Software

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Nuestros dos héroes echaron una ojeada al interior, pero no pudieron ver más que tinieblas y un polígono rojo que brillaba débilmente. Cruzaron la puerta y el espectáculo prosiguió.

—No podemos construir un robot inteligente —declaró con firmeza una voz—, pero podemos hacer que uno evolucione. —Una copia del joven Cobb Anderson salió a recibirles—. Aquí es donde concebí los primeros programas autónomos —continuó la voz grabada. El sosias sonrió, lleno de confianza y simpatía—. Nadie puede confeccionar un programa autónomo…, son muy complicados. De modo que me dediqué a diseminar unos miles de simples programas Al por ahí. —Señaló con familiaridad a los computadores que ocupaban gran parte de la sala—. Había montones de… tests de aptitud, y los programas más débiles eran eliminados. Y cada cierto tiempo los programas supervivientes eran cambiados al azar… mutados. Incluso suministré una especie de… reproducción sexual, en la que dos programas podían fusionarse. Después de quince años, yo…

Cobb se sintió terriblemente mal ante el abismo de tiempo que le separaba de aquel joven dinámico que una vez había sido. La indiferente y precipitada sucesión de acontecimientos, de la edad y de la muerte… No podía seguir contemplando a su antiguo yo. Salió de la sala con la muerte en el alma, arrastrando a Sta-Hi detrás de él. La imagen parpadeó y se apagó. Las tinieblas se apoderaron de la sala salvo por un destello de luz roja cerca de la pared opuesta.

—¿Ralph? —llamó Cobb con voz algo temblorosa—. Soy yo.

Ralph Números apareció precedido por un ligero estrépito. Su revestimiento metálico rojo brillaba con torbellinos de complejas emociones.

—Me alegro de verle, doctor Anderson.

Tratando de comportarse con corrección, Ralph extendió un manipulador, como si fuera a estrecharle la mano.

Sollozando abiertamente, Cobb rodeó con sus brazos el rígido cuerpo del autónomo y lo meció adelante y atrás.

—Me he hecho viejo, Ralph, y tú… tú estás como siempre.

—No del todo, doctor Anderson. He sido reconstruido treinta y siete veces. Y he intercambiado varios subprogramas con otros.

—Tienes razón. —Cobb reía y lloraba al mismo tiempo—. Llámame Cobb, Ralph. Éste es Sta-Hi.

—Parece el nombre de un autónomo —indicó Ralph.

—Algo hay de ello —replicó Sta-Hi—. Hace tiempo, ¿no vendían muñequitos de Ralph Números? Tuve uno hasta los seis años… hasta la sublevación de los autónomos en el dos mil uno, íbamos en coche cuando mis padres lo oyeron por la radio, y arrojaron mi pequeño Ralphie por la ventana.

—Por supuesto —dijo Cobb—. Un anarquista revolucionario es un mal ejemplo para un niño. Pero en tu caso, Sta-Hi, me da la impresión de que el mal ya estaba hecho.

Ralph encontraba sus voces algo confusas y difíciles de seguir. Programó rápidamente un circuito filtrante para recibir con más nitidez sus señales. Había una pregunta que siempre había querido formular a su diseñador.

—Cobb —emitió Ralph—, ¿sabías que yo era diferente de los otros doce autónomos primitivos? ¿Que sería capaz de desobedecer?

—No sabía que serías tú —dijo Cobb—, pero sabía de cierto que algún autónomo se independizaría al cabo de pocos años.

—¿No pudiste impedirlo? —preguntó Sta-Hi.

—¿No lo comprendes?

Un tablero a cuadros se dibujó sobre el cuerpo de Ralph.

—Yo quería que se sublevaran. —Cobb palmeó afectuosamente un costado de Ralph—. No deseaba producir una raza de esclavos.

—Te estamos agradecidos. Tengo entendido que sufriste mucho a causa de este hecho.

—Bueno… Perdí mi trabajo. Y mi dinero. Y hubo el juicio por traición. Pero no pudieron probar nada. Es decir, ¿cómo era posible suponer que podría controlar un proceso evolutivo fortuito?

—Pero pudiste introducir un programa inalterable que nos obligó a conectarnos continuamente con el Principal —dijo Ralph—, aunque a muchos autónomos no les guste.

—El fiscal lo puso de manifiesto. Solicitó la pena de muerte.

Débiles señales estaban llegando a sus radios, fragmentos de aceitosas y siseantes voces.

—… escúuuuuuchameeee…

—noo grabessss…

—vorrrr hablaaaa…

—Ven —dijo Ralph—, a la inmortalidad se va por aquí.

Atravesó con celeridad el vestíbulo y empezó a manejar sus manipuladores. A su izquierda, la copia de Kurt Gódel se puso de nuevo en funcionamiento.

Ralph abrió una sección de la pared, como la entrada de una gran ratonera.

—Adentro.

Parecía estar muy oscuro. Sta-Hi comprobó su reserva de aire: todavía llena, con capacidad para unas ocho o diez horas. Veinte metros más allá, los lagartos también habían cobrado vida.

—Vamos —dijo Cobb, cogiendo a Sta-Hi por el brazo—. Movámonos.

—¿Movernos adónde? Aún tengo el billete de regreso a la Tierra, ¿sabes? No dejaré que me arrastréis a…

Las voces crepitaron en sus radios otra vez, potentes y claras.

—¡Humaaaanossss! ¡Doctorrr Annderssonnn! ¡Rrallph Númmeross no se loo ha dichooo todooo! ¡Le vaan a disseccionaaar!

Tres brillantes autónomos azules, construidos como gordas serpientes aladas, reptaban hacia ellos atravesando la feria de atracciones. Sólo les separaban diez metros de distancia.

—¡Los ca-cavadores! —gritó Ralph. Sus señales transmitían temor—. ¡Ra-rápido, Co-Cobb, me-métase por ahí!

Cobb se introdujo por la abertura con la cabeza por delante. Y Sta-Hi se movió por fin. Salió corriendo hacia el vestíbulo, rodeado de simulacros llameantes como explosiones de morteros.

Una vez estuvo al otro lado de la pequeña puerta, Cobb pudo ponerse en pie. Ralph le siguió los pasos a gran velocidad, cerró la puerta y la aseguró por cuatro lugares distintos. La única luz provenía del revestimiento metálico rojo de Ralph. Podían oír a los cavadores atacando la pared. Ralph había observado que el líder era Wagstaff.

Hizo un gesto tranquilizador y pasó delante de Cobb. Éste le siguió a lo largo de unos dos o tres kilómetros. El túnel nunca se curvaba a derecha o a izquierda, hacia arriba o hacia abajo… simplemente continuaba en línea recta, un silencioso paso detrás del siguiente. Cobb no estaba acostumbrado a tanto ejercicio y, por fin, palmeó la espalda de Ralph para detenerle.

—¿Adónde me llevas?

—Este túnel conduce a las casas rosadas —respondió el robot, extendiendo la cabeza hacia atrás—, donde criamos los órganos. También tenemos… una mesa de operaciones. La transición no será dolorosa.

Ralph calló y aguzó sus sentidos al máximo. No había cavadores en las cercanías.

Cobb se sentó en el suelo del túnel. Su traje era lo bastante mullido como para sentirse cómodo. Decidió echarse de espaldas. Al fin y al cabo, no era necesario guardar las apariencias ante un robot.

—Es mejor que Sta-Hi haya huido —estaba diciendo Ralph—. Nadie me dijo que vendría. Sólo hay una mesa de operaciones, y si hubiera mirado mientras… —calló bruscamente.

—Lo sé —dijo Cobb—. Sé lo que viene a continuación. Vais a desmenuzarme el cerebro para extraer las pautas y a cortar mi cuerpo en pedazos para realimentar los tanques de órganos. —Era un alivio sacarlo a la luz y pronunciarlo en voz alta—. Es así, ¿verdad, Ralph? No existe la droga de la inmortalidad.

—Sí, estás en lo cierto —asintió el robot tras un largo silencio—. Tenemos una copia de tu cuerpo en la Tierra, un robot remoto. Es cuestión de extraer tu software y enviarlo allá abajo.

—¿Cómo funciona? —inquirió Cobb con una voz extrañamente serena—. ¿Cómo separáis la mente del cerebro?

—Primero hacemos un electro, claro, pero holográfico. Éste nos proporciona un mapa electromagnético completo de la actividad cerebral, y puede llevarse a cabo sin abrir el cráneo. Pero los recuerdos…

—Los recuerdos son bioquímicos —dijo Cobb—. Codificados como series de aminoácidos en los ramales de RNA.

Era agradable yacer allí, hablando de ciencia con su mejor robot.

—Exacto. Podemos leer la información codificada en el RNA mediante gases espectroscópicos y rayos X cristalográficos. Pero, antes que nada, el RNA debe ser… extraído de los tejidos cerebrales. También intervienen otros factores químicos. Y si el cerebro es microtomizado de forma apropiada podemos determinar los modelos de conexión física de las neuronas. Esto es muy… —Ralph enmudeció de pronto y se inmovilizó en actitud de estar escuchando—. ¡Vamos, Cobb! ¡Los cavadores vienen a por nosotros!

Pero Cobb continuaba recostado, descansando del esfuerzo realizado. ¿Y si los cavadores fueran los buenos?

—¿No me estarás jugando una mala pasada, Ralph? Suena tan fantástico. ¿Cómo puedo estar seguro de que me daréis un cuerpo artificial? Y aun en el caso de que un robot esté programado con mis pautas cerebrales… ¿será realmente…?

—¡Espeeraa, doctoor Aandeersoon! ¡Sóloo quieero hablaar conttigo!

Ralph cogió frenéticamente a Cobb del brazo, pero ya era demasiado tarde. Wagstaff les había alcanzado.

—Hola, Ralph. Me aleegroo de veerte recoonstruuido. Alguuno de loss chicoss tienee el gaatilloo fácill, ahoora que se aacercaa la hoora de la suublevaaciónn.

Dada la estrechez del túnel, Cobb estaba constreñido entre Ralph y el serpenteante robot cavador llamado Wagstaff. Podía divisar otros dos cavadores detrás de Wagstaff. Tenían un aspecto fuerte, extraño y aterrador. Decidió adoptar un tono de firmeza con ellos.

—¿Qué quieres decirme, autónomo?

—Doctorr Anderrsonn, ¿sabe que Rallph va a perrmitir que TEX y MEX se cooman su ceerebroo?

—¿Quién es MEX?

—El grran autónoomo quee es el museeo. TEX dirrigee los tannques de órrganos, y en laa meessa de opperacciionnes…

—Ya sé todo esto, Wagstaff. Y he accedido con la condición de que mi software se integre en un nuevo hardware, en la Tierra. Es mi última oportunidad.

Me suicido para evitar que me asesinen, pensó Cobb. Pero debería funcionar. ¡Debería!

—¡Ya lo ves! —exclamó Ralph triunfalmente—. A Cobb no le asusta tanto como a los autónomos cambiar de hardware. Él no es como el resto de los humanos. ¡Él comprende!

—Pero ¿se da cuenta de que el Señor Helado…?

—¡Oh, cállate! —llameó Ralph—. Nos vamos. ¡Si tus autónomos están planeando realmente empezar una guerra civil no tenemos tiempo que perder!

Ralph se sumergió en el túnel. Cobb, tras dudar un momento, siguió sus pasos. Había llegado demasiado lejos para retroceder.

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