Snuff

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EL SEÑOR 72

A un tipo que está comiendo patatas fritas en el buffet se le acerca un segundo tipo. El segundo tipo lleva en la espalda el número 206, no solo escrito con rotulador, sino también tatuado con unos números grandes y azules que imitan espinas: el dos en un omóplato, el cero en la columna y el seis en el otro omóplato. El tipo que se está atiborrando de patatas fritas, masticando y tragando mientras con la otra mano agarra más patatas de la mesa del buffet, haciendo un crunch-crunch fuerte y continuo como si estuviera caminando sobre gravilla, lleva el número «206» garabateado en el bíceps del brazo con que coge las patatas.

El tipo tatuado se inclina un poco, doblando las rodillas, y luego se yergue de golpe y le arrea un revés en toda la cara al primer tipo. Poniendo todo su cuerpo en el golpe, a la mano del tipo tatuado y al ruido de bofetón les sigue una larga rociada de saliva y trozos de patatas en dirección al techo. El eco de la bofetada queda amortiguado al impactar los huesos duros de los nudillos contra los huesos del cráneo sin casi nada de por medio. Unos nudillos acolchados únicamente por un guante de piel peluda. El cráneo únicamente protegido por una mejilla llena de mejunje de patata y sal.

Con el tipo de las patatas fritas tosiendo en el suelo, el tipo tatuado gira los hombros hacia un lado. Con la mano del bofetón todavía levantada, señala hacia abajo con el dedo índice, en dirección a los números que tiene por toda la espalda.

—Dos cero seis… mi número. —Se inclina para mirar a los ojos del tipo que está en el suelo y dice—: Búscate otro número. —Sin dejar de retorcer el brazo para señalarse la espalda, dice—. Este es mío.

Con un chorro rojo de sangre brotándole de la nariz al compás de sus pulsaciones, el tipo de las patatas fritas sigue masticando. Traga. Se seca los labios con una mano, dejándose una mancha roja en la mejilla. Se vuelve a secar y se deja otro bigote recto de sangre en la otra mejilla.

La chica que lleva el portapapeles y un cronómetro colgado del cuello por un cordel se acerca a los dos tipos y les dice:

—Caballeros.

Cogiendo un puñado de servilletas de papel de la mesa del buffet y dándoselos al tipo de la nariz ensangrentada, la chica dice:

—Déjenme que resuelva esto.

El tipo al que le sangra la nariz se sorbe la sangre y coge otro puñado de patatas fritas. Con los labios inflados por la sal, partidos y manando sangre.

Mientras la chica está pasando las páginas de su portapapeles, el tipo que lleva el número 137 se me pone al lado. El tipo de la televisión. Con su perro de los autógrafos. Y dice:

—Está claro que a alguien no lo han amamantado…

La chica del cronómetro está tachando el número que lleva en el brazo el tipo de las patatas fritas. Y le está escribiendo un número nuevo.

El tipo tatuado baja el brazo, mirándolos. Frotándose los nudillos de una mano con la palma de la otra.

—Ese del tatuaje —digo yo— es miembro de una banda callejera de Sureños de Seattle. —Le digo al número 137—: Mató a alguien y ha pasado doce años en la cárcel. Lleva fuera desde el año pasado.

El numero 137, abrazando al perro de los autógrafos contra su pecho, dice:

—¿Lo conoces?

Y yo le digo al tipo:

—Mírale la mano.

En la piel vacía que tiene entre el pulgar y el índice de una mano, el tipo tatuado tiene dos líneas cortas y paralelas con tres puntos a lo largo de una de las líneas: el símbolo azteca del número trece. La numerología azteca y el idioma nahuatl son populares entre las bandas de sureños del sur de California. En la baja espalda, justo por encima de la cintura de los calzoncillos largos, hay un elaborado tatuaje del número «187» en un pergamino: la sección referente al asesinato del código penal de California. Al lado del ombligo hay un tatuaje de una tumba con dos fechas, con doce años de diferencia, registrando la pena que ha cumplido.

El número 137 me dice:

—¿Estás en una banda?

Esas cosas me las enseñó mi padre adoptivo.

Señalo los tatuajes de otros tipos que hay en la sala. El tipo asiático que tiene tiras negras tatuadas en los bíceps es miembro de la mafia japonesa, la Yakuza, y cada tira negra representa un crimen que ha cometido. A otro tipo asiático, las letras «CAN» que lleva tatuadas en la espalda lo marcan como miembro de la familia del crimen Clan de Asesinos Ninja. De pie, paseando, esperando su turno, hay tipos que llevan tatuado un pequeño crucifijo en la piel de entre el pulgar y el índice. Tres pequeñas líneas que sobresalen identifican el tatuaje con la Cruz del Pachuco, el signo de las bandas latinas. Otros tipos tienen tatuados tres puntos que forman un triángulo en el mismo sitio. Si son mexicanos, esos tres puntos significan «Mi vida loca». Si son asiáticos, los puntos significan To o can gica, «No me importa nada».

El número 137 dice:

—¿Tu padre estaba en una banda callejera?

Mi padre adoptivo era contable para una gran corporación de la lista Fortune 500. Él, yo y mi madre adoptiva vivíamos en una casa estilo Tudor inglés de los barrios residenciales con un sótano inmenso donde él jugaba con trenes en miniatura. Los demás padres eran abogados y hacían investigación química, pero todos tenían trenes en miniatura. Todos los fines de semana que podían, cargaban sus cosas en una furgoneta familiar y viajaban a la ciudad para hacer investigaciones. Hacían fotos de pandilleros. De graffittis de bandas urbanas. De trabajadoras del sexo en plena ronda. De basura y polución y adictos a la heroína sin hogar. Todo lo estudiaban y lo discutían, intentando superarse entre ellos a ver quién podía recrear las escenas más realistas y sórdidas a la escala H0 de los trenes en una partición de sótano.

Mi padre adoptivo usaba una sola hebra de pelo de armiño para pintar el número «312» en la espalda desnuda de la figurita diminuta de un pandillero. Para representar a un miembro de los Vice Lords de Chicago. Así es como los pandilleros delimitan su territorio: se hacen tatuar su código de zona telefónico, normalmente en la parte superior de la espalda. A veces en el pecho o en la barriga. El tipo que ha pegado al de las patatas fritas estaba reclamando para sí el código de zona de Seattle, que debería ser territorio de los Norteños. Le comento que no es de extrañar que se muestre tan a la defensiva.

Los miembros de la banda Blood siempre tachan la letra «C» en todos sus tatuajes. Para negar cualquier fidelidad a la banda rival, los Crip. Si alguien tiene un tatuaje con una «B» tachada, eso muestra que es un Crip.

—¿Eso te lo enseñó tu padre? —dice el número 137.

Mi padre adoptivo. Mientras trabajaba en sus trenes en miniatura. Nunca le fue infiel a mi madre adoptiva, pero podía pasarse días enteros fotografiando a putas y luego pintando figuritas diminutas igual que ellas. Nunca tomaba drogas ilegales, pero sus minúsculos yonquis o adictos al cristal eran todos pequeñas obras maestras. Usando un pincel del grosor de una aguja, mi padre adoptivo pintaba firmas de grafitero en las paredes de las fabricas de mala muerte y de los albergues para vagabundos.

Le digo al número 137 que siento que la temporada pasada cancelaran su serie de televisión.

El número 137 se encoge de hombros. Y dice:

—¿O sea que eres adoptado?

Y yo le digo:

—Me adoptaron al nacer.

Esperando a que le llegue su turno con Cassie Wright, hay un tipo rubio y fofo de pie con los brazos cruzados sobre el pecho. Su barba amarilla es tan dura y rígida que los pelos le sobresalen en punta de la barbilla en lugar de descender por efecto de la gravedad. Tal vez por sucia. Sus pálidos antebrazos están atiborrados de letras «A» y «B» negras y borrosas, esvásticas y tréboles. Tatuajes carcelarios practicados con una cuerda rota de guitarra, entintados con carbonilla de tenedores y cucharas de plástico mezclada con champú. La Aryan Brotherhood. Los dos codos enormes y pecosos cubiertos por tatuajes de telarañas.

Cerca del tipo de la Aryan, el señor Bacardi engancha un dedo en la cadenilla de oro que lleva al cuello. En el punto más bajo de la cadenilla, justo sobre su garganta, cuelga un corazón de oro. Un relicario que Cassie Wright ha llevado en un millón de escenas. Bacardi coge el relicario de oro con el pulgar y el índice y lo hace correr hacia delante y hacia atrás por la cadenilla que lleva al cuello.

—Mi madre de verdad —le digo— es una gran estrella de cine, pero no puedo decir quién.

Le cuento que le he escrito toneladas de cartas, a la dirección de su productora y sus distribuidores, y hasta del agente que la lleva, pero que ella nunca me ha contestado.

El número 137 contempla las flores que tengo en las manos.

—No es que quiera su dinero ni tampoco su amor —digo—. Lo único que busco es conocerla y nada más. Por lo que calculo, ahora mismo tengo la edad que debía de tener ella cuando me dio en adopción.

Si el agente de ella o alguien más está interceptando mis cartas y tirándolas a la basura, es algo que no sé. Pero tengo un plan secreto para conocerla algún día. A mi madre de verdad.

El número 137 dice:

—¿Conoces a tu padre de verdad?

Y yo me encojo de hombros.

Al otro lado de la sala, un tipo negro tiene una bandera al viento tatuada en la parte de atrás de la cabeza afeitada, y en la bandera el número «415», símbolo de la Nación Africana Kumi, una escisión de la Black Guerrilla Family. Por lo menos de acuerdo con mi padre adoptivo, que recitaba todos esos detalles mientras sostenía una lupa con una mano y un pincel con la otra, transformando las figuritas ferroviarias de médicos, barrenderos, policías y amas de casa que le llegaban de Alemania. Añadiéndoles motitas de pintura nueva, los transformaba en miembros de La eMe, la mafia mexicana. De los Guerreros Arios. De los Gangstas de la calle Dieciocho. Si me colocaba a su lado y ponía una mano sobre su mesa de trabajo del sótano, y me quedaba quieto así, mi padre adoptivo me pintaba las letras «WP» y el «666» que representaban el «White Power», «Poder Blanco», en la base del pulgar. Y luego me decía:

—Corre a lavarte las manos.

Me decía:

—Que no te vea tu madre.

Mi madre adoptiva.

Ahora mismo, en lo alto de esas escaleras, la mujer que está al otro lado de la puerta es territorio neutral. Una capilla a la que peregrinamos de rodillas durante un millar de millas para rendirle tributo. Como si fuera Jerusalén o alguna iglesia. Igualmente especial para los supremacistas blancos, los Blood, los Crip y los Ninja. Capaz de trascender raza, nacionalidad y familia. Puede que todos los hombres que hay aquí odien a todos los demás, puede que fuera de aquí nos matemos entre nosotros, y sin embargo todos la amamos a ella.

Nuestro Suelo Sagrado. Cassie Wright, nuestro ángel de la paz.

A mi lado, el número 137 saca una pastilla del frasco de pastillas azules que se ha comprado. Con su perro de los autógrafos sujeto debajo del brazo, se echa la pastilla en la palma de la mano y luego se la mete en la boca.

Alguien ha pisado el charco de sangre que el tipo de la hemorragia nasal ha dejado en el suelo de cemento. Distintos tamaños de pies descalzos dejan rastros sanguinolentos y pegajosos en todas direcciones.

Le pregunto qué está haciendo —ahora mismo, quiero decir— para resucitar su carrera televisiva.

Y el número 137 me dice:

—Esto.

Y agita el frasquito de pastillas.

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