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—¿Dónde están mis padres? —dijo Sta-Hi por fin.

—Están follando ahí dentro. Uno de ellos piensa que estás muerto. Es difícil comprender lo que oyes cuando estás nervioso.

—También es difícil cuando eres imbécil —respondió Sta-Hi con una débil sonrisa—. Larguémonos de aquí.

Ambos se alejaron de la urbanización. Las casas estaban financiadas por el gobierno para el personal del puerto espacial. Gozaban de gran cantidad de agua, y la hierba crecía verde y lozana. Muchos de los propietarios habían plantado naranjos en sus jardines.

Cobb examinó al hijo de Mooney mientras caminaban. El chico era alto, enjuto y ágil, de labios grandes y expresivos, siempre en movimiento; ojos astutos que, en ocasiones, se quedaban fijos en una mirada introspectiva. Parecía brillante, voluble e informal.

—Ahí vivía mi novia —indicó el hijo de Mooney, señalando con un gesto brusco una casa de estuco rematada por un revestimiento de placas de energía solar—. La muy puta. Fue a la escuela y he oído que va a estudiar medicina. Estrujar próstatas y extirpar tumores. ¿Alguna vez trabajaste con neumáticos?

—Bueno, Stanny… —balbució Cobb, cogido por sorpresa.

—No me llames así. Mi nombre es Sta-Hi. Y estoy hecho una mierda. ¿Escondes algo en los pantalones?

El sol brillaba en el asfalto. Cobb se sentía algo débil. Este chico parecía un follonero genuino. Como para tenerlo de tu parte.

—Tengo que ir al puerto espacial —dijo Cobb, acariciando el dinero en su bolsillo—. ¿Sabes dónde puedo coger un taxi?

—Soy taxista, que es como decir que ya estás en él. ¿Quién eres?

—Mi nombre es Cobb Anderson. Tu padre me estaba investigando. Sospechaba que había robado dos cajas de riñones.

—¡Fantástico! ¡Hazlo otra vez! ¡Filete y pastel de riñones!

—Tengo que volar a la Luna esta tarde. —Cobb sonrió forzadamente—. ¿Quieres acompañarme?

—Seguro, viejo. Beberemos Kill-Koff y recortaremos alas de cartón. —Sta-Hi brincó alrededor de Cobb, haciendo eses y agitando los brazos—. Me voy a la Luuuuuuuuuna —cantó meneando el culo.

—Escucha, Stanney…

El hijo de Mooney paró en seco y juntó las manos cerca de la cabeza de Cobb.

—¡Sta-Hi! —gritó—. ¡No te equivoques!

El chillido le enfureció. Cobb le propinó un revés, pero Sta-Hi le esquivó sin dejar de bailotear. Cerró los puños, le miró por encima de ellos, frunció el ceño y movió las piernas como un boxeador.

—Escucha, Sta-Hi —empezó Cobb otra vez—. No entiendo el motivo, pero los robots me han dado un montón de pasta para volar a la Luna. Tienen algún tipo de elixir de la inmortalidad y me lo van a dar. Y dicen que debería llevarte conmigo para que me ayudes.

Decidió que más adelante le diría a Sta-Hi lo de su doble.

—Veamos el dinero.

El joven amagó un golpe.

Cobb miró a su alrededor con nerviosismo. Era extraño lo desierta que estaba la urbanización. Nadie miraba, por suerte, a menos que el chico fuera a…

—Veamos el dinero —repitió Sta-Hi.

Cobb mostró el fajo de billetes sin sacarlo por completo del bolsillo.

—Tengo una pistola en el otro bolsillo —mintió—. Así que no te hagas ilusiones. ¿Captas?

—Me muero de miedo —dijo Sta-Hi, sin perder detalle—. Dame uno de esos billetes.

Habían llegado al final de la urbanización. Ante ellos se extendía el aparcamiento de un centro comercial, y más allá se veía un prado donde la gente tomaba el sol y la carretera del Centro Espacial JFK.

—¿Para qué? —preguntó Cobb sin dejar de sujetar el dinero.

—La cabeza me da vueltas, viejo. El Balón Rojo está por allí.

—Parece que empiezas a pensar, Sta-Hi. —Cobb dibujó una rígida sonrisa entre la barba—. De veras.

Sta-Hi se compró una cola-bola y cien dólares de marihuana legal, mientras Cobb se gastaba otros cien en una botella de medio litro de whisky escocés envejecido mediante procedimientos orgánicos. Luego cruzaron el aparcamiento y compraron algunas ropas para el viaje: trajes blancos y camisas hawaianas. En el taxi que les condujo al puerto espacial compartieron algunas de sus provisiones.

Cuando se dirigían hacia la terminal, Cobb sufrió una momentánea desorientación. Sacó el dinero y empezó a contarlo otra vez, pero Sta-Hi se lo arrebató de un manotazo.

—Aquí no, Cobb. No te alteres, tío. Primero hay que conseguir los visados.

Erguido y musculoso, Cobb se deslizaba sobre sus dos dosis de escocés como el último caballero del Sur desfilando al compás del Himno del Ejército Confederado. Sta-Hi le remolcó hasta el mostrador donde se entregaban los visados.

Esta parte parecía la más fácil. A los Gimmis no les importaba quién iba a la Luna. Sólo querían sus dos mil dólares. Había varios clientes esperando, y la cola se movía con lentitud.

Sta-Hi examinó con detenimiento a la rubia que se hallaba delante de ellos. Llevaba leotardos de color lavanda, un tutú plateado y una pechera de vinilo a rayas. Se acercó a ella lo suficiente para frotarse con su ceñida minifalda.

Ella se volvió y arqueó las depiladas cejas al verle.

—¡Tú otra vez! ¿No te dije que me dejaras en paz?

Sus mejillas enrojecieron de cólera.

—¿Es verdad que las rubias se afeitan el coño? —preguntó Sta-Hi, parpadeando rápidamente. Le dedicó una amplia sonrisa. La boca de la chica se frunció con impaciencia. No estaba para bromas—. Soy un artista —siguió Sta-Hi, cambiando de registro— sin arte. Me dedico simplemente a cambiar de sitio las cabezas de la gente, pequeña. ¿Ves esta herida? —señaló el corte sobre la ceja—. Tengo una cabeza tan preciosa que esta mañana unos locos intentaron comerse mi cerebro.

—¡Oficial! —gritó la chica en medio del vestíbulo—. ¡Por favor, ayúdeme!

Un policía se materializó entre Sta-Hi y la joven como por arte de magia.

—Este hombre —dijo con su cristalina, delicada y bella voz de Georgia— me está molestando desde hace una hora. Empezó en aquella sala y me ha seguido hasta aquí.

El policía, un mocetón de Florida, rebosante de buena salud y jugos de fruta bien exprimidos, dejó caer una muy pesada mano sobre el hombro de Sta-Hi y le inmovilizó.

—Espere un minuto —protestó Sta-Hi—. Sólo estoy haciendo cola. Yo y el abueli. Vamos a Disky, ¿verdad, abueli?

Cobb asintió con un gesto vago. Las multitudes siempre le aturdían. Demasiadas conciencias empujándole. Se preguntó si el oficial pondría alguna objeción a que tomara un sorbo de whisky.

—La señorita dice que usted la molestó en el bar —contestó con firmeza el policía—. ¿Le hizo observaciones de naturaleza sexual, señorita? ¿Propuestas obscenas o lascivas?

—¡Por supuesto que sí! —exclamó la rubia—. ¡Me dijo si prefería que me invitara a una buena cena o recibir una paliza! Pero no quiero molestarme en presentar cargos contra él; sólo quiero que me deje en paz.

La persona que estaba delante de ella terminó los trámites y abandonó el mostrador. La rubia obsequió al policía con una recatada sonrisa de agradecimiento y se apoyó en el mostrador para consultar la máquina que expedía los visados.

—Ya oíste a la señorita —dijo el poli, que apartó de un empujón a Sta-Hi—. Tu también, abuelo.

Sacó a Cobb de la cola.

Sta-Hi dirigió una feroz y amplia sonrisa al policía, pero guardó silencio. Los dos caminaron muy despacio por el vestíbulo hacia el mostrador de los billetes.

—¿Oíste a ese coño sobre patas? —masculló Sta-Hi—. En mi vida la había visto. Recibir una paliza. —Miró por encima del hombro. El policía seguía de pie junto al mostrador de los visados, la vigilancia personificada—. Si no conseguimos un visado no podremos subir a la nave.

—Primero compraremos los billetes. —Cobb se encogió de hombros—. ¿Tienes el dinero? Quizá deberíamos contarlo otra vez.

No se acordaba de cuánto había.

—Corta el rollo, idiota.

—¡Procura que no nos arresten por abordar a desconocidas otra vez, Sta-Hi! Si no cojo ese vuelo es posible que no encuentre a mi contacto. ¡Mi vida depende de ello!

Sta-Hi prosiguió su camino sin responder. Cobb suspiró y le acompañó hasta el mostrador de los billetes.

La mujer que les atendía les dispensó una rápida sonrisa cuando vio a Sta-Hi:

—Por fin ha llegado, señor De Mentis. Tengo a su disposición los billetes y los visados. —Depositó en el mostrador un abultado sobre—. ¿Fumadores o no fumadores?

—Fumadores, por favor. —Sta-Hi disimuló su sorpresa sacando el fajo de billetes—. ¿Cuánto dijo que cuestan?

—Dos billetes de ida y vuelta en primera clase a Disky —dijo la mujer, sonriendo con inexplicable familiaridad—, más los costos de los visados hacen cuarenta y seis mil doscientos treinta y seis dólares.

Sta-Hi contó torpemente el dinero, más dinero del que había visto en toda su vida. Cuando la mujer le devolvió el cambio retuvo la mano del joven durante un momento.

—Feliz aterrizaje, señor De Mentis. Y gracias por el almuerzo.

—¿Cómo te lo montaste? —preguntó Cobb mientras caminaban por el pasillo de embarque.

La señal de que faltaban diez minutos para el despegue había empezado a sonar.

—No lo sé —dijo Sta-Hi, y encendió un porro.

Oyeron pasos a sus espaldas. Un golpecito en el hombro de Sta-Hi. Se volvió y contempló la sonrisa burlona de Sta-Hi2, su doble robot.

¿A qué es una imitación cojonuda de tu cabeza?, parecía decir la sonrisa de Sta-Hi2 Guiñó el ojo a Cobb con familiaridad. Se habían conocido en el garaje de Mooney.

—Es un robot construido a tu imagen y semejanza —cuchicheó Cobb—. Yo tengo uno, también. Así nadie sabe que nos hemos ido.

—Pero ¿por qué? —Sta-Hi quería saber, pero no se lo iban a decir. Aspiró una bocanada del porro y echó el humo sobre su gemelo—. ¿Quieres… quieres una calada?

—No, gracias —dijo Sta-Hi2—. Estoy en lo mejor de la vida. —Dibujó una ancha y maliciosa sonrisa—. No le digas a nadie en la Luna el nombre auténtico del viejo. Hay algunos robots llamados cavadores que se la tienen jurada.

Se volvió como si fuera a marcharse.

—Espera —pidió Sta-Hi—. ¿Qué vas a hacer ahora? Quiero decir, mientras yo esté ausente.

—¿Qué voy a hacer? —dijo Sta-Hi2 pensativamente—. Oh, holgazanearé por tu casa como un buen hijo. Cuando regreses desapareceré y podrás hacer lo que quieras. Es posible que se te haga extensivo el trato sobre la inmortalidad.

Sonó el aviso de que faltaban dos minutos. Unos pocos rezagados pasaron corriendo.

—¡Vamos! —gritó Cobb—, casi no queda tiempo.

Agarró a Sta-Hi por un brazo y lo arrastró hacia la rampa. Sta-Hi2 observó su partida. Sonreía como un cocodrilo.

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