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Dentro del bloque de hormigón rosado que era la casa de Cobb, Stan Mooney se removía incómodamente en una butaca que se hundía bajo su peso. Rumiaba si la mujer gorda de pelo canoso que vivía al lado habría advertido al viejo de su presencia. La noche había llegado mientras esperaba sentado.

Sin abrir la luz, Mooney fue al rincón de la cocina y buscó algo de comer. Había un trozo de filete de atún envasado en plástico grueso, pero no le apeteció. Toda la comida de los colgueras se esterilizaba con cobalto-60 para que se conservara durante mucho tiempo. Los científicos Gimmis decían que era inocua pero, en cualquier caso, sólo los colgueras comían esa bazofia. No tenían otro remedio: era todo lo que podían conseguir.

Mooney se inclinó para ver si encontraba una gaseosa debajo de la pica. Su cabeza golpeó contra una esquina aguda y sus ojos se llenaron de estrellitas.

—Jodida mierda —masculló Mooney.

Tambaleándose se dirigió hacia la única habitación de la casa. El golpe había hecho caer su peluquín.

Regresó a la desastrada butaca, gruñendo y ajustándose el postizo. Odiaba salir de la base y merodear en territorio de los colgueras, pero había visto a Anderson meterse en un hangar de carga del puerto espacial la pasada noche. Hallaron dos cajones vacíos, dos cajones que contenían riñones. Eso era mucho dinero. En el mercado negro de Cuelguelandia se podían vender riñones con más rapidez que perritos calientes.

Demasiada gente vieja. Era la misma masa de población que había provocado la explosión demográfica de los cuarenta y los cincuenta, la revolución juvenil de los sesenta y los setenta, y el masivo desempleo de los ochenta y los noventa. Ahora la inexorable perístalsis del tiempo había arrojado este conglomerado humano al siglo veintiuno, la mayor carga de ancianos que ninguna sociedad había soportado hasta entonces.

Ninguno de ellos tenía dinero… Los Gimmis habían abolido la Seguridad Social allá por el dos mil diez. Los gastos habrían sido enormes. Un nuevo tipo de ciudadano de edad avanzada había aparecido. Colgueras: tipos colgados.

Los Gimmis, para detener los disturbios, cedieron la totalidad del estado de Florida a los colgueras. No había alquileres y semanalmente recibían comida gratis. Los colgueras acudieron a oleadas y «se montaron el rollo». Vivían en moteles abandonados, escuchaban su vieja y detestable música y, por los clavos de Cristo, seguían bailando como en mil novecientos sesenta y tres.

De repente, la puerta que daba a la playa se abrió. Mooney, obedeciendo a sus reflejos, enfocó la linterna en los ojos del intruso. El viejo Cobb Anderson se inmovilizó en el umbral, deslumbrado, con las manos vacías, un poco achispado, pero lo bastante robusto para ser peligroso.

Mooney se adelantó, lo cacheó y abrió de un manotazo la luz del techo.

—Siéntate, Anderson.

El anciano obedeció, algo confuso.

—¿Tú también eres yo? —graznó.

Mooney no podía creer lo envejecido que estaba Anderson. Siempre le había recordado a su padre, y ahora parecía que se hubiera convertido en él.

—¡Cuidado, Cobb hay un cerdo ahí dentro!

La mujer de al lado golpeó la puerta de entrada frenéticamente.

—¡Mueve el culo! —rugió Mooney, mirando a su alrededor. Recordó su entrenamiento policial: La intimidación es la clave de tu autoprotección—. Los dos están arrestados.

—¡Jodido cerdo Gimmi! —dijo Annie al entrar.

Estaba loca de excitación. Se sentó junto a Cobb en la hamaca. Era una labor de macramé que había hecho para él, pero era la primera vez que la compartían. Se palmeó los muslos con satisfacción. Parecían de madera.

Mooney apretó un botón de la grabadora que llevaba en el bolsillo de la camisa.

—Quédese quieta, señora, y se evitará molestias. Ahora, tú, dime tu nombre —se dirigió a Cobb mientras lo traspasaba con la mirada.

—Vamos, Mooney —explotó el viejo, que se había hecho cargo de la situación—, ya sabes quién soy. Antes me llamabas doctor Anderson. ¡Doctor Anderson, señor!

»Eso era cuando el ejército estaba instalando su centro de control de robots lunares en el puerto espacial, hace veinte años. Yo era un gran hombre entonces, y tú…, tú eras un farsante, un paria, un golfo. Pero gracias a mí aquellos robots lunares preparados para ser máquinas de guerra adquirieron autonomía, y el centro de control del ejército se convirtió en un estúpido, inútil, chovinista y patriotero reducto de humanos.

—Y pagaste por ello, ¿eh? —siseó Mooney suavemente—. Pagaste cuanto tenías… y ahora te falta el dinero para comprar los nuevos órganos que necesitas. De modo que anoche te introdujiste en un hangar y robaste dos cajas de riñones, Cobb, ¿no es cierto?

Mooney manipuló de nuevo la grabadora.

—¡Admítelo! —gritó, agarrando a Cobb por los hombros. Había venido con la firme decisión de arrancar una confesión al viejo—. ¡Admítelo ahora y te dejaré en paz!

—¡Y una mierda! —chilló Annie, que se había puesto en pie, congestionada de ira—. Cobb no robó nada anoche. ¡Estábamos tomando unas copas en el bar de Gray Area!

Cobb permaneció en silencio, absolutamente confuso. La furiosa acusación de Mooney estaba fuera de lugar. ¡Annie tenía razón! No se había acercado al puerto espacial en años. Sin embargo, después de hacer planes con su doble artificial, era difícil componer un semblante honesto.

—Por supuesto que me acuerdo de usted, doctor Anderson, señor. —Mooney había detectado algo en el rostro de Cobb y continuó insistiendo—. Por eso le reconocí la pasada noche cuando huía del Almacén Tres. —Su voz se apaciguó y adquirió un tono más cálido y amistoso—. Nunca pensé que un caballero de su edad pudiera moverse con tal agilidad. Ahora, Cobb, confiese. Devuélvanos esos riñones y es posible que nos olvidemos de todo.

De pronto, Cobb comprendió lo que había ocurrido: los autónomos habían enviado a su doble mecánico escondido dentro de una caja con el rótulo «RIÑONES». La noche anterior, el doble había reventado la caja, abandonado el almacén y levantado el vuelo. Y este idiota de Mooney había presenciado su fuga. Pero ¿qué había en el segundo cajón?

—¿Quieres escucharme, cerdo? —Annie estaba gritando de nuevo, con su rostro a escasos centímetros del de Mooney—. ¡Fuimos al bar de Gray Area! ¡Ve y pregúntaselo al camarero!

Mooney suspiró. Había encaminado sus pesquisas en una dirección concreta, y ahora el asunto se le escapaba de las manos. Era el segundo asalto que sufría el Almacén Tres en el curso del año. Suspiró otra vez. Hacía calor en la habitación. Se quitó la peluca para refrescar la cabeza.

Annie rió con disimulo. Se lo estaba pasando en grande. Se preguntó por qué Cobb seguía tan tenso. El tipo no podía probar nada. Era una broma.

—No piense que está libre de sospecha, Anderson —dijo Mooney, adoptando un tono de dureza dedicado, principalmente, a la grabadora—. No está libre de sospecha ni por asomo. Tiene motivos, experiencia, cómplices… Puedo conseguir una foto del laboratorio. Si ese tío de Gray Area no confirma su coartada le encerraré esta misma noche.

—Ni siquiera estás autorizado a estar aquí —estalló Annie—. El acta de los Ciudadanos Ancianos prohíbe a los cerdos abandonar la base.

—La ley prohíbe que gente como vosotros irrumpa en los almacenes de los puertos espaciales —replicó Mooney—. Un montón de gente joven y productiva contaba con esos riñones. ¿Qué pasaría si uno fuera para tu hijo?

—No me importa —respondió Annie con brusquedad—, no más de lo que te importamos a ti. Lo único que quieres es incriminar a Cobb porque dejó que los robots se descontrolaran.

—Si no se hubieran descontrolado no tendríamos que pagar sus tarifas. Y las cosas no seguirían desapareciendo de mis almacenes, porque la gente todavía útil… —De repente se sintió cansado y dejó de hablar. No tenía objeto discutir con una radical como Annie Cushing. No tenía objeto discutir con nadie. Se frotó las sienes y volvió a colocarse la peluca—. Vamos, Anderson —y se puso en pie.

Cobb no había abierto la boca desde que Annie inventara la coartada. Estaba ocupado preocupándose… de la marea que crecía y de los cangrejos. Imaginó que uno se abría paso laboriosamente en el interior de la botella vacía de jerez para prepararse una blanda cama. Casi podía oír los billetes al romperse en pedacitos. Debía estar borracho para abandonar el dinero en un agujero en la arena. Claro que si no lo hubiera enterrado, Mooney lo habría encontrado, pero ahora…

—Vámonos —repitió Mooney, balanceándose ante el congestionado anciano.

—¿Adónde? —preguntó Cobb sin comprender—. Yo no he hecho nada.

—No se haga el estúpido, Anderson.

Dios, cómo odiaba Stan Mooney la astuta expresión de aquellas facciones envejecidas y barbudas. Aún podía recordar el modo como su propio padre vaciaba a escondidas copas y botellas, los temblores que padecía en el delirium tremens. ¿Era ése el espectáculo más adecuado para un niño? ¡Ayúdame, Stanny, no dejes que me cojan! ¿Y quién iba a ayudar a Stanny? ¿Quién iba a ayudar a un niño solitario con un colguera borracho por padre? Arrastró al viejo charlatán tras él.

—¡Déjale en paz! —aulló Annie, sujetando a Cobb por la cintura—. ¡Quítale tus inmundas manazas de encima, cerdo!

—¿Alguien prestó atención a mis palabras? —casi sollozó Mooney—. Todo lo que quiero hacer es llevarle a Gray Area y comprobar la coartada. Si se confirma, me voy. Fuera del caso. Vamos, papi, te pagaré unos tragos.

Eso pareció tranquilizar a la vieja rata. ¿Qué veían en ello estos veteranos borrachines? ¿Qué hay de excitante en castigar tu cerebro de tal forma? ¿Es tan divertido abandonar a la familia y olvidar los días de la semana?

A veces Mooney pensaba que era el último hombre en esforzarse por algo. Su padre era un alcohólico como Anderson, su esposa Bea se pasaba todas las tardes en el sex-club y su hijo… su hijo había cambiado oficialmente su nombre, Stanley Hilary Mooney Jr., por el de Stay High Mooney Primero. Su hijo tenía veinticinco años y lo único que hacía era drogarse y conducir un taxi en Daytona Beach. Mooney suspiró y atravesó la puerta de la diminuta vivienda. Los dos viejos le siguieron, alentados por la perspectiva de unas copas gratis.

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