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Cobb Anderson habría aguantado un rato más, pero no se ven delfines cada día. Había veinte, o tal vez cincuenta, jugueteando en las pequeñas olas grises, con la boca asomada fuera del agua. Era agradable observarlos. Cobb lo consideró un buen augurio y adelantó en una hora su ración vespertina de jerez.

La puerta se cerró de golpe detrás de él. Titubeó durante un segundo, todavía deslumbrado por el sol del atardecer. Annie Cushing le miraba desde la ventana de la casa contigua, mientras la música de los Beatles sonaba a sus espaldas.

—Te olvidaste el sombrero —advirtió.

Era un hombre todavía atractivo, de complexión atlética y con una barba como la de Santa Claus. No le habría importado montárselo con él, de no ser porque era tan…

—Mira los delfines, Annie. No necesito el sombrero. Mira lo felices que son. No necesito un sombrero, ni tampoco una esposa.

Se encaminó hacia la carretera asfaltada y caminó rígidamente entre las conchas blancas aplastadas.

Annie continuó cepillándose el pelo. Era blanco y largo, y lo cuidaba con un spray de hormonas. A los sesenta años todavía se consideraba capaz de abrazar a alguien. Se preguntó distraídamente si Cobb la llevaría al Golden Prom el próximo viernes.

El último y largo acorde de Day in the life quedó suspendido en el aire. Annie habría sido incapaz de decir qué canción acababa de oír —después de cincuenta años sus reacciones ante la música se habían extinguido por completo—, pero atravesó la habitación para darle la vuelta a la pila de discos. Si al menos sucediera algo, pensó por enésima vez. Estoy tan cansada de estar sola.

En la tienda, Cobb compró una botella de litro de jerez barato y una bolsa de cacahuetes. También quería algo para hojear.

La oferta de revistas del supermercado no era nada en comparación con lo que se podía encontrar en Cocoa. Cobb se decidió finalmente por un periódico de anuncios amorosos llamado Besa y Habla. Siempre era estimulante y extraño… La mayoría de los anunciantes eran hippis setentones como él. Dobló la foto de la portada de manera que sólo se viera el encabezamiento: COLGUÉAME, POR FAVOR.

Es curioso que puedas reír siempre de los mismos chistes, pensó Cobb mientras esperaba para pagar. El sexo parecía ser cada vez más extravagante. Observó entonces al hombre que tenía delante, que llevaba un sombrero azul con una malla de plástico.

Si Cobb se concentraba en el sombrero podía ver un cilindro irregular de color azul, pero si miraba a través de los agujeros de la malla podía ver la suave curva de la cabeza calva que cubría. Nariz descarnada y cabeza de bombilla agarrando su cambio. Un amigo.

—Eh, Farker.

Farker terminó de reunir las monedas y se volvió. Echó un rápido vistazo a la botella.

—La Hora Feliz se ha adelantado hoy —le dijo con tono de reproche.

A Farker le preocupaba Cobb.

—Es viernes. Colguéame esto.

Cobb tendió el periódico a Farker.

—Siete con ochenta y cinco —dijo la cajera a Cobb.

Llevaba el pelo blanco rizado y salpicado de flores. Exhibía un espléndido bronceado. Su piel tenía el agradable aspecto de algo usado y aceitoso.

Cobb se sorprendió. Ya tenía la cantidad exacta en la mano.

—Me parece que son seis con cincuenta.

Una retahíla de números bailó en su cabeza.

—Me refiero a mi apartado —dijo la cajera con un gesto brusco—. En el Besa y Habla.

Sonrió con coquetería y tomó el dinero de Cobb. Se sentía orgullosa de su anuncio del mes. Se había hecho la foto en un estudio especializado.

Una vez fuera, Farker le devolvió el periódico a Cobb.

—No puedo mirar esto, Cobb. Todavía soy un hombre felízmente casado, gracias a Dios.

—¿Quieres un cacahuete?

—Gracias.

Farker extrajo una esponjosa cáscara de la bolsa. Como no había forma de que sus viejas, temblorosas y pecosas manos pudieran pelar el cacahuete, se lo llevó a la boca entero. Al cabo de un minuto escupió la cáscara.

Caminaron hacia la playa, comiendo cacahuetes pastosos. Iban sin camisa, sólo con los pantalones cortos y sandalias. El sol de la tarde caía agradablemente sobre sus espaldas. Un silencioso camión del Señor Helado les adelantó.

Cobb rompió el precinto de su botella marrón oscuro y tomó un sorbito. Le habría gustado recordar el número del apartado que la cajera acababa de indicarle. Ya no era capaz de memorizar los números. Cualquiera diría que había sido un experto en cibernética. Su memoria retrocedió hacia sus primeros robots y cómo habían aprendido a independizarse…

—La entrega de comida se ha retrasado otra vez —estaba diciendo Farker—. Y dicen que ha surgido un nuevo culto dedicado al asesinato en Daytona. Les llaman los Pequeños Bromistas.

Se preguntó si Cobb le escuchaba. Cobb estaba justo ahí, con los ojos vacíos e inexpresivos y un amarillento reguero de jerez cayéndole por el espeso bigote.

—Entrega de comida —dijo Cobb, regresando bruscamente al presente. Tenía un modo especial de reintegrarse a una conversación, que consistía en repetir en voz alta la última frase que había oído—. Aún me queda una buena provisión.

—Pero no dejes de probar un poco de la nueva comida cuando llegue —le previno Farker—. Por las vacunas. Le diré a Annie que te lo recuerde.

—¿Por qué está todo el mundo tan interesado en seguir vivo? Abandoné a mi esposa y vine aquí a beber y morir en paz. No puede esperar que la eche a patadas. Entonces, ¿por qué…?

La voz de Cobb enmudeció. El centro de la cuestión era que la muerte le aterrorizaba. Tomó un rápido y medicinal trago de jerez.

—Si estuvieras en paz contigo mismo, no beberías tanto —dijo apaciblemente. Farker—. Beber es el síntoma de un conflicto no resuelto.

—No me digas —dijo Cobb con aspereza. Bajo la dorada calidez del sol, el jerez había conseguido un rápido efecto—. Tú tienes un conflicto no resuelto. —Deslizó un dedo a lo largo de la blanca cicatriz vertical que cruzaba su pecho erizado de pelos—. No tengo dinero para otro corazón de segunda mano. En un año o dos esta baratija va a hacer un pedo.

—¿Y qué? Utiliza tus dos años.

Cobb remontó la cicatriz con el dedo, como si estuviera cerrando una cremallera.

—Sé cómo es, Farker. Lo he probado. Es lo peor que hay.

Se estremeció ante el sombrío recuerdo… dientes, nubes deshilachadas… y guardó silencio.

Farker miró el reloj. Tiempo de largarse o Cynthia…

—¿Sabes lo que dijo Jimi Hendrix? —preguntó Cobb. Recordar la cita devolvió una vieja resonancia a su voz—. «Cuando me llegue la hora de morir, seré yo quien la marque. Por lo tanto, mientras viva dejad que lo haga a mi manera.»

—Enfréntate a ello, Cobb: si bebes menos, vivirás más. —Alzó la mano para cortar la réplica de su amigo—. Ahora tengo que irme a casa. Adiós.

—Adiós.

Cobb caminó hasta el final del asfalto, ascendió una pequeña duna y llegó al borde de la playa. Hoy no había nadie, así que pudo sentarse bajo su palmera favorita.

La brisa había aminorado un poco. Acariciaba el rostro de Cobb, sepultado bajo la barba blanca. La arena calentaba su cuerpo. Los delfines se habían ido.

Bebió el jerez lentamente y dejó que los recuerdos le invadieran. Sólo debía evitar dos pensamientos: la muerte y la esposa que abandonó, Verena. El jerez los mantuvo apartados.

El sol se ponía a sus espaldas cuando vio al desconocido. Complexión atlética, postura erguida, fuertes brazos y piernas, cubiertos de vello rizado, barba entera y blanca. Igual que Santa Claus o que Ernest Hemingway el año en que se suicidó.

—Hola, Cobb —dijo el hombre.

Usaba gafas de sol y parecía divertido. Los pantalones cortos y la camisa deportiva brillaban.

—¿Le apetece un trago?

Cobb señaló la botella medio vacía. Se preguntó con quién estaba hablando, caso de que hubiera alguien.

—No, gracias —dijo el desconocido, sentándose—. No me hace el menor efecto.

Cobb miró atentamente al hombre. Algo en él…

—Te preguntas quién soy —dijo el desconocido con una sonrisa—. Soy tú.

—¿Tu qué?

—Tu yo. —El desconocido le devolvió a Cobb su propia sonrisa forzada—. Soy una copia mecánica de tu cuerpo.

La cara parecía correcta; no faltaba ni la cicatriz del trasplante de corazón. La diferencia estribaba en que la copia presentaba un aspecto mucho más dinámico y saludable que el del modelo. Llamémosle Cobb Anderson2. Cobb2 no bebía. Cobb le envidió. No había pasado un día sobrio desde que sufrió la operación y dejó a su esposa.

—¿Cómo llegaste aquí?

El robot movió la mano con la palma hacia arriba. Visto en otra persona, el gesto resultaba atractivo.

—No te lo puedo decir. Ya sabes lo que siente la mayoría de la gente hacia nosotros.

Cobb asintió con una risita. Debería haberlo sabido. Al principio, el público había acogido con agrado que los robots lunares de Cobb hubieran evolucionado hasta convertirse en máquinas inteligentes. Eso fue antes de que Ralph Números les condujera a la revuelta del dos mil uno. Cobb fue procesado por traición después de la revuelta. Volvió a concentrarse en el presente.

—Si eres un autónomo, ¿cómo es posible que estés… aquí? —Cobb trazó un vago círculo con la mano que incluía la arena recalentada y el sol en su ocaso—. Hace demasiado calor. Todos los robots que conozco están basados en circuitos superrefrigerados. ¿Escondes una unidad de refrigeración en el estómago?

—No te lo voy a decir. —Anderson2 hizo otro gesto familiar con la mano—. Más tarde lo averiguarás. De momento toma esto… —El robot rebuscó en un bolsillo y sacó un fajo de billetes—. Veinticinco de los grandes. Queremos que cojas el vuelo de mañana a Disky. Ralph Números será tu contacto allí. Te encontrarás con él en la sala Anderson del museo.

El corazón de Cobb dio un vuelco ante la perspectiva de ver a Ralph Números otra vez. Ralph, su primer y mejor modelo, el que había liberado a los otros. Pero…

—No puedo conseguir un visado —dijo Cobb—. Ya lo sabéis. No se me permite abandonar el territorio Gimmi.

—Deja que nosotros nos ocupemos de ello —le apremió el robot—. Alguien te ayudará con las formalidades. Estamos trabajando en el asunto ahora mismo. Y yo ocuparé tu lugar mientras estés fuera. Nadie se dará cuenta.

La intensidad de su tono ambiguo levantó las sospechas de Cobb. Bebió un poco de jerez y trató de aparentar suspicacia.

—¿Cuál es la finalidad de todo esto? En primer lugar, ¿por qué querría ir yo a la luna? ¿Y por qué quieren los autónomos que vaya?

Anderson2 paseó la mirada por la playa y se acercó un poco más.

—Queremos hacerte inmortal, doctor Anderson. Después de todo lo que hiciste por nosotros, es lo menos que podemos hacer.

¡Inmortal! La palabra era como una ventana abierta de par en par. Nada importaba si la muerte estaba cercana. Pero si había una salida…

—¿Cómo? —preguntó Cobb. La excitación le impulsó a ponerse en pie—. ¿Cómo lo haréis? ¿También me volveréis joven?

—Tranquilo —dijo el robot, levantándose—, no te pongas nervioso. Sólo confía en nosotros. Con nuestras reservas de órganos cultivados en tanques podemos reconstruirte por completo, y tendrás tanta interferona como necesites.

La máquina miró a los ojos de Cobb con expresión honesta. Observándolo con detenimiento, Cobb advirtió que los iris no estaban conseguidos del todo. El pequeño círculo azul era demasiado mate y uniforme. A fin de cuentas, los ojos sólo eran de cristal, cristal ilegible.

—Toma el dinero y sube a la lanzadera mañana. —El doble apretó el dinero en la mano de Cobb—. Haremos que un joven llamado Sta-Hi te ayude en el puerto espacial.

Sonaba música cerca: un camión del Señor Helado, el mismo que Cobb había visto antes. Era de color blanco, con un gran congelador en la parte trasera. Había un sonriente y gigantesco cono de helado de plástico sobre la cabina. El doble de Cobb le dio una palmadita en el hombro y salió corriendo de la playa.

Cuando llegó el camión, el robot miró hacia atrás y le dirigió una sonrisa: dientes amarillos entre una barba blanca. Por primera vez en muchos años, Cobb se amó, amó su manera de andar erguido, los ojos asustados.

—¡Adiós! —gritó, agitando el dinero—. ¡Y gracias!

Cobb Anderson2 saltó sobre el mullido helado junto al conductor, un tipo gordo, con el pelo corto, descamisado. Y entonces el camión del Señor Helado viró en redondo y la música enmudeció. Había llegado el crepúsculo. El rumor del océano borró el sonido del motor. Si tan sólo fuera cierto…

¡Y tenía que serlo! Cobb tenía en la mano veinticinco mil dólares en billetes. Los contó dos veces para asegurarse. Escribió la cifra sobre la arena y la contempló. Menudo montón.

Terminó el jerez mientras oscurecía y, guiado por un súbito impulso, puso el dinero en la botella y la sepultó bajo un metro de arena, al lado de su árbol. La excitación iba desapareciendo y el temor la reemplazaba. ¿Podían realmente los autónomos proporcionarle la inmortalidad con cirugía e interferona?

Parecía poco plausible. Un engaño. Pero, ¿por qué le mentirían los autónomos? Seguro que se acordaban de todo lo bueno que había hecho por ellos. Tal vez sólo deseaban facilitarle un poco de diversión. Por Dios que la aprovecharía. Y sería fantástico ver a Ralph Números de nuevo.

Mientras caminaba a lo largo de la playa, Cobb se detuvo varias veces, tentado de regresar y desenterrar la botella para ver si el dinero continuaba en su interior. La luna estaba alta, y podía ver los pequeños cangrejos del color de la arena saliendo de sus escondrijos. Podrían hacer trizas esos billetes en un instante, pensó, y se paró de repente.

Su estómago gruñó de hambre. Y quería más jerez. Paseó un trecho por la playa plateada. La arena chirriaba bajo sus pesados tacones. Había la misma claridad como si fuera de día, sólo que en blanco y negro. La luna llena iluminaba la tierra a su derecha. Luna llena significa marea alta, reflexionó con inquietud.

Decidió que en cuanto hubiera conseguido un bocado compraría más jerez y desenterraría el dinero.

Desde el camino que llevaba de la playa a su casa, bañada por la luz de la luna, escuchó los rítmicos pasos de Annie Cushing al doblar la esquina de su vivienda. Estaba agazapada, dispuesta a cortarle el paso en la calzada. Se desvió a la derecha y llegó a su casa por detrás, manteniéndose fuera de su campo de visión.

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