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Ralph Números estuvo de vuelta sin transición alguna. Podía sentir el golpeteo de unos piececillos en el interior de su cuerpo. Había sido reconstruido. Reconoció la sensación. No se pueden ajustar dos circuitos impresos de la misma forma, y adaptarse a un cuerpo nuevo exige cierto tiempo. Ladeó lentamente la cabeza, tratando de ignorar la manera con que parecían arrastrarse los objetos a medida que se movía. Era como probarse unas gafas nuevas, sólo que peor.

Una gran tarántula plateada estaba acurrucada frente a Ralph, observándole. Vulcan. Una ventanilla se abrió en el costado de Ralph y una diminuta araña robótica se deslizó fuera, tanteando el entorno con sus patas delanteras extralargas.

—Concluido —dijo inesperadamente la araña.

—Bien. —Vulcan se dirigió a Ralph—. ¿No vas a preguntarme cómo llegaste aquí?

Vulcan ya había trabajado con anterioridad para Ralph. Su taller le era familiar. Herramientas y chips de silicio por todas partes, analizadores de circuitos y hojas de plástico brillantemente coloreadas.

—Yo diría que soy el nuevo vástago de Ralph Números, ¿no?

Ningún recuerdo de la décima visita al Principal, ningún recuerdo de haber sido desmontado…, pero nunca los había. Aunque… algo no acababa de cuadrar.

—Inténtalo de nuevo.

La minúscula araña negra, una mano de Vulcan dirigida por control remoto, saltó sobre el lomo de la gran tarántula plateada.

Ralph retrocedió en sus pensamientos. Lo último que podía recordar era a Vulcan grabándole. Después de la grabación había planeado ir a…

—¿Me encontré con Wagstaff?

—Por supuesto que lo hiciste. Y, de regreso, alguien desintegró tu parasol. Tienes suerte de que te grabara. Tan sólo perdiste dos o tres horas de memoria.

Ralph consultó la hora. Si se apresuraba aún llegaría a tiempo para el aterrizaje de BEX. Dio una vuelta sobre sí mismo y casi se desplomó.

—Tranquilo, robot. —Vulcan sostenía una hoja de plástico rojo transparente. Imipolex G—. Voy a recubrirte con un revestimiento metalizado… Nadie usa ya parasoles. Ya te has disfrazado bastante de archivador.

El plástico rojo aún no estaba del todo rígido, y se ondulaba seductoramente.

—Te vendrá bien un cambio de imagen —continuó Vulcan con acento mimoso—. De esta forma los cavadores no te pillarán tan fácilmente.

Durante años, había intentado colocar un revestimiento metalizado a Ralph.

—No me gustaría cambiar demasiado —insinuó Ralph.

Al fin de cuentas, vivía de vender sus memorias a robots curiosos. Tal vez perjudicaría sus negocios el hecho de no parecer ya el robot más viejo de la Luna.

—Hay que adaptarse a los tiempos —dijo Vulcan mientras medía rectángulos del plástico rojo con dos de sus patas… o brazos—. Ningún robot debe esforzarse en permanecer igual, especialmente ahora que los nuevos y poderosos robots tratan de hacerse con el control de la situación. —Fue pasando de pata en pata el plástico gelatinoso hasta colocarlo sobre Ralph—. No dolerá un ápice.

Una de las patas de Vulcan terminaba en un remachador. Ocho rápidos golpecitos y el plástico rojo estuvo ajustado en el pecho de Ralph. La pequeña araña/mano dirigida por control remoto practicó un orificio en el costado de Ralph y conectó algunas ramificaciones del plástico a los circuitos de Ralph. Un juego de luces brotó de su pecho.

—Fascinante —dijo Vulcan, retrocediendo para examinar mejor el efecto—. Tienes una mente muy hermosa, Ralph, pero deberías permitirme que te disfrazara mucho mejor. Sólo me llevaría una hora más.

—No —respondió Ralph, consciente de que el tiempo pasaba—. Basta con el revestimiento metalizado. He de llegar al puerto espacial antes de que la nave alunice.

Podía sentir de nuevo los movimientos de la diminuta araña dentro de su cuerpo. Los diseños sobre su pecho ganaron riqueza y definición. Entretanto Vulcan remachó el resto del plástico en sus costados y en la espalda. Ralph alargó el cuello diez centímetros y movió cautelosamente la cabeza alrededor de su cuerpo. Los dibujos luminosos reflejaban los códigos binarios que eran sus pensamientos.

Una de las razones por las que Ralph había conseguido sobrevivir a base de vender sus pensamientos y recuerdos era que sus pensamientos no eran ni muy simples ni muy complejos. Bastaba con echar una ojeada a los diseños luminosos que fluían por su cuerpo. Parecía alguien… interesante.

—¿Por qué quieren matarte los cavadores, Ralph? —preguntó Vulcan—. Ya sé que no es mi problema.

—No lo sé —contestó Ralph, expresando la frustración en toda su superficie—. Si pudiera recordar lo que me dijo Wagstaff… ¿No te dije nada antes…?

—Hubo algunas señales antes de la disolución, pero muy falseadas. Algo acerca de combatir a los grandes autónomos. Es una buena idea, ¿no crees?

—No. Me gustan los grandes autónomos. Son el próximo eslabón lógico de nuestra evolución. Y con todas las cintas humanas que están consiguiendo…

—¡Y de robots también! —exclamó enardecido Vulcan—. Pero no van a cazarme. ¡Creo que debemos acabar con ellos!

Ralph no quería seguir discutiendo… No había tiempo. Le pagó a Vulcan un puñado de chips. Debido a la constante inflación, los robots nunca concedían créditos. Salió por la parte delantera del taller de Vulcan a la calle Sparks.

Tres esferas flotantes, propulsadas por cohetes, pasaron a toda velocidad. Era una manera cara de vivir, pero la pagaban con expediciones de exploración. Se movían erráticamente, como si estuvieran en una fiesta. Seguro que alguna de ellas había terminado de construir su vástago.

Un poco más abajo de la calle estaba la gran fábrica de chips. Chips y circuitos impresos constituían las partes esenciales de un nuevo vástago, y la fábrica, llamada GAX, contaba con férreas medidas de seguridad. Era uno de los escasos edificios de Disky de aspecto realmente sólido. Las paredes eran de piedra y las puertas de acero.

Había un grupo de robots concentrados ante la puerta. Ralph percibió la cólera que flotaba en el ambiente desde media manzana de distancia. Tal vez otro cierre patronal. Cambió de acera con la esperanza de evitar problemas.

Sin embargo, uno de los robots le reconoció y se precipitó hacia él. Una cosa alta y delgada con pinzas en lugar de dedos.

—¿Eres tú, Ralph Números?

—Se supone que voy disfrazado, Burchee.

—¿Llamas a eso un disfraz? ¿Por qué no te anuncias con una pancarta? Nadie piensa como tú, Ralph.

Burchee lo sabía. Él y Ralph se habían unido varias veces, sus procesadores totalmente conectados con un cable coaxial desbloqueado. Burchee siempre andaba sobrado de piezas sueltas para regalar, y Ralph poseía su famosa mente… Les unía una especie de amor sexual.

La pesada puerta de acero de la fábrica estaba cerrada herméticamente; algunos de los robots empezaron a atacarla con martillos y escoplos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ralph—. ¿No podéis entrar a trabajar?

El cuerpo larguirucho de Burchee brilló con unos tonos verdosos debido a la emoción.

—GAX ha despedido a todos los trabajadores. Quiere controlar toda la operación sin intermediarios. Dice que ya no necesita a nadie. Tiene un montón de robots dirigidos por control remoto en lugar de trabajadores.

—¿Y no necesita de tus habilidades especiales? —se asombró Ralph—. ¡Lo único que sabe hacer es vender y comprar! ¡GAX no puede diseñar un protector de red como lo haces tú, Burchee!

—Sí —repuso amargamente Burchee—. Así era antes. Pero luego GAX le pidió a uno de los diseñadores que se uniera a él. El tipo cedió sus cintas a GAX y ahora vive en su interior. Su cuerpo es simplemente otro robot remoto. Es el nuevo estilo de GAX: o te absorbe, o no trabajas. Por eso intentamos entrar.

Una trampilla se abrió en lo alto del muro de la fábrica y un pesado disco de silicio fundido fue arrojado desde ella. Los dos robots que martilleaban la puerta no miraron a tiempo. La tremenda pieza de vidrio les alcanzó de lleno, partiéndolos por la mitad. Sus procesadores estaban irremediablemente destrozados.

—¡Oh, no! —gritó Burchee, que cruzó la calle en tres largas zancadas—. ¡Ni siquiera tenían vástagos!

Una cámara espía surgió de la trampilla abierta y luego se replegó. Fue un acontecimiento deprimente. Ralph reflexionó un momento. ¿Cuántos grandes autónomos había ahora? ¿Diez, quince? ¿Era realmente necesario que condenaran a los pequeños a la extinción? Quizá estaba equivocado en…

—¡No vamos a permitirlo, GAX! —Burchee levantó sus delgados brazos, lleno de furia—. ¡Espera a que tengas tu décima sesión!

Todos los robots, grandes y pequeños sin excepción, sufrían cada diez meses un drenado del cerebro a cargo del Principal. Por supuesto que un robot tan grande y poderoso como GAX tendría un vástago constantemente puesto al día, listo para entrar en acción, pero un robot que acaba de transferir su conciencia a un nuevo vástago es tan vulnerable como una langosta que se ha desprendido de su viejo caparazón.

El desafío del larguirucho Burchee entrañaba, pues, una cierta fuerza, aunque fuera dirigido a GAX, enorme y macizo como una ciudad. Otro pesado disco de vidrio fue arrojado desde la trampilla, pero Burchee lo esquivó fácilmente.

—¡Mañana, GAX! ¡Te vamos a desmontaaaaar!

El furioso centelleo verde de Burchee disminuyó un poco. Volvió junto a Ralph, mientras en el otro lado de la calle los robots recogían los dos cuerpos y se guardaban las piezas aprovechables.

—Debe drenarse mañana, a la una del mediodía —dijo Burchee, rodeando con un delgado brazo los hombros de Ralph—. Podrías venir a divertirte un poco.

—Lo intentaré —dijo Ralph con gran seriedad.

Los grandes autónomos estaban yendo demasiado lejos. ¡Eran una amenaza para la anarquía! Y él les iba a ayudar a grabar a Anderson… Claro que por el bien del viejo, pero…

—Intentaré estar aquí —repitió—. Y cúidate, Burchee. Aunque GAX esté desconectado, sus robots remotos pondrán en marcha los programas almacenados. Os espera una dura lucha.

Burchee emitió un efusivo adiós amarillo, y Ralph continuó caminando por la calle Sparks en dirección a la parada del autobús. No deseaba recorrer a pie los cinco kays que le separaban del puerto espacial.

Había una taberna justo enfrente de la parada. Al pasar Ralph, las puertas se abrieron y dos camioneros salieron dando tumbos, amigablemente tomados de sus brazos serpenteantes. Tenían el aspecto de barriles de cerveza rodantes, con un grupo de tentáculos purpúreos en cada extremo. Cada uno de ellos llevaba un trepador de alquiler enchufado a su rechoncha cabeza. Ocupaban la mitad de la calle. Ralph se desvió de su camino, preguntándose con cierto nerviosismo qué clase de ilusiones estaban intercambiando.

—A las cajas les encantan los enchufes negros —canturreó uno.

—Las esferas disfrutan con las clavijas azules —replicó el otro, chocando despreocupadamente con su compañero.

Ralph echó una ojeada a la taberna y vio a cinco o seis robots de maciza construcción que se sacudían alrededor de un gran electroimán en el centro de la taberna. Desde su puesto de observación podía sentir las confusas corrientes que convergían. Lugares como éste asustaban a Ralph. Consciente del poco tiempo que quedaba para el alunizaje de BEX, dobló la esquina y estiró el cuello para ver si llegaba el autobús.

Le alivió comprobar que un largo y bajo transporte con plataforma se aproximaba. Ralph bajó de la acera e hizo señales para que se detuviera. El autobús anunció el precio del billete y Ralph pagó. Había subido diez unidades desde ayer. La constante inflación servía como fuerza adicional ambiental para eliminar a los débiles.

Ralph encontró un espacio vacío y se sujetó. El autobús iba abierto por completo y uno debía ser cuidadoso cuando tomaba las curvas… A veces alcanzaba la escalofriante velocidad de treinta kilómetros por hora.

Algunos robots subían y bajaban de vez en cuando, pero la mayoría, como Ralph, se dirigían al puerto espacial. Unos ya habían establecido contactos de negocios en la Tierra, mientras otros confiaban en hacerlo o en encontrar trabajo como guías. Uno de estos últimos se había confeccionado una cabeza Imipolex de aspecto más o menos humano y exhibía una gran chapa que ponía: «¡Los robots son los tíos mas chiflados!».

Ralph apartó la mirada con disgusto. Gracias a sus esfuerzos personales, hacía tiempo que los robots habían descartado las odiosas y chovinistas prioridades humanas de Asimov: Proteger humanos. Obedecer humanos. Proteger a los robots…, en este orden. En estos días, la única obediencia o protección que les cabía esperar a los humanos de los robots se planteaba estrictamente sobre la base del pague-como-quiera.

Los humanos no terminaban de comprender el hecho de que las razas diferentes no se necesitan como amos o esclavos, sino como iguales. A causa de sus limitaciones, las mentes humanas eran algo fascinante… algo totalmente diferente de un programa robótico. TEX y MEX, Ralph lo sabía, habían puesto en marcha un proyecto destinado a reunir tantos softwares humanos como fuera posible. Y ahora querían el de Cobb Anderson.

El proceso de separar un software humano de su hardware correspondiente, o sea, extraer del cerebro las pautas del pensamiento, era destructivo e irreversible, pero para los robots era mucho más fácil. Bastaba con enchufar un coaxial en el lugar correcto y ya se podía descifrar y grabar toda la información contenida en el cerebro del robot. Sin embargo, descodificar un cerebro humano constituía una tarea muy compleja. Se necesitaba registrar los modelos eléctricos, trazar el plano de las uniones entre neuronas y fraccionar y analizar la memoria RNA. Hacer todo esto exigía cortar y desmenuzar. Wagstaff lo repudiaba. Pero Cobb…

—Tú debes de ser Ralph Números —emitió repentinamente el robot que se hallaba a su lado.

La vecina de Ralph tenía un aspecto semejante al de una secadora de peluquería, incluida la silla. Llevaba un revestimiento metálico dorado, y de su puntiaguda cabeza surgían infinidad de pequeñas espirales. Enlazó con un tentáculo metálico uno de los manipuladores de Ralph.

—Será mejor que hablemos en corriente continua. Es más privado. Todo el mundo en esta parte del autobús ha estado interfiriendo en tus pensamientos, Ralph.

Este miró a su alrededor. ¿Cómo puedes adivinar si un robot te está observando? Una manera evidente es comprobar si ha vuelto la cabeza y te está apuntando con los sensores visuales. En efecto, la mayoría de los robots aún le estaban mirando fijamente. Se produciría un caos en el puerto espacial cuando Cobb Anderson bajara de la nave.

—¿Qué aspecto tiene ahora?

La vecina de Ralph lanzó una sedosa señal.

—¿Y quién lo sabe? —repuso tranquilamente Ralph—. La mascarilla del museo tiene veinticinco años de antigüedad. Y todos los humanos se parecen.

—No para mí —ronroneó la vecina de Ralph—. Preparo conjuntos de cosméticos automatizados para ellos.

—Estupendo. ¿Podrías sacarme la mano de encima? Tengo que enviar algunos mensajes privados.

—De acuerdo. ¿Por qué no me llamas mañana por la tarde? Tengo suficientes piezas para montar dos vástagos. Y, además, me gustaría unirme contigo. Me llamo Cindy-Lou. Cubo tres, cuatro, uno, dos.

—Tal vez —dijo Ralph, algo halagado por la invitación. Cualquiera que hubiera establecido tratos con la Tierra era alguien a tener en cuenta. El revestimiento de plástico rojo que Vulcan le había vendido debía sentarle bien, muy bien—. Intentaré ir después de los disturbios.

—¿Qué disturbios?

—Quieren desmontar a GAX; al menos ésa es su intención.

—¡Yo iré también! Recogeré cantidad de cosas. Y la semana que viene van a destruir a MEX; ¿sabes?

La sorpresa aturdió a Ralph. ¿Destruir a MEX, el museo? ¿Qué sería de las cintas cerebrales adquiridas por MEX con tanta paciencia?

—No deberían hacerlo. ¡Este asunto se les va a ir de las manos!

—¡Destruirlos a todos! —dijo alegremente Cindy-Lou—. ¿Te importa que traiga algunos amigos mañana?

—Continúa, pero déjame en paz. Tengo que pensar.

El autobús se alejaba de Disky y empezaba a cruzar la desierta llanura lunar que conducía al puerto espacial. El sol brillaba, una vez dejados atrás los edificios, y todos los revestimientos metálicos centelleaban como espejos. Ralph meditaba sobre las noticias que concernían a MEX. En cierto sentido no afectarían a Anderson. Lo principal era grabar su cerebro y enviar la cinta a la Tierra. Enviarla al Señor Helado. Entonces el software de Cobb sería implantado en su doble. Sería lo mejor para el viejo. Según lo que Ralph había oído, el actual hardware de Anderson estaba a punto de colapsarse.

Los pasajeros del autobús se encaminaron hacia la cúpula de los humanos, en el extremo del puerto espacial. BEX anunció mediante señales luminosas que alunizaría dentro de media hora. A la hora exacta. Todo el viaje, desde la Tierra hasta la estación espacial Ledge, vía lanzadera, y desde Ledge a la Luna, vía BEX, sobrepasaba ligeramente las veinticuatro horas.

Un túnel de pasajeros lleno de aire empezaba a surgir de la cúpula, dispuesto a conectarse herméticamente con la cámara de aire de la nave. El frío vacío de la Luna, tan confortable para los robots, era mortal para los humanos. Por contra, la cálida atmósfera en el interior de la cúpula era letal para los robots.

Ningún robot podía penetrar en la cúpula de los humanos sin alquilar una unidad auxiliar de refrigeración. Los robots mantenían el aire de la cúpula lo más seco posible para protegerse de la corrosión, pero lo mantenían al nivel justo para permitir la supervivencia de los humanos, de lo contrario éstos deberían resistir una temperatura superior a 290 grados Kelvin. ¡Y los humanos le llamaban a esto «temperatura ambiente»! Sin una unidad especial de refrigeración, los circuitos superconductores estallarían al instante.

Ralph pagó el precio del alquiler… triplicado desde la última vez… y entró en la cúpula de los humanos, haciendo girar el refrigerador. La gente se apretujaba en el interior. Se estacionó lo suficientemente cerca del verificador de los visados como para escuchar el nombre de los pasajeros.

Había un gran número de cavadores diseminados por toda el área de espera… demasiados. Todos estaban mirando. Ralph comprendió que debía haber permitido a Vulcan disfrazarle con más minuciosidad. Se había conformado con revestirse de un brillante protector rojo. ¡Menudo disfraz!

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