Snuff

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EL SEÑOR 137

¿A que no sabes qué? Es el champú de las narices. Esa porquería de Cien Caricias que lanzó Cassie Wright. ¿Qué más da si el frasco tiene la forma perfecta para…? Pero te lavas, te aclaras y repites durante un par de días y se te cae el pelo. Todo ese daño solo para que tal vez la señorita Wright me lo huela en el pelo y lo considere un cumplido.

Tampoco es que ella pueda oler nada. El lugar apesta como un corral.

Negando con la cabeza, Branch Bacardi examina el rebaño movedizo de hombres desnudos. Señalando al actor número 72, que está en medio de un charco de pétalos de rosa blancos al otro lado de la sala, Bacardi dice:

—Ese tío de ahí… —Dice Bacardi—: Ese tío se la baja a cualquiera.

Sin dejar de señalar con el dedo, le da la vuelta a esa mano, poniendo la palma hacia arriba, y dice:

—Tío, ¿me pasas un poco de empalme?

Ahuecando la mano morena, con la palma manchada de la misma crema bronceadora que los dedos, Bacardi extiende su mano hacia mí. Sus ojos marrones me miran a mí. Luego miran su mano abierta. Me miran a mí. Y Bacardi dice:

—Una pastilla, colega…

Le digo que se tome las suyas.

Negando con la cabeza, Bacardi dice:

—Yo no he traído ninguna.

Negando con la cabeza, yo le digo que necesito mis existencias. La pastilla que tiene dentro de su bonito relicario de chica con forma de corazoncito, le digo. Esa es la que se tiene que tomar.

Tocando el relicario de oro, Branch dice:

—No es de esa clase de pastillas. —Dice—: Tío.

De pie al otro lado de la sala, lo más lejos que ha podido caminar sin abandonar el edificio, el actor 72 está plantado frotando con una mano la crucecita de plata que le cuelga de la cadenilla del cuello. Frotando la cruz entre el pulgar y el índice. Mirando con sus ojos verdes en todas direcciones salvo hacia Bacardi y hacia mí. Con el otro brazo todavía tiene abrazado el ramo de rosas.

—Además —dice Bacardi, dando golpecitos tan fuertes al relicario que de su pecho salen unos ecos profundos y huecos—, esta es para una amiga. —Dice—: Solo se la estoy guardando.

Él es Branch Bacardi, le digo. No le va a hacer falta ninguna muleta para actuar.

—Tú eres Dan Banyan, tío —dice Bacardi.

Era Dan Banyan, le digo.

El actor 72 ha dejado caer la bomba ultrasecreta de su maternidad y luego se ha alejado abatido de nosotros, deprisa, con los pies descalzos dando palmadas en el suelo de cemento. Pisando todo lo fuerte que se puede sobre cemento frío, dejando caer una lluvia de pétalos de rosa con cada paso.

—A Banyan no le hacen falta pastillas —dice Bacardi, con el brazo bronceado doblado para mantener la mano extendida, el bíceps y el tríceps dando saltos por debajo de la piel. Flexionándose y relajándose, con el número «600» expandiéndose y encogiéndose, su brazo dispone de vida propia. Respira—. Un tío como Dan Banyan, un detective privado, ¿acaso no te estabas tirando a diez comparsas en cada episodio? Hasta la última clienta y testigo y, no sé, abogada —dice Bacardi—. El tío es una trituradora de carne de chatis…

Señalando con la cabeza al número 72, le digo:

—Tienes que admitir que sí se parece a ella.

Por encima del joven, la televisión que hay suspendida sobre su cabeza muestra la pionera declaración de derechos civiles de la señorita Wright sobre el racismo, la comedia erótica donde una lozana estudiante de segundo año de la universidad llega a casa y les dice a sus amantes padres que está saliendo con un miembro de los Panteras Negras. Se llama Adivina quién viene a correrse esta noche. Más tarde reeditada como Black Cock Invitado.

—Tío —dice Bacardi—, te pago luego.

Con la mano extendida, dice:

—Te lo prometo.

Me pongo otra pastilla entre los labios, dejando una menos en el frasco.

—Cincuenta pavos —dice Bacardi—. En metálico.

Y yo trago. Señalando con la cabeza al número 72, le digo a Bacardi:

—Ese joven inquieto también se te parece mucho a ti.

Bacardi mira. Al actor que lleva las rosas. Y luego a la señorita Wright, que está rodeando con los labios una enorme erección negra. Y dice:

—No pasó nunca.

Mirándole el relicario del pecho, el oro que brilla en tono rosado a través de una capa seca de sangre de su pezón, le digo:

—Tómate tu pastilla y ya está.

—Así es como he llegado a estar tanto tiempo en el ramo, colega —dice Bacardi—. Nunca en la vida he disparado nada más que balas de fogueo.

Chasqueando los dedos en mi dirección, Bacardi dice:

—Me das una pastilla y te firmo el peluche ese que llevas.

El señor Totó. El bolígrafo sigue sujeto detrás de una oreja del perro. Claro, le digo encogiéndome de hombros. Y se lo paso a Bacardi. Los dedos marrones cogen el perro de lana, y yo espero.

Sin levantar la mirada de lo que está escribiendo, mientras garabatea con el bolígrafo en la pata de lona, Bacardi dice:

—¿Has conocido a Ivana Trump? —Me mira—. ¿Y a Tina Louise? ¿La de La isla de Gilligan? —dice—. ¿Cómo es ella?

Sus dientes tienen esas fundas que resultan demasiado blancas. Del mismo blanco de los azulejos del metro y los coches de policía. Blanco de baños públicos. El hombre en relación al cual los demás hombres llevan una generación entera midiéndose. El tío con el empalme más grande del porno.

Le pregunto: ¿De verdad eres estéril?

Bacardi sostiene al señor Totó en las manos, dándole vueltas y contemplando un nombre tras otro.

—Lizbeth Taylor —lee—. Deborah Harry… Natalie Wood… —Me devuelve el perro y me dice—: Estoy impresionado.

Ahora la lona del señor Totó está manchada de crema bronceadora, huellas dactilares marrones. La firma de Bacardi es una «B» enorme seguida de otra «B» enorme, las dos dejando tras de sí sendas estelas de garabatos ilegibles en tinta negra.

Le quito de las manos al señor Totó y le digo:

—Y ahora los cincuenta dólares.

Bacardi suelta un soplido contrariado, con los hombros encorvados y caídos y la boca tan abierta que su barbilla gruesa y cuadrada esconde el relicario y queda casi descansando sobre sus pectorales afeitados.

—Tío… —dice Bacardi—. ¿Cómo es posible?

Y yo, con la mano extendida y la palma ahuecada hacia arriba, le digo:

—Porque desde lo de Dan Banyan ya han pasado muchos pagos de hipoteca y pagos del coche e intereses de la tarjeta de crédito. Porque ahora mismo tú necesitas una pastilla y yo necesito los fondos.

Desde el otro lado de la sala, el número 72 está caminando hacia nosotros. Aunque no directamente. Primero da un par de pasos hacia el buffet, donde se come una patata frita. Luego da otro paso hasta pararse junto a la coordinadora de actores, le dice algo al oído y ella pasa las páginas que lleva en el portapapeles. Pero lo que está haciendo es dar un gran rodeo de vuelta hacia Bacardi y hacia mí.

La coordinadora de actores grita:

—Caballeros, ¿pueden prestarme atención? —Mirando su portapapeles, grita—: ¿Pueden venir los siguientes tres actores…?

Los hombres que están en el buffet dejan de masticar. Los veteranos se quedan paralizados, con las maquinillas de plástico suspendidas sobre el cuero de sus glúteos y de los músculos de las pantorrillas. Los hombres que se están sosteniendo teléfonos móviles contra una oreja, o llevando auriculares inalámbricos, dejan de hablar, se quedan callados y levantan la cabeza para escuchar.

—Número 21… —grita la coordinadora—. Número 283… y número 544. —Alisa las páginas del portapapeles y levanta un brazo recto por encima de la cabeza para agitar la mano en el aire—. Por aquí, caballeros —dice.

Yo agito el frasco de pastillas, ahora medio vacío, haciendo traquetear las pastillas que quedan, y le digo:

—Por poco. —Le digo—: A ver, me das cincuenta dólares o te tomas la pastilla que estás guardando para tu amiga.

Branch Bacardi traga aire, hinchando al máximo los pectorales y los laterales y los oblicuos, y a continuación lo saca todo en forma de un largo suspiro con olor a menta.

—Entonces —dice—, ¿es verdad que has estado con Dolly Parton?

Con el pulso latiéndome en los oídos, cierro un ojo. Lo abro. Cierro el otro ojo. Lo abro. No me estoy quedando ciego, por lo menos todavía no.

Y una voz dice:

—¿Puedo hablar con usted?

Es una voz de hombre.

¿Y a que no sabes qué? Aquí está el número 72, plantado a nuestro lado, solo a un par de pasos por detrás de Bacardi y de mí.

Dando golpecitos al relicario dorado con uno de sus dedos marrones, Bacardi dice:

—Esta pastilla es una de esas drogas milagrosas. —Dando golpecitos al relicario, dice—: Da igual el problema que tengas, tío, esto te cura. —Su sonrisa se esfuma, haciendo desaparecer los dientes blancos detrás de sus labios bronceados, y dice—: Esta nena cura cualquier cosa.

Me inclino un poco hacia el joven, el número 72, pasándome los dedos por la coronilla para que pueda ver bien, y le digo:

—¿De verdad se me está cayendo el pelo?

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