Snuff

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EL SEÑOR 137

A la primera oportunidad que tengo, me le acerco con sigilo y le pregunto a la coordinadora de actores cómo es que sabe tanto de embolias vaginales. ¿Que cada año mueren casi un millar de mujeres? ¿Víctimas de las zanahorias y las baterías que les meten aire dentro? Me parece un dato más bien infrecuente como para sacarlo a colación así de improviso.

—Lo siento —le digo—. No he podido evitar oírte.

Sosteniendo un extremo de un bolígrafo, la coordinadora lo esgrime como si fuera una varita en dirección a todos y cada uno de los hombres que seguimos aquí. Sin hacer ningún ruido, articulando cada número en silencio —27… 28… 29—, escribe algo en su portapapeles al mismo tiempo que dice:

—Es por eso que la señorita Wright me paga una pasta gansa.

La coordinadora es la ayudante personal de Cassie Wright, su investigadora de proyectos, chica de los recados, me dice. Mirándose el reloj de pulsera, apuntando unos números, una ecuación, en la página de arriba, la coordinadora me dice:

—Ella me pidió que evaluara los riesgos.

Le pregunto si es verdad. ¿Es cierto que la señora Wright tiene un hijo ya mayor?

—Es verdad —dice la coordinadora, y levanta la vista hacia mí.

Tiene copos blancos pegados a los hombros de su jersey negro de cuello de cisne. Caspa. El pelo negro y liso lo lleva atado en una coleta, sin un solo pelo fuera de sitio. Los pelos que le cuelgan por detrás están encrespados y tienen las puntas partidas.

Yo señalo con la cabeza, me limito a inclinar el cuello un poco en dirección al chaval, al número 72, y le pregunto:

—¿Es él?

Y la coordinadora mira. Parpadea. Mira. Se encoge de hombros y dice:

—Está claro que por la pinta podría ser él…

Todas las semanas Cassie Wright recibe un montón de cartas de un millar de jóvenes distintos, cada uno de ellos convencido de ser el bebé que ella dio en adopción. Como parte de su trabajo, a la coordinadora le corresponde abrir ese correo, organizarlo y a veces contestar las cartas. Más del noventa por ciento son cartas de esos aspirantes a hijos. Todos ellos suplicando una oportunidad de conocerla. Solamente una hora de encuentro cara a cara para que cada chaval pueda decirle lo mucho que la quiere. Que ella siempre ha sido su única madre verdadera. El único amor que él nunca ha podido reemplazar.

—Pero la señorita Wright no es idiota —dice la coordinadora.

Cassie Wright sabe que en el mismo momento en que te pones a disposición de cualquier hombre, este empieza a perderte el respeto. Tal vez cuando ella conozca por primera vez a su hijo, él la amará. Pero la segunda vez él le pedirá dinero. La tercera vez le pedirá un trabajo, un coche, una dosis. La culpará de todo lo que él ha hecho mal en la vida. La pondrá verde, le restregará en la cara todas las equivocaciones que ella ha cometido. La llamará puta si ella no le da lo que él quiere.

—No —dice la coordinadora—. La señora Wright sabe que esto no es una cuestión de amor.

Todos esos jóvenes que le escriben pidiendo conocerla, al cabo de un mes vuelven a escribirle, suplicándole. Luego la amenazan. Aseguran que solo quieren encontrar su historial genético, cualquier predisposición a una enfermedad heredada. Diabetes. Alzheimer. Algunos afirman que solo quieren darle las gracias en persona por haberles dado una vida mejor, o bien quieren exhibir sus logros personales para que ella vea que han hecho lo correcto.

—La señorita Wright nunca ha contestado ni una sola de esas cartas —dice la coordinadora.

Es por eso que el mayor público de Cassie Wright, la única parte de su público que sigue creciendo, se compone de jóvenes de entre dieciséis y veinticinco años. Esos jóvenes compran sus películas antiguas, sus reliquias en forma de pechos de plástico y sus vaginas de bolsillo, pero no con ningún propósito erótico.

Souvenirs de la madre real, la madre perfecta que no tuvieron nunca. Partes de Frankenstein o tótems religiosos de esa madre que se pasarán el resto de su vida intentando encontrar: una madre que los elogie lo suficiente, que los apoye lo suficiente y que los quiera lo suficiente.

La coordinadora dice:

—La señorita Wright sabe que aunque encontrara al chaval nunca sería capaz de satisfacer todas sus demandas.

Mira al señor Totó, las inscripciones que hay en su piel blanca de lona, y pregunta:

—¿Cómo conociste a Celine Dion?

En lo alto, los monitores están mostrando extractos de

Un trabajo de puta en Italia, donde un equipo de ladrones de joyas internacionales conspira para robar mil millones en diamantes de un museo de Roma. Durante el golpe, Cassie Wright distrae a los guardias haciendo con ellos un trío con penetración doble. En cuanto suenan las alarmas del museo, en cuanto se oye el estruendo de las sirenas y brillan las luces estroboscópicas, ella cierra con fuerza el suelo pélvico y las mandíbulas, convirtiéndose en unas esposas chinas de carne y hueso y atrapando a los guardias dentro de ella.

La coordinadora sostiene su bolígrafo, dando golpecitos con él en el aire como si contara a los hombres que están en la sala.

—Es por eso por lo que la señorita Wright está filmando este proyecto.

Culpa.

Culpa y venganza.

Sobre todo si Cassie Wright muere, ella sabe que esta película será la última de las de su especie. Las ventas durarán eternamente. Aunque la ilegalicen aquí, se venderán copias por Internet. Tantas como para hacer rico al único heredero de la señorita Wright. Su único hijo.

La coordinadora dice:

—Por no mencionar el dinero del seguro de vida.

Ese es otro aspecto del proyecto que ella ha investigado: las aseguradoras no incluyen las muertes causadas por orgías de gang-bang traumáticas como excepciones en la mayoría de pólizas de seguros. Por lo menos hasta ahora. Hasta que seis de las principales compañías aseguradoras tengan que efectuar pagos por un total de diez millones de dólares como resultado de la muerte por embolia de Cassie Ellen Wright, pagables a su único hijo. No, la señorita Wright no quiere conocer a su hijo. Para ella, esa relación sería exactamente igual de importante, exactamente igual de ideal e imposible que sería para el hijo. Ella esperaría que el joven fuera perfecto, listo y que estuviera lleno de talento, todo para compensar las muchas equivocaciones que ella había cometido. Todo el caos infeliz y desperdiciado de su vida.

Ella esperaría que el joven la quisiera con un amor tan grande que ella sabía que era imposible.

Al otro lado de la zona de espera, el actor número 72 está de pie con sus rosas en la mano. Con la cabeza echada hacia atrás, sus ojos marrones observan cómo Cassie Wright se guarda varios millones en diamantes en las profundidades de su coño afeitado.

—No —dice la coordinadora—. La señora Wright quiere dejarle una fortuna a su hijo, pero quiere que los tribunales lo dictaminen con pruebas de ADN…

La coordinadora sostiene en alto su portapapeles de manera que me tapa un costado de la cara, un ojo, y dice:

—¿Puedes ver con este ojo?

Le digo que sí.

Ella mueve el portapapeles para taparme el otro ojo, destapando el primero, y dice:

—¿Y con este?

Y yo asiento con la cabeza. Puedo ver con los dos.

—Bien —dice la coordinadora. La primera señal de sobredosis de Viagra es perder la visión de un ojo. Medio ciego, pierdes la percepción de las profundidades. A continuación examina con la mirada la zona de espera, la multitud de hombres que se acarician los penes medio erectos todavía dentro de sus calzoncillos, y dice—: Tal vez es por eso que la mayoría de vosotros habéis escrito veinticinco centímetros en vuestras solicitudes…

Yo le pregunto:

—¿Qué pasa con el padre? ¿Acaso no se va a llevar una parte de la fortuna de la señorita Wright?

La coordinadora niega con la cabeza.

—La familia de la señorita Wright —dice— la repudió hace muchos años.

No, me refería al padre del hijo de Cassie.

—¿Ese? —dice la coordinadora, mirándome fijamente, con la boca abierta, meneando la cabeza de un lado al otro—. ¿El cabrón enfermo que la metió en este negocio espantoso? ¿Ese cabronazo andante que le dio a escondidas Demerol y Drambuie, luego puso cámaras y se la folló desde todos los ángulos? —Con los ojos en blanco, la coordinadora dice—. ¿No estás enterado? Él les mandó una copia anónima de aquella primera película a los padres de Cassie.

Por eso cuando ella llegó embarazada a casa ellos la echaron.

Por eso, para sobrevivir, ella tuvo que regresar con el rabo entre las piernas con ese cabrón enfermo y seguir haciendo porno.

La coordinadora suelta una risa parecida a un ladrido. Y dice:

—¿Por qué le iba a dejar nada de dinero a él?

No, le digo. Lo que quería decir era: «¿Quién?».

¿Quién era ese hombre, el padre del chico misterioso que está a punto de hacerse rico?

—¿El cabrón enfermo? —dice la coordinadora.

Asiento con la cabeza.

¿Y a que no sabes qué? Ella levanta una mano para señalar con su bolígrafo al otro lado de la sala: a Branch Bacardi.

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