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El museo estaba enclavado en el subsuelo de Disky. Su distribución consistía en una serie de círculos concéntricos cortados por radios. Como el Infierno de Dante. Cobb sintió una opresión en el pecho cuando descendía por la rampa de piedra. Parecía que su barato corazón de segunda mano iba a estallar de un momento a otro. Cuanto más lo pensaba, más acertadas se le antojaban las opiniones de Sta-Hi. No había ninguna droga de la inmortalidad. Los autónomos iban a grabar su cerebro y le meterían en un cuerpo de robot. Claro que, comparado con el cuerpo que tenía ahora, casi saldría ganando.

La idea de que le extrajeran las pautas cerebrales para ser transferidas no le aterrorizaba tanto como a Sta-Hi, puesto que Cobb comprendía las reglas del comportamiento de los robots. La transición sería extraña y dolorosa, pero si todo iba bien…

—Está allí, a la izquierda —dijo Sta-Hi, presionando su escafandra contra la de Cobb.

Sostenía en una mano un pequeño mapa grabado en piedra. Estaban buscando la sala de Anderson.

Mientras atravesaban el vestíbulo las piezas cobraron vida. Ficticias en su mayor parte… hologramas con voces superpuestas que se retransmitían directamente a las radios de sus trajes. Un delgado hombrecillo embutido en un traje marrón con chaleco de lana apareció ante ellos. Una inscripción bajo sus pies rezaba Kurt Gödel. Llevaba gafas oscuras y tenía el pelo gris. Detrás de él había una pizarra con el enunciado de su famoso «Teorema de lo Incompleto».

—«La mente humana es capaz de formular (o de mecanizar) todas sus intuiciones matemáticas». —Recitó la imagen de Gödel. Tenía un modo especial de terminar sus frases con una nota aguda que culminaba en un divertido zumbido—. «Por otra parte, basándonos en lo que ha sido probado hasta el momento, está abierta la posibilidad de que pueda existir (e incluso de que empíricamente se pueda descubrir) una máquina de demostrar teoremas que sea equivalente, en la práctica, a la intuición matemática…».

—¿De qué está hablando? —preguntó Sta-Hi, intrigado.

Cobb ya no miraba al sosias del gran maestro. Seguía pensando en todos aquellos años que pasó reflexionando sobre el pasaje que estaba recitando. Los humanos no pueden inventar un robot tan inteligente como ellos. Pero, hablando con lógica, es posible que tales robots existan.

¿Cómo? Cobb se había hecho esa pregunta a todo lo largo de la década de los setenta. ¿Cómo podemos crear los robots que no sabemos idear? En 1980 entrevió el esqueleto de una respuesta. Uno de sus colegas había escrito un artículo para Especulaciones en Ciencia y Tecnología. Lo había titulado «Hacia la toma de conciencia de los robots». La idea siempre había estado presente. Dejad que los robots evolucionen. Pero convertir la idea en una real…

—Vámonos —le urgió Sta-Hi, empujando a Cobb a través de la imagen parlante de Gödel.

Un poco más adelante, dos aterrorizados lagartos se deslizaban a toda prisa por el vestíbulo. Una criatura de alas correosas se precipitó desde el techo hacia ellos y abatió su afilado pico contra los lagartos. Uno escapó con un veloz movimiento de retroceso, pero el otro fue arrebatado sobre las cabezas de Cobb y de Sta-Hi, goteando sangre blancuzca.

—La Supervivencia de los Más Aptos —entonó la untuosa voz de un locutor—. Una de las dos grandes fuerzas que conducen el motor de la evolución.

En movimiento acelerado el lagarto puso huevos, los huevos se abrieron y nuevos lagartos surgieron y crecieron. Volvió el depredador, los supervivientes pusieron más huevos… El ciclo se repitió una y otra vez. Los lagartos eran cada vez más ágiles, y las patas traseras más fuertes. En pocos minutos daban brincos como repugnantes y pequeños canguros, lengua bífida y ojos amarillentos.

En esta ocasión fue Cobb el que insistió en abandonar el espectáculo. Sta-Hi quería quedarse a presenciar la posterior evolución de los lagartos.

Al salir de la escena prehistórica se encontraron en medio de una feria. Los rifles retumbaban, las máquinas de «millón» campanilleaban, la gente reía y gritaba, pero bajo la barahúnda se podía percibir el latido visceral de una poderosa maquinaria. El piso parecía estar cubierto de serrín; sonrientes e incorpóreos campesinos paseaban calmadamente. Un chico y una chica se apoyaban en una caseta de azúcar hilado, poniéndose mutuamente en la boca palomitas de maíz con dedos pringosos. Él exhibía una prominente nuez de Adán y una nariz abultada. Un perfil abrupto. Ella llevaba el pelo largo y rubio recogido en una cola mediante un lazo. La única nota extravagante la proporcionaba una espesa lluvia de lucecillas purpúreas… que parecían atravesar todo cuanto contenía la escena. Cobb la tomó al principio por estática.

A su derecha se alzaba un gran entoldado con espeluznantes carteles de formas humanas retorcidas. El inevitable charlatán…, traje a cuadros, bombín, colilla de puro…, se inclinó hacia el público y agitó el bastón para llamar la atención.

—¡Vean a los Fenómenos, estremézcanse con los Monstruos! —Su potente y ronca voz era como el rugido de una multitud—. ¡Cabezas de alfiler! ¡El Muchacho-Perro! ¡Cuellos de Jirafa! ¡La Judía Humana! ¡El Hombre-Torso!

Poco a poco los sonidos de la feria se apagaron y fueron reemplazados por los tonos ricos y rotundos de una voz de fondo.

—Mutación. —La voz era resonante y chasqueaba los labios con determinación—. La segunda clave del proceso evolutivo.

Las sibilantes motas de luz púrpura aumentaron de brillo. Atravesaban a todo aquel que encontraban en su camino…, especialmente a los dos enamorados, que se besaban y abrazaban con apasionada entrega.

—Las células reproductivas humanas están sujetas a una continua lluvia de iones radiactivos —dijo la voz con gran ahínco—. Son los rayos cósmicos.

El estrépito del carnaval volvió a ganar intensidad, y cada una de las veloces lucecillas emitió un sonido similar al de un patín deslizándose sobre el hielo. Los dos amantes empezaron a crecer gradualmente hasta ocupar la escena. En seguida, la imagen de la abultada entrepierna del hombre llenó el vestíbulo. La tela se desgarró y un gigantesco testículo envolvió a Cobb y a Sta-Hi, que no salían de su asombro.

Brumosa luz roja, el fuerte e insistente sonido de un corazón latiendo. Cada cierto tiempo un rayo cósmico atravesaba el espacio. La confusa impresión de sentirse rodeados por un sistema de cañerías en tres dimensiones, que crecía y se desdibujaba. Los contornos se hicieron granulentos poco a poco y los granos aumentaron de tamaño. Ahora estaban viendo unas células, células reproductivas.

Uno de los núcleos se puso a flotar delante de Cobb y de Sta-Hi.

El material del núcleo se dividió en retorcidas salchichas listadas con un repentino movimiento, similar al de los cangrejos. Los cromosomas. ¡Y entonces un rayo cósmico partió uno de los cromosomas por la mitad! ¡Las dos partes se unieron de nuevo, sólo que una estaba al revés!

—Un gene mutante —murmuró uno de los campesinos, desde algún punto cercano del parque de atracciones infinito.

Y entonces las imágenes desaparecieron. Se encontraban en mitad del vestíbulo de piedra.

—Selección y Mutación —dijo Cobb mientras continuaban andando—. Ésa fue mi gran idea, Sta-Hi. Hacer que los robots evolucionaran. Fueron diseñados para construir copias de ellos mismos, pero tenían que luchar para conseguir las piezas. Selección natural. Y hallé una manera de alterar sus programas con rayos cósmicos. Mutación. Pero predecir…

—Ésta es tu meta —dijo Sta-Hi, frente a una puerta que se abría a su derecha, tras consultar el mapa—. La Sala de Cobb Anderson.

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