Snuff

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EL SEÑOR 600

El tío con pinta de chulo está rajando por el móvil cuando se le va la pelota. Ese tío con pinta de chulo que lleva el pelo negro repeinado hacia atrás y engominado para cubrir su calva, mostrando un espacio enorme de frente alta y blanca, está rajando de opciones de bolsa y precios de venta y márgenes de reserva cuando Sheila levanta la vista del portapapeles que tiene en las manos.

Sheila nos reúne a todos y grita:

—Caballeros. —Grita—: Atención a sus números, por favor. Necesito…

Con todos los oídos atentos, las cabezas inclinadas en gesto de escucha, los tíos dejan de masticar con las bocas llenas de nachos. Salen tíos por la puerta del baño, con la polla todavía en la mano. Los ojos muy abiertos, esperando oír las palabras, y dando golpecitos en el aire para hacer que los demás se callen.

Dejando caer cada palabra con la misma contundencia que una corrida en tu ojo, Sheila dice:

—… Número 247… número 354… y número 72. —Hace un gesto con la mano en dirección a las escaleras y dice—: Que esos caballeros me sigan, por favor…

El número 72 es el posible hijo de Cassie.

Es entonces cuando al tío del móvil con pinta de chulo se le va la pelota. El tío se pega el móvil contra el pecho. Lleva un afeitado de modelo, de esos en que te pones el cepillo número uno en la máquina de rapar y te dejas todo el pelo del pecho a la misma longitud de seis milímetros. Igual que los tíos del catálogo de International Male pero sin el músculo escultural. El tío dice por teléfono:

—Espera un segundo.

Echa la cabeza hacia atrás y grita:

—¡Esto es un timo, chata! —Gritando a la espalda de Sheila, el tipo dice—. ¿Te crees que vamos a pasarnos el día entero esperando para corrernos dentro de una viejuna?

En mitad de las escaleras, Sheila se detiene. Mira hacia atrás, haciendo visera con una mano sobre los ojos para ver la otra punta del océano peludo de cabezas de tíos.

En los televisores que tenemos encima, el jefe de Scottish Yard o de la Interpol o de alguna policía macarroni le está comiendo el coño a Cassie Wright en la parte de atrás de un furgón policial. Su lengua se encuentra con un diamante. Luego empieza a sacar del coño de ella la larga ristra de un collar de diamantes. Dado que los diamantes son sus mejores amigos, Cassie está chorreando a mares.

El chaval número 72 aparece de sopetón con sus rosas a mi lado y dice:

—¿Qué hago?

Fóllatela, le digo.

El chaval dice:

—No. —Negando con la cabeza, dice—: A mi madre no.

El tío con pinta de chulo lleva un bronceado estilo San Diego en brazos y piernas. No es el color caramelo intenso de un bronceado Mazatlán, ni tampoco el marrón suave y seco de un bronceado Las Vegas. En la cara y el cuello ni siquiera tiene la capa uniforme de un bronceado de cabina, ni tampoco el bronceado intenso y mantecoso que los tíos pillan en Cancún o en Hawai. El tío está ahí plantado con un bronceado barato y quemado de playa de San Diego, y tiene las narices de gritar:

—Soy el número 14 y tengo cosas que hacer. Ya hace horas que tendría que haber salido de aquí.

Con el número «14» escrito a rotulador en su brazo de color marrón-beige de San Diego, el tío con pinta de chulo dice:

—Esta estafa es peor que ir al Departamento de Tráfico…

Todos los tíos siguen petrificados, congelados, esperando a ver cómo termina esto. Ahora que el chulo ha dicho lo que todos están pensando, estamos preparados para una revolución. Las escaleras se llenan de tíos listos para montar un motín penitenciario. Sheila se queda mirando desde arriba la amenaza de una estampida de tíos empalmados.

Un rebaño lanzado hacia Cassie Wright o hacia la salida.

El chaval número 72 me dice:

—Voy a decirle lo mucho que la quiero.

Adelante, le digo. Jódele el regreso a tu mamaíta. Sé un niñato agobiante y estropea todo el trabajo duro y la planificación de mamaíta, con lo mucho que se ha entrenado para este récord mundial. Hazlo, le digo al chaval.

El chaval número 72 dice:

—¿Tú crees que me la tendría que follar?

Yo le digo que es decisión de él.

El chaval dice:

—No me la puedo follar. —Dice el chaval—: No se me pone dura.

En mitad de las escaleras, plantada en compañía de los números 247 y 354, que se la están machacando los dos, con las manos metidas por debajo de la cintura elástica de los calzoncillos largos, ahí plantada, Sheila dice:

—Caballeros, hagan el favor de tener paciencia. —Dice—: Por el bien de la señorita Wright, necesitamos llevar esto a cabo de modo tranquilo y organizado.

El tío con pinta de chulo dice:

—Y una mierda.

Camina con sus pies feos y marrones por el suelo de cemento hasta donde están apiladas las bolsas de papel. Con sus manos bronceadas al estilo San Diego, saca la bolsa rotulada con el «14», y empieza a sacar una camisa, unos pantalones y unos zapatos. Unos zapatos que parecen de Armani pero que no lo son. Hasta su piel parece cuero de mejor calidad.

En los televisores que tenemos encima, el feo poli italianini está taladrando a Cassie, follándole el agujero de atrás tan deprisa que del coño le sale una lluvia de diamantes, rubíes y esmeraldas, como si cayeran de una tragaperras.

El chaval número 72 se me acerca, me pone los labios junto a la oreja y la barbilla casi apoyada en mi hombro, y me dice:

—Dame una pastilla y lo hago.

¿Follártela?, le pregunto. ¿O bien subir corriendo esas escaleras y chillar: «Te quiero, mamaíta, te quiero, te quiero, mamaíta, te quiero…»?

El tío con pinta de chulo saca una camisa y alisa las arrugas. No es una Brooks Brothers de verdad. Ni siquiera una Nordstrom. Mete los brazos por las mangas, empieza a abrochar los botones y a prenderse los puños como si fueran seda de verdad. O incluso algodón al cien por cien. El tío con pinta de chulo se levanta el cuello de la camisa y se rodea la garganta con una corbata sin marca, diciendo:

—A la mierda tu récord del mundo, chata. —Dice—: Me largo de aquí pitando.

En los televisores que tenemos encima, ese italianini tan feo, me apuesto a que su bronceado de fondo es de hace dos años: una semana pasable en Mazatlán con nubes en los últimos dos días, y luego, unos meses más tarde, un fin de semana en Scottsdale, bronceado de cabina de mantenimiento, una semana asándose en Palm Springs, una temporada larga de palidecer y por fin una semana en Palm Desert para obtener esa clase de acabado suave y seco. No un bronceado de Ibiza suave como el satén. Ni tampoco uno de esos bronceados cobrizos de maricón de Mikonos. Ese macarroni feo de la tele exhibe un brillo grasiento tan espeso como aceite de freír. Un bronceado tan sexy como una fina capa de suciedad. El chaval número 72 me dice entre dientes al oído:

—Dame la pastilla.

Y Sheila plantada, poniendo en evidencia el farol, esperando.

Todos los tíos esperando.

A mi lado, la voz de otro tío dice:

—Así pues, señor Bacardi, ¿es Demerol eso que tiene en el relicario? —Se trata del tío del peluche, el número 137, que ahora dice—: ¿Está planeando usted hacer un bis con la señorita Wright?

El chaval número 72 dice:

—¿Qué ha querido decir?

El número 137 dice:

—¿Por qué no drogas a tu hijo? A su madre siempre la drogabas…

El tío con pinta de chulo se está abrochando un Rolex President de imitación. De su bolsa de la compra marrón está sacando una mala imitación de un cinturón Hugo Boss que yo tengo colgado en el armario en mi apartamento.

Sheila mira en nuestra dirección y dice:

—Número 72, ¿le importa venir con nosotros?

El chaval número 72 susurra:

—¿Qué hago?

Yo le digo que se la folle.

Y el tío del peluche dice:

—Obedece a tu padre.

El chaval número 72 dice:

—¿Eso qué quiere decir?

Y yo me encojo de hombros.

El tío con pinta de chulo se está prendiendo los gemelos de la camisa, exprimiendo la operación para tardar lo más que puede, unos gemelos que no tienen más que nueve quilates, se ve hasta con esta luz mortecina.

El chaval se gira hacia el tío del peluche, con la cara brillándole de sudor, con los ojos abiertos como platos, y dice:

—¿Me das una pastilla?

El número 137 le dedica al chaval una mirada larga, de arriba abajo. El tío del peluche sonríe y dice:

—¿Qué pagas por ella?

El chaval dice:

—Lo único que tengo son quince pavos en el bolsillo.

Sin dejar de mirar a Sheila, que a su vez está mirando al tío con pinta de chulo con el que está enzarzada, yo digo que no es dinero lo que anda buscando el tío del peluche. Por lo menos no quince pavos.

El chaval dice:

—Pues entonces, ¿qué? —Dice—: Deprisa.

Le pregunto al chaval si conoce el término «empalmador», si sabe lo que significa. Le digo que es eso lo que quiere el número 137.

Sin dejar de sonreír, sosteniendo su peluche, el tío dice:

—Eso es lo que quiero.

En los televisores que tenemos encima, la cámara se acerca para hacer un primer plano de una penetración y el saco de las pelotas del macarroni se ve lleno de cicatrices de electrólisis mal hechas. Cráteres lunares. Visibles en una docena de pantallas de televisión, las dos pelotas bien tensadas bajo el estallido doloroso del ojete rojo y arrugado del tipo.

El tío con pinta de chulo se ata los cordones de los zapatos.

Y todavía en mitad de las escaleras, Sheila dice:

—¿Queréis cerrar todos el pico? Dejadme pensar… —Mira su portapapeles. Mira al chaval número 72. Mira al chulo, que ya está vestido y listo para salir. Y Sheila dice—: Solo por esta vez… —Hace un gesto con el pulgar en dirección al chulo y dice—: Número 14, venga conmigo. —Señalando con el dedo al chaval, dice—: Número 72, quédese ahí.

Los tíos se ponen a hablar otra vez, a masticar sus nachos, a echar meadas sin tirar después de la cadena. Descruzan los dedos. En los televisores, el feo del italianini está sudando tanto que la crema bronceadora le resbala por las mejillas en forma de rayas marrones de cebra, dejando al descubierto la piel reseca, escamada y quemada de debajo. Sin dirigirme a ningún tío en particular, señalando al macarroni de los televisores, yo digo:

—Tíos, hacedme un favor. —Digo—: Matadme si algún día se me pone esa pinta tan chunga.

A mi lado, de pie un poco por detrás de mí, el número 137 dice:

—De poco ha ido…

El chaval, el número 72, dice:

—¿Qué es un empalmador?

Y Cord Cuervo dice:

—Tío, pero ¿qué dices? —Cierra un puño y me da un golpecito en el hombro. Su crema bronceadora se pega a mi crema bronceadura, de manera que se ve obligado a desprender a la fuerza sus nudillos de la piel de mi hombro, y a continuación dice—: Ese de la tele… Ese eres tú, colega. Hace como unos cinco años.

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