Software

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Cobb pasó la tarde intentando emborracharse. De alguna manera, Annie le había arrancado la promesa de que irían juntos al Golden Prom, a pesar de que no tenía otro deseo que el de perder el conocimiento.

Curiosa forma la que tuvo de convencerle. Habían cerrado la puerta después que… que Sta-Hi2… y salido al porche juntos. Y luego, sentado allí mirando a Annie, sin saber qué decir, Cobb experimentó la sensación de que había penetrado en sus pensamientos a través de los ojos, de que podía vivir en carne propia las sensaciones de su cuerpo y su desesperado anhelo de un poco más de diversión y de placer al final de lo que había sido una dura y larga vida. Estaba convencido antes de que ella dijera una sola palabra.

Y ahora la mujer se estaba vistiendo, o lavándose el pelo, o algo por el estilo, mientras él descansaba en el trozo de playa que había detrás de su casita rosada. Annie se preocupó de llenarle la alacena de jerez a principios de la semana con la esperanza de que se animara, pero, excepto cuando Mooney venía a fisgonear, las botellas seguían intactas, al igual que la comida. De hecho, si recordaba los días anteriores, no tenía noción de que su nuevo cuerpo hubiera comido o bebido algo en toda la semana. Claro que había probado un poco del pescado que él y Sta-Hi pescaban. Annie siempre insistía en freírlo para ellos. Y cuando el viejo Mooney se dejaba caer, sorbía unas gotas de jerez y fingía emborracharse. Pero aparte de esto…

Cobb abrió la segunda botella de jerez y echó un buen trago. Con la primera no había conseguido otra cosa que eructar varias veces, unos eructos increíblemente fétidos, metano y sulfuro de hidrógeno, muerte y corrupción surgiendo de algún lugar profundísimo. Su mente, por contra, estaba despejada por completo, y resultaba muy aburrido.

Exasperado, Cobb destapó la segunda botella, abrió bien la boca y se pulió todo el jodido contenido de un solo, largo y enloquecido trago.

Hacia el final notó un súbito y agudo dolor; pero no el zumbido, el sofoco, la confusión que ansiaba. Se trataba más bien de una urgencia perentoria, una necesidad de…

Casi sin tener conciencia de lo que hacía, Cobb se arrodilló en la arena y arañó la cicatriz vertical de su pecho. Estaba demasiado lleno. Por fin presionó el lugar correcto y la puertecilla del pecho se abrió. Intentó contener la respiración cuando el pescado fresco y el jerez tibio se derramaron sobre la arena ante su vista.

Puuuuaaaaaaaffff.

Se irguió con movimientos automáticos y entró en la casa para enjuagar la cavidad alimentaria con agua. Y no fue hasta que la secó con toallas de papel que cayó en la cuenta de su extraña conducta.

Se paró, sosteniendo un montón de toallas en la mano, y bajó la vista. La puertecilla era de metal por dentro y estaba revestida de plástico por la parte exterior. La piel se ajustaba con tanta perfección después de cerrarla que resultaba difícil hallar el reborde superior. Otra vez apretó el interruptor… justo bajo su tetilla izquierda… y la puertecilla se abrió con un «pop». Había marcas en el metal… ¿inscripciones? No se pudo doblar lo bastante como para estar seguro.

Con la puerta oscilando, Cobb fue al cuarto de baño para mirarse en el espejo. A no ser por el hueco en el pecho parecía el de siempre. Se sentía como siempre. Pero ahora era un robot.

Abrió por completo la puerta para que la parte interior del metal se reflejara en el espejo. Había una carta impresa.

Querido doctor Anderson:

¡Bienvenido a su nuevo hardware! ¡Utilícelo adecuadamente, como una muestra de gratitud de toda la raza autónoma!

Guía del usuario:

El esqueleto; músculos, procesadores, etc., de su cuerpo son sintéticos y se reparan por sí solos. Asegúrese, sin embargo, de recargar las pilas dos veces al año. El enchufe está ubicado en el talón izquierdo.

Sus funciones cerebrales están parcialmente contenidas en un procesador remoto superrefrigerado. Evite campos electromagnéticos o fuentes de sonido que podrían deteriorar la conexión entre el cuerpo y el cerebro. Sólo podrá emprender viajes tras previa consulta.

Se han tomado todas las precauciones para transferir su software sin la menor distorsión. Como medida adicional se ha incorporado una biblioteca de subrutinas útiles. La clave de acceso es BEBOPAL ULA.

Respetuosamente suyos,

Los Grandes Autónomos

Cobb cerró la puerta del baño con el pestillo y se sentó en el retrete. Luego se puso de pie y leyó la carta una vez más. El sentido de las palabras penetraba poco a poco en su espíritu. Intelectualmente siempre había sabido que era posible. Un robot, o una persona, tiene dos partes: hardware y software. El hardware es el material físico real implicado, y el software es el modeló en el que se organiza el material. Tu cerebro es hardware, pero la información que contiene es software. La mente… recuerdos, hábitos, opiniones, habilidades… todo es software. Los autónomos habían extraído el software de Cobb para que controlara su cuerpo de robot. De acuerdo con el plan previsto, todo funcionaba a la perfección, lo que, por alguna razón, irritaba a Cobb.

—Inmortalidad, y una mierda —dijo, dándole una patada a la puerta del cuarto de baño. La atravesó con el pie—. ¡Estúpida pierna de robot!

Descorrió el pestillo, salió al minúsculo vestíbulo y entró en la cocina. Por Cristo que necesitaba una copa. Lo que más jodía a Cobb era que, a pesar de sentirse completo, su cerebro se hallaba realmente dentro de una computadora en algún lugar desconocido. ¿Dónde?

De repente lo adivinó: el camión del Señor Helado, por supuesto. Allí había un cerebro autónomo superrefrigerado con el software de Cobb incorporado. Convertía a Cobb Anderson en un simulacro perfecto, y controlaba los actos del robot a la velocidad de la luz.

Cobb reflexionó sobre aquel período de tiempo intermedio, antes de que el simulacro que era ahora se hubiera apoderado de un nuevo cuerpo. No existían distinciones, ni actos concretos, sólo puras posibilidades… Recrear la experiencia expandió su conciencia de una manera extraña, como si pudiera fluir hasta penetrar en las habitaciones y en las casas que le rodeaban. Por un instante pudo ver el rostro de Annie reflejado en un espejo, pinzas y un tubo de dentífrico…

Estaba de pie ante el fregadero de la cocina. Había dejado que el agua manara. Se inclinó y se mojó la cara. Algo golpeó el fregadero, oh, sí, la puerta de su pecho, así que la cerró. ¿Cuál era la palabra en clave?

Cobb regresó al cuarto de baño, abrió la portezuela y leyó la nota por tercera vez. Ahora captó la broma. Los grandes autónomos le habían metido en este cuerpo, y la palabra en clave para acceder al archivo de subrutinas era, por supuesto:

—Be-Bop-A-Lu-La, ella es mi chica —cantó Cobb, su voz resonando en los azulejos—. Be-Bop-A-Lu-La, tal vez yo no…

Se detuvo y ladeó la cabeza como para escuchar una voz interior.

—Acceso al archivo —dijo la voz.

—Enumera las subrutinas existentes —ordenó Cobb.

—Señor Helado, Decurso Temporal, Atlas, Calculador, Agudeza de los sentidos, Autodestrucción, Archivo de referencia, Secuencia de los hechos, Sexo, Hiperactividad, Ebriedad…

—¡Párate ahí! —gritó Cobb—. Justo ahí. ¿Qué implica Ebriedad?

—¿Desea pasar a la subrutina?

—Primero dime de qué va.

Cobb abrió la puerta del cuarto de baño y miró afuera, nervioso. Creía haber oído algo. Sería perjudicial que le encontraran hablando solo. Si la gente llegaba a sospechar que era un robot le lincharían…

—… activada ahora —estaba diciendo la voz en el interior de su cabeza, en un tono tranquilo y autosuficiente—. Sus sentidos y procesos mentales se verán distorsionados de forma prudente. Cierre la fosa nasal derecha y respire una vez por la izquierda para ir aumentando la sensación. Inhalando repetidamente por la fosa derecha invertirá el proceso. Existe, por supuesto, una invalidación automática de su…

—De acuerdo —dijo Cobb—. Deja de hablar. Piérdete. Esfúmate.

—El término que está buscando es Fuera, doctor Anderson.

—Fuera, entonces.

La sensación de una presencia suplementaria en su mente se desvaneció. Salió al porche trasero y estuvo contemplando el mar un rato. El hedor del pescado podrido le llegó nítidamente. Cobb encontró un pedazo de cartón y lo utilizó para recoger los restos. Recargar las pilas dos veces al año.

Tiró el maloliente pescado cerca del borde del agua y volvió a la casa. Algo le turbaba. ¿Era verosimil considerar este nuevo cuerpo como una muestra de gratitud sin más condiciones?

Resultaba obvio que el cuerpo había sido enviado a la Tierra con algunos programas incorporados… sal del almacén, dile a Cobb Anderson que vaya a la Luna, mete la cabeza en el primer camión del Señor Helado que veas. La pregunta clave era: ¿había más programas preparados para llevarse a cabo? O peor: ¿estaban los autónomos en condiciones de controlarle instantáneamente? ¿Notaría la diferencia? ¿Quién, para abreviar, sujetaba las riendas? ¿Cobb… o un gran autónomo llamado Señor Helado?

Tenía la mente clara como el agua, clara como la jodida agua. De pronto se acordó del otro robot. Cobb atravesó el porche, entró en la casa, cruzó el diminuto vestíbulo y abrió la puerta de su dormitorio. El cuerpo artificial idéntico a Sta-Hi aún yacía en la cama. Sus facciones se habían aflojado y hundido. Cobb se inclinó sobre el cuerpo y escuchó. Ni un sonido. Este estaba apagado.

¿Por qué? El auténtico Sta-Hi está a punto de volver, había dicho el conductor del camión. De modo que querían quitar a éste de la circulación antes de que se descubriera que era un robot. Había sustituido a Sta-Hi y trabajado en el puerto espacial con Mooney. El plan del robot había consistido en pasar de contrabando un montón de robots remotos por las aduanas y fuera de los almacenes. Un día se lo había mencionado a Cobb mientras pescaban. ¿Por qué tantos robots?

¿Muestras de gratitud, todos y cada uno? De ninguna manera. ¿Qué querían los autónomos?

La puerta golpeó detrás de él. Era Annie. Se había hecho algo en la cara y en el pelo. Al verle, resplandeció como un girasol.

—Son casi las seis, Cobb. ¿Qué te parece si vamos paseando hasta Gray Arca y cenamos primero alguna cosita?

Él notó su frágil felicidad con tanta claridad como si fuera la suya. Avanzó y la besó.

—Estás muy hermosa.

Se había puesto un vestido ancho con dibujos hawaianos.

—¿Y tú, Cobb, no deberías cambiarte?

—Tienes razón.

Ella le siguió hasta su habitación y le ayudó a encontrar los pantalones blancos y la camisa deportiva negra que le había planchado para esta noche.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó Annie en voz baja, señalando a la inerte figura que ocupaba la cama de Cobb.

—Déjale que duerma. Quizá se recupere.

El camión vendría a buscarle, aprovechando su ausencia. ¡Ahí te pudras!

Adivinó los pensamientos de Annie mientras se vestía. Su nuevo cuerpo no era tan grueso como el anterior y las ropas, por fin, le sentaban a la medida, sin apreturas.

—Temí que estuvieras borracho —dijo Annie, titubeante.

—Tomaré un trago rápido —replicó Cobb. Su nueva sensibilidad hacia los pensamientos y los sentimientos de los demás era difícil de controlar—. Espera un segundo.

La subrutina Ebriedad debía de seguir presumiblemente activada. Cobb fue a la cocina, bloqueó con un dedo la fosa nasal derecha e inhaló con fuerza. Una cálida y relajante sensación invadió la boca de su estómago y la parte posterior de las rodillas, extendiéndose por el resto del cuerpo como si hubiera tomado un bourbon doble.

—Esto está mejor —murmuró Cobb.

Abrió y cerró el armario de la cocina para fingir que había sacado una botella. Otro veloz resoplido antes de que Annie entrara. Cobb se sintió bien.

—Vámonos, muñeca. Lo pasaremos de puta madre.

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