Snuff

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SHEILA

La señorita Wright hacía jogging por una acera, elevando las rodillas hasta la cintura por delante de ella, con los muslos tensados al máximo dentro de sus pantalones cortos negros de ciclista. Los pechos rebotando, meciéndose de un lado al otro, amarrados dentro de un sujetador de deporte blanco. Los pies aporreando la acera de cemento dentro de unas zapatillas de tenis.

La piel del vientre, tensa y morena. Sin estrías. Ninguna señal de que hubiera sido madre.

En su entrepierna, la licra negra se tensó por encima de un bultito. Más grande que el bulto de la vulva. Más protuberante que el paquete de un tío. Mucho más grande que un clítoris. La entrepierna de la señorita Wright creció, se hinchó y rebotó. Otra zancada, otro pie aterrizando en el cemento, y el bulto que había dentro de sus pantalones cortos de ciclista empezó a bajarle por una pernera de licra.

Estábamos haciendo jogging junto a un parque de hierba verde. La señorita Wright, echando vistazos a las páginas de una carpeta de anillas que yo llevaba encima. En cada página, una funda de plástico transparente que mostraba seis polaroids. Cada imagen mostraba la cabeza y los hombros de un hombre numerados con rotulador negro en el borde inferior. Los más de seiscientos ahoga-serpientes que se habían apuntado a nuestro proyecto. Aquellos estruja-plátanos y enciende-mangueras. Los suelta-chorros que habían pasado el chequeo de la hepatitis. Con una mano, yo llevaba agarrado el borde superior de la carpeta, apoyándomela contra la cintura. Con la otra iba pasando páginas, los dedos doblados alrededor de un bolígrafo.

Con cada zancada en el suelo, la carpeta se me clavaba en el ombligo. Aquel tocho de más de cien páginas.

El bulto que había dentro de los pantalones cortos de la señora Wright se detuvo un momento, colgando de la banda elástica que había en la parte baja de la pernera. La licra y el elástico se doblaron, florecieron, eructaron y dejaron caer una bola de color rosa, reluciente de humedad, que dio un bote, dos y tres, dejando sendas manchas mojadas sobre el cemento gris.

—Mierda —dijo la señorita Wright.

Lo dijo en voz baja, dándose una palmada en la parte de la pierna por donde le había caído la bola.

La bola de color rosa rebotó dejando cuatro, cinco y seis manchas de humedad en la acera detrás de nosotros. Siete, ocho y nueve manchas de humedad, y un perro salió de la hierba de un salto y agarró la bola con los dientes. Un perro negro, brillante como una foca de patas flacas, pequeño como un gato de orejas puntiagudas; cerró las encías negras en torno a la bola de color rosa y se alejó disparado por la hierba del parque.

Deteniéndose para mirar cómo el perro se encogía. Cada vez más pequeño y lejano, la señorita Wright dijo:

—¿Conoces la película El mago de Oz? —Dijo—: El perro que interpretaba a Totó era un terrier escocés llamado Terry. —Mirando cómo su pelota de color rosa desaparecía a los lejos, la señorita Wright dijo—: En la escena donde los guardias de la bruja persiguen a Totó hasta sacarlo del castillo, en la toma final, uno de los guardias, en mitad del puente levadizo del castillo, se lanzó de un salto y aterrizó sobre el pobre Terry. Y le rompió la pata de atrás a Totó.

El perro se pasó semanas fuera de la película. Créetelo.

De vuelta al jogging, levantando las rodillas, con los brazos ondeando a su aire, la señorita Wright siguió hablando. En aquella misma película de El nabo de Oz, el actor Buddy Ebsen estuvo a punto de morir de una reacción alérgica al polvo de aluminio que formaba parte de su disfraz de Leñador de Hojalata. La actriz Margaret Hamilton se suponía que tenía que irse del País de los Munchkins en una bola de llamas, pero el destello del fuego le incendió el maquillaje verde de óxido de cobre, quemándole la cara y la mano derecha.

Buddy Ebsen perdió su papel a favor de Jack Haley. Margaret Hamilton se pasó seis semanas en cama, envuelta en gasas y en Picrato de Butesin.

La señorita Wright echó un vistazo a las seis polaroids que yo tenía en las manos. Los seis siguientes arroja-leches y saca-pringues. Sin dejar de hacer jogging, dijo:

—Hay actores que han hecho cosas mucho peores por su oficio.

Me contó que la bola de color rosa había sido fabricada con molde de silicona. Setenta gramos. Veinte milímetros de diámetro. Un ejercicio de Kegel. Te metes la bola y tensas el suelo pélvico. En el pasado, las mujeres asiáticas se insertaban dos bolas metálicas llenas de mercurio dentro de sus cavidades centrales. El mercurio se movía durante todo el día, haciendo rodar las bolas, estimulando a las mujeres, poniéndolas más calientes a medida que el peso de las bolas reforzaba los músculos de su coño. Los maridos llegaban a casa y aquellas amas de casa subidas de revoluciones se los follaban en el recibidor.

Créetelo.

Qué lástima que el mercurio tuviera tendencia a gotear, dice la señorita Wright. Las volvía locas. Las envenenaba hasta matarlas.

Hoy en día la mayoría de chicas asiáticas van por ahí con bolas de jade dentro. Cuanto más fuerte te vuelves, más peso puedes cargar.

Haciendo jogging otra vez, se le infló la entrepierna de los pantalones cortos. La licra se expandió hasta volverse fina, el color pasó de negro a gris oscuro. Otra zancada y algo le salió de golpe de la pernera elástica. Cayó con un golpe sordo en la acera, rebotando, dando brincos, deslizándose, hasta aterrizar en la alcantarilla. Redondo como una pelota de tenis y blanco, pero liso y con vetas como si fuera una roca de mármol o de ónice.

Es una piedra para ejercicios de Kegel, dijo la señorita Wright, inclinándose para cogerla con ambas manos. Un kilo doscientos. Limpiándose la piedra contra la pernera de los pantalones cortos, sacándole las hojas muertas y los granos de tierra, la señorita Wright dijo:

—Un par de meses de llevar esto a cuestas y mi coño ya puede ir a las Olimpiadas…

Todo aquello era entrenamiento para Tercera Zorra Mundial.

Ella me dijo que una verdadera estrella de cine está dispuesta a sufrir. En la película Cantando bajo la lluvia de 1952, el actor Gene Kelly estuvo bailando la canción que daba titulo a la película, toma tras toma, durante días enteros, a treinta y nueve y medio de fiebre. Para hacer que la lluvia quedara bien al rodarla, el equipo de producción usó agua mezclada con leche, y allí estaba Gene Kelly, enfermo como una mala cosa pero chapoteando y empapado de leche agria, sonriendo con expresión feliz como si fuera el mejor día de su vida.

En 1973, en una película titulada Los tres mosqueteros, Oliver Reed estaba haciendo de espadachín en un molino de viento y alguien le clavó la espada en la garganta. A punto estuvo de desangrarse.

Dick York se destrozó la columna filmando una película titulada Llegaron a Cordura en 1959. Siguió actuando pese al dolor hasta 1969, interpretando al marido de la bruja en la serie Embrujada. Se pasó catorce episodios en el hospital y perdió el papel.

La señorita Wright se encogió de hombros sin dejar de hacer jogging, pasándose la piedra de ejercicios de una mano a otra, el peso de la misma haciendo que se le inflaran de golpe los músculos de los bíceps cada vez que la atrapaba. Me hizo una señal con la cabeza para que yo pasara la página. Pasando de una remesa de salpica-techos a los seis siguientes persigue-felpudos.

Pasando la página de plástico, le conté que Annabel Chong había comparado un gang-bang con correr una maratón. A veces te sentías llena de energía. Otras veces te quedabas agotada. Luego te venía un soplo de fuerza nueva y notabas que te volvían las energías.

El actor Lorne Greene, me dijo la señorita Wright, el que hizo la serie de televisión Bonanza, años más tarde estaba filmando su otra serie, Lorne Greene’s New Wilderness, y un cocodrilo le arrancó un pezón de una dentellada.

Aquello lo dijo mientras miraba las polaroids. Levantando las rodillas, con los pechos dando botes, sus ojos permanecieron fijos en una foto en concreto. Un joven siembra-alfombras. El número 72. Los mismos ojos que ella, la misma boca. Agradable. No era alguien que te arrancaría el pezón de una dentellada.

Yo, por mi parte, había intentado organizar el gang-bang tal como lo haría Mesalina, dispersando lo más posible a los saca-yogures más feos, a los empalma-huesos viejos y obesos, a los estruja-glándulas sucios o deformes. Un monstruo insertado cada ocho o diez lanza-renacuajos normales.

La señorita Wright señala con la cabeza una cara familiar, la del menea-palancas número 137, y dice:

—Está bueno…

Un actorucho de televisión acabado con ganas de expulsar un poco de salsa de rabo.

En la entrepierna de la señorita Wright algo más infló la licra negra. El bulto le bajó meneándose por la pernera. Le salió disparado del elástico. Cruzó la acera soltando destellos de color verde brillante y desapareció en una alcantarilla, traqueteando, dando golpes, bajando como una bola de pinball por las tuberías metálicas a oscuras.

—Mierda —dijo la señorita Wright—. Esa era de jade auténtico.

Mientras estábamos las dos con la cabeza gacha mirando fijamente la rejilla de hierro de la alcantarilla, yo le conté que Aristóteles solía escribir filosofía sosteniendo una bola pesada de hierro en una mano. En cuanto empezaba a quedarse dormido, los dedos se le relajaban y la bola se le caía al suelo. El estruendo lo despertaba y él seguía trabajando.

—¿Aristóteles? —dijo la señorita Wright.

Apartó la vista de la alcantarilla para mirarme.

Sí, le digo. Créetelo.

La señorita Wright frunció los ojos hasta convertirlos en dos rendijas y dijo:

—¿El hombre que se casó con Jackie Onassis?

Y yo le dije que sí. Pasé la página de plástico transparente de mi carpeta de anillas. Le enseñé a otros seis azota-almejas.

La señorita Wright me contó que el famoso amante Casanova solía meter dos bolas de plata dentro de las mujeres con las que salía. Él aseguraba que eso evitaba el embarazo, la plata, porque contiene un poco de veneno. La misma razón por la que a la gente le convendría comer con cubiertos de plata, porque la plata mata las bacterias.

Pesas vaginales, las llamó ella. Algunas tintineaban porque tenían cascabeles dentro. Algunas parecían rodillos pequeñitos. Otras tenían forma de huevos de gallina. Una las llevaba dentro mientras corría o iba en bicicleta o hacía las tareas de la casa.

Sin dejar de hacer jogging, pasándose la piedra de una palma a la otra, donde aterrizó con un ruido fuerte de palmada, la señorita Wright dijo:

—El único problema que tengo con el jogging es que a veces traqueteo —dijo—. A veces siento que soy como un bote de pintura en espray.

La piedra golpeó su otra palma, el ruido de una sola mano aplaudiendo.

Pasé otra página de mi carpeta de anillas. Otros seis tira-cañas.

Mirando al limpia-rifles número 600, la señorita Wright dijo:

—El viejo Branch Bacardi… —Con la mirada perdida, contemplando el horizonte de hierba verde donde el perro había desaparecido, la señorita Wright dijo—: Ese terrier escocés… el perrito Terry, el que interpretaba a Totó en El mago de Oz, ¿sabes que el chucho ese sigue en circulación?

Cuando el perro murió, sus dueños hicieron disecar a Terry. En 1996, el perro se vendió en una subasta por ocho mil dólares.

Créetelo.

—Totó no era ni siquiera un perro chico. Totó era una chica —dijo la señorita Wright—. Hasta después de muerta, la chica sigue sacando dinero a la gente.

Algo redondo y pesado ya le iba bajando poco a poco por una pernera de los pantalones cortos.

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