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Los rostros de la Luna se iban modificando. Una anciana con un haz de leña, una dama con sombrero de plumas, la cara redonda de una chica soñadora asomándose a la vida.

—«Lenta, silenciosamente, la Luna / recorre la noche con sus rayos de plata» —citó Cobb sentenciosamente—. Hay cosas que nunca cambian, Sta-Hi.

Sta-Hi se inclinó por delante de Cobb para echar un vistazo por la estrecha portilla de cuarzo. A medida que se acercaban, los hoyos crecían y la cadena de montañas que se alzaba sobre la vasta mejilla de la Luna se hizo inconfundible. Un sifilítico maquillado como una tarta. Sta-Hi volvió a su asiento y encendió el último porro. Se sentía paranoico.

—¿Alguna vez te pasó por la cabeza —preguntó a través de una nube de humo exquisitamente detallada— que esas copias de nosotros podrían llegar a ser permanentes? ¿Que todo esto va encaminado a quitarnos de en medio para que Anderson dos y Sta-Hi dos se hagan pasar por humanos?

Se trataba, en el caso de Sta-Hi, de una muy correcta valoración de la situación, pero Cobb prefirió no reconocerlo ante el chico. En lugar de ello protestó.

—¡Esto es ridículo! ¿Por qué querrían…?

—Tú sabes más de robots que yo, viejo, a pesar de toda esa mierda que me contaste sobre que habías ayudado a diseñarlos.

—¿No aprendiste nada sobre mí en la universidad, Sta-Hi? —preguntó Cobb con pena—. ¿Cobb Anderson, el hombre que enseñó a pensar a los robots? ¿No te lo enseñaron?

—Hice cantidad de campanas —dijo Sta-Hi, encogiéndose de hombros—. Pero imagínate que los robots quieren colocar a dos agentes en la Tierra. Envían dos copias de nosotros y nos dicen que vengamos aquí. Tan pronto como nos largamos las copias nos suplantan y empiezan a reunir información. ¿Correcto?

—¿Qué clase de información? —espetó Cobb—. Ni que fuéramos personal de alta seguridad, Sta-Hi.

—Lo que me preocupa —prosiguió Sta-Hi, golpeando las puntas de los dedos como si quisiera aliviar invisibles puntos de tensión— es si nos dejarán regresar. Tal vez quieran hacer algo con nuestros cuerpos aquí arriba. Utilizarlos para monstruosos e inhumanos experimentos.

Su voz vaciló en la última frase y desembocó en una nerviosa carcajada.

—Dennis de Mentis. —Cobb meneó la cabeza—. Es lo que dice en tu visado. ¿Y yo quién…?

Sta-Hi sacó los papeles del bolsillo y se los acercó. Cobb los miró por encima mientras sorbía su café. Al llegar a Ledge estaba borracho, pero la azafata le había reanimado con una mezcla de estimulantes y vitamina B. No había tenido la cabeza tan despejada en muchos meses.

Allí estaba su visado. Rostro barbudo y sonriente, nacido el 22 de marzo de 1950, la firma, Graham de Mentis, garabateada al pie del documento con su letra redondeada.

—Ahí está el detalle —observó Sta-Hi, mirándole de soslayo.

—¿Cuál?

Sta-Hi se limitó a apretar los labios como un mono y a manotear varias veces. La azafata avanzó por el pasillo. Las fundas de velero de sus pies se desprendían lánguidamente de la alfombra a cada paso que daba. El largo pelo rubio resbalaba con suavidad a ambos lados de su rostro.

—Por favor, abróchense los cinturones de seguridad. Alunizaremos en el puerto espacial de Disky dentro de sesenta y nueve segundos.

Los cohetes fueron activados y la nave se estremeció a causa de su enorme potencia. La azafata recogió la taza vacía de Cobb y plegó la mesa.

—Por favor, apague lo que está fumando —pidió a Sta-Hi.

Él le tendió el porro, sonrió y le echó el humo a la cara.

—Menéate, cariño.

Sus ojos parpadearon… ¿Sí? ¿No?… y luego apagó el porro en la taza de café de Cobb y siguió su camino.

—Recuerda —le previno Cobb—, nos comportaremos como turistas en el puerto espacial. Me huelo que algunos robots, los cavadores, tratarán de detenernos.

Los motores de la nave alcanzaron la máxima potencia. Pedacitos de roca saltaron por los aires al posarse la nave en la pista, y luego se hizo el silencio. Cobb miró por la portilla en forma de lente: el Mar de la Tranquilidad.

Deslumbrantemente gris, se ondulaba hasta el demasiado cercano horizonte. Un gran cráter en las proximidades… ¿cinco kilómetros, cincuenta?… el cráter de Maskeleyne. Montañas anormalmente aguzadas en la distancia. Le recordaron a Cobb algo que deseaba olvidar: dientes… nubes deshilachadas… las Montañas de la Locura.

Apostaría a que alguna civilización, en algún lugar, había creído que los muertos iban a la Luna.

Se produjo un último y suave sonido en el otro costado de la nave. El túnel de aire. La azafata giró el picaporte de la cerradura para abrir la puerta. Su delicioso culo vibraba al ritmo de los motores. Sta-Hi le pidió una cita en la rampa de salida.

—Yo y el abueli nos hospedaremos en el Hilton, nena. Dennis de Mentis. Me volveré loco si no me corro. ¿Me sigues?

—Quizá me encuentres en el salón.

Su sonrisa era tan indescifrable como una máscara de Halloween.

—¿Cuál…?

—Sólo hay uno —le interrumpió. Luego estrechó la mano de Cobb—. Gracias por viajar con nosotros, señor. Espero que disfruten de su estancia.

La terminal espacial estaba llena de autónomos. Sta-Hi ya había visto los modelos de algunos tipos básicos, pero no había dos de los que esperaban que parecieran iguales. Era como caer en el Infierno de El Bosco. El escenario, de arriba abajo y de atrás adelante, bullía de caras y de… «caras»…

Ante la puerta flotaba una sonriente esfera que se sostenía mediante un propulsor rotatorio. La raja de la sonrisa la dividía por la mitad.

—¡Vean las ciudades subterráneas! —les apremió, haciendo girar los falsos globos oculares.

Al final de la rampa estaba el control de visados, con un aspecto similar al de una tremenda máquina grapadora. Introducías el visado en una ranura mientras examinaba tu cara y las huellas digitales.

¡Ka-chunng! Paso libre.

Junto al control de los visados había un robot rojo en forma de caja. Alrededor de sus bandas rodantes se retorcían cosas como serpientes azules o dragones. El robot rojo propulsó un nervioso micrófono a modo de cara cerca de Sta-Hi y de Cobb, y luego replegó la cabeza. Era un cavador.

A Cobb le recordaba vagamente al viejo y querido Ralph Números. Pero era mejor no preguntar a los cavadores. Esperaría hasta su encuentro en el museo.

Docenas de llamativas máquinas autoconstruidas rodaban, se deslizaban, correteaban y flotaban en el vestíbulo. Cada vez que Cobb y Sta-Hi miraban en una dirección, serpenteantes tentáculos de metal les tironeaban desde la otra.

—¿Compran uranio?

—¿Tienen mercurio?

—¿Aparatos de televisión anticuados?

—¿Follar con chicas androides?

—¿Venden sus dedos?

—¿Reliquias del rey de la Luna?

—¿Penes protésicos parlantes?

—¿Tarjetas de crédito?

—¿Comida casera?

—¿Instalar una fábrica?

—¿Una buena mamada?

—¿Código de la muerte en el DNA?

—¿Enemas de baños de polvo?

—¿Ver campanas de vacío?

—¿Registros de voz nuevos de trinca?

—¿Grabado de cerebro sin riesgo?

—¿Vende la cámara?

—¿Interpreto mis canciones?

—¿Yo soy usted?

—¿Hotel?

Cobb y Sta-Hi se precipitaron en el regazo del último robot, un tipo fornido pintado de negro cuya forma permitía tomar asiento a dos humanos.

—¿No llevan equipaje?

Cobb negó con la cabeza. El robot negro se abrió paso entre la multitud, rechazando a los otros con unas cosas parecidas a fuertes aletas de una máquina de «millón». Sta-Hi permanecía en silencio, pensando en alguna de las ofertas recibidas.

El robot que les transportaba mantenía un micrófono y una cámara insistentemente enfocados hacia ellos.

—¿Es algún tipo de control? —preguntó Cobb en tono quejumbroso—. ¿Sobre los que entran y molestan a los pasajeros recién llegados?

—Ustedes son nuestros invitados de honor —respondió el robot evasivamente—. Aloha significa hola… y adiós. Aquí está su hotel. Aceptaré una remuneración.

Una puertecilla se abrió entre los dos asientos. Sta-Hi extrajo su billetero. Estaba lleno a rebosar.

—¿Cuánto…? —empezó.

—El dinero es tan prosaico… —respondió el robot—. Preferiría un regalo sorpresa. Una información compleja.

Cobb rebuscó en los bolsillos de su traje blanco. Quedaba algo de whisky, un folleto del crucero espacial, algunas monedas…

Los robots volvían a apretujarse contra ellos, palpaban sus ropas, posiblemente recortaban muestras del tejido.

—¿Revistas pornográficas?

—¿«La lenta travesía hacia China»?

—¿Grabaciones de sensaciones ante la inminente ejecución?

El robot negro sólo había recorrido un centenar de metros. Sta-Hi arrojó impacientemente su pañuelo en el vagón de su conductor.

Aloha —dijo el robot, y regresó a la puerta de entrada mientras trituraba el pedazo de tela.

El hotel era una estructura piramidal que ocupaba el centro de la cúpula. Cobb y Sta-Hi respiraron con alivio al comprobar que sólo había humanos en el vestíbulo. Turistas, hombres de negocios, tipos a la deriva.

Sta-Hi buscó con la vista el mostrador de recepción, pero no lo localizó. Mientras se preguntaba quién les podría informar, una voz habló junto a su oído.

—Bienvenido al Hilton de Disky, señor De Mentis. Tengo una maravillosa habitación para usted y para su abuelo en la quinta planta.

—¿Quién dijo eso? —preguntó Cobb, volviendo con brusquedad su gran cabeza velluda.

—Soy DEX, el Hilton de Disky.

Así pues, todo el hotel era un único y gigantesco robot. Podía dirigir su voz a todas partes… De hecho, era capaz de mantener una conversación diferente con cada huésped a la vez.

La etérea vocecilla condujo a Cobb y a Sta-Hi hacia un ascensor, y después a su habitación. No había por qué preocuparse de la intimidad. Cobb se sirvió varios vasos de agua de una jarra y dijo finalmente a Sta-Hi:

—Un largo viaje, ¿eh, Denis?

—Y tanto, abueli. ¿Qué haremos mañana?

—Bueeeno, pienso que estaré demasiado agotado para montarme en sus grandes deslizadores sobre polvo. Tal vez deberíamos dar una vuelta hasta ese museo que construyeron los robots. Así nos iremos acostumbrando a la lentitud de movimientos, ¿no te parece?

El hotel carraspeó antes de hablar para no asustarles.

—Hay un autobús que sale para el museo a las nueve en punto.

Cobb no se atrevía ni a mirar a Sta-Hi. ¿Sabría DEX quiénes eran en realidad? ¿Estaba de su parte o apoyaba a los cavadores? Y, para empezar, ¿por qué sería contrario ningún robot a la inmortalidad de Cobb? Apuró el resto de su whisky y se acostó. Estaba cansado de veras. La baja gravedad lunar le hacía sentir cómodo. Podías ganar mucho peso aquí. Cobb se sumergió en el sueño, preguntándose qué habría para desayunar.

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