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Una vez finalizado el funeral de su padre, Sta-Hi volvió a conducir el taxi en Daytona Beach. Bea, su madre, quería poner la casa en venta y trasladarse al norte, lejos de los colgueras. Les odiaba desde la muerte de Mooney…, ¡y quién podía culparla! Su marido había acudido a casa del viejo Cobb Anderson para un registro de rutina y había acabado hecho pedazos. ¡Sólo por cumplir su cometido! Así pensaba.

La muerte de Mooney fue investigada, pero la explosión había borrado todas las pistas. No se encontró tampoco la menor huella del supuesto doble artificial. Sta-Hi tampoco dijo a las autoridades nada que valiera la pena. Aún no había decidido de qué parte estaba.

Se llevó un par de pinturas de su padre (las de naves espaciales) y alquiló una habitación en Daytona. Reingresó en la compañía Yellow Cab y le tocó el turno de noche. El trabajo consistía básicamente en llevar borrachos y putas a los moteles. Asqueroso. Una auténtica mierda.

Volvió a recaer en sus hábitos de drogadicto. Al cabo de poco tiempo fumaba, esnifaba, viajaba, volaba y dilapidaba su dinero tan rápido como lo ganaba. De madrugada, recorriendo aquella ciudad unidimensional en todas direcciones, Sta-Hi soñaba, combinaba y entrelazaba disparatados planes para el futuro.

Haría una película sobre taxistas. Escribiría un libro sobre los autónomos. ¡No, hombre, ponle música!

Aprendería a tocar la guitarra y formaría una banda. ¡Y una mierda, aprender! Se haría con otra Capa Feliz y dejaría que tocara por él. ¡Necesitaba una Capa Feliz!

Amenazaría a los autónomos con descubrir lo de Los Pequeños Bromistas y los quirófanos si no le pagaban. Muertos Anderson y su padre, nadie más lo sabía.

Se haría rico. Entonces volvería a Disky, mediaría en la guerra civil y sería coronado rey. ¿No había ayudado ya a los cavadores a cargarse un gran autónomo? ¡Les había conducido a la victoria! ¡Sta-Hi, rey de la Luna!

Pero no había forma de hallar a los autónomos. Los polis habían perdido la pista del Señor Helado y de aquellos Pequeños Bromistas. BEX y Misty nunca desembarcaban en la Tierra: no pasaban de la estación espacial Ledge. Las llamadas telefónicas privadas a Disky no estaban autorizadas. Era preciso, pues, que los autónomos conectaran con él. ¿Cómo? ¡Haciéndose tan famoso que no pudieran ignorarle!

Una y otra vez, noche tras noche, arriba y abajo de la monótona Daytona. Un borracho se dejó la cartera en el taxi una de esas noches. Dos mil pavos. Sta-Hi cogió el dinero y se despidió del trabajo.

¡Necesitaba tiempo para pensar!

Compró una caja de aerosoles de gas Z…, había caído tan bajo…, y empezó a merodear sin rumbo. Comía hamburguesas, compraba papelinas, jugaba a las máquinas, perseguía a las chicas. Intentaba llamar la atención, con la esperanza de que algo le ocurriera. Y ocurrió el mismo día en que se le acabó el dinero.

Vagaba por el Bailódromo de los Chiflados Espantosos, colocado, mirando fijamente al suelo. Qué magníficas eran sus botas. Dos parábolas oscuras sobre campo amarillo, todo ello aderezado con un leve efecto tridimensional a causa de la caspa que se esparcía a su alrededor. Estaban tocando su canción favorita. Sentía ganas de chillar, de gritar a pleno pulmón: «¡Estoy aquí y vuelo muy alto! ¡Soy Sta-Hi, el rey de los revientacerebros!».

El altavoz de metal derramaba música sólida sobre sus cabezas. Si se esforzaba podía ver las notas. Pensar en los leves impulsos convertidos en notas que atravesaban los cables como ratones perseguidos por una pitón le provocó una risita histérica. ¡Por Dios que tenía grandes ideas!

Sta-Hi guardó su sonrisa, lista para ser usada de nuevo, y echó un vistazo al panorama, tambaleándose y pulsando las cuerdas de una invisible guitarra eléctrica. Ya no era capaz de tocar, pero dominaba los movimientos… ¡Caramba!…, menuda rubita hay ahí. La miró y efectuó un solo imaginario de gran mérito. Le hizo señales, enarbolando su famosa sonrisa.

A la chica le gustó su sonrisa. Se abrió paso con sus amplias caderas, que se balanceaban como un pez nadando lentamente. Un trasero como para darle palmadas. Llevaba la cabeza erguida para exhibir las marcas del sol en sus mejillas.

—Hola, colegui. Jesús, vaya movida la de esta noche. —Se echó el pelo hacia atrás y emitió una breve y cordial carcajada—. Soy Wendy.

Sta-Hi practicó unos cuantos acordes más y luego alzó las manos.

—Estás hablando con Sta-Hi, conejito. Yo tengo la llave, tú tienes la cerradura, juntémoslas y pasemos un buen rato.

Su ingenio se había deteriorado durante la última semana de gas Z.

—¿Perteneces a algún club? —preguntó Wendy, todavía sonriente.

No era tan cojonuda como había pensado al verla desde la otra punta. Y, para colmo, parecía decepcionada.

—Claro… o sea, prácticamente. —Tampoco era tan bonita. ¿Una puta?—. ¿Y tú?

—Bueno, he estado aquí y allá…, fiestas…, coches incendiados…

Wendy se preguntaba si valdría la pena perder el tiempo con él. Tenía que reunir quinientos dólares antes de regresar al templo. Sta-Hi reconoció la duda en la expresión de Wendy. Era la primera chica con la que entablaba conversación en todo el día. Tenía que llevarse el gato al agua, y de prisa.

—Date un viaje conmigo —dijo, extrayendo el aerosol.

—Brutal —respondió Wendy, y volvió a sacudirse el pelo.

Inhaló un poco de gas Z. Sta-Hi se aplicó un buen chorro. En su cabeza retumbaron gongs, titubeó y luego soltó una ronca y estúpida carcajada. Wendy cogió el bote y se administró otra dosis. Ahora se veían mutuamente atractivos.

—¿A qué quieres jugar? —preguntó Sta-Hi con ademanes exagerados.

—Soy muy buena en el Jardín de los Placeres.

—Brutal.

Sta-Hi depositó sus últimos cinco dólares en la ranura. La máquina se iluminó y produjo un ruido gangoso del estilo «bienvenido-a-mi-pesadilla».

—Yo cogeré los mandos.

Wendy se colocó frente a la máquina.

Eso le gustó a Sta-Hi. Nunca había sido muy bueno manejándolos. Cogió el fusil de electrones y apretó el botón de inicio. Una pequeña bola plateada se puso en juego. Un campo magnético la mantenía a flote. Sta-Hi apuntó a la bola y la empujó hacia el primer blanco.

El disparo no fue correcto, sin embargo, y desapareció en una trampa… la brillante boca de la diosa Siva. Wendy le dedicó un gruñido de desaprobación. Sin una palabra, Sta-Hi reinició el juego.

Esta vez envió la bola directa a la aleta más cercana. A ver cómo se las arregla ella solita… Lo hizo… pasando la esfera de cromo por dos aletas más antes de lanzarla sesgadamente sobre una fila entera de marcadores.

—Cojonudo —boqueó Sta-Hi.

Ambos estaban inclinados sobre la máquina iluminada. Una vez alcanzados quince blancos se encenderían los especiales. Wendy acababa de conseguir cinco blancos de golpe. La bola se deslizaba hacia una trampa, pero Sta-Hi la atajó a tiempo. Luego, Wendy la volvió a impulsar con los mandos.

Tenía frente a ella un largo y campanilleante recorrido. Todos los especiales estaban encendidos. Más seguro, Sta-Hi le dio ligeros golpecitos a la bola con el fusil de electrones, intentando meterla en uno de los agujeros que daban dinero, pero los repeledores lo evitaron. Acabó por sacarla fuera.

—¿Habías jugado antes a esto? —quiso saber Wendy antes de lanzar la última bola.

—Lo siento. Me parece que estoy un poco pasado.

—No te disculpes; lo estamos haciendo bien. Pero en la próxima bola… ¿te importaría disparar cuando yo te lo diga?

—Dispararé cuándo y dónde quieras, nena.

Pulsó el botón y alargó la mano para palmearle el culo, sabiendo que ella no abandonaría los mandos para apartársela, pero ni siquiera frunció el ceño…, apretó el estómago contra la máquina y susurró:

—Dispara.

Sta-Hi disparó y empezó el baile. Wendy manejaba los mandos y le murmuraba instrucciones todo el rato. Abajo, más lejos, cuidado, dámelo, envíala a la aleta que baja… Abatieron todos los blancos y los especiales de nivel uno. Luego se dedicaron a los especiales de nivel superior. Las trampas no cesaban de moverse en pos de la bola, pero Wendy realizaba imposibles salvamentos. El dedo de Sta-Hi parecía formar parte del gatillo.

La máquina chirriaba y campanilleaba salvajemente. Algunos curiosos se acercaron para ver a la pareja en acción. Constantes disparos, ángulos cada vez más rápidos y cerrados…

—Oh, Dios —susurró Wendy—, el Especial de Oro. A la izquierda, Sta-Hi.

El joven golpeó la bola con efecto. Hizo carambola en un mando y se introdujo en el círculo de oro apretado entre dos grandes huecos. TOOOOOOOOCK, hizo la máquina, y se apagó.

Sta-Hi apretó el gatillo. No sucedió nada.

—¿Qué…?

—¡La hemos vencido! —chilló Wendy—. ¡Lo conseguimos! ¡Vamos a cobrar!

—Pero yo pensaba que sólo eran…

Sta-Hi abrió el cajoncito que había en la parte delantera de la máquina: un vale para cinco comidas gratis en un McDonald’s.

—Claro que es eso, pero el cajero también ha de darme quinientos dólares. Son las reglas especiales de Daytona.

Sta-Hi siguió a Wendy hasta la caja, y luego a la calle. Vestía una especie de mono verde sin mangas y sandalias abrochadas con correas que ascendían por las piernas. Tuvo que apresurarse para alcanzarla. Era como si tratara de escabullirse.

—¿Adónde vas, Wendy? ¡Para un momento! ¡La mitad de ese dinero es mío!

La cogió suavemente por uno de sus brazos desnudos.

—¡Suéltame! Este dinero no es tuyo ni mío. Es para la Personética. ¡Adiós!

Sin ni siquiera mirarle se alejó por la acera.

—¡Puta! ¡Calientabraguetas! ¡Ahora ya tienes tu salario nocturno para dárselo al semental de turno y marcharte a dormir! —Corrió tras ella y la agarró violentamente del brazo—. ¡Dame mis doscientos cincuenta del ala!

—No soy una p-puta. —Wendy se deshizo en lágrimas. ¿Otra farsa?—. Es sólo un truco. La Personética necesita el dinero para conseguir más hardwares. Para salvar las almas de todo el mundo.

¿Hardware? ¿Almas? Por fin un contacto.

—Puedes guardarte el dinero —concedió Sta-Hi sin soltar su presa—. Pero quiero ir contigo. Quiero unirme a la Personética.

—¿De veras? —Le miró a los ojos, tratando de leer sus intenciones—. ¿Quieres ser salvado? La Personética no es un culto más, sabes. Es el auténtico.

Sta-Hi la examinó más de cerca, sin acabar de decidir si… Al fin, le soltó la pregunta a bocajarro.

—¿Eres un robot?

—No. —Wendy meneó la cabeza—. Todavía no estoy salvada, pero Mel sí. Mel Nast. Es nuestro líder. ¿Quieres que te lo presente?

—Desde luego. Hace mucho tiempo que admiro a los autónomos. ¿Está muy lejos el templo?

—A unos cuarenta kais. Estamos en el viejo edificio de Marinelandia.

—¿Hemos de ir a pie, o qué?

—Por lo general me espero hasta las cinco de la mañana. Entonces el señor Nast viene a recogernos. Los chicos venden cosas, y las chicas se lo montan como pueden toda la noche, pero si consigues tus quinientos dólares ya te retiras y regresas con Mel. ¿Tienes coche o moto?

Sta-Hi casi no recordaba su hidromoto. No la había visto desde aquel viernes en que la dejó aparcada frente al hotel Lido. Después se había topado con Misty y Los Pequeños Bromistas…, y luego vino Cocoa y la Luna y todo lo demás. ¿Cuánto había pasado, dos meses? Daba la impresión de que todo iba a suceder otra vez.

—Conseguiré un coche. Robaré un coche.

—Sería estupendo. A Mel le gustaría que le trajeras un coche.

Pero ¿cómo? Nadie en Daytona era lo bastante imbécil como para dejar las llaves en la cerradura. Una repentina idea se apoderó de Sta-Hi: recobraría su taxi.

—Espérame en McDonald’s, Wendy. Vendré con un coche dentro de media hora.

La terminal de la compañía «Yellow Cab» estaba sólo a cinco manzanas. Malley, el vigilante, pasaba el tiempo sentado en la cabina acristalada que había a la entrada del garaje. Sta-Hi entrevió al fondo el Número Nueve, su viejo taxi, listo para entrar en servicio.

—Oye, Malley, cojo de mierda, para de meneártela y dame mis llaves.

La mejor defensa es un buen ataque.

Malley parpadeó, sin mover otra cosa que los ojos.

—Mierda, Mooney, no puedes largarte y volver a trabajar cuando te pase por las pelotas. Además, estás demasiado colocado para conducir. Vete con viento fresco.

—Vamos, papi querido, necesito pasta, ¿tú no? Me muero de hambre. Dame permiso y te daré el diez por ciento.

—Veinte —dijo Malley levantando las llaves—, pero si me vuelves a joder se acabó. No vivo para pagarte los vicios.

—En lo que a mí respecta, te puedes morir por pagarme los vicios. Vive o muere, pero manténme alto.

Sta-Hi cogió las llaves.

Resultó agradable volver a instalarse en Once el Afortunado después de nueve días de ausencia. Tal vez no habían encontrado un nuevo conductor, pues el taxi aún conservaba todos los toques personales de Sta-Hi: el falso reflector sobre su cabeza, la calavera de ojos rojizos en la ventana de atrás, la alfombra de piel sintética en el suelo…, incluso la grabadora seguía en su sitio. ¿Cómo demonios pudo olvidarse de la grabadora después de dejar el trabajo?

Había habilitado un sistema de sonido en el coche, de modo que podía grabar sus monólogos o entrevistar a los pasajeros. Arrancó el coche a la primera y salió a la calle, pensando en su grabadora. Impresionaba a las tías, pensaban que era un agente. Una palabra divertida: agente.

A gente. Gentío. Agenciado. Agenda. A. G. N. T. ¿A qué estaba esperando A. G. N. T.?

Si no hubiera visto a Wendy de pie frente al McDonald’s, es probable que la hubiera olvidado para siempre. Volver al taxi le había devuelto los reflejos condicionados de evadirse mentalmente mientras recorría las calles. Pero allí estaba Wendy, resplandeciente y rubia con su ajustada prenda sin mangas. Menuda zorra.

Se desvió y la chica subió al asiento trasero.

—Número Once —estaba diciendo Malley—. Una llamada en el kilómetro trece.

—Ya tengo pasaje, Malley. Dos caballeros quieren ir a Cocoa.

—Hay un recargo por salir de la zona. Regístralo cuando estés de vuelta. Quedamos en el veinte por ciento.

—Cambio y fuera.

Sta-Hi cortó el graznido.

—¿Cómo conseguiste el coche? —preguntó Wendy con los ojos como platos—. ¿Golpeaste al conductor?

—De ninguna manera. —Sta-Hi señaló la mancha oscura sobre su cabeza—. ¿Ves el reflector?

—No entiendo.

—Soy taxista. Éste es mi taxi. Si me gusta lo que vea en Marinelandia, cederé el coche a la Personética y me quedaré. De lo contrario, volveré a trabajar y pagaré este viaje a Cocoa de mi bolsillo. Ponte delante y siéntate a mi lado.

Wendy obedeció. Bajaron las ventanas. Sta-Hi condujo sin prisas, como un novato. Era delicioso conducir de nuevo. Daba la sensación de que el coche se deslizaba sobre raíles, como un tren de juguete pitando en la noche.

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