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Sta-Hi no contestó en seguida. El remoto sombrío con aspecto de hombre mecánico se detuvo a unos diez metros y se volvió para mirarle. El joven notaba que su respiración sonaba de una manera diferente. Parecía que invisibles altavoces estuvieran esparciendo una débil música ambiental, como la de los ascensores. De todos los puntos de la fábrica surgían borrosos remotos… Desmontaban los autónomos y los remotos muertos, colocaban en sus lugares correspondientes las herramientas de trabajo y soldaban los cables arrancados.

—No saldrás vivo de aquí —pronunció suavemente la voz de GAX—. Al menos en tu forma actual.

—Me la suda —exclamó Sta-Hi—. Aprieto este botón y se acabó. Yo soy el que manda ahora.

—Sí… —una aguda risita sintética—, pero mis remotos pueden ser programados hasta un máximo de cuatro días de actividad independiente. Por sí solos carecen de inteligencia… espiritualmente, si quieres. Pero obedecen. Te sugiero que estudies la situación de nuevo.

Sta-Hi advirtió entonces que estaba rodeado por un círculo de unos cincuenta remotos. Daba la sensación de que trabajaban pero, al mismo tiempo, no le perdían de vista. Estaba en franca desventaja numérica.

—Ya ves —se regocijó GAX—, gozamos de una situación en la que nuestra mutua destrucción está asegurada. Un juego teóricamente interesante, aunque de ninguna manera original. Tú mueves.

El círculo de robots se estrechó un poco alrededor de Sta-Hi… un paso aquí, un giro allá… ¡algo se arrastraba hacia los cables!

—¡Quietos! —chilló, aferrando el detonador—. Si algo se mueve voy a volar el maldito…

De pronto se hizo el silencio en toda la fábrica. Ningún movimiento subrepticio, ninguna vibración, excepto un sordo y constante rechinar que llegaba de algún lugar bajo sus pies. Sta-Hi dejó de gritar. Una débil luz azul parpadeó en su muñeca. Falta de aire. Consultó la lectura. Apenas dos horas. No podía seguir respirando con tanta vehemencia.

—Deberías haberte marchado con Ralph Números y el doctor Anderson —dijo tranquilamente GAX—, para unirte a las filas de los inmortales. Según cómo vayan las cosas, corres el riesgo de sufrir daños que te impidan ser grabado adecuadamente.

—¿Por qué, GAX? ¿Por qué despedazas a la gente y grabas sus cerebros?

Estremecimientos de terror recorrían los intestinos de Sta-Hi. ¿Por qué no había píldoras en el interior de su traje? Chupó ávidamente el tubo de líquido que tenía junto a la mejilla derecha.

—Evaluamos la información, Sta-Hi. No hay nada más densamente atestado de información lógica que un cerebro humano. Ésta es la razón básica. MEX compara nuestras actividades con la de aquellos esforzados americanos llamados… buitres de la cultura. Los que saquearon los museos del Viejo Mundo en busca de obras de arte. Y hay razones más elevadas, más espirituales. La combinación de todos…

—¿No os bastaría con los electros? —preguntó Sta-Hi. La rechinante vibración subterránea aumentaba de intensidad. ¿Una trampa? Retrocedió unos metros—. ¿Por qué os empeñáis en estropear nuestros cerebros?

—Gran parte de la información almacenada es de tipo químico o mecánico más que eléctrica —explicó GAX—. Es imprescindible trazar un mapa microelectrónico de los ramales del RNA. Y seccionar el cerebro en finas láminas nos permite saber qué neuronas están conectadas con otras. Pero esto ya ha ido demasiado lejos, Sta-Hi. Suelta el detonador y te grabaremos. Únete a nosotros. Puedes ser nuestro tercer agente terrestre con cuerpo de robot. Verás que…

—No me vais a atrapar —le interrumpió Sta-Hi. Se puso de pie y su voz adaptó un tono estridente—. ¡Ladrones de almas! ¡Titiriteros! ¡Prefiero morir entero, malditos…!

¡Kaabrruuuuuuuuuuuummmm!

Sta-Hi había apretado el botón del detonador sin darse cuenta. Brotó un rayo de luz cegador. Los objetos estallaron en pedazos, que siguieron trayectorias veloces y uniformes. No había aire suficiente para soportar la onda de choque, pero el suelo bajo sus pies tembló y le hizo perder el equilibrio. Torpes pero numerosos, los remotos preprogramados avanzaron con intenciones asesinas.

Durante todo el rato que había estado hablando con GAX no había dejado de percibir la firme y rechinante vibración que provenía del subsuelo. Ahora, mientras se ponía en pie, la vibración se transformó en un potente murmullo y algo irrumpió a sus espaldas atravesando el suelo: una nariz plateada en forma de cono azul, adornada con clavos negros… ¡un cavador!

Algo aceitoso gorjeó. Una llave inglesa pasó volando. Los remotos se acercaban. Sin pensarlo dos veces, Sta-Hi siguió al cavador por el túnel que había practicado, arrastrándose sobre su estómago como un gusano blanco y reluciente.

Ser incapaz de ver tus pies cuando esperas que unas garras de acero se claven en ellos es una desagradable sensación. Sta-Hi reptaba a toda velocidad. Al cabo de poco rato, el estrecho tubo perforó la pared de un gran túnel y Sta-Hi se dejó caer en él.

Se irguió y limpió su traje de polvo. No halló rastros de pinchazos en la tela. Le quedaba una hora de aire. Debía calmar sus nervios y no respirar con tanta violencia.

El cavador estaba examinando a Sta-Hi con curiosidad… Daba vueltas a su alrededor y le palpaba con una fina y flexible sonda. Una piedra vino rodando desde el pozo por el que habían bajado. Los robots asesinos se aproximaban.

—¡Uuuuuuuyyy! —Sta-Hi señaló la piedra con un confuso chillido.

—Trranquillo —dijo el cavador.

Adoptó la forma de un «2» y aplicó su cabeza cavadora a la pared del túnel, cerca del agujero. Sta-Hi dio un paso atrás. Unas cuantas toneladas de roca se desprendieron momentos después, sepultando al cavador y al agujero que había perforado.

Al cabo de un instante el cavador emergió penosamente del montón de escombros sin dejar atrás el menor resquicio.

—Venn conmigoo —indicó—. Te mosstraré algoo interessantee.

Sta-Hi le obedeció. Volvía a respirar con dificultad.

—¿Tienes aire?

—¿Qué ess airee?

—Es un… gas. —Sta-Hi controlaba su voz con ciertos problemas—. Con oxígeno. Los humanos lo respiran.

Un sonido difícil de definir se abrió paso en la radio de Sta-Hi.

¿Una carcajada?

—Clarro. Aairee. Hay muucho en laas casass rosadass. ¿Necessitass airee ahoraa?

—Dentro de media hora.

El túnel estaba a oscuras y Sta-Hi se guiaba mediante la luz blancoazulada que desprendía el cuerpo del robot. No muy lejos se distinguía un levísimo resplandor rosado.

—Trranquillo. A meedio kilómeetroo hayy una cassa rossadaa sin quirrófanoss. Peroo primeero miraa en éstaa.

El cavador se detuvo ante una ventana iluminada por una luz rosa. Sta-Hi echó una ojeada al interior. Vio a Ralph Números con una unidad portátil de refrigeración enchufada en su flanco. Debía de hacer calor en el cubículo. Ralph estaba plantado frente a lo que parecía ser una bañera deformada, y dentro…

—El doctorr Annderssonn esstá enn el quirrófanoo —indicó el cavador tranquilamente.

El quirófano era una gran vaina húmeda que recordaba la gorra de un soldado, pero de dos metros de largo. Una gran gorra en forma de coño con seis brazos articulados de metal a cada lado. Los brazos estaban ocupados… horriblemente ocupados.

Ya habían desollado el torso de Cobb. Su pecho estaba hendido hasta el esternón. Dos brazos mantenían abierta la caja torácica, mientras otros dos extraían el corazón y luego los pulmones. Al mismo tiempo, Ralph Números se ocupaba de sacar el cerebro de Cobb por la parte superior de la cabeza, previamente separada. Desconectó los cables del electroencefalógrafo unidos al cerebro, y luego depositó el órgano en algo similar a una máquina de cortar pan conectada a un aparato de rayos X.

El quirófano apretó el interruptor del analizador cerebral y se alejó rodando de la ventana hacia el extremo de la habitación.

—Ahorra a pllantarr —susurró el cavador.

Al otro lado de la habitación iluminada de color rosa había un enorme tanque lleno de un líquido turbio. El quirófano se inclinó sobre el tanque y sembró: pulmones aquí, riñones allá… cuadraditos de piel, globos oculares, testículos… cada parte del cuerpo de Cobb halló su lugar en el tanque de órganos. Excepto el corazón. Después de examinar con aire crítico el corazón de segunda mano, el quirófano lo arrojó por una rampa.

—¿Qué pasa con el cerebro? —susurró Sta-Hi.

Se esforzó en comprender. Cobb temía a la muerte más que a nada. Y el viejo sabía para qué estaba aquí. Y lo había aceptado. ¿Por qué?

—Lass pauutass cereebraaless seránn analizzadass. El ssoftwarre del doctorr Annderrson serrá presserrvado, pero…

—Pero ¿qué?

—Aalgunoss de nossotross penssamoss que esto noo ess correctoo, especialmente en aquelloss cassos, cada veez máss frrecuentess, en que no hayy un harrdware nuevoo para el donnante. Los grrandess autónomoss quieren hacerr esto missmo con todoss loss humanoss, y también con loss pequeñoss autónomoss. Quierren acabaar con todoss. Nosootross noss resistímmoss, y nos hass ayudadoo muchooo al mataar a GAX.

El quirófano había terminado sus tareas. Se deslizó sobre sus cortas patas hasta situarse detrás de Ralph Números, con la aflicción reflejada en su revestimiento metálico. Se inclinó sobre él como para decirle algo, pero con un movimiento velocísimo saltó y se encajó en el cuerpo de Ralph.

Los manipuladores del robot rojo se debatieron por un instante y luego quedaron inertes.

—¿Lo ves? —siseó el cavador—. ¡Ahora esstá robanndo el sofftware de Rralph! Nadiee esttá a salvoo. La guerra debee continuaar hasta que todoss los grrandes autónomoss hayan…

Sta-Hi sentía la boca espesa. ¿Náusea? Se apartó de la ventana, dio un paso y cayó de rodillas. La luz azul de su muñeca le deslumbró. ¡Se estaba ahogando!

—Aire —jadeó Sta-Hi.

El excavador se lo cargó a la espalda y culebreó frenéticamente por el túnel hasta llegar a una casa rosada fuera de peligro, una habitación con aire, que no contenía otra cosa que tanques de órganos desatendidos.

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