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El Golden Prom exultaba de animación. Hacía años que Cobb no se divertía tanto. Lo bueno del subprograma Ebriedad es que podías graduar el nivel de intoxicación a voluntad, en lugar de quedar atrapado en una escalera automática hacia abajo, que conducía directamente a la filosofía barata y al aparcamiento subterráneo. Descubrió que si intentaba sobrepasar un máximo de diez copas, el punto de la pérdida de lucidez, se producía un automático retroceso hasta el inicio del ciclo.

Mientras bailaba con Annie se administró unas discretas inhalaciones por la fosa derecha y pasó el brazo alrededor de su talle. Ella se mostraba juvenil y risueña.

—¿Has terminado tu investigación, Cobb?

—¿Cómo? —La luna colgaba sobre el mar. Su luz dibujaba un estrecho sendero dorado, que parecía extenderse hasta el confín del mundo—. ¿Qué investigación?

—Ya sabes.

Annie introdujo una mano por la parte trasera de los pantalones y le acarició el culo.

—Claro —dijo Cobb—. Be-boppa-lu-la.

—Acceso al archivo —anunció una voz dentro de su cabeza.

—Me apetece sexo.

—Estupendo —dijo Annie—. A mí también.

—Subrutina Sexo activada —anunció la voz.

—Fuera —dijo Cobb.

—¿Fuera? —preguntó Annie—. Creí que querías.

—Sí, sí, lo deseo.

Una erección tensó los pantalones de Cobb. Pararon una o dos veces para besarse y acariciarse. Cada centímetro cuadrado del cuerpo de Cobb bullía de deseo. Por primera vez en muchos años la consciencia se había adherido a su piel. A sus pieles, en realidad, porque cuando se besaban sentía que fluía en la personalidad de Annie. Una carne.

Las luces de su casa estaban abiertas sin razón aparente. Al principio creyó que se trataba de una falsa impresión… pero nada más llegar a la puerta oyó la voz de Sta-Hi.

—¡Oh! —exclamó Annie, feliz—. ¡Qué bien! ¡Tu amigo se ha recuperado!

Cobb la siguió hasta entrar en la casa. Mooney y Sta-Hi estaban discutiendo, sentados. Se callaron cuando les vieron.

—¿Qué quieres, cerdo?

La visión de Mooney irritó a Annie.

Mooney siguió en silencio y se acurrucó en la silla de Cobb, recorriendo con los ojos la alta figura del viejo.

—¿De verdad eres tú, Sta-Hi? —preguntó Cobb—. ¿Te atraparon o…?

—Soy el auténtico. Todo carne. Llegué en el vuelo de hoy. ¿Cómo fue tu viaje?

—Te hubiera gustado. No podría decir ni que sí ni que no.

Cobb reprimió sus ansias de explicar más cosas. No sabía hasta qué punto convenía que Mooney se enterase. ¿Habrían encontrado el robot desconectado en el dormitorio? Entonces advirtió la pistola, que descansaba sobre el regazo de Mooney.

—Tal vez deberías enviar a la señora a su casa —sugirió Mooney con suavidad—. Me parece que tenemos que hablar largo y tendido.

—Sexo Fuera —musitó Cobb amargamente—. Ebriedad Fuera. Es mejor que te vayas, Annie. El señor Mooney tiene razón.

—Pero ¿por qué? Ahora vivo aquí también. ¿Quién se cree que es este rastrero Gimmi para hacerme marchar? Y después de una velada tan maravillosa, justo cuando…

Cobb la rodeó con un brazo y la acompañó a la puerta. La luz que se filtraba por las ventanas de su casa iluminaba a trechos el sendero sembrado de conchas aplastadas. La silueta agazapada de Mooney se recortaba en una de las ventanas.

—No te preocupes, Annie. Te lo explicaré mañana. De pronto es como…, como si la vida empezara otra vez.

—Pero ¿qué quieren? ¿Has hecho algo malo? ¿Tienen razones para arrestarte?

Cobb reflexionó un minuto. En caso de ser considerado un espía de los autónomos, parecía lógico que le quitaran de en medio. Puesto que era una máquina, no le llevarían a juicio. Pero no había motivos para llegar tan lejos. Rodeó con sus brazos a Annie y la besó por última vez.

—Hablaré con ellos. Negociaré una salida. Deja sitio en tu cama para mí. Es posible que haya acabado en media hora.

—De acuerdo —susurró Annie en su oído—. Tengo una pistola, por si la necesitas. Vigilaré por la ventana…

—No lo hagas, cariño. —Cobb la apretó más contra sí—. Puedo manejarlos. Si las cosas se ponen feas… me las piraré. Pero…

—Vamos, Anderson —llamó Mooney desde la ventana—. Estamos esperando para hablar contigo.

Cobb y Annie intercambiaron un último apretón de manos, y Cobb volvió a casa. Se sentó en la butaca que había estado utilizando Mooney. Éste se apoyó en la pared sin dejar de observarle, pistola en mano. Sta-Hi se acomodó en una silla plegable que había sacado de algún rincón y encendió un porro.

—Empieza a hablar, Anderson —dijo Mooney.

Apuntaba la pistola a la cabeza de Cobb. Un disparo en el cuerpo quizá no detuviera a un robot, pero…

—Tranquilo, papi —terció Sta-Hi—. Cobb no le va a hacer daño a nadie.

—Yo juzgaré eso, Stanny. Por lo que sabemos, ese otro robot anda escondido ahí afuera, listo para echarle una mano.

—¿Qué robot? —inquirió Cobb.

¿Qué sabían, en realidad? Él y Sta-Hi se habían separado antes de la operación y…

—Oye —dijo Sta-Hi, algo fatigado—, bajemos el volumen de sonido. Sé que ahora eres una máquina, Cobb. Los autónomos te han metido en un doble artificial. ¡Cojonudo! Me enrolla cantidad. El único problema es que mi padre, aquí presente…

El viejo truco policía duro/policía blando. Cobb abandonó su primera estrategia de defensa y pidió información.

—¿Dónde está el robot de Sta-Hi dos?

—Los Pequeños Bromistas pasaron por aquí —replicó Sta-Hi—. Se llevaron al robot y huyeron. Parece que conducían un camión de helados.

—El Señor Helado —murmuró Cobb.

No cesaba de pensar. Lo que los autónomos le habían hecho, en conjunto, no estaba mal. Una segunda oportunidad. Si lograba hacérselo comprender a Mooney y Sta-Hi…

—¿Cuál es tu base de operaciones? —preguntó Mooney—. ¿Cuántos más hay como tú?

Hizo un gesto amenazador con la pistola.

—Es inútil que me lo preguntes. —Cobb se encogió de hombros—. Los autónomos no me lo dijeron. No soy más que un desgraciado con un cuerpo artificial. —Intentaba despertar la simpatía de Sta-Hi. Al igual que antes con Annie, albergaba una sensación telepática, la sensación de que podía ver a través de los ojos de los dos hombres. Sta-Hi estaba colocado, receptivo y propenso al cambio. Mooney, en cambio, se hallaba tenso y asustado—. Yo diría que poseo absoluto control sobre mí. No creo que los autónomos planeen utilizarme como un robot remoto o algo por el estilo.

—¿Qué les interesa, entonces? —inquirió Mooney.

—Dijeron que querían hacerme un favor.

Sopesó la posibilidad de abrir la puerta de su unidad alimentaria para mostrar a Mooney la carta, pero la desechó. Sin embargo, al pensar en la puerta se le ocurrió otra alternativa.

—Be-boppa-lu-la.

—Acceso al archivo.

—¿Hay alguna subrutina llamada Señor Helado?

—Activada.

Algo despertó en la mente de Cobb y un conjunto absolutamente diferente de estímulos visuales recubrió las paredes amarillentas de la sala de estar.

Aún se hallaba en su casa, pero también en un aparcamiento de hormigón. Acababa de suceder algo terrible. Berdoo había matado a Phil, su mejor remoto. Era como perder un ojo. Y ya no había forma de ver lo que Berdoo y Mitá-Mita estaban haciendo. ¿Y si enviaba al remoto que quedaba tras ellos?

—Hola —pensó Cobb, absteniéndose de decirlo en voz alta.

—¿Cobb? —La respuesta del Señor Helado fue instantánea y nada sorprendente—. Tenía tantas ganas de hablar contigo, pero quería que efectuaras el primer movimiento. No deseamos que te sientas…

—¿Como un remoto?

—Exacto. Estás diseñado para obrar con total autonomía, Cobb. Si nos ayudas, mucho mejor. Aunque de ninguna manera te habríamos extirpado tu libre albedrío…, incluso si supiéramos hacerlo. Eres de tu entera propiedad.

—¿Qué queréis de mí?

Cobb formuló su nueva pregunta silenciosa y estiró las piernas. Mooney parecía impaciente. Sta-Hi observaba los insectos que revoloteaban en el techo.

—Que convenzas a los otros —fue la respuesta del Señor Helado. Al fondo, Cobb divisó el interior de la cabina de un camión. Unas manos sobre el volante. Las paredes de hormigón de un aparcamiento, luego las luces deslumbrantes de Daytona Beach zambulléndose en la distancia—: Convence a todos de que acepten cuerpos de robots como tú. Entonces nos podremos fusionar, nos podremos fusionar todos para formar un nuevo y poderoso ser. Instalaremos un gran número de centros de reprocesamiento…

Mooney estaba zarandeando a Cobb. Le resultaba difícil verlo con todas aquellas luces que le cegaban. Con un esfuerzo de voluntad, Cobb volvió la atención a lo que sucedía en la casa.

—¿Qué pasa, Mooney?

—Pedías auxilio, ¿verdad?

—¿Te gustaría un bonito cuerpo sin límite de caducidad como el mío? —Contraatacó Cobb—. Yo podría solucionarlo.

—De modo que es eso —reflexionó en voz alta Sta-Hi—. Los grandes autónomos quieren meternos a todos en el saco.

—No es tan irracional —protestó Cobb—. Es el siguiente paso lógico de la evolución. ¡Imagínate personas con sistemas que se comunican directamente de cerebro a cerebro, personas que viven siglos y que cambian de cuerpo como de camisa!

—Imagínate personas que no son personas —replicó Sta-Hi—. Cobb, los grandes autónomos TEX y MEX han intentado realizar la misma estafa en la Luna, y la mayoría de los pequeños autónomos la han desechado… La mayoría prefieren luchar a ser devorados por los grandes organismos. ¿Tienes alguna idea de por qué sucede así?

—Resulta obvio que para algunas personas… o autónomos… la pérdida de su preciosa individualidad les va a transformar en paranoicos. ¡Pero es una cuestión de simple condicionamiento cultural! Oye, Sta-Hi, vengo esperando esto desde siempre…, desde siempre. Una vez me grabaron, allá en la Luna, no fui más que una pauta en un banco de memoria durante unos días. Y ni siquiera eso…

—Vámonos —ordenó Mooney, al tiempo que levantaba a Cobb de su silla—. Vas a ser desprogramado y desmontado, Anderson. No podemos permitir esta clase de…

—Me he tomado la libertad de activar tu subrutina de Autodestrucción —anunció calmadamente la voz del Señor Helado—. Basta decir en voz alta la palabra Destruir y explotarás. Tu cuerpo explotará. Estás realmente dentro de mí. Te daré un nuevo cuerpo, el que está en el camión…

—Fuera el Señor Helado —dijo Cobb.

Si alguien debía tomar tal decisión, ése era él.

Mooney apoyó la pistola en la base del cráneo de Cobb. Su terror aumentaba por momentos.

Espera un poco, Mooney, pensó Cobb. Todavía abrigaba algunas dudas. Se dijo que no quería lastimar a Sta-Hi…, pero en realidad estaba asustado, asustado de morir otra vez. ¿Sería capaz de cruzar nuevamente el ensordecedor vacío que separaba los cuerpos? Pero ya lo había hecho antes, ¿no?

—Ve afuera, Sta-Hi —dijo Mooney, y sentenció su destino—. Ve a comprobar que esa vieja puta no nos prepare una emboscada, ella o el otro robot.

Sta-Hi abrió la puerta de atrás y se fundió con la noche.

—Por fin te he cazado. —Mooney le propinó un leve golpe con la pistola—. Ahora voy a saber de qué estás hecho.

—Destruir —dijo Cobb, y perdió su segundo cuerpo.

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