo.

—Aquí entra en juego la cuestión de la individualidad. El océano está completamente desprovisto de una idea semejante. Es como debe ser. A mí me parece, señores, que, en relación a nosotros… la parte más delicada, la más chocante, del experimento se le escapa por completo, dado que se encuentra fuera de su ámbito de comprensión.

—¿Usted opina que no es intencionado…? —pregunté. Aquella declaración me dejó un tanto aturdido, pero, tras reflexionarlo, reconocí que no había que descartarla.

—Sí. No creo en la perfidia, en la malicia, en el deseo de hacer un daño profundo… El colega Snaut es de la misma opinión.

—Yo no le adjudico sentimientos humanos. —Snaut se pronunció por primera vez—. Pero ¿por qué no nos dices cómo te explicas los recurrentes regresos?

—Quizás haya puesto en marcha un mecanismo que funciona en bucle, como un tocadiscos —dije, sin disimular las ganas de molestar a Sartorius.

—Compañeros, no nos dispersemos —anunció el doctor con su voz nasal—. Aún no he terminado. En condiciones normales, consideraría prematuro incluso un informe previo sobre el estado de mis investigaciones, pero, dada esta situación tan especial, haré una excepción. Tengo la sensación, repito, tengo por de pronto la sensación de que la suposición del colega Kelvin alberga cierto fundamento. Me refiero a su hipótesis acerca de la formación neutrónica… Conocemos estos sistemas tan solo desde un punto de vista teórico, no sabíamos que era posible estabilizarlos. Aquí se nos abre una nueva vía, teniendo en cuenta que la destrucción del campo de fuerza que otorga durabilidad al sistema…

Llevaba un rato observando el desplazamiento del oscuro objeto que cubría la pantalla de Sartorius: en la parte superior se vislumbraba una ranura que dejaba entrever algo rosa que, a su vez, se desplazaba. De golpe, la superficie oscura se vino abajo.

—¡Fuera! ¡Fuera! —El grito desgarrador de Sartorius se oyó a través del auricular. En medio de la pantalla iluminada, entre los brazos del doctor, provisto de abombados mangotes de laboratorio, relució un objeto de gran tamaño, dorado y en forma de disco, que forcejeaba con algo; después, la imagen se eclipsó antes de que me diera tiempo a comprender que aquel círculo dorado era un sombrero de paja…

—¿Snaut? —dije suspirando profundamente.

—Dime, Kelvin —me contestó la cansada voz del cibernético. En ese momento, sentí que me caía bien. Aunque lo cierto era que prefería no saber quién era su acompañante—. De momento, hemos tenido suficiente, ¿no te parece?

—Creo que sí —contesté—. Escucha, cuando puedas, ven a verme abajo, o a mi camarote, ¿de acuerdo? —añadí presuroso antes de que colgara el teléfono.

—De acuerdo —dijo—, pero no sé cuándo.

Con esto se dio por finalizada la problemática conferencia.

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