Snuff

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EL SEÑOR 72

Esto es después. Estamos de pie en el callejón, después de que los enfermeros le hayan preguntado a Sheila si hay algún pariente. Algún familiar a quien dar la noticia.

Esto es después de que Sheila haya dicho que no con la cabeza. Le han caído copos blancos flotando del pelo, pequeños como las cenizas de un incendio, y ella les ha dicho:

—Nadie. El muy cerdo no tenía a nadie.

Esto es después de que hayamos dejado al tío que hacía de Dan Banyan en el sótano, vistiéndose pero poniéndose la camisa del revés. Palpando los botones, ha dicho:

—Hablando de nuestro reality show, ¿qué os parece La rubia lleva al ciego de la mano?

Se ha puesto los pantalones del revés y luego del derecho. Después, sacándose un teléfono del bolsillo de los pantalones, Dan Banyan ha pulsado marcación rápida, y cuando alguien ha contestado les ha dicho que no manden al chapero. Que todo se ha terminado. El tío viejo y fofo al que iban a mandar ya no hace falta.

El trabajo está hecho.

A continuación el tío que hacía de Dan Banyan llama a alguien más para decir sí, sí, sí a unos transplantes capilares de emergencia. Después llama a un restaurante para reservar una mesa para él y la señorita Wright, para esta noche.

Solo quedamos Sheila y yo, de pie en el callejón, con el sol poniéndose al otro lado del edificio. Los colores de la puesta de sol, roja y amarilla como un incendio, más allá de todo. Los dedos de Sheila pasan los billetes de una mano a otra, mientras cuenta con los labios:

—… Cincuenta, setenta, ciento veinte, ciento setenta… El dinero suma quinientos sesenta dólares en su mano derecha. Y lo mismo en la izquierda.

Le digo que no se preocupe. Que puede seguir odiando a su madre.

Y Sheila vuelve a contar los billetes y dice:

—Gracias. —Se seca los ojos con un billete de veinte dólares. Se suena la nariz con uno de cincuenta y dice—: ¿Hueles a carne asada?

Le pregunto si me va a envenenar.

—¿Es que no lo sabes? —dice Sheila—. Las personas traumatizadas aman a otras personas traumatizadas.

Cianuro y azúcar. Veneno y antídoto. A lo mejor nos equilibramos entre nosotros.

Qué sé yo. Pero ahora mismo, de pie con ella en el callejón, delante de la salida de atrás, con el número «72» todavía escrito en el brazo, esperando a dar el próximo paso, siento que este momento me basta.

Con los tíos de la ambulancia todavía dentro, haciéndole el masaje cardíaco al cadáver de Branch Bacardi. Clavándole agujas enormes que contienen alguna cura. Con los ojos fuertemente cerrados de tan grande que es la sonrisa que tiene en la boca muerta.

Y Sheila dice:

—Espera.

Con la mitad del dinero en cada mano, deja de contar. Se queda mirando la puerta cerrada de metal por la que acabamos de salir. La puerta cerrada detrás de nosotros. Después de que la cerradura haya hecho clic, después de que todo haya terminado. Sheila se inclina, torciendo la cabeza a un lado hasta pegar la oreja a la puerta. Acerca la nariz a la cerradura y huele: sus orificios nasales se acercan al agujero de la cerradura e inhalan profundamente. Una mano cerrada con fuerza en torno al dinero se estira para tirar de la manecilla. La otra mano, cerrada en torno al otro fajo de billetes, llama a la puerta metálica. Llama más fuerte. Tira con más fuerza. Sheila me ofrece las dos manos y dice:

—Aguanta un momento esta porquería. Un leve, leve olor a humo de carne. A barbacoa. El contorno rojo de mi cruz, la que venía de mi pecho, se diluye en su mejilla.

Es después de que me meta todos esos billetes en la mano cuando Sheila empieza a gritar de verdad, a dar bofetadas y patadas a la puerta, y luego a tirar de la manecilla con las dos manos.

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