Snuff

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EL SEÑOR 137

Un mexicano gigantesco le arrea un bofetón a un gordo fofo en la mesa del catering, y luego el actor número 72, el que lleva el ramo de flores muertas en la mano, se me acerca y se pone a explicarme el ataque. La pelea ha tenido algo que ver con trenes en miniatura y la ciudad de Seattle. Con la mafia mexicana y el Vaticano. En medio de la cháchara, el número 72 me dice:

—Lo siento.

Yo le digo que no se preocupe.

—Me refiero a que te cancelaran la serie de la tele —dice.

Le digo que no importa.

—O sea, todas las revistas de cotilleos te estaban dando caña —dice.

Le digo que lo olvide.

Y el actor número 72 dice:

—¿Qué estás haciendo? Aquí, me refiero…

Branch Bacardi, el número 600, se está apretando un puñado de papel higiénico contra el pezón ensangrentado, y cada vez que miro en su dirección él me devuelve la mirada. En cualquier momento va a venir para aquí y yo no tengo ninguna buena apertura de diálogo. La mismísima estrella de Piratas anales del Caribe y de Smokey y el bandido del sexo me está tirando los trastos.

¿A que no sabes qué?

Uno no puede ir y decir: «Hola, señor Branch, adoro absolutamente su consolador…».

Todo el mundo a quien conozco, hombre o mujer, tiene la polla de usted en la mesilla de noche. El vibrador a pilas o el consolador normal de uso manual. El de usted es la Ricitos de Oro de los consoladores: no una polla larga y fina como un lápiz, copiada de la erección de Ron Jeremy. Y ciertamente no una de esas de diámetro tan grueso que sientes que te están bombeando como si fueras un retrete atascado. No, con su longitud y su grosor, el Branch Bacardi representa la talla única de los juguetes sexuales que replican a famosos.

Pero no, con o sin cumplidos, esa clase de diálogo nunca queda bien…

Deambulando a nuestro alrededor, los hombres demasiado desnudos forman un mar de tatuajes y cicatrices. De sarpullidos y costras. De estrías y piel quemada por el sol. Al otro lado de las picaduras de mosquito y de los granos, Branch Bacardi está de pie junto a Cord Cuervo, con las dos cabezas muy juntas, hablando. Bacardi me señala y Cuervo me mira. Cuervo asiente con la cabeza, le susurra al oído a Bacardi y los dos se ríen.

Que se rían, digo yo. El Cord Cuervo Super Deluxe es demasiado cónico. Partiendo de un glande circunciso del tamaño de una goma de lápiz, el tronco de la longitud de un dedo se ensancha hasta una base tan grande como una lata de cerveza. Una pesadilla ergonómica.

Siempre se le puede preguntar a Bacardi por los aspectos de la producción en masa, por esas cadenas de montaje en China donde los trabajadores explotados envuelven y empaquetan incontables réplicas de su erección en caucho de silicona, todavía calientes de los moldes de acero inoxidable. O bien empaquetan y envían ejércitos bamboleantes de vaginas rosadas de plástico hechas a partir del molde del coño afeitado de Cassie Wright. Obreros chinos esclavizados, trabajando a mano, metiendo pelos púbicos con pinzas o pintando con aerógrafo distintos tonos de rojo, de rosa o de azul. Con una precisión que llega hasta la misma cicatriz de la episiotomía de Cassie. Hasta la última vena y verruga de Bacardi. Igual que antes se fabricaban máscaras funerarias, luciendo moldes de yeso de las caras de los famosos en las horas que mediaban entre su fallecimiento y su descomposición.

Mucho tiempo después de que Cassie Wright se vuelva vieja y demente, se muera y se pudra, su vagina seguirá con nosotros, sepultada en cajones de ropa interior y armarios de cuartos de baño, al lado de las revistas guarras ajadas. O bien expuesta en tiendas de anticuario. La erección de caucho de Bacardi, al mismo precio que los consoladores de hueso de ballena labrados a mano que usaban las esposas solitarias de los balleneros de Nantucket de antaño.

Una modalidad de la inmortalidad.

Siempre se lo puedo preguntar: ¿qué sensación produce que la polla de Branch Bacardi y la vagina de Cassie Wright sean reducidas a mero kitsch? ¿A artefactos camp como el urinario de Duchamp o la lata de sopa de Warhol?

¿Qué sensación produce ver tu polla y tus pelotas, o bien tu clítoris y los pliegues de tu coño, clonados un millón de veces y colocados en la estantería de detrás de alguna empleada de tienda de porno de esas que se pasan el día mascando chicle? O peor todavía, tus partes íntimas amontonadas en un cajón de ofertas, mientras montones de desconocidos las levantan, las estrujan, las pellizcan y las rechazan igual que harían con aguacates en un supermercado…

Pero, nuevamente, es un diálogo que no queda bien.

Se puede probar una anécdota graciosa, como por ejemplo la historia verídica de un buen amigo mío. Carl. Un gran fan del Branch Bacardi Super Deluxe. Resulta que una mañana Carl miró dentro del retrete y vio unas culebrillas finas y de color rosa en sus heces. Gusanos. Lombrices repulsivas. Pero cuando llevó una muestra de su mierda metida en una caja de cartón para que la analizaran, los resultados fueron negativos. Los hilillos rosados no eran parásitos. Eran caucho. El prepucio de caucho rosa de su Super Deluxe había empezado a degradarse y deshacerse. Cuando el proctólogo de Carl usó ese término, así fue exactamente como se sintió Carl: deshecho. Degradándose. Degradado.

Se puede arriesgar uno a contar la historia de cómo Carl ligó con un tío una vez… oh, hace años. Y los dos hombres se fueron juntos a casa y se encontraron con que los dos eran tremendos pasivos anales. Para satisfacer a todo el mundo, compartieron un Branch Bacardi especial de dos cabezas. Aquel feliz golpeteo de esfínteres funcionó bien hasta que —¿a que no sabes qué?—, Carl sintió que su paramour du jour estaba disfrutando de un trozo más grande que la mitad que le tocaba. Lo que había empezado como un encuentro casual y anónimo se había convertido en un salvaje tira y afloja de sexo anal, solo que sin nudo en la cuerda, sin banderín para impedir que una de las partes se zampe todo el territorio. Sin seguro contra la codicia. Sin Muro de Berlín de caucho de silicona para mantener a todo el mundo dentro de los límites de la honradez.

Sí, se puede arriesgar uno a contar esta historia, pero lo último que un pollón célebre como Branch Bacardi quiere oír es que su producto es defectuoso.

Y Dios no quiera que Bacardi crea que Carl soy yo. Que me he inventado a un amigo para ocultar mi identidad.

Debajo del brazo, me ha abandonado tanto el desodorante que el sudor ha empapado la piel de lona del señor Totó, diluyendo el mensaje de Bette Midler —«¡Sigamos siendo grandes amigos siempre! Te quiere, Bette»— y convirtiendo las palabras en un simple manchón azul. Ya sea por culpa de las pastillas azules o por un problema de nervios, he sudado hasta borrar a Carol Channing y a Barbra Streisand. «Nuestro fin de semana en París fue el Paraíso. Tuya siempre, Barbra.»

El actor número 72 se cambia el ramo de un brazo al otro, mira al señor Totó y dice:

—¿Cómo es Goldie Hawn?

Tampoco es para llorar, porque la dedicatoria de Bette Midler era falsa. Igual que la de Carol Channing. Y la de Jane Fonda. Muy bien, la verdad es que todo lo que pone en el perro es falso. Lo he escrito yo, usando caligrafías distintas y colores de tinta distintos.

No se puede acercar uno a una estrella como Cassie Wright con un perro de autógrafos vacío. Yo quería que ella me firmara en medio de una galaxia de estrellas. Como si todos fuéramos amigos íntimos.

La verdad es que no he conocido nunca a ninguna de esas mujeres.

Después de que firme la señorita Wright tengo planeado copiar su caligrafía y escribir: «¡Gracias por el polvo de mi vida!».

No puede pedirle uno a una gran estrella como Cassie Wright esa clase de dedicatoria tan personal. Sobre todo si es mentira.

Y no se le puede decir a un actor como Branch Bacardi que, gracias a su Super Deluxe, te ha salido callo en la próstata. Aunque sea verdad.

A Bacardi le debe de haber cicatrizado el pezón, porque ha dejado de apretarse el papel higiénico contra el mismo. Ahora en cambio está manoseando un collar. Un colgante. Algo pequeño de oro que le cuelga de una cadenilla alrededor del cuello. Usando ambas manos, sostiene el colgante únicamente con las yemas. Metiendo una uña en el cierre, abre el colgante y mira dentro. Es un relicario o una cajita. No hay duda de que dentro hay escondido un pequeño retrato o un mechón de pelo.

Otra modalidad de la inmortalidad.

La siguiente vez que me mire, si por fin el señor 600 se me acerca, tal vez le puedo contar lo del Vaticano, el hecho de que si se lo pides con educación, los cuidadores de allí te abren un cajón tras otro para mostrarte las reliquias que hay dentro. De acuerdo con Carl, guardados dentro de algunos de los cajones hay pollas de mármol labrado. Penes. De alabastro, de ónice, de obsidiana. Hilera tras hilera, cajón tras cajón de pichas vetustas, todas numeradas, correspondientes con obras de arte que se dejaron castradas. Esa colección de cientos de pollas numeradas fueron todas desprendidas a cincel de estatuas griegas y romanas, egipcias y bizantinas, y reemplazadas por hojas de parra de yeso pegadas a la estatua.

Pollas minoicas de bronce, cortadas a hachazos y pequeñas como balas. Pollas de terracota etrusca, deshaciéndose en forma de polvo. Esas pichas sin precio no son algo que los piadosos quieren que veas, pero siguen siendo demasiado importantes para tirarlas a la basura.

Lo mismo que todos esos consoladores de Branch Bacardi y vaginas de Cassie Wright guardados en mesillas de noche y guanteras.

Le podría contar a Bacardi que el vibrador eléctrico se comercializó por primera vez en la década de 1890. Que los primeros aparatos domésticos que se electrificaron fueron la máquina de coser, el ventilador y el vibrador. Los americanos disfrutaron de los vibradores eléctricos diez años antes que de las aspiradoras y las planchas. Veinte años antes de que llegaran al mercado las freidoras eléctricas.

Al diablo las tareas de la casa, la prioridad número uno siempre la hemos tenido entre las piernas.

La coordinadora de actores pasa caminando a mi lado, llevando una bolsa de patatas fritas llena de servilletas de papel empapadas de la sangre del actor al que le acaban de partir el labio. El papel blanco manchado de rojo sangre y de naranja del aromatizante a barbacoa. La joven se detiene un momento delante de Branch Bacardi y este tira dentro de la bolsa su papel higiénico con manchitas de sangre del pezón.

Mirando a la señorita, el chico de las flores, el actor 72, dice:

—La odio.

Y su puño arruga, aplasta y hace crujir el cono de celofán donde lleva las rosas. Sus puños lo estrujan más y más fuerte hasta que las espinas asoman a través del mismo.

Mirando a la coordinadora de actores, el actor 72 dice:

—¿Cuánto te apuestas a que esa zorra tira a la basura todas las cartas que la gente manda a Cassie Wright, sin tener en cuenta cómo es de importante lo que hay dentro o las ganas que un tipo tiene de decirle a Cassie cómo de importante es ella para él?

Si Bacardi se me acerca, eso es lo que le contaré: lo de esos cuidadores del Vaticano con sus cajones polvorientos llenos de pollas numeradas, sin precio y sin cara.

Dentro de su colgante hay algo que nadie más puede ver, pero que Branch Bacardi se queda mirando un largo rato. Midiendo el tiempo según las películas que están dando sobre nuestras cabezas, se pasa mirando su secreto, un trío… dos mamadas… y un orgasmo de clítoris.

¿Y a que no sabes qué? Luego Bacardi levanta la vista, me mira a mí y cierra su relicario.

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