Snuff

Snuff


19

Página 21 de 37

19

EL SEÑOR 137

La última vez que vi Oklahoma es la última vez que quiero ver Oklahoma en mi vida. Imagínate ese círculo enorme de cielo azul que se junta con la tierra, rodeándote por todos los lados. Tierra y rocas que se extienden desde ti hasta el horizonte. Tierra y rocas y ese sol que siempre está en lo alto, la sirena del mediodía sonando estruendosamente en el cuartel de los bomberos voluntarios. Tierra y rocas y mi querido, sencillo y bondadoso padre esperando para ver cómo me alejo en el autobús Greyhound rumbo a las tentaciones de la perversa gran ciudad.

Hablando con la coordinadora de actores, le digo que si el estado de Oklahoma se pareciera en algo al musical, yo todavía viviría en él. Vaqueros haciendo claqué en andenes de ferrocarril. Gloria Grahame. Vendedores ambulantes gitanos. Elaboradas secuencias oníricas coreografiadas por Martha Graham.

Me inclino hacia delante y con las puntas de los dedos pellizco un copo especialmente asqueroso de caspa que la coordinadora tiene en el hombro del jersey negro. A jugar por el tacto, un jersey de mezcla 50% de acrílico y 50% de algodón, con mangas raglán y cuello vuelto en falso. Punto de canalé. Todo lleno de enganchones. Espantoso. Y le sacudo el copo de un golpecito.

En el señor Totó, al lado del autógrafo falso de Gloria Grahame, dice: «¡¿Qué chica podría decirte nunca que no?!».

Mirando cómo el copo blanco traza una parábola y desaparece bajo la luz parpadeante de los monitores, la coordinadora de actores dice:

—Uso el champú de ella…

Y señala con la cabeza la película que están pasando en la pantalla de más arriba, donde Cassie Wright está atrapada en un futuro de ciencia ficción distópica. De acuerdo con la premisa, la guerra y los residuos tóxicos han acabado con todas las diosas del sexo salvo ella. En calidad de única buenorra superviviente, tiene que llevar incómodos tangas, sujetador con relleno y tacones altos y follarse o chupársela a todos los tíos del malvado gobierno fascista, cuasirreligioso, teocrático e inspirado en el Antiguo Testamento. La película se llama El cuento sucio de la criada.

Un clásico del porno con contenido social.

—Así es como conseguí este trabajo —dice la coordinadora—. Durante la reunión para venderle el proyecto, la señorita Wright me olió el pelo.

Yo también lo uso, le digo, y me toco el pelo que llevo peinado de un lado a otro del cuero cabelludo.

—Me lo he imaginado —dice ella, con el ceño fruncido—. O eso o te están dando quimioterapia o tienes alguna enfermedad terrible y mortal.

No, le digo. Es nada más el champú.

—Estás equivocado —dice ella.

Vale, le digo, tal vez puse el culo para un ejército de desconocidos en alguna peli nada memorable de gang-bang, pero no tengo ninguna enfermedad terrible. Sepultado en alguna parte entre los papeles que lleva en el portapapeles, ella puede encontrar mi informe médico sobre enfermedades de transmisión sexual.

—No —dice ella. Leyendo los nombres e inscripciones garabateados en la piel de lona blanca del señor Totó, la coordinadora dice—: No fue Martha Graham. Fue Agnes De Mille.

En el señor Totó, escribí su autógrafo con una sola «L». «Agnes de Mile». Lo cual me delata sin remedio.

No pasa nada, le digo. En mi vida he estado equivocado sobre casi todo.

Podéis estar seguros de que no les conté toda la historia de mí, de mi querido padre y de toda esa encantadora, encantadora llanura de Oklahoma, llana hasta donde alcanza la vista. Me podéis preguntar por ella, pero me la estoy guardando para Charlie Rose. Barbara Walters. Larry King. O bien Oprah Winfrey. Nadie que no sea un dios certificado de los programas de tertulias va a diseccionar mis partes íntimas.

Esperando el autobús Greyhound, mi padre no paraba de decirme que le escribiera. Que en cuanto me instalara en California, tenía que mandarles una postal para darles mi dirección postal a él y a mi madre. Por supuesto, me dijo que les telefoneara, que los llamara a cobro revertido si no había más remedio. Y que lo hiciera enseguida, nada más llegar a Los Ángeles, para que mi madre no se preocupara.

Padres. Madres. Con todos sus cuidados y atenciones. Siempre te acaban jodiendo la vida.

La coordinadora de actores se queda muy quieta, con los hombros echados hacia atrás, para que yo le pueda coger con los dedos los copos blancos como virutas de cera que tiene en el jersey. En sus ojos danzan pantallitas diminutas reflejadas con la imagen de Cassie Wright. En calidad de última buenorra del futuro de ciencia ficción, para su propia protección, Cassie solo puede aventurarse en público llevando una capa ondeante y un sombrero de ala ancha. Casi un hábito de monja, pero en rojo.

Una voz dice:

—Asegúrate de que lleva condón, Sheila.

Es una voz de hombre. Branch Bacardi se ha detenido a nuestro lado, metiendo estómago hasta el mismo espinazo, aunque aun así la piel le cuelga por encima de la cintura elástica de los calzoncillos de satén rojo de boxeador.

Sheila no dice palabra. No siquiera se digna mirarlo.

Bacardi me señala con el pulgar y dice:

—Ese es de la acera de enfrente, chata.

Bacardi cruza los brazos sobre el pecho afeitado. Sonríe, pasándose la lengua por los dientes de encima, guiña el ojo y dice:

—Pero si quieres que te hagan bebés, yo soy tu hombre.

Y el horror de jersey de polialgodón negro tejido en canalé de la coordinadora de actores se estremece. Sus hombros se estremecen y ella cierra los ojos mientras dice:

—Violador.

En Oklahoma, mi graduación del instituto había sido un sábado por la noche, y lo que voy a contar pasó el lunes por la mañana. Acababa yo de entrar en el campo de fútbol americano, vestido con mi toga negra y mi birrete, y de aceptar mi diploma de manos del superintendente Frank Reynolds.

Y poco después me encontraba de pie al lado de mi maleta, regalo de graduación comprado por catálogo. Tanto mi padre como yo contemplábamos la carretera con los ojos fruncidos.

Y mientras esperábamos a que apareciera aquel autobús, mi padre dijo:

—Escribe si conoces a alguna chica especial.

Un par de copos de caspa después de que Branch Bacardi se haya alejado, la coordinadora de actores dice:

—Él la presionó para que abortara. Le dijo que se lo pagaría. Dijo que un bebé le estropearía las tetas y que acabaría con su carrera en el cine.

La coordinadora dice que debe recoger las bolsas de papel marrón de los tres hombres que están con Cassie Wright en el set. Que debe llevarles su ropa y sus zapatos.

Al otro lado de la sala, el joven actor mira la pastilla que tiene en la palma ahuecada de la mano.

Solo para incordiar, le pregunto por qué nunca volvemos a ver a ninguno de los que han sido llamados al set. ¿Acaso esto es una enorme película snuff del rollo viuda negra? ¿Acaso en el set hay alguien que mata a cada uno de los seiscientos actores justo después de que eyaculen?

Es broma, le digo.

Pero la coordinadora se limita a mirarme durante uno, dos, tres copos de caspa, mientras yo se los cojo con las yemas de los dedos y se los sacudo de encima. Cuatro, cinco, seis copos más tarde, ella dice:

—Sí. En realidad esto es un complejo plan para robar ropa usada de hombre.

Mientras voy pellizcando copos blancos, le pregunto a la coordinadora por qué no se limitan a cambiarle el número a un mismo actor y a hacerlo pasar por el set varias veces. Solamente tienen que filmarle el brazo, cada vez con un número distinto. De esa manera, el joven, el número 72, podría marcharse. La producción entera no dependería de mantener a todo el mundo contento y atrapado aquí dentro.

Sosteniendo con la mano su portapapeles de manera que el extremo inferior del mismo le queda apoyado en el vientre, ella saca el grueso rotulador negro de la pinza. La coordinadora blande el rotulador junto a su cara, a un lado de sus ojos, y dice:

—Tinta indeleble.

Aquella mañana de lunes en Oklahoma, mirando al sol y a lo lejos con los ojos guiñados, con las lágrimas saltándole bajo el olor ondulante del asfalto recalentado, mi padre dijo:

—¿Sabes cómo va, no? Lo de estar con una chica… —Dijo—: Me refiero a lo de protegerte.

Le dije que lo sabía. Lo sé.

Y él me dijo:

—¿Lo has hecho?

¿Llevar condón?, le pregunté. ¿O estar con una chica?

Y él se rió, dándose una palmada en el muslo, levantando una nubecilla de polvo de los vaqueros, y dijo:

—¿Para qué ibas a llevar condón si no has estado con una chica?

Oklahoma nos rodeaba por completo, el mundo se extendía alrededor del punto donde estábamos de pie, del arcén de grava de la carretera, a solas él y yo, y entonces le conté a mi padre que nunca iba a conocer a la chica adecuada.

Y él me dijo:

—No digas eso. —Sin dejar de mirar el horizonte, dijo—: Solo tienes que darte un poco de ánimos.

Este rotulador negro, dice la coordinadora, no se puede lavar. No se va frotando. En cuanto ella te escribe un número en la piel, ya es tan permanente como un tatuaje durante lo que tarda aproximadamente en gastarse una pastilla entera de jabón de tu ducha.

Volviendo a meter el rotulador debajo de la pinza de portapapeles, ella dice:

—Confío en que tengas muchas camisas de manga larga.

Las piedras y el sol. El autobús Greyhound que no llegaba. Toda mi ropa doblada y bien colocada en mi maleta. Me tendría que haber callado. Tendría que haber cambiado de tema y haberme puesto a hablar del parte meteorológico, o tal vez del precio de la fanega de trigo de invierno. Nos podríamos haber pasado horas hablando de la señora Wellton, que dirigía la oficina de correos, y de su colon espástico. Una línea distinta de diálogo, como por ejemplo los nuevos tractores Massey comparados con los John Deere, un poco de toma y daca sobre lo húmedo que había resultado el verano pasado, y ahora mismo los dos seríamos mucho más felices.

Y aquel autobús Greyhond seguía en alguna parte por debajo del horizonte.

Pero ¿a que no sabes qué? La cagué bien cagada. En los últimos diez minutos antes de irme de casa, le dije a mi padre que era Oklahomo.

Mientras hablo con la coordinadora de actores, me trago otra pastillita. El sudor me cae desde el nacimiento del pelo hasta las cejas, bajándome por las sienes y hasta las mejillas. Las gotas me caen y me dejan manchas oscuras de salpicaduras alrededor de los pies. La piel del cuello me quema de tan caliente que está. La coordinadora de actores me dice:

—Deja esas pastillas. —Dice—: No tienes un aspecto muy saludable.

Yo le digo que no estoy enfermo.

Con el autobús todavía sin venir, mi padre me dijo:

—Es un malentendido, eso que te imaginas que eres. —Escupió sobre la tierra, sobre la grava y la tierra del arcén de la carretera—. Es porque alguien te hizo algo malo cuando eras pequeñito.

Alguien se aprovechó de mí.

—¿Quién? —dije yo.

—No te pienso dar nombres —dijo mi padre—. Solo te cuento que no eres por naturaleza eso que te imaginas.

¿Quién se aprovechó de mí?, le pregunté yo.

Mi padre se limitó a negar con la cabeza.

Entonces es mentira, le dije yo. Estaba mintiendo con la esperanza de hacerme cambiar. Se estaba inventando una historia para confundirme. Sacándose de la manga una razón por la que yo no podía ser feliz como era. Allí no había nadie que se dedicara a abusar sexualmente de los niños.

Pero él se limitó a negar con la cabeza y dijo:

—No es mentira. —Dijo—: Ya me gustaría que lo fuera.

El autobús seguía sin venir.

—Relájate, tío —dice una voz. Aquí en el sótano, Branch Bacardi me dice—: Como te mueras aquí, como la palmes de un derrame o de un ataque al corazón, esta gente es capaz de tumbarte boca arriba y dejar que Cassie se folle tu polla muerta y tiesa estilo vaquero del revés.

Mientras se aleja, dice:

—No es nada más que un juego de la lotería, esto de hoy.

Sacudiendo copos blancos del jersey de la coordinadora, le comento que existe la posibilidad espantosa de que yo dejara que más de cincuenta desconocidos me follaran el culo solamente para contradecir a mi padre…

El peor de mis temores es que yo dejara que se me follara el equivalente de cinco equipos de béisbol solo para demostrar que mi padre no era un pervertido.

En el mismo instante exactamente en que el autobús aparecía en el horizonte, mi padre me dijo:

—Tienes que confiar en mí.

Yo le dije que estaba mintiendo. Doblé las rodillas lo bastante para agarrar con la mano el asa de la maleta. Luego me incorporé. Le dije que estaba mintiendo para intentar que yo siguiera siendo hetero.

El autobús se hacía más grande con cada palabra.

Él me dijo:

—¿Me creerías si te contara quién lo hizo?

Quién se aprovechó de mí cuando yo era pequeñito.

Mi otra mano, la que sostenía el billete de autobús, me estaba temblando.

Con el autobús casi delante, en ese último momento que pasamos hablando en Oklahoma, mi padre dijo:

—Fui yo.

Fue él quien se aprovechó de mí.

Mientras hablo con la coordinadora de actores, y le quito copos del jersey, en lugar de una pastilla me meto por accidente un copo de caspa entre los labios. Su piel muerta, correosa por la grasa o la cera. Lo escupo.

Suspendida por encima de nosotros en los monitores, Cassie Wright se pone a rasgar su hábito de monja de ciencia ficción, haciendo tiras largas que a continuación empieza a trenzar con sujetadores y tangas de color rosa pastel y amarillo, formando así una soga para escapar descolgándose por la ventana.

Le pregunto a la coordinadora si le puedo quitar los copos de caspa del pelo.

Y la coordinadora se encoge de hombros y me dice:

—Solo los que se ven…

En Oklahoma, el autobús Greyhound se detuvo frente a nosotros, yo y mi padre en el centro llano de nuestro estado, y él me dijo:

—Fue una equivocación puntual, chico. —Dijo—: Pero no hagas que dure el resto de tu vida.

Los frenos de aire comprimido pararon el vehículo. La portezuela metálica se abrió como un acordeón. Un peldaño, dos, tres y yo ya tenía los pies a bordo y el conductor ya me estaba cogiendo el billete. Le dije:

—Los Ángeles.

Desde abajo, mi padre me gritó:

—Escribe tal como has prometido. —Dijo—: No vivas algo que no es culpa tuya, chico.

Mis oídos oyendo todo aquello.

La coordinadora de actores mira a Branch Bacardi, no le quita la vista de encima. Solo aparta la vista cuando él le devuelve la mirada, y entonces ella dice:

—Sí, los padres siempre te joden la vida…

Mis pies me llevaron por todo el pasillo del autobús Greyhound hasta atrás del todo. Mi culo me sentó en un asiento.

Mi culo ha trabajado mucho desde entonces.

Mi culo es una estrella de cine.

Pero ¿a que no sabes qué? Nunca escribí a casa.

Ir a la siguiente página

Report Page