Snuff

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EL SEÑOR 72

La chica del cronómetro no para de llamar al tío que hacía de Dan Banyan hasta que este sale por la puerta del baño con agua cayéndole por la cara, espuma de jabón en la línea de nacimiento del pelo y lo que le queda del pelo pegado a los lados de la cabeza. La chica del portapapeles está de pie en lo alto de las escaleras, perfilada sobre el fondo de la puerta abierta. Sobre esas luces del decorado que son demasiado fuertes para mirarlas directamente. Por detrás de ella, la luz danza alrededor de su silueta oscura. La chica no para de llamar a Dan Banyan por su número, el 137, hasta que él empieza a subir las escaleras, sin dejar de restregarse contra la frente puñados de toallitas de papel mojadas.

Todos los tíos miran a otra parte, apartando la vista de la luz y de la imagen del Detective Dan Banyan sorbiéndose la nariz, secándose los ojos con las dos manos, con los hombros caídos hacia delante y temblorosos, mientras dice «… no es verdad…» entre inhalaciones profundas que se le entrecortan y se le atascan en la garganta.

Para mirar a otra parte, yo me agacho, estiro una mano hasta el suelo y recojo el perro de los autógrafos de donde se le ha caído. Pero es demasiado tarde, y la loción que alguien llevaba en los pies, o bien algún refresco derramado, o bien los meados fríos traídos a rastras del lavabo, algo ha empapado el perro de peluche y ha emborronado los nombres de Liza Minnelli y Olivia Newton-John. La piel del perro está llena de manchurrones y de formas oscuras y manchas que parecen hematomas.

Cuando no mira nadie, el número 137, el que hacía de Dan Banyan, se sumerge en la luz y desaparece, con la frente todavía hecha un desastre como resultado de que el señor Bacardi ha escrito en ella las siglas «VIH».

En su perro, ya no se puede leer cuánto le quiere Julia Roberts. El cuerpo de lona está mojado, frío y pegajoso al tacto, y allí donde lo toco se me ponen negros los dedos.

Dirigiéndome al señor Bacardi, le digo que Dan Banyan va a querer su perro. Para que mi madre le escriba un autógrafo, le digo.

El señor Bacardi se limita a mirar la puerta después de que esta se cierre, la cima de las escaleras donde acaba de desaparecer Dan Banyan. Sin dejar de mirar esa puerta, el señor Bacardi dice:

—Chaval, tu viejo, ¿alguna vez tuvo la clásica conversación sobre sexo contigo?

Yo le digo que no es mi padre. Y le sigo ofreciendo el perro, pero él no lo coge.

Sin dejar de mirar la puerta, el señor Bacardi dice:

—El mejor consejo que me dio nunca mi viejo fue el siguiente. —Y sonríe, sin quitar la vista de la puerta—. Si te afeitas el pelo que rodea la base de la polla, la tengas blanda o dura, te parecerá cinco centímetros más larga. —El señor Bacardi cierra los ojos y niega con la cabeza. A continuación los abre y se me queda mirando, mira el perro que tengo en la mano y dice—: ¿Quieres ser un héroe?

En el perro, la humedad sigue disolviendo las palabras, convirtiendo a Meryl Streep en un mero amasijo de tinta roja y azul, en moretones purpúreos del color de las manchas de la madera, como las marcas de pinchazos y el cáncer de piel que mi padre adoptivo pintaba en los yonquis diminutos de sus maquetas ferroviarias.

Extendiendo los dedos de una mano, haciendo un gesto con la mano para mostrarme todo el sótano, el señor Bacardi dice:

—¿Quieres salvar a todos estos tíos que hay aquí?

Yo solo quiero salvar a mi madre.

—Entonces —dice el señor Bacardi—, dale esto a tu madre. —Y se da un golpecito con el dedo en el corazón de oro que le cuelga del cuello. La cadenilla tensada al máximo, rígida como el alambre, para rodearle el cuello enorme, y el corazón apoyado en su garganta, tan prieto que cuando habla sus palabras hacen que el corazón de oro traquetee y dé saltos—. Dale esto —dice el señor Bacardi, haciendo bailar el corazón—, y saldrás de aquí convertido en un hombre rico.

Ya, seguro.

Cometí la equivocación de contarles a mis padres adoptivos lo de este rodaje de hoy y ellos me pusieron de inmediato la bota sobre el cuello, diciéndome que si me atrevía a salir hoy de casa me desheredaban. Que cambiarían la cerradura y llamarían a Goodwill para que mandaran un camión a buscar mi ropa y mi cama y mis cosas. La cuenta bancaria que tengo necesita la firma de ellos para que yo pueda sacar dinero, ya que se supone que es para pagar la universidad. Después de que mi madre adoptiva contara que me había sorprendido con la muñeca inflable de segunda mano de Cassie Wright, esa fue la condición que pusieron para dejarme tener una cuenta de ahorro. Todo el dinero que ganara cortando céspedes o paseando perros lo tenía que meter en esa cuenta, donde no lo puedo gastar sin el visto bueno de ellos.

Mientras le cuento esto al señor Bacardi, me dedico a avanzar hacia la comida que nos han puesto. Las salsas y las golosinas. Después de comprarle estas rosas a mi madre, no me queda lo bastante para una pizza grande. Mientras me atiborro de nachos y de palomitas al queso, le cuento que mi plan era aparecer hoy aquí y rescatarla, salvar a mi madre y mantenerla para que no se vea obligada a hacer porno, lo que pasa es que ahora mismo no puedo ni pagarme la cena.

Untando galletas saladas de crema de queso, mojando barritas de apio en salsa ranchera, continúo hablando, diciéndole al señor Bacardi que lo que hay en esa bolsa de papel marrón que tiene mi número escrito, el 72, es lo único que poseo en el mundo.

Manteniendo en equilibrio el ramo de rosas, me dedico a pinchar salchichitas de Frankfurt con palillos.

Sosteniendo el perro mojado de los autógrafos debajo de un brazo, me dedico a rebañar salsa de barbacoa con pan al ajo.

El señor Bacardi no me quita el ojo de encima. Está arrugando la frente y frunciendo la boca. Se lleva una mano al pescuezo. Luego se lleva la otra, hasta que sus dos manos se tocan en la nuca y el pelo de los sobacos le queda al descubierto, canoso y mal afeitado.

—Espera —dice, y la cadenilla que lleva alrededor del cuello se afloja y se abre. El señor Bacardi balancea el corazón de oro, meciéndolo de la cadenilla que le cuelga de la mano. Me lo ofrece a mí y dice—: Ahora quédate esto. Es tu pasaporte a la fama y la fortuna.

Meciendo el corazón de tal manera que centellea bajo la luz de la tele, me dice:

—Imagina no tener que trabajar ni un día más en tu vida. ¿Puedes, tío? Imagina ser rico y famoso de hoy en adelante.

Mi madre adoptiva, le cuento, es una hipócrita total. El día que me pilló con la muñeca inflable, ella venía de su taller de decoración de pasteles. Ella y mi padre adoptivo duermen en habitaciones separadas desde hace una eternidad. Mi madre adoptiva no me deja navegar por Internet, por miedo a que me corrompa más todavía, y su taller de decoración de pasteles ha pagado una visita de un pastelero que hace pasteles eróticos, esos pasteles sexuales de gente desnuda que se hacen en plan de broma, donde en lugar de pedir una esquina de una flor glaseada, todo el mundo suelta el chiste de que quiere el testículo izquierdo. Menuda hipócrita. Después, me la encuentro en la cocina practicando escrotos de fondant hervido y ojetes de cuajada al limón, mezclando colorante alimentario para hacer clítoris y pezones. Desperdiciando litros de crema de glaseado de crema de mantequilla para extender hilera tras hilera de prepucios sobre hojas de papel de cera. Abres nuestra nevera y te encuentras láminas de labios vaginales, trozos sobrantes de muslo o nalga, igual que en la cocina de Jeffrey Dahmer.

Entretanto mi padre adoptivo está en el sótano, modificando diminutas enfermeras alemanas, limándoles los pechos para aplanárselos, pintándoles las uñas para que parezcan sucias y ennegreciéndoles los dientes para convertirlas en prostitutas menores de edad. Mi madre adoptiva se dedica a teñir ralladura de coco para que parezca vello púbico, o a retorcer el extremo de una bolsa de masa para trazar venas rojas por el costado de una tarta de chocolate en forma de pene erecto.

El perro mojado de los autógrafos va soltando un reguero de tinta aguada por mi costado, mi pierna y la parte de dentro de mi brazo.

Y el señor Bacardi dice:

—Cógelo.

Sosteniendo el corazón de oro frente a mi cara, dice:

—Mira dentro.

Con los dedos pegajosos de azúcar en polvo y mermelada de donut, sigo sosteniendo en la mano la pastillita que me ha dado Dan Banyan, en la palma ahuecada de la mano, esa droga para cuando tenga que poner la picha dura. Mientras aguanto como puedo el ramo de rosas, la pastilla para empalmarse y el perro mojado, forcejeo con el corazón de oro hasta abrirlo. Desde el interior, un bebé me mira, un montón arrebujado de piel, calvo, con los labios fruncidos, tan arrugado como la réplica sexual inflable. Ese bebé soy yo.

El corazón sigue caliente debido a la garganta del señor Bacardi. Resbaladizo de su loción infantil.

En el interior del otro lado hay una pastillita. Una simple pastillita de aspecto corriente. Dentro del corazón.

—Cianuro de potasio —dice el señor Bacardi.

Mi madre se morirá sin más. Y esta será la última película de récord mundial de gang-bang que se haga jamás. Ella será una heroína muerta y todos nosotros pasaremos a los libros de historia.

—Y el beneficio añadido —dice el señor Bacardi— es que ya nadie tendrá que ir detrás del tío enfermo del peluche. —Dice—: Estarás salvando vidas, chaval.

Lo único que tengo que hacer es esconder el cianuro entre mis flores, darle las flores y decirle que son de parte de Irving.

—De Irwin —dice el señor Bacardi.

Le digo que tenemos un problema gordo.

El perro mojado de los autógrafos me ha impreso el nombre Cloris Leachman en la piel del costado, aunque del revés. Justo al lado me ha impreso: «Lo eres todo para mí», pero del revés.

—Te juro —dice el señor Bacardi— que es lo que más quiere en el mundo.

El bebé nos está mirando a los dos.

Y yo le digo que no. El problema es la luz, la poca luz que hay aquí. En la palma ahuecada de mi mano, la pastilla de cianuro y la pastilla para empalmarse, no sé cuál es cuál. Cuál es sexo y cuál es muerte: no las puedo distinguir.

Le pregunto cuál le tengo que dar.

Y el señor Bacardi se inclina para mirar, y los dos nos quedamos respirando aire caliente y húmedo sobre mi mano abierta.

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