Snuff

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EL SEÑOR 72

Lo que le he contado al señor Bacardi no era toda la verdad. Ni siquiera era la mitad de la historia. La primera vez que descargué clips de vídeo de Cassie Wright lo que quería era verla tejer algo normal y corriente, qué sé yo, algo de hilo. O bien quería verla freír algo en los fogones. Solamente, supongo, verla leer un libro sentada junto a la lámpara en una sala agradable y sin estar cubierta de litros enteros de lechada caliente.

En los tablones de anuncios electrónicos, en los foros de mensajes de Internet, donde los fans cuelgan detalles de todos los lunares y pestañas que Cassie Wright tiene, de todos los colores de pintalabios que ha llevado, esos tíos diseccionan hasta la última mamada, no sé, como si fueran deberes universitarios para conseguir créditos extra. Cassie Wright nació en Missoula, Montana. Sus padres se llaman Alvin y Lenni Wright. En la actualidad viven en Great Falls. Y sí, Cassie Wright tuvo un bebé al que dio en adopción hace diecinueve años.

Navegando por la red, busqué imágenes en las que ella pasara la aspiradora por una alfombra. O fuera en coche. Con la ropa puesta y sin que nadie le estuviera metiendo nada.

Mandé varios giros postales y nunca recibí nada. Pero el primer paquete que me llegó fue una vagina de bolsillo de Cassie Wright, la versión numerada, premium y en edición limitada. La número cuatro mil doscientos. Calidad totalmente museística. En perfecto estado. Lo bastante pequeña como para llevarla a la escuela en el bolsillo de los vaqueros, resiguiendo con la mano izquierda sus pliegues y pelos suaves. En la clase de Estudios Americanos Modernos, me sentaba en la última fila leyendo Braille con los dedos de la mano izquierda, a ciegas, en las profundidades de mi bolsillo, hasta aprenderme de memoria todos y cada uno de sus pliegues y arrugas. Pregúntame las capitales de los estados de Wyoming o de Phoenix y me encogeré de hombros. Pero pregúntame cualquier cosa sobre los labios del coño de Cassie Wright y te puedo dibujar un mapa.

En aquella vagina de bolsillo apretabas el clítoris y salía hacia fuera. Y lo podías volver a meter en su cubierta. Apretabas otra vez y volvía a salir. Yo era capaz de hacer aquello hasta que me quedaban las yemas de los dedos en carne viva, a punto de sangrar. Dormía con la vagina debajo de la almohada.

Mi maestro el señor Harlan, en la clase de Dinámica de la Ciencia, un día, mientras nos estaba devolviendo los ejercicios, vio los callos que yo tenía en las yemas, ya agrietados y de color rosa, y me preguntó si estaba aprendiendo a tocar la guitarra. Qué sé yo. Digamos solo que todas aquellas horas y semanas de placer constante tampoco le estaban sentando muy bien a la vagina de Cassie Wright.

Confiemos solamente, mirando a algunos de los seiscientos tipos que estamos hoy aquí, que la versión de verdad sea más resistente que la de látex. A medida que la vagina empezaba a hacerse pedazos, ahorré algo de dinero repartiendo periódicos hasta que pude encargar un pecho de látex de segunda mano de Cassie Wright. Solo me podía permitir el izquierdo, pero cualquiera te podría decir que es el mejor de los dos. Por supuesto, era demasiado grande para caberme en el bolsillo, demasiado grande para meterlo debajo de la almohada. Era demasiado grande para nada que no fuera coger polvo debajo de la cama.

Así que corté céspedes. Devolví botellas de refresco para cobrar el envase. Paseé perros. Lavé coches. Rastrillé hojas.

Esta parte no se la he contado al señor Bacardi. ¿Cómo se la voy a contar?

En invierno, quitaba nieve. Limpiaba la porquería negra y apestosa de los canalones del techo con las manos desnudas. Lavaba San Bernardos. Colgaba luces de Navidad y recortaba setos.

De noche estrujaba mi réplica de pecho. Frotaba el pezón polvoriento contra mis labios. Lo lamía. Lo retorcía entre dos dedos hasta caer dormido.

Vaciaba y cambiaba el aceite de enormes coches de señoras mayores con cuatro puertas y transmisión automática. Necesitar dinero para comprar una réplica de Cassie Wright, un sustituto sexual completamente realista, te acaba convirtiendo en el puto esclavo de todas las señoras mayores de la ciudad. Qué sé yo.

Me puse a vender caramelos de Halloween para UNICEF y aquellos chavales famélicos y comidos por los gusanos de Bangladesh no vieron ni un céntimo de los treinta pavos que la gente donó.

El día en que el paquete marrón me llegó por correo, mi madre adoptiva me llamó a la escuela para preguntarme si tenía que abrirlo.

Digamos simplemente que monté en pánico. Le conté la peor mentira que puede contar un niño. Le dije que no. Le dije que era un regalo: el regalo especial y secreto de Navidad que yo había encargado para darle una sorpresa a ella.

Por teléfono, oí que mi madre adoptiva agitaba el paquete. Y decía:

—Pesa mucho. —Dijo—: Espero que no te hayas gastado una fortuna.

Vergüenza tendría que darme.

Todos aquellos céspedes que corté, los perros que paseé y los coches que lavé, a mi madre adoptiva le conté que todo aquel trabajo había sido para comprarle el regalo más fantástico de la historia, porque era una madre genial, maravillosa, llena de amor y tremenda.

Y por teléfono, a ella se le derritió la voz al decirme:

—Oh, Darin, no tendrías que haberlo hecho…

Cuando llegué a casa, el paquete estaba sobre la cama. Más pesado de lo que cabía esperar, a medio camino entre un diccionario enorme de la Biblioteca y un San Bernardo. Mi madre adoptiva se había marchado a su taller de decoración de pasteles y mi padre adoptivo estaba en el trabajo. Como no había nadie en casa, deshice el envoltorio del paquete y dentro, todo doblado y arrugado, había algo que parecía una momia rosada. Correoso y arrugado como esas momias de las turberas que salen en la revista National Geographic.

La subasta en Internet la vendía diciendo que estaba completamente nueva, que era virgen, pero la peluca rubia olía a cerveza, y el pelo estaba ralo allí donde se lo habían arrancado. El interior de los muslos se notaba pegajoso. Los pechos, grasientos. En la planta de un pie tenía esa misma boquilla que se encuentra en las pelotas de playa. Para poder inflarla.

La desenrollé sobre la cama y empecé a soplar.

Yo soplaba y a ella los pechos se le levantaban, se le caían y se le levantaban. Soplé y algunas arrugas se le alisaron, pero después regresaron. Le soplé aire en la planta del pie hasta que empecé a ver centellitas ante los ojos.

Ahora mismo, en estos momentos, mientras espero a que me llamen por mi número al gang-bang, la chica del cronómetro pasa a mi lado y yo extiendo el brazo. Para hacer que se pare, le toco el codo, le rozo apenas con los dedos la parte interior del codo, y le pregunto si es verdad. Eso que le está contando el señor Bacardi a los demás: ¿Es posible que hoy muera Cassie Wright?

—Embolia vaginal —dice la chica.

Me mira y luego sus ojos regresan a las páginas llenas de nombres de su portapapeles. Sin dejar de pasar el bolígrafo por las listas de nombres, hace una marca al lado de uno de los nombres. La chica retuerce una mano y se mira el reloj que lleva en la muñeca. Le hace una marca a otro nombre. Dice que hace falta una bocanada de aire equivalente a la que se necesita para inflar un globo, pero que debido a la densa afluencia de sangre en la región pélvica de una mujer, se le puede meter una burbuja de aire en el sistema circulatorio.

—Si la mujer está embarazada —dice la chica—, es más fácil todavía.

En un caso que data de 2002, dice la chica, una mujer de Virginia estaba usando una zanahoria para estimularse y murió de embolia, pero cualquier cosa que tenga forma rara puede dejar bolsas de aire atrapadas e introducirlas en el flujo sanguíneo. Otros casos documentados incluyen baterías, velas y calabazas.

—Por no mencionar —dice la chica— las pastillas de jabón con cordel.

Por vía vaginal o rectal, puede pasar en los dos agujeros.

—Todos los años —dice—, mueren así más de novecientas mujeres de media.

Y todas mueren en cuestión de segundos.

—Si necesitas cifras y datos —dice—, te recomiendo La guía definitiva del cunnilingus de Violet Blue. O el artículo «Embolias de aire venosas: consideraciones clínicas y experimentales», del número de agosto de 1992 de la revista Critical Care Medicine.

La chica se vuelve a mirar el reloj y dice:

—Y ahora, si me disculpas…

Qué sé yo… ¿calabazas?

En la época de la que estoy hablando, a punto estuve de perder el conocimiento mientras intentaba inflar mi réplica de Cassie Wright, hasta que oí el susurro. Un murmullo muy débil de aire que se escapaba.

Después de llenar la bañera y de arrastrar el pellejo rosado por el pasillo, la aguanté bajo el agua en busca de alguna fuga que burbujeara, con las manos extendidas bajo la superficie, aguantándola sumergida mientras el pelo rubio le flotaba alrededor de la cara y sus ojos miraban hacia arriba. Muerta. Ahogada.

Y brotaron burbujas del costado de su cuello. Y más burbujas que trazaron el perfil de sus pezones y de los labios de su coño. Amplios semicírculos de agujeros, por donde perdía aire. Marcas de dientes. Mordeduras a través de su piel rosada.

Para sus maquetas de trenes, mi padre adoptivo usaba todas las clases de plástico y pegamento que uno pueda imaginar. Con el pellejo rosado extendido sobre las montañas y aldeas de aquel paisaje de plástico, le apliqué goma arábiga y resina epoxi, tratadas con laca transparente de uñas y acetato, hasta curar todas y cada una de las marcas de mordeduras.

Del vestidor de mi madre adoptiva, del fondo del cajón de la ropa interior, cogí prestado un camisón de encaje de la noche de bodas que llevaba allí sepultado bajo capas de papel de seda desde el inicio de los tiempos. Cogí prestado el collar de perlas que mi madre adoptiva no llevaba nunca salvo a la iglesia en Navidad. Mientras vestía a la sustituta, dije todas las primeras frases de todos los vídeos de Cassie Wright que había visto. Mientras cepillaba la peluca rubia, le dije:

—Eh, señorita, ¿ha pedido usted una pizza?

Pintándole los labios con el carmín de mi madre adoptiva, le dije:

—Eh, señorita, tiene usted pinta de necesitar un buen masaje en la espalda…

Rociándola de perfume, le dije:

—Relájese, señorita, solo he venido a comprobar sus tuberías…

En mi ordenador se estaba reproduciendo una copia pirata de Primera Zorra Mundial, y cada vez que Lloyd George hacía algo, yo hacía lo mismo. Bajé el tanga rosa. Abrí el broche del sujetador con relleno. Lloyd y yo estábamos los dos mojando el churro cuando los pechos de Cassie pasaron de una noventa a una ochenta. Para entonces mi polla ya estaba dando contra el colchón. Ella estaba perdiendo aire. Cuanto más rápido me la chingaba, más se deshinchaba. De una ochenta de cazoleta a una sesenta. Encogiéndose y arrugándose debajo de mí, consumiéndose. Cuanto más me la chingaba, más se le hundía la cara a Cassie Wright, más cóncava se le ponía. La piel se le distendía, se le ponía flácida y le hacía bolsas. Con cada uno de mis envites, ella envejecía una década, muriéndose, muerta, y se descomponía mientras yo pisaba el acelerador, presuroso, golpeando contra el colchón, frotándome hasta irritarme la piel en mis prisas por correrme. Tirándome a aquel fantasma de color rosa. Aquel contorno de víctima de asesinato que había en el medio de mi cama individual.

Todas las mujeres morían en cuestión de segundos.

Nunca oí abrirse la puerta detrás de mí. No sentí la corriente de aire en mi culo desnudo y sudoroso. No me giré hasta que oí la voz de mi madre adoptiva. Su camisón de la luna de miel. Sus perlas de Navidad. En mi ordenador, Lloyd George echando su corrida en un costado de la hermosa cara de Cassie Wright.

Detrás de mí, mi madre adoptiva gritó:

—¿Tienes alguna idea de quién es esa?

Y yo me giré, con el miembro todavía empalmado, con un palo todavía envuelto en látex de color rosa, agitado una bandera con la forma de Cassie Wright.

Y mi madre adoptiva me gritó:

—Es tu madre biológica.

Y esa fue la última vez que se me empalmó el miembro.

No, esta parte no se la he contado al señor Bacardi.

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