Snuff

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EL SEÑOR 137

La coordinadora de actores hace lo que puede para enseñarme la puerta. Un par de risas, ni dos caladas de un cigarrillo después de eyacular sobre los encantadores pechos de Cassie Wright, y la coordinadora ya me pone bruscamente en las manos una bolsa de papel con mi ropa. Me dice que me vista. Yo le digo a la señorita Wright cuánto me conmovió su interpretación de una esforzada e imparable maestra intentando cambiar la vida de los alumnos con problemas de una dura escuela de barrio degradado. Estuvo inspirada. Simplemente inspirada. La vulnerabilidad y determinación de su personaje fueron lo mejor que se podía ver en Matas peligrosas.

Más tarde reeditada como Qué rosa era mi valle.

Más tarde reeditada como Dentro de la señorita Jean Brodie.

La señorita Wright soltó un chillido. Soltó un chillido de verdad porque yo conociera la película. Porque yo conociera todas sus películas, desde Ángeles de culo sucio hasta La fuerza del rabino.

Su color favorito es el fucsia. Su olor favorito: sándalo. Su helado: vainilla con frutos secos. Cosas que le molestan: las tiendas donde te piden que dejes tus bolsas en la consigna al entrar.

Al olerme el pelo, ella vuelve a chillar.

Los dos nos ponemos a charlar sobre las diferencias entre las sábanas de algodón y las de mezcla de polialgodón. Cotilleamos sobre Kate Hepburn, ¿es bollera o no? La señorita Wright dice que está claro. Cotorreamos sobre nuestras madres. Durante toda nuestra charla, yo me dedico a tirármela, por la vagina, por el culo, en la mano, entre los pechos. Mientras tenemos nuestro festival de cotilleos, dándole a la lengua sin parar, mi erección se dedica a entrar y salir, entrar y salir.

La coordinadora de actores permanece de pie junto a la cámara, fuera de plano, sosteniendo un cronómetro con la mano.

¿A que no sabes qué? La señorita Wright y yo acabamos de sacar el tema de nuestras dietas favoritas cuando la coordinadora pulsa la parte superior del cronómetro con el pulgar y dice:

—Tiempo.

Un momento más tarde tengo una bolsa de ropa en la mano y ya me están llevando hasta una puerta abierta llena de luz del día. Todavía tengo los calzoncillos en los tobillos, o sea que voy andando como un pato, con mi erección todavía meciéndose delante de mí como el bastón de un ciego, y la coordinadora de actores tiene la jeta de decirme:

—Gracias por venir…

A falta de un empujón para encontrarme en el callejón, desnudo, con la piel todavía caliente de las luces del set, miro en la bolsa y veo un jersey de rugby de dos botones sin marca en tela acrílica, con collar de una pieza y rayas de contraste, mangas ribeteadas y nada ceñida en absoluto, y pongo el pie en el quicio de la puerta.

Esta no es mi ropa. Sí, la bolsa lleva el «137», mi número, pero mi ropa, mis zapatos, el señor Totó, todo ello sigue en la sala de espera. La coordinadora necesita dejarme que vuelva atrás. Si no me deja volver atrás a echar un vistazo, le digo a la coordinadora, pienso llamar a la policía. Dando golpecitos con los pies desnudos en el suelo de cemento del pasillo, espero.

Y mirando su cronómetro, la coordinadora dice:

—Vale.

Dice:

—Muy bien.

Suspira y dice:

—Vuelve a mirar.

En lo alto de la escalera, mirando hacia abajo en dirección a los pocos actores que siguen esperando, les digo: Caballeros. Sin más ropa que los calzoncillos, y doblándome por la cintura para hacer una reverencia, extiendo los dos brazos y les digo: ya no están ustedes mirando a un perfecto homosexual.

Con el señor Totó debajo del brazo, y una patata frita detenida a medio camino de la boca, el joven actor número 72 dice:

—¿Está muerta?

Branch Bacardi dice:

—¿De qué te ha servido?

Dándose golpecitos con el dedo en la frente, dice:

—No te han podido filmar la cara. Eso quiere decir que te quedas sin publicidad.

Para prolongar el momento, bajo un peldaño de la escalera. En los monitores, Cassie Wright está cogiendo la mano de un actor sordo y ciego. Le dobla los dedos de una manera determinada y se lleva su mano a la entrepierna, mientras dice: «Agua…». Mi escena favorita de Pichas de un dios menor. Bajo otro peldaño y me tomo otro momento. Una pausa larga y silenciosa, y camino tranquilamente por el cemento hasta donde está Bacardi. Sin decir palabra, le hago un gesto con la cabeza al joven para que me entregue al señor Totó.

Todavía en silencio, sonrío y levanto una mano para apartarme el pelo de la cara, dejando al desnudo la piel, sobre la que hay escrito «desVIrHame» en letra de Cassie Wright y con su autógrafo.

Al joven actor número 72 le digo:

—Idea de ella. —Llevándome los dedos de una mano a los labios, tiro un beso en dirección a las escaleras y al set y digo—: Tu madre es un ángel de verdad.

Con el pecho afeitado desnudo, vacío, Branch Bacardi pone los ojos en blanco. El relicario le ha desaparecido, y me dice:

—O sea que has conseguido follártela.

No es por jactarme, pero lo he hecho tan bien que me estoy empezando a preguntar si mi pobre padre del alma que está en Oklahoma no será de hecho el pervertido que confesó ser.

El actor 72 tiene la mano cerrada en torno a algo: el relicario, con la cadenilla colgando entre los dedos. Mira a Bacardi y dice:

—Yo me estoy empezando a preguntar lo mismo.

Desde su atalaya en lo alto de la escalera, la coordinadora grita:

—Caballeros, préstenme atención, por favor…

La hilera de bolsas alineadas contra la pared, la mía sigue entre ellas. La sala está más oscura que cuando salí de ella. La luz de ambiente de los monitores es menos brillante.

El actor 72 dice:

—¿Señor Banyan? —Abre el puño y lo levanta hasta ponérmelo debajo de la nariz. Sosteniendo un par de pastillas dentro de la palma ahuecada, me pregunta—: ¿Cuál de estas me ha dado usted para tener una erección?

—¿Pueden venir los siguientes actores? —grita la coordinadora.

Las dos pastillas se ven iguales.

—Número 471… —dice la coordinadora—. Número 268…

Parpadeo. Frunzo los ojos. Me inclino hacia delante demasiado y demasiado deprisa y me golpeo la cara contra la mano del actor:

—No te muevas… —le digo.

Si cierro el ojo derecho, estoy ciego. Abierto o cerrado, no veo nada con el ojo izquierdo. ¿A que no sabes qué? Es ese miniderrame o lo que sea, sobre el que la coordinadora y Bacardi estaban cascando.

En este momento, ahora que tengo a Bacardi metido en un puño, en este momento mágico y resplandeciente en que él me la come, no pienso darle la razón para nada. Me alejo dando tumbos hasta rozar con la cadera el borde de la mesa del buffet. Sin ver nada, bajo el brazo y agarro el primer aperitivo que mis dedos tocan. Me lo meto en la boca y me pongo a masticar. Relajado. Despreocupado.

La coordinadora dice:

—… y número 72.

El joven actor se señala la mano. Dice:

—Deprisa, por favor. ¿Cuál me tomo?

En la mano del joven actor huelo queso cheddar, ajo, mantequilla y vinagre. Y rosas.

Pero no veo nada. La sala está demasiado oscura. Las pastillas son demasiado pequeñas.

El aperitivo que tengo en la boca, y que intento masticar con los dientes, es un condón sin estrenar y enrollado. Lubricado, a juzgar por el sabor, por el sabor amargo de la crema espermicida. Esa sensación resbaladiza del gel lubricante K-Y en la lengua.

La coordinadora grita:

—Número 72, lo necesitamos en el set… ahora. Ya.

Branch Bacardi, todos, esperando.

Así que… señalo una.

—Esa —le digo, sin dejar de masticar, atragantándome con el sabor amargo diseñado para matar el esperma, para impedir la vida, y me limito a señalar una pastilla. Una cualquiera. No importa.

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