Snuff

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EL SEÑOR 72

La chica del cronómetro me deja volver atrás porque tengo que darle al señor Bacardi una cosa importante. Me lleva de vuelta a las escaleras y al sótano que hace de sala de espera. A ese olor a loción infantil y galletas saladas al queso.

En cuanto el señor Bacardi me ve, se pega el teléfono móvil contra el pecho y me dice:

—¿La has matado?

El tío que hacía de Dan Banyan dice:

—O peor… ¿le has dicho que la quieres?

Y la chica del cronómetro dice:

—Caballeros, presten atención, por favor…

Cuando he subido ahí arriba para estar con Cassie Wright, era como si la estuviera visitando en el hospital. La tenían tumbada en una cama blanca con sábanas y almohadas blancas, tumbada con las piernas abiertas, dando sorbos de un vaso de zumo de naranja con una pajita de esas que se doblan. Con la mitad inferior del cuerpo cubierta con una sábana. Las luces brillaban sobre la cama, calurosas y resplandecientes como en un quirófano. Y cuando la chica del portapapeles me ha hecho entrar, Cassie Wright podría muy bien haber sido una dama postrada en cama esperando a que viniera una enfermera a lavar a su recién nacido para que ella lo pueda alimentar.

Apelotonadas alrededor de la cabecera de la cama, tenían flores en jarrones y en ramos envueltos con celofán, rosas y rosas y más rosas. Y puestas de pie, en las mesillas de los lados de sus almohadas, montones de tarjetas de felicitación, con cenefas en los bordes y cubiertas de purpurina. Tarjetas metidas en los ramos. Tarjetas caídas al suelo en las que había grabadas las huellas sucias de algún zapato que las había pisado.

Todas eran Tarjetas del Día de la Madre. «¡A la mejor mamá del mundo!» y «¡A la mejor madre que un chico puede tener!».

La chica del cronómetro me hace entrar, tirándome de un brazo, y dice:

—Señorita Wright… —La chica señala las flores que tengo en la mano y dice—: Le hemos traído otro hijo…

En el sótano que hace de sala de espera, después, el tío que hacía de Dan Banyan dice:

—¡Tu madre es divertidísima! —Dice—: ¿Tú crees que si se lo pidiera ella querría salir a cenar conmigo?

Gritándole a su teléfono móvil, el señor Bacardi está diciendo:

—¿Cómo puedes decir eso? —Grita—: ¡Tengo el mejor bronceado del sector, el más profundo y oscuro!

Abarrotando la sala del set de rodaje, gente con la ropa puesta, con cámaras al hombro, o bien sosteniendo y vigilando los cables sueltos que salían serpenteando de cada cámara y llegaban hasta sus respectivas baterías o enchufes de pared u otros cables. Otra gente se dedicaba a mover pértigas con micrófonos colgando de un extremo. Gente inclinada sobre Cassie Wright con pintalabios y peines. Manipulando las luces brillantes y meneando paraguas plateados y relucientes que hacían que la luz rebotara y aterrizara sobre la cama de Cassie.

La gran familia, riéndose, con los ojos inyectados en sangre de no dormir, esperando a que naciera el bebé. Gente con bonitas tarjetas del Día de la Madre pegadas a las suelas de los zapatos, dejando su rastro por toda la sala. Y pétalos de rosa por todos los rincones.

La chica del cronómetro me ha hecho entrar por la puerta, agarrándome del codo con los dedos, y un tío de los que sostenían una cámara ha dicho:

—Caray, Cass, pero ¿cuántos hijos tienes?

La gente se ha reído, todo el mundo menos yo.

Esa gran familia en la que uno nace.

Hablando pese al pintalabios que tenía metido en la boca, sepultada en su cama, Cassie Wright ha dicho:

—Hoy los he tenido a todos.

De vuelta en el sótano, el señor Bacardi le dice a su teléfono móvil:

—¡Mi mejor trabajo todavía no lo he hecho! —Vocifera—: Ya sabes que nadie hace un anal de pie en posición caña partida con plano de corrida sin manos bajo demanda.

Y el tío que hacía de Dan Banyan levanta la vista hacia las pantallas de televisión y dice:

—¿Creéis que se casaría conmigo?

Arrumbados contra una pared del set, los tres uniformes nazis forman un montón, oscurecidos por el sudor. La chica del cronómetro ha dicho que el equipo había dejado de usarlos en mitad del rodaje, para ir más deprisa.

Un tipo le estaba aguantando el vaso de zumo lo bastante cerca de Cassie Wright para que ella pudiera cerrar los labios en torno a la pajita. Mientras ella sorbía zumo de naranja, el tipo me ha mirado y ha dicho:

—Vamos, chaval. Súbete encima. —Ha dicho—: Algunos nos queremos ir a casa esta noche.

Cassie Wright lo ha apartado con una mano. Con la otra mano, me ha hecho una señal para que me acercara más, se ha metido esa mano debajo de un pecho y ha estirado el pezón en mi dirección, diciendo:

—No le aguantes los malos modales. No es más que el director. —Cassie ha sostenido el pecho hacia mí y me ha dicho—: Ven con mamaíta…

Su pecho izquierdo, el mejor de los dos. El mismo que yo tenía en casa. Hasta que dejé de tenerlo. En la casa donde ya no vivo, antes de que mis padres adoptivos cambiaran las cerraduras.

El señor Bacardi dice por su móvil:

—¿Veinte pavos? ¿Para pasarme y mojarla durante treinta segundos? —Le echa un vistazo al tío que hacía de Dan Banyan y dice—: ¿Estás seguro de que no quieres decir cincuenta pavos?

Sin dejar de mirar los monitores con los ojos guiñados, el tío que hacía de Dan Banyan dice:

—La reina del porno y el rey de la televisión de la franja de máxima audiencia se casan. —Dice—: Podríamos tener un reality show para nosotros.

En el televisor que está mirando, ni siquiera aparece Cassie Wright. La película muestra un plano de transición de un bulldozer echando tierra dentro de un camión volquete.

En el set, un paso más cerca, con pétalos de rosa pegados a los pies descalzos, me he arrodillado junto a su cama enorme y resplandeciente.

La única gente que había mirándonos contemplaba a través de la cámara o bien estaba dándonos la espalda, viéndonos en una pantalla de vídeo, oyéndonos hablar a través de cables que les iban a los auriculares.

Y yo arrodillado al lado de su cama, con Cassie Wright metiéndome un pecho en la cara, le he preguntado si me reconocía.

—Chupa —ha dicho ella, y me ha frotado el pecho en los labios.

Yo le he preguntado si ella sabía quién era yo.

Y Cassie Wright ha sonreído y ha dicho:

—¿Eres el que me pone la compra del supermercado en las bolsas?

Mirando los televisores con los ojos guiñados y parpadeando, el tío que hacía de Dan Banyan dice:

—Nos casaremos en Las Vegas. Será el acontecimiento mediático de la década.

Gritando por su móvil, el señor Bacardi dice:

—Mis fans no quieren ninguna cara nueva. ¡Mis fans me quieren a mí!

Soy su hijo, le he dicho a Cassie Wright. El bebé que ella dio en adopción.

—Ya te lo decía yo —ha dicho el tío que le aguanta el zumo.

He venido porque ella no me contestaba las cartas.

—Otro más no… —ha dicho el tipo que aguantaba la cámara, con la voz sepultada detrás del metal y el plástico de la cámara, la lente tan cerca de la cara que yo me podía ver hablar a mí mismo, reflejado en el cristal curvado.

Grabado. Filmado. Observado por la gente, para siempre.

Cuando he abierto los labios para hablar, Cassie me ha embutido el pezón en la boca. Para poder hablar, he tenido que torcer la cabeza a un lado y decir:

—No.

El sabor a sal en la piel de su pecho, el resabio de la saliva de otros hombres. Le he dicho:

—He venido a darte una nueva vida.

Y la chica del cronómetro ha levantado el cronómetro que llevaba al cuello y con el pulgar ha pulsado el botón que hay en la parte superior del mismo. Y ha dicho:

—Fuera.

Me siento tal como sugería el aspecto de la réplica sexual cuando se le salió todo el aire. Desinflado. Arrugado. Antes de que mi madre adoptiva esgrimiera el pellejo de color rosa frente a la cara de mi padre adoptivo y los dos lo esgrimieran frente a la cara del pastor Harner, convirtiendo mi amor secreto y favorito en lo que más odiaba en el mundo. No las diminutas putas adictas al crack pintadas a mano de mi padre adoptivo, ni los coños de glaseado de vainilla con fresa de mi madre adoptiva, es mi sombra de color rosa la que queda expuesta ante todo el mundo.

La única cosa que me hacía especial se había convertido en mi peor vergüenza.

Para demostrar que era yo, le enseñé a Cassie el corazón de oro que llevaba Branch Bacardi. Desabrochando la cadenilla que llevaba puesta en la muñeca, abrí el corazón y le enseñé la foto de mí de bebé que había dentro. La pastilla de cianuro me la puse en la mano y cerré el puño.

La cara sonriente de Cassie Wright; al mirar la foto del bebé, su cara ha envejecido alrededor de los ojos y de la boca. Los labios se le han vuelto finos, y la piel de las mejillas le ha bajado hasta amontonarse contra el cuello. Y me ha dicho:

—¿De dónde has sacado esto?

De Irving, le he dicho yo.

Y Cassie Wright ha dicho:

—¿Quieres decir de Irwin?

He asentido con la cabeza.

Ella ha dicho:

—¿Te ha dado algo más?

Con el puño bien cerrado alrededor de la pastilla, he negado con la cabeza.

Ese soy yo, el bebé que hay dentro del corazón, le he dicho. Yo soy su hijo.

Y Cassie Wright ha vuelto a sonreír y ha dicho:

—No te tomes esto a la tremenda, chico. —Me ha dicho—: Pero el bebé que di en adopción no era niño. —Ha cerrado el corazón con un chasquido metálico y se ha quedado el relicario y la cadenilla. Cassie ha levantado los dos brazos hasta que las manos se le han juntado detrás del pescuezo. Abrochando la cadenilla, ha dicho—: Le dije a todo el mundo que era niño, pero era una niñita preciosa…

El cronómetro contando los minutos con su clic-clic-clic. La lente de la cámara reflejándome tan de cerca que lo único que yo podía ver era una lágrima enorme que me caía de un ojo.

—Ahora. —Ha dicho Cassie Wright. Se ha levantado la sábana que le tapaba la mitad inferior del cuerpo y ha dicho—: Sé buen chico y empieza a follarme.

En la sala de espera del sótano, el tío que hacía de Dan Banyan me dice:

—¿Y qué has hecho, entonces, con la pastilla de cianuro?

No lo sé.

Me la he puesto en la entrepierna de los calzoncillos. Primero, hechos una bola en el suelo. Después, para que estuviera segura, aguantándomela debajo de las pelotas.

El tío que hacía de Dan Banyan hace una mueca y dice:

—¿Cómo esperas que nadie se meta eso en la boca después de que haya estado en tus calzoncillos sucios?

—¡Es cianuro! —grita el señor Bacardi, aguantándose el móvil contra el pecho. Y dice—: Un poco de sudor y esmegma no van a hacer que sea más venenoso.

Follándome con el puño a Cassie Wright, fuerte, doblándole una pierna tanto que tiene la rodilla en la cara, he oído que la chica del cronómetro decía:

—Tiempo.

Sin dejar de follar, después de darle la vuelta y mientras me la cepillaba de lado, con las piernas de ella abiertas como tijeras, he oído que Cassie Wright decía:

—Este chaval folla como si tuviera algo que demostrar.

Hincándosela estilo perro, a cuatro patas, agarrándole a manos llenas la piel mojada y flácida del culo, he oído que Cassie Wright decía:

—¡Sacadme de encima a este cabroncete!

Unas manos me han agarrado por detrás. Unos dedos me han desprendido los dedos de los muslos de ella. Han tirado de mí hacia atrás hasta que solo mi polla todavía estaba en contacto con ella, y yo he seguido dando golpes con las caderas hasta que solo tenía la punta de la polla dentro de ella, hasta que me he separado de ella y mis gónadas han soltado cinta tras cinta de pringue blanco sobre su culo.

En el otro extremo de su cuerpo, la boca de Cassie Wright ha dicho:

—¿Estáis filmando esto?

El director ha dicho:

—Esto lo usamos para el tráiler. —Ha dado un sorbo de zumo de naranja del vaso con pajita articulada y ha dicho—: Cuidado, chaval, que nos vas a ahogar a todos.

Cassie Wright ha dicho:

—Que alguien me limpie. —Todavía a cuatro patas, ha mirado hacia atrás por encima del hombro y ha dicho—: Encantada de conocerte, chaval. Sigue comprando mis películas, ¿de acuerdo?

En el sótano, una voz dice:

—¿Número 600? —Una voz de chica. La chica del cronometro dice—: Te estamos esperando en el set, por favor.

Hablando por su móvil, el señor Bacardi grita:

—Yo hice a vuestra agencia de mierda. —Grita—: ¡No es el dinero, es la falta de respeto!

Pero echa a andar en dirección a la escalera, a la chica del cronómetro y al set.

Antes de que el señor Bacardi tenga tiempo de subir la escalera, me meto la mano en los calzoncillos, palpando entre la bragueta elástica ceñida y los pliegues holgados de la piel de mis pelotas. Le digo que espere. Y toqueteándome las pelotas, salto el escalón, los dos, tres escalones que me separan de donde está el señor Bacardi.

Y le digo que la mate. Que mate a esa puta de la Wright. Que la asesine.

—No la puedes matar —dice el tío que hacía de Dan Banyan—. Me voy a casar con ella.

El señor Bacardi cierra su móvil de golpe, sin dejar de decir:

—Veinte pavos de mierda…

Tal como él planeaba, le digo que la folle hasta matarla. Y le pongo la pastilla en la mano.

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