Software

Software


14

Página 16 de 30

14

Cuando Sta-Hi se separó de sus compañeros sólo miró atrás una vez. Vio que Ralph y Cobb se habían metido en la ratonera y que la puerta se había cerrado. Los tres grandes robots azules tanteaban la pared. Sta-Hi dobló una esquina a toda prisa, fuera de su vista y a salvo. Intentó recuperar el aliento.

—Habría sido mejor que te marcharas —dijo suavemente una voz.

Buscó con la vista a su alrededor. No había nadie. Se encontraba en mitad del vestíbulo, débilmente iluminado. Antiguas herramientas y componentes de los autónomos colgaban de las paredes, como una exhibición de armas medievales. Sta-Hi leyó el rótulo más cercano sin prestarle demasiada atención: Abrazadera elevadora de muelle. Séptimo Ciclo (circa 2001). TC6399876. Sobre el rótulo, sujeto a la pared, había una especie de brazo artificial con…

—De ese modo, habrías vivido para siempre —añadió la misma voz leve y firme de antes.

Sta-Hi empezó a correr otra vez. Lo hizo durante mucho rato, doblando esquinas al azar. En la siguiente parada que efectuó percibió que el aspecto del museo había cambiado. Ahora se hallaba en algo similar a una galería de arte moderno. O en una tienda de ropa.

Hablaba consigo mismo mientras corría… para ahogar cualquier otra voz que pudiera escuchar, pero en este momento ya sólo podía jadear. Y, sin embargo, aquella voz no le abandonaba.

—Te has perdido —dijo dulcemente—. Éste es el sector del museo dedicado a los autónomos. Haz el favor de volver al sector humano. Todavía estás a tiempo de reunirte con el doctor Anderson.

El museo. Tenía que ser el museo quien le hablaba. Sta-Hi echó un rápido vistazo alrededor, intentando forjar un plan. Estaba en una sala de la exposición bastante amplia, algo así como una caverna subterránea. Una galería situada en el extremo opuesto trepaba hacia la luz, probablemente hacia algún lugar de Disky. Dio unos pasos en dirección a la galería. Quizá hubiera autónomos ahí fuera. Se detuvo y examinó con mayor detenimiento cuanto le rodeaba.

Los objetos que se exhibían en la pared eran muy parecidos. Un gancho que sobresalía del muro y la lánguida lámina de plástico duro que colgaba del gancho como un gigantesco paño de cocina. Su interés provenía de que los plásticos estaban electrificados de alguna manera, y parpadeaban produciendo extrañas y hermosas figuras.

No había nadie en la sala que pudiera detenerle. Se puso de puntillas y sacó del gancho uno de los centelleantes vestidos. Era rojo, azul y dorado. Se lo colocó sobre los hombros como una capa y estiró el extremo superior por encima de su cabeza, a modo de capuchón. Tal vez ahora podría…

—¡Devuelve eso a su sitio! —ordenó perentoriamente el museo—. ¡No sabes lo que estás haciendo!

Sta-Hi se ajustó la capa al cuerpo… parecía hecha a su medida. Subió por la galería y desembocó en las calles de Disky. Al abandonar la galería sintió que algo puntiagudo le apretaba el cuello.

Era como si una garra provista de afiladas uñas le hubiera asido por la nuca. Dio unas cuantas vueltas sobre sí mismo, con la capa ondeando al viento, y oteó la galería del museo por la que había salido. Nadie le seguía.

Dos autónomos purpúreos se acercaban rodando por la calle. Parecían barriles de cerveza puestos horizontalmente con un puñado de tentáculos en cada extremo. A veces rebotaban en el suelo para darse más impulso. Cuando llegaron frente a Sta-Hi se detuvieron. Un agitado gorjeo irrumpió en su radio.

Se cubrió bien la cara con el capuchón. ¿Qué cojones le estaba perforando el cuello?

Mientras se hacía esta pregunta su capa se cubrió de pequeños estallidos azules que terminaron por unirse. Entonces brotaron estrellitas doradas que empezaron a perseguirse animadamente.

Uno de los barriles de cerveza purpúreo estiró un admirado tentáculo para palpar el material. Farfulló algo a su compañero y luego señaló la galería por la que Sta-Hi había salido. Querían unas capas como la suya.

—¡Mielda! —dijo Sta-Hi. Por alguna razón desconocida su voz había adoptado un pintoresco acento japonés. Indicó con un gesto la rampa—. ¡Ahí las podéis encontlal!

Los barriles se precipitaron por la rampa, frenando con los tentáculos.

—¡Así me gusta! —les gritó Sta-Hi—. ¡Feliz capa! ¡Que os vaya bien, tíos! ¡Así os oxidéis!

Se marchó de inmediato. Esta capa con la que se había envuelto… la Capa Feliz… esta Capa Feliz parecía estar viva, en un sentido horrible y parasitario de la palabra. Había hundido docenas… ¿centenares?… de microsondas en su traje, piel y carne, y se había aferrado con ellas a su sistema nervioso. Lo sabía sin necesidad de exámenes, lo sabía como sabía, a ciencia cierta, que tenía dedos.

«Es agradable tener dedos.»

Sta-Hi cesó de andar y trató de controlar sus pensamientos. Exploró alguna sensación de sobresalto y disgusto, pero no la pudo encontrar.

«Espero que te sientas complacido. Yo estoy complacida.»

—Pues qué bien —murmuró Sta-Hi—. Cachondo esto de hablar como un autónomo.

No era en absoluto lo que quería decir, pero algo es algo. Las había habido peores.

A lo largo de su recorrido fueron varios los autónomos que le preguntaron dónde había conseguido aquel magnífico traje. Podía comprender sus señales gracias a estar conectado con la Capa que, al mismo tiempo, procuraba que sus pensamientos fueran discernibles. Sta-Hi tenía la sensación de estar hablando una jerga incomprensible. Seguramente se comunicaba mediante los juegos de luces parpadeantes, o tal vez por radio.

—¿Has hecho esto antes con otros hombres? —preguntó, cuando estuvieron solos—. ¿O siempre ha sido con los autónomos?

La pregunta pareció coger de improviso a la Capa Feliz. En apariencia, no lograba captar la diferencia que planteaba Sta-Hi.

«Tengo dos días de edad. Una dulce alegría me invade.»

Sta-Hi se llevó la mano a la nuca, pero la cosa intensificó su apretón. Bueno… una Capa Feliz no podía ser tan mala si tantos autónomos deseaban una. Se preguntó qué hora sería, qué haría a continuación, dónde había acción.

«Son las doce y cincuenta minutos», respondió la Capa Feliz. «Y algo está a punto de suceder a unas cuantas manzanas más allá. Por favor, síguete a ti mismo.»

Ante los ojos de Sta-Hi se formó una imagen virtual suya en trance de caminar. La figura embutida en la Capa Feliz parecía andar por la acera, cinco metros por delante.

—¡Mielda!

Sta-Hi siguió a la imagen a través de un laberinto de calles. Se hallaban en una zona de viviendas… cubos del tamaño de armarios anchos. Algunas de las puertas de los armarios estaban abiertas, y Sta-Hi pudo divisar autónomos en el interior, por lo general sentados y conectados a una batería solar. Tomaban la comida. Algunos de los cubos contenían dos autónomos, conectados entre sí, con los revestimientos metálicos centelleando vivamente. El espectáculo de aquellas parejas deprimió a Sta-Hi. Seguro que estaba en baja forma.

Algunas manzanas más y llegaron al distrito de las fábricas. Muchos de los edificios no eran más que pabellones abiertos. Los autónomos trituraban rocas, manejaban fundidores y unían cosas con pernos. La imagen virtual de Sta-Hi marchaba en cabeza sin mirar a ningún lado. Tenía que darse prisa para no perderla. Reparó en que muchos autónomos caminaban en su misma dirección. Y al fondo se concentraba una gran multitud.

Entonces la imagen virtual se desvaneció y Sta-Hi se mezcló con la muchedumbre, reunida frente a un inmenso edificio de sólidas paredes de piedra. Uno de los autónomos, un individuo flaco y verde se erguía sobre uno de aquellos barriles de cerveza y estaba hablando. El entrecortado gorjeo se hacía comprensible porque se filtraba a través del software de la Capa Feliz.

—¡GAX acaba de ser drenado! ¡Entremos antes de que su vástago controle la situación!

Los autónomos atropellaron sin contemplaciones a Sta-Hi. Una gran araña plateada le pisó, un secador de pelo dorado magulló su muslo y algo parecido a una cámara cinematográfica montada sobre un trípode golpeó rudamente su espalda.

—¡Mira donde pisas, patán! —gritó Sta-Hi irritado, y su Capa Feliz se tiñó de un rojo brillante.

—No deberías llevar tus mejores galas a un disturbio, cariño —respondió el trípode, mirándole de arriba abajo apreciativamente—. Recógeme y te conseguiré un bonito cañón láser.

—¡Mielda!

Sta-Hi levantó el trípode, macizo pero ligero en la gravedad lunar. Sostuvo dos de sus patas y apuntó la tercera en dirección a la puerta de la fábrica, a unos quince metros de distancia.

—Ahí va eso —rió el trípode, y ¡Booooom!; un agujero grande como la cabeza de un hombre se abrió en la pesada puerta de acero. La multitud avanzó en tropel, aullando como una turba de ululantes bereberes. Sta-Hi hizo ademán de marcharse, pero el trípode protestó.

—Abrázame fuerte, querido. Me siento tan débil…

—Me plegunto pol qué todos esos autónomos están tan entusiasmados —comentó Sta-Hi mientras apuntalaba a su nuevo amigo.

—Chips gratis, mi amor, para hacer más vástagos. —El trípode le dio una palmadita en el culo con un gesto que pretendía ser de coquetería—. «Tú tienes el hardware y yo tengo el software» —cantó alegremente—. ¿Te gustaría unirte, cariño? Debes de estar podrido de dinero para tener una Capa Feliz como ésa. Te prometo que pasarías un rato inolvidable. ¡Por algo me llaman Zipzap!

¿Acaso la máquina quería follar con él?

—Nunca en la plimela cita —dijo Sta-Hi, mostrando su rubor con una remilgada tonalidad azul.

Sobre sus cabezas, un cavador especializado en tareas duras trabajaba en el agujero que Zipzap había hecho. Había encajado en él la cabeza y no cesaba de darle vueltas. De pronto, la introdujo del todo. Por el hueco saltó ágilmente un robot araña de reparaciones. Un momento después la gran puerta se abrió.

Entonces se produjo la avalancha. Los autónomos se atropellaban unos a otros para poder entrar y saquear la fábrica de chips. Algunos iban provistos de sacos y cestas.

—¡Adelante, hijos de la glan puta! —rugió Sta-Hi al tiempo que les seguía, flanqueado por Zipzap.

Siempre había querido reducir a escombros una fábrica.

El cavernoso edificio estaba a oscuras, excepto por los centelleos multicolores que iluminaban los revestimientos metálicos de los excitados autónomos, en una gama que recorría todo el espectro desde los infrarrojos a los rayos X. La Capa Feliz de Sta-Hi exhibía un color púrpura regio con estrías doradas en zigzag, y Zipzap se había teñido de un espléndido naranja.

Los remotos de GAX huían a la desbandada. Estaban hechos de un material oscuro que no reflejaba. Parecían hombres mecánicos. Hormigas obreras. Uno de ellos saltó sobre Sta-Hi, pero éste lo esquivó fácilmente.

Mientras el software de GAX padecía la difícil transición al nuevo hardware, lo mismo ocurría con los casi estúpidos remotos. Los ágiles autónomos les propinaban feroces golpes con toda clase de pesadas herramientas.

Un esbelto y casi femenino remoto se avalanzó sobre Sta-Hi con algo puntiagudo y cortante en la mano. Sta-Hi retrocedió y tropezó con Zipzap. Fue un momento angustioso, pero inmediatamente el pequeño trípode perforó con su láser el pecho del robot asesino.

Sta-hi dio un paso adelante y aplastó su delicado cráneo de metal. Entusiasmado con la tarea, derribó sin querer una mesa y envió por los aires centenares de pequeños chips afiligranados. Empezó a patearlos, recordando el proyector de Kristleen.

—¡No, no! —protestó Zipzap—. Recógelos, cielo. Tú y yo vamos a necesitarlos… ¿no es cierto?

El autónomo levantó una de sus patas para darle otra palmada cariñosa.

—¡Nnnnni lo sueñes! —rechazó Sta-Hi, apartándose—. ¡No pienso hacel nada con un lenacuajo asqueloso como tú!

Herido en su amor propio, Zipzap disparó un chorro luminoso sobre la cabeza de Sta-Hi y se fue corriendo. El chorro cortó un fragmento de una pesada cadena, por lo que Sta-Hi tuvo que moverse con rapidez para no ser alcanzado. De hecho, fue la Capa Feliz la que le indicó cómo hacerlo.

«Manténte alejado de ese pequeñajo de tres patas», aconsejó la Capa cuando estuvieron a salvo. «Es impresentable.»

—Sooooolamente le intelesa una cosa —asintió Sta-Hi.

Recogió un puñado de chips que había tirado de la mesa y se los guardó en la bolsa. En este lugar eran tan valiosos como el dinero. Y necesitaría pagar el autobús para regresar a la cúpula. Sería fantástico sacarse el traje y comer algo. Con suerte, los cables de la Capa Feliz se desprenderían fácilmente de su cuello. Un desagradable pensamiento. Un autónomo que tenía forma de boca de incendios cubierta de ventosas apartó a Sta-Hi de un empellón y empezó a reunir los chips sobrantes. Montones de remotos habían sido ya destrozados.

La mayor parte de los autónomos invasores se encontraban al otro lado de la inmensa nave central de la fábrica. Sta-Hi no deseaba mezclarse en un altercado similar al que había ocurrido frente a la fábrica.

Caminó en dirección contraria, hacia un ala escasamente iluminada en la que se alineaban una serie de máquinas. Al final había una pequeña sala de control sin puerta…, los procesadores centrales de GAX, su hardware, el nuevo y el viejo. Dos cavadores y una gran araña plateada lo estaban manipulando.

—… ssstúpidos —se lamentaba uno de los cavadores—. Nno haacen máss que robaar cosaas y no noss ayuudan a liquiidarr a GAXX. ¿Estáss dispuessto a volaarlo, Vullcann?

El robot plateado llamado Vulcan intentaba, sin mucho éxito, introducir una carga de plástico en una grieta situada bajo un panel del poco llamativo cubo de tres metros que contenía los viejos procesadores de GAX y el nuevo vástago.

—Venn aquí —llamó uno de los cavadores a Sta-Hi—. Tieeness los manippuladdoress que noss haacen faalta.

—¡Mielda!

Sta-Hi se acercó a los potentes cavadores algo turbado. Veloces franjas azules y plateadas recorrían sus achaparrados cuerpos de serpiente, y sus palas trepidaban nerviosamente. Cobb había afirmado que éstos eran los malos.

Pero ahora parecían focas disgustadas, o dragones de Dragonland. Con la Capa Feliz cubierta de remolinos rojos y dorados, Sta-Hi se agachó para introducir el explosivo en la grieta, bajo el masivo CPU de GAX. Vulcan tenía varios kilos de material… Estos chicos no bromeaban.

Un minuto o dos más tarde, Sta-Hi había colocado la totalidad del explosivo en su lugar. Vulcan se arrastró por el suelo y empalmó un cable en cada extremo de la juntura. En ese preciso instante una oscura figura avanzó tambaleándose hacia el grupo, cargada con algo bastante pesado.

—¡Ess un remmoto! —gritó con espanto uno de los cavadores—. ¡Lleva unn immáann!

Antes de que los tres autónomos pudieran efectuar el menor movimiento, el robot arrojó un poderoso electroimán hacia ellos. Retrocedió de un brinco con sorprendente agilidad, y la corriente fluyó. Cuando el poderoso campo electromagnético interfirió en sus circuitos, los tres autónomos perdieron por completo el control de sus movimientos. Los cavadores se agitaron y retorcieron como los fragmentos de una serpiente partida en dos, y Vulcan bailó una frenética tarantela.

La Capa Feliz de Sta-Hi se tiñó de negro y un terrible entumecimiento inundó el cerebro del joven. La Capa había muerto, así de sencillo. Sta-Hi sintió que la muerte colgaba de su cuello.

Poco a poco, con gestos precisos, consiguió levantar los brazos y arrancar el parásito mecánico de su cuello. Experimentó una serie de agudos dolores mientras las microsondas se desprendían, y a continuación el cadáver de la Capa Feliz cayó a sus pies.

Podía ver con nitidez a través de su escafandra, pese a la luz mortecina, ataviado con su traje blanco y lo que parecía una pieza de tela doblada varias veces. Los tres autónomos estaban inmóviles. Apagados, aniquilados, muertos, los circuitos superconductores averiados por un poderoso campo magnético.

La escena debía de haberse reproducido a todo lo largo y ancho de la fábrica. GAX había superado su transición y recobrado la potencia. Sta-Hi comprobó a través de la radio cómo los sonidos entrecortados de los autónomos se apagaban y desaparecían por completo. Sin la Capa Feliz ya no podía comprender lo que decían.

Sta-Hi se estiró en el suelo y fingió que estaba muerto. Lo más divertido era que los robots remotos no parecían muy afectados por los intensos campos magnéticos. El que fueran capaces de tener conciencia del tiempo significaba que algunos procesadores eran independientes del gran cerebro de BEX, aunque estos pequeños cerebros satélites no serían lo bastante complejos como para necesitar los empalmes superconductores Josephson, propios de los autónomos.

Sta-Hi yacía inmóvil, temeroso de respirar. Pasó un rato. Entonces, con los inexpresivos ojos de cristal, el remoto recogió el electroimán y se lo llevó a rastras, en busca de más intrusos. Sta-Hi aún permaneció echado un minuto más, preguntándose qué clase de mente se ocultaría dentro de los muros protectores del cubo metálico que tenía detrás. Por fin, decidió averiguarlo.

Después de comprobar que no había remotos a la vista, Sta-Hi caminó a gatas y se aseguró de que los cables estaban bien embutidos en la masa explosiva colocada bajo la base del procesador. Cogió los dos carretes de cable y el detonador, retrocedió a unos veinte metros de la unidad y fue largando los cables.

Luego se refugió detrás de un bocarte, apoyó el pulgar sobre el botón del detonador y esperó.

Al cabo de pocos minutos un remoto reparó en él. Corrió hacia su escondite con una llave inglesa en la mano.

—Esto no va a funcionar, GAX —gritó Sta-Hi. Sin la Capa había recobrado su antigua voz. Sólo esperaba que el gran autónomo entendiera su lengua—. Un paso más y apretaré el botón.

El remoto detuvo su carrera a tres metros de su objetivo. Daba la impresión de que de un momento a otro le arrojaría la llave inglesa.

—¡Retrocede! —rugió Sta-Hi con voz desfalleciente—. ¡Retrocede o lo apretaré cuando cuente tres!

¿Lo entendería GAX?

—¡Uno!

El robot se tambaleó como un hombre mecánico.

—¡Dos!

Sta-Hi empezó a presionar el botón y quitó el seguro.

—¡Tr…!!

Krypto, el Robot Asesino, dio media vuelta y se alejó. Y GAX tomó la palabra.

—No sea impaciente, señor… De Mentis. ¿O prefiere que le llame por su auténtico nombre?

La voz que le llegaba a través de los auriculares era íntima y educada: el genio loco se burlaba del superhéroe atrapado.

Ir a la siguiente página

Report Page