Snuff

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Vimes abrió la boca. Luego la cerró y atrapó las palabras: «Chico, preferiría subirme a un cerdo que a un caballo, si no te importa. Quiero decir que los cerdos solo corren, pero ¿los caballos? La mayor parte del tiempo no tengo nada contra los caballos, y luego me posiciono con mucha firmeza contra los caballos y después salgo disparado hacia arriba de nuevo, de manera que una vez más no tengo nada contra los caballos, pero sé que al cabo de medio segundo el maldito tormento empieza de nuevo, y sí, antes de que me vengas con el rollo de que "No pasa nada si se levanta cuando ellos bajan", deja que te diga que eso nunca me ha funcionado, porque entonces o estoy por encima y algo por detrás del caballo o estoy contra el caballo con tanta fuerza que me alegro mucho de que Sybil y yo hayamos decidido tener un solo hijo…».

Feeney, sin embargo, estaba activo y parlanchín.

—Supongo que en el valle del Koom debía de haber muchos caballos, ¿eh, señor?

Y Vimes se quedó bloqueado.

—En realidad, chico, a los trolls no les sirven para nada y se dice que los enanos se los comen a escondidas.

—Vaya, eso debió de ser un chasco para un luchador como usted, comandante.

¿Un luchador? Puede, pensó Vimes, por lo menos cuando no se presenta ninguna alternativa, pero por los siete infiernos, ¿de dónde has sacado la idea de que estoy cómodo mirando siquiera a los caballos? ¿Y por qué seguimos caminando hacia un establo que estará lleno de esos malditos bichos, piafando, resoplando, babeando y poniendo los ojos en blanco, que es lo que hacen? Bueno, te diré por qué. Es porque me acojona demasiado decirle a Feeney que me acojonan demasiado. ¡Ja, la historia de mi vida, demasiado cobarde para ser cobarde!

En ese momento, Feeney retiró una pesada cancela de madera que, para el susceptible oído de Vimes, chirriaba como una horca nueva, y se le escapó un gemido mientras entraban. Sí, era una caballeriza y a Vimes le erizaba el cabello.

Y allí estaban, los inevitables habituales del lugar: patizambos, sin más de un botón en la chaqueta y con cierto aire de rata en la nariz y de horquilla en las piernas. Habrían servido para jugar a cróckett. Todos y cada uno llevaban una brizna de paja en la boca, probablemente porque era su único alimento. Impotente, Vimes fue presentado a unos hombres que desde luego habían oído hablar de él, un policía muy importante, vaya, mientras Feeney lo pintaba como la clase de hombre que insistiría en cabalgar a lomos del animal más veloz que tuvieran en la cuadra.

Sacaron dos monturas de aspecto maligno, y Feeney tuvo la generosidad de ceder la más grande a Vimes.

—Aquí tiene, señor. Otra vez en la silla de montar, ¿eh? —dijo mientras le pasaba las riendas.

Mientras Feeney negociaba el alquiler, Vimes sintió que algo tiraba de su pierna y al bajar la vista se encontró con la cara sonriente del agente especial Tufos, que susurró:

—¿Gran problema, compañero poo-lii colega? Gran problema para un hombre con miedo a los caballos. ¡Anda que no! Odia caballo, se huele miedo. Tú llévame, poo-lii. Yo arreglo. No preocupes. Necesitas a Tufos de todas formas, ¿sí? ¿Encuentras trasgo asustado? ¡Pánico pánico pánico! ¡Pero Tufos manda callar trasgos, servidor a pesar de apariencias no gilipollas del todo, no señor!

El pequeño trasgo infeliz bajó aún más su voz cascada y añadió, tan flojo que Vimes apenas pudo oírlo:

—Y Tufos nunca jamás dicho nada sobre hombre que limpia camisas de poo-lii y su vaya esta, ¿eh? ¿Señor Vimes? No hay raza tan desgraciada que no haya algo ahí fuera cuidando de ella, señor Vimes.

Las palabras golpearon a Vimes como un bofetón en la cara. ¿Eso lo había dicho el mamoncete? ¿De verdad lo había oído? Las palabras habían caído en la conversación como salidas de alguna otra parte, de alguna parte muy otra. Miró a Tufos, que le devolvió la mirada haciendo castañetear sus dientes con desparpajo y luego se coló terroríficamente bajo el caballo en el preciso instante en que, al otro lado del patio, el comité de expertos en debate ecuestre cerraba las negociaciones con Feeney. El que parecía el jefe se escupió en la mano y Feeney, contraviniendo todas las normas de sanidad, hizo lo propio, y luego se dieron la mano y algo de dinero cambió de manos y Vimes esperó que fuera del que se lavaba las manos.

Entonces, delante de Vimes, y posiblemente para su propia sorpresa, el caballo se arrodilló. Vimes solo lo había visto en un circo, y todos los demás actuaron como si no lo hubieran visto nunca.

Tufos había desaparecido como por arte de magia, pero cuando unos ojos incrédulos observan, como dice el venerable filósofo Ly Tin Wheedle, debes hacer algo si no quieres quedar, en el gran orden cósmico, como un capullo. Y así Vimes arqueó las piernas y avanzó arrastrando sus pies a ambos lados del caballo con toda la naturalidad que pudo, mientras emitía los extraños chasquidos que había oído usar a los mozos de cuadra para todas sus órdenes, y el caballo se alzó sobre sus cascos y elevó a Vimes con la delicadeza de una cuna, para asombro y posterior ovación de las masas patizambas, que aplaudieron mientras decían cosas como «¡Madre mía, señor, tendría que trabajar en un circo!». Mientras tanto, Feeney era todo admiración, por desgracia.

Se estaba levantando viento pero todavía quedaba algo de luz, y Vimes dejó que el agente abriera la marcha a un trote suave, que se demostró suave de verdad.

—Parece que va a llover, comandante, o sea que podríamos tomárnoslo con un poco de calma hasta que dejemos atrás Terreno del Gaitero, y después giramos por los bajíos de Cuello de Johnson, donde podemos rodear el melonar a un medio galope, y para entonces ya deberíamos de tener el Chichi a la vista. ¿Le parece bien, señor?

Sam Vimes esperó unos segundos con aire solemne para dar la impresión de que tenía la más mínima idea de cómo era la geografía local, y luego dijo:

—Bueno, sí, no me parece mal plan, Feeney.

Tufos se encaramó por la crin del caballo, volvió a sonreír y alzó un gran pulgar, que por suerte era suyo.

Feeney asió las riendas.

—¡Bien, señor, entonces más vale que nos animemos!

Vimes tardó un poco en entender del todo lo que sucedía. Estaba Feeney sobre su caballo, sonó el chasquido de marras, y después no hubo ni Feeney ni caballo, pero sí un buen montón de polvo a lo lejos y la voz cascada de Tufos gritando:

—¡Agárrese fuerte, señor Poo-lii!

Y entonces el horizonte saltó hacia él. En cierto sentido, galopar no era tan malo como trotar, y Vimes consiguió tumbarse más o menos sobre el caballo y desear que alguien supiera lo que sucedía. Tufos parecía estar al mando.

El camino era bastante ancho y cabalgaban por él a gran velocidad dejando una estela de polvo blanco; después, de pronto iban hacia abajo mientras a la derecha de Vimes la tierra se elevaba y el río aparecía detrás de unos árboles. Ya sabía que era un río que no le veía sentido a las prisas. Al fin y al cabo estaba hecho de agua, y el consenso general es que el agua tiene memoria. Se conocía la rutina: evaporarse, flotar en una nube hasta que alguien organizaba a todo el mundo y después caer en forma de lluvia. Pasaba continuamente. No tenía sentido apresurarse. Después del primer chapoteo, ya estaba todo visto.

Y así el río serpenteaba. Hasta el Ankh era más rápido; y aunque el Ankh apestaba como una cloaca, no se bamboleaba poco a poco, de una orilla a otra, como hacía el Viejo Traicionero, que no parecía estar muy convencido de todo eso del ciclo del agua. Y mientras la corriente se retorcía como una culebra, lo mismo hacían las orillas que, en consonancia con el paisaje plácido y parsimonioso, estaban cubiertas de espesa vegetación.

Pese a todo, Feeney no aflojó el ritmo, y Vimes se limitó a seguir agarrado, fiel al razonamiento de que los caballos probablemente no se tiraban al agua por su propia voluntad. Permaneció aplastado contra el lomo porque de otro modo las ramas y el enmarañado follaje, cada vez más bajos, amenazaban con derribarlo de su montura como a una mosca.

Ah, sí, las moscas. En la ribera se criaban por millones. Las notaba arrastrándose por su pelo hasta que alguna hoja o ramita las expulsaba. Las probabilidades de avistar el Portento de… embarcación sin acabar decapitado parecían extremadamente escasas.

Y aun así, de repente llegó un descanso para las castigadas posaderas de Vimes: un banco de arena con varios troncos varados y Feeney que acababa de tirar de las riendas de su caballo para detenerlo. Vimes consiguió enderezarse de nuevo, justo a tiempo, y los dos hombres desmontaron.

—¡Muy bien hecho, comandante! ¡Salta a la vista que nació en la silla de montar! ¡Buenas noticias! ¿Lo huele?

Vimes inspiró una ración de moscas y un hedor muy intenso a estiércol.

—Flota en el aire, ¿eh? —dijo Feeney—. Ese es el olor de un barco de dos bueyes, ¡inconfundible! Van fregando la cubierta sobre la marcha, ya sabe.

Vimes observó el crecido caudal.

—No me sorprende.

A lo mejor, pensó, había llegado el momento de sostener una pequeña charla con el chaval. Carraspeó y miró el barro con rostro inexpresivo mientras ordenaba sus pensamientos; un pequeño reguero de agua atravesaba el banco de arena, y los caballos piafaban inquietos.

—Feeney, no sé qué es lo que nos espera cuando atrapemos el barco, ¿entendido? No sé si podemos obligarles a dar media vuelta, si sacaremos a los trasgos y los llevaremos a casa por tierra firme o si tendremos que perseguirlo a caballo hasta la costa, pero aquí mando yo, ¿lo entiendes? Mando yo porque estoy muy acostumbrado a que la gente no quiera verme delante de ella, o vivo siquiera.

—Sí señor —empezó Feeney—, pero creo…

Vimes siguió imperturbable.

—No sé lo que vamos a encontrar, pero sospecho que los que intentan adueñarse de un barco, aunque sea de un estercolero flotante como el Chichi, probablemente son considerados y tratados como piratas por parte de la tripulación, y por eso yo daré las órdenes y quiero que hagas exactamente lo que te diga, ¿vale?

Durante un momento pareció que Feeney iba a poner pegas, y luego asintió sin más, dio una palmadita a su montura y esperó, mientras otra minúscula ola rompía junto a los caballos. El repentino silencio de alguien por lo general tan locuaz desconcertó a Vimes.

—¿Estás esperando algo, Feeney?

El chico asintió y dijo:

—No quería interrumpirle, comandante, y como acaba de decirme manda usted, pero estaba esperando a que dijese algo que yo quisiera oír.

—¿Ah, sí? ¿Como qué?

—Bueno, señor, para empezar me gustaría oírle decir que va siendo hora de montar y salir de aquí a toda velocidad porque el agua está subiendo a ojos vistas y pronto despertarán los caimanes.

Vimes miró a su alrededor. Uno de los troncos, de los que con tanta alegría se había desentendido, estaba extendiendo patas. Aterrizó sobre la grupa de su caballo con las riendas en la mano en poco más de un segundo.

—Tomaré esa orden por dada, entonces, ¿le parece? —gritó Feeney mientras arrancaba en pos de Vimes.

Este no intentó frenar hasta que juzgó que se encontraban lo bastante altos en la ribera para que cualquier cosa que viviera en el agua perdiera el interés en ellos, y entonces esperó a que Feeney lo alcanzara.

—De acuerdo, alguacil en jefe Desenlace, sigo mandando yo, pero accedo a respetar su conocimiento local. ¿Satisfecho con eso? ¿De dónde narices sale esa agua?

Desde luego estaba creciendo: cuando habían partido habría hecho falta una regla para constatar que fluía, por poco que fuese, pero ahora pequeñas olas bailaban una detrás de otra y empezaba a caer una lluvia fina.

—Es la tormenta que se nos acerca por detrás —explicó Feeney—, pero no se preocupe, señor, lo único que significa es que el Chichi amarrará si hay demasiada corriente. Entonces podremos subir a bordo tranquilamente.

La lluvia empezaba a arreciar, y Vimes preguntó:

—¿Qué pasa si decide seguir adelante? No falta mucho para que anochezca, ¿verdad?

—¡Eso no será ningún problema, comandante, no se preocupe! —gritó Feeney con irritante jovialidad—. Seguiremos por los caminos. El agua nunca llega tan arriba. Aparte, dondequiera que esté, el Chichi tendrá encendidas las luces de navegación, que son rojas, lámparas de aceite, de hecho. O sea que no se preocupe —concluyó Feeney—. Si sigue en el río lo encontraremos, señor, de una manera u otra, y si no le molesta la pregunta, señor, ¿qué pretende hacer entonces?

Vimes no estaba seguro, pero a ningún oficial le gusta decir eso nunca, de modo que en cambio contraatacó con otra pregunta.

—¡Señor Feeney, cualquiera que le oiga diría que este río es inofensivo! ¡Mire allí! —Señaló un punto de la otra orilla donde el agua se arremolinaba, borboteaba y crecía casi a ojos vistas mientras la contemplaban.

—Bah —dijo Feeney—, el Viejo Traicionero siempre arrastra desechos. No hay que preocuparse mientras no se forme un jodepresas.[27] Solo ocurren muy de vez en cuando, cuando se dan las circunstancias, señor, y puede estar seguro de que el capitán pondrá el Chichi a salvo de cualquier peligro si viene uno. Además, es imposible que maniobre en el río de noche y con mal tiempo; el Viejo Traicionero está plagado de troncos a la deriva y bancos de arena. ¡Sería un suicidio, hasta para un patrón tan bueno como el señor Piebobo!

Cabalgaron en silencio, salvo por el terrible fragor y borboteo de las aguas oscuras del torrente, debajo de la orilla. Quedaba ya muy poca luz y era de un naranja sucio, ayudada por ocasionales relámpagos a los que seguían unos truenos que sonaban como piedras al partirse. En los bosques de ambos lados del río los árboles se iluminaban y de vez en cuando ardían, lo cual, pensó Vimes, por lo menos ayudaba a orientarse. La lluvia ya le estaba calando la ropa, y por eso gritó con una voz que delataba su convencimiento de que le gustaría la respuesta a lo que estaba a punto de preguntar:

—Hablando de todo un poco, y por pasar el rato, chico, ¿te importaría contarme qué es exactamente un jodepresas?

El primer intento de Feeney quedó ahogado por un trueno que sonó a sus espaldas, pero al siguiente se hizo oír.

—Es un fenómeno ocasional causado por una tormenta que se queda encerrada en el valle y provoca el desprendimiento de unos detritos que se amontonan de cierta manera, señor…

Tufos trepó hasta la cabeza del caballo, salido de quién osaría elucubrar dónde. Resplandecía con una tenue luz azul y espectral. Vimes estiró un dedo para tocarlo y una minúscula llama azul le danzó sobre la mano. Lo conocía.

—Fuego de San Ungulante —dijo en voz alta, y lamentó no estar en condiciones de usarlo para encender su último puro, incluso aunque fuese una exhalación de los cadáveres de los ahogados. A veces uno necesitaba tabaco y punto.

Feeney contemplaba la luz azul con tal expresión de horror que a Vimes le supo fatal distraerlo, pero insistió:

—¿Luego qué pasa, chico?

Un relámpago con buen ojo para los golpes de efecto iluminó el rostro de Feeney cuando este se volvió.

—Bueno, comandante, se acumulan más y más detritos que se enredan hasta formar un solo bloque, y el río sube tanto de nivel detrás de ellos que tarde o temprano supera la resistencia de la presa natural, que sale arrastrada corriente abajo y barre o vuelca despiadadamente todo lo que encuentre a su paso, hasta llegar al mar, señor. ¡Por eso este río se llama el «Viejo Traicionero»!

—Bueno, por supuesto —dijo Vimes—, yo solo soy un hombre sencillo de la ciudad que no sabe mucho de estas cosas, pero ¿hago bien en creer que una acumulación de detritos que baja arrastrada por la corriente y barre o vuelca todo lo que encuentra a su paso hasta llegar al mar se considera por lo general algo malo?

Detrás de ellos sonó un prolongado crujido cuando otro árbol fue alcanzado por un rayo.

—Sí, señor. Se ha dejado la palabra «despiadadamente», señor —señaló Feeney atento—. Creo que de verdad deberíamos intentar alcanzar al Chichi lo antes posible.

—Opino que tienes razón, chico, y ahora mismo sugiero…

Fuera lo que fuese lo que estaba haciendo Tufos, y fuera lo que fuese el propio Tufos en realidad, los caballos se estaban poniendo nerviosos hasta el punto de casi desbocarse. Había tanta agua en el aire y quedaba tan poca luz que la diferencia entre el río y la orilla solo podía apreciarse viendo en cuál se caía.

Además, la lluvia era ya un chaparrón que golpeaba desde todas las direcciones, incluso de abajo a arriba, y la sinfonía de oscura destrucción se oía al ritmo de las orillas que se deslizaban de manera inexorable hacia las aguas revueltas. Los caballos ya estaban fuera de sí, y dirección era una palabra sin sentido, como también calor, y el mundo no era sino oscuridad, agua, desesperación fría y dos ojos rojos.

Feeney la vio primero y luego Vimes captó el olor. Era el olor intenso y desesperado de unos bueyes que empezaban a preocuparse mucho, y era lo bastante denso para dejarse notar entre tanta confusión. Asombrosamente, el barco seguía batiendo el agua con sus paletas y avanzando, más o menos, a pesar de que la flotilla de barcazas que llevaba en ristre coleaba, se enredaba y a grandes rasgos se sacudía de lado a lado del río como la cola de un gato enfadado.

—¿Por qué no ha amarrado en alguna parte? —gritó Feeney a la tormenta. Sonaba a desesperación, pero Vimes desmontó, agarró la forma pegajosa de Tufos y dio a su caballo una palmada en la grupa. Sin duda a esas alturas tendría más posibilidades por su cuenta que quedándose con él.

Y entonces, por un momento, sus ojos mentales contemplaron el valle del Koom. Aquel día había estado al borde de la muerte, cuando el aguacero bajó por las laderas del valle, entró en tromba por las innumerables cuevas de piedra caliza y lo estrelló contra paredes, suelos y techos hasta depositarlo por fin en una minúscula playa de arena, en la más completa oscuridad. Y la oscuridad se había hecho su amiga, y Vimes había flotado en la cara de la penumbra y allí había encontrado una progresiva iluminación y había entendido que el miedo y la furia podían batirse hasta convertirlos en una espada, y que el deseo de leer una vez más un libro a un niño podía forjarse en forma de escudo y armadura para un andrajoso y moribundo náufrago, que acabó estrechando la mano de los reyes.

Después de eso, ¿qué podía tener de terrorífico el rescate de unos trasgos y quién sabía cuántas personas más de un barco que se hundía en un río negro y traicionero en mitad de la atronadora y caudalosa oscuridad?

Echó a correr por la orilla empantanada mientras le entraba agua a chorros por el cuello. Pero correr no bastaba. Había que pensar. Tenías entendido que el piloto conocía el río y conocía su barco. Podría haber amarrado en cualquier momento, ¿verdad? Y no lo había hecho, pero era evidente que no era un idiota porque, aunque solo hacía unas horas que Vimes conocía el río, ya había comprendido que ningún idiota sobreviviría a más de unas pocas travesías en él. Estaba diseñado como una trampa para tontos.

Por otro lado, si no se era tonto, trabajar de patrón de un barco de bueyes no era mal plan: proporcionaba prestigio, respeto, responsabilidad y un salario fijo a cambio de un trabajo fijo, además de ser la envidia de los chavales de todos los embarcaderos. Sybil le había hablado de ellos, con cierto entusiasmo, una noche. Entonces, ¿por qué un hombre en una posición tan desahogada pilotaría un barco tan caro, con un cargamento tan valioso, río abajo en una noche que prometía la aniquilación en cualquier meandro serpentino, si nadie le culparía por amarrar durante un rato?

¿Por dinero? No, pensó Vimes. A este río le llaman Viejo Traicionero, y el dinero no servía para nada cuando te estabas hundiendo sin remisión en su fangoso abrazo. Aparte, Vimes conocía a esa clase de hombres y tendían a ser orgullosos, independientes e insobornables. Probablemente no pondría en peligro su barco aunque le pusieran una navaja en el cuello… Pero tradicionalmente la familia los acompañaba; el patrón siempre trabajaba en casa, ¿no decían eso?

¿Y qué haría un patrón desesperado en ese caso? ¿Qué haría si amenazasen con degollar a una esposa, o a un hijo? ¿Qué otra cosa podría hacer sino seguir navegando, confiado a una vida de experiencia para ponerlos a todos a salvo? Y no se trataría de un único invitado indeseable, no, porque entonces intentarías embarrancar de golpe con los músculos tensos para, aprovechando la confusión, saltar sobre el malhechor caído y estrangularlo con tus propias manos, pero la treta no funcionaría si se había traído un aliado. En ese caso te quedabas al timón, encomendado a la esperanza y la oración, mientras esperabas que en cualquier momento llegara el estruendo del jodepresas.

Feeney corría por la orilla detrás de él, y logró decir entre jadeos:

—¿Qué piensa hacer, señor? ¡En serio! ¿Qué vamos a hacer?

Vimes hizo oídos sordos a Feeney por un momento. Ya le bastaba con lidiar con la lluvia, la espuma en ebullición de las olas y los troncos caídos, pero no perdió de vista la ristra de barcazas. Logró identificar un ritmo en su serpenteo, pero se veía alterado en todo momento por fragmentos de madera a la deriva y por cualquier intento de pilotaje que tuviera lugar allá arriba, en la timonera. Cada vez que la barcaza más atrasada topaba contra la orilla, se producía un momento, un precioso instante, en el que un hombre podría saltar a bordo si fuera un insensato.

De modo que saltó, y se dio cuenta de que cada salto tendría que engendrar otro salto y que no mantener el ritmo significaría caer a la corriente, y al saltar a la barcaza siguiente, que se bamboleaba y cabeceaba a merced del oleaje, solo cabía esperar que no se le quedase atrapado un pie entre las dos, porque dos barcazas de casi ocho metros chocando como un bocadillo con un pie en medio harían algo más que dejar un cardenal. Pero Tufos corría, brincaba y hacía piruetas justo por delante de él, y Vimes fue lo bastante rápido para captar el mensaje; aterrizó de lleno en la barcaza siguiente, y sorprendentemente lo mismo hizo Feeney, que se echó a reír, nada menos, aunque había que estar a un palmo de él para oírlo.

—¡Bien hecho, señor! Hacíamos esto de pequeños… lo hacían todos los niños… las mejores eran las más grandes…

Vimes había recobrado el aliento tras los primeros dos saltos. Según lo que Feeney le había contado, el Portento de Chichi era un carguero grande y lento pero capaz de remolcar cualquier peso. Podría haber cualquier cosa en esas barcazas, pensó, pero todavía no olía a trasgo y aún quedaban dos gabarras y un temporal que intentaba empeorar aún más.

Mientras pensaba eso, reapareció Tufos, que al parecer podía ir y venir sin que se le viera hacer ni lo uno ni lo otro. Y seguía brillando ligeramente. Vimes tuvo que agacharse para hablar con él.

—¿Dónde están, Tufos?

El trasgo se tiró un pedo, muy probablemente como lo hace un payaso, más para entretener que por alivio. Contento a todas luces con la reacción, graznó:

—¡Barcaza número uno! ¡Fácil de llegar! ¡Fácil de echar comida!

Vimes escudriñó la distancia que los separaba de la barcaza más cercana al Chichi. ¿No tendría que haber alguna clase de pasarela? ¿Algún medio de entrar en las embarcaciones para que la tripulación pudiera acceder a la carga? Se volvió de nuevo hacia Feeney, que chorreaba agua, mientras otro relámpago lo iluminaba.

—¿Cuánta tripulación, dirías tú?

Incluso a tan poca distancia, Feeney tuvo que gritar.

—¡Probablemente dos, o un hombre y un niño, abajo en lo que llaman la boyera! ¡Además del maquinista y normalmente un jefe de carga o capitán de bodega! ¡A veces un cocinero, si la mujer del capitán no quiere el trabajo, aunque la mayoría lo quieren, y luego uno o dos grumetes que aprenden el oficio y suelen hacer de vigías y pillos de embarcadero!

—¿Eso es todo? ¿No hay guardias?

—¡No, señor, esto no es alta mar!

Dos barcazas chocaron y escupieron una columna de agua que por fin consiguió llenar las botas de Vimes hasta arriba del todo. No tenía sentido vaciarlas, pero consiguió gruñir más alto que la tormenta.

—Tengo una noticia para ti, chico. El agua está subiendo.

Se armó de valor para el salto a la siguiente barcaza errática y se preguntó: Aun así, ¿dónde está la gente? No me digas que todos quieren morir. Esperó y saltó de nuevo cuando se le puso a tiro la siguiente barcaza, pero entonces un bandazo lo echó hacia atrás justo a tiempo para ver cómo su espada se tiraba al agua embravecida dando traviesas volteretas. Renegó, luchó por mantener el equilibrio, esperó a la siguiente oportunidad de sobrevivir por los pelos y esa vez lo consiguió. Saltó de nuevo y casi cayó de espaldas entre los maderos que entrechocaban pero, con un precario balanceo, cayó hacia delante en lugar de hacia atrás, y al aterrizar atravesó directamente una lona y se topó con una cara poco definida, que gritó:

—¡Por favor! ¡Por favor, no me mates! ¡Solo soy un criador de pollos complicados! ¡No llevo ningún arma! ¡Ni siquiera me gusta matar a los pollos!

Vimes había logrado caer con los brazos en torno a un hombre rechoncho, que habría vuelto a gritar si no le hubiese tapado la boca con la mano, antes de susurrar:

—Soy policía, señor. Disculpe las molestias, pero ¿quién cojones es usted y qué pasa aquí? Hable, no hay tiempo que perder.

Empujó al hombre un poco más adentro de la barcaza, hacia una oscuridad húmeda y un olor reconocible que informó a Vimes de que, fuera o no complicado su frenético interlocutor, acerca de los pollos no mentía. De la penumbra cloqueante y plumífera de las cestas de alambre del fondo surgía otro olor más, que anunciaba que una gran cantidad de pollos, que ni en el mejor caso son las más serenas de las criaturas, estaban muy, muy asustados.

La imprecisa silueta preguntó:

—¿La policía? ¿Aquí? ¡No me vengas con esas, hombre! ¿Quién te crees que eres, el puto comandante Vimes?

La barcaza cabeceó de nuevo y un huevo errabundo salió volando de la oscuridad y alcanzó a Vimes en la cara. Se lo limpió, o por lo menos lo esparció un poco, y dijo:

—Bueno, bueno, señor, ¿siempre tiene tanta suerte?

Su apellido era falso; añadiendo el nombre de pila, quedaba Elogio y Salvación Falso, y es inevitable que quien tiene un nombre falso insista en explicar por qué, incluso cuando una inminente muerte acuática no solo le mira a los ojos sino también al resto del cuerpo, incluidas posiblemente ambas perneras del pantalón.

—Verá, señor, mi familia es originaria de Klatch y nuestro apellido era Thakhula, pero claro, con el paso del tiempo la gente tiende a pronunciarlo mal con toda su…

Vimes lo interrumpió, porque era una alternativa más aceptable que estrangularlo.

—Por favor, señor Falso, ¿puede contarme lo que ha estado pasando en el Chichi?

—¡Oh, cielos, ha sido espantoso, de verdad, ha sido extremadamente espantoso! ¡Ha habido gritos y aullidos y estoy seguro de que he oído chillar a una mujer! ¡Y ahora no paramos de chocar contra la orilla, o por lo menos eso parece por como suena! ¡Y la tormenta, señor, nos hundirá en menos que un cordero sacude la cola dos veces, estoy convencido!

—¿Y no ha ido adelante a ver qué pasaba, señor Falso? —preguntó Vimes.

El hombre parecía atónito.

—Comandante, yo crío pollos complicados, señor, pollos extremadamente complicados. ¡No sé nada de luchar! ¡Los pollos nunca se ponen tan agresivos! Lo siento mucho, señor, pero no he ido a ver qué pasaba por si lo veía, señor, ¿sabe? Y si lo veía, señor, estoy seguro de que otros me verían a mí, señor, y como he razonado que serían personas que seguirían vivas después de que otras posiblemente estuvieran muertas, señor, y que tal vez fueran responsables de dichas muertes, señor, me he asegurado de que no me vieran, señor, si entiende lo que quiero decirle. Aparte, voy desarmado y tengo los pulmones débiles y un dedo del pie de madera. Y estoy vivo, de momento.

En verdad, Vimes lo consideró un razonamiento impepinable, de modo que dijo:

—No se preocupe, señor Falso, seguro que ya le dan bastante faena sus pollos complicados. ¿Dice que no tiene ningún arma en absoluto, entonces?

—Siento mucho decepcionarle, comandante, pero no soy un hombre fuerte. ¡Ya me ha costado lo mío arrastrar a bordo mi caja de herramientas!

Vimes no delató emoción alguna.

—¿Caja de herramientas? ¿Tiene una caja de herramientas?

El señor Falso volvió a agarrarse a la pared cuando la barcaza rebotó contra algo que no debería, y asintió:

—Pues sí, claro. Si conseguimos bajar en Quirm tengo un local que acondicionar con aseladeros para cien gallinas, y quien quiere un trabajo bien hecho hoy en día tiene que hacerlo en persona, ¿o no?

—Habla con un experto —dijo Vimes mientras otra colisión los hacía tambalearse—. Me pregunto si podría echarle un vistazo a esa caja de herramientas suya.

Hay ocasiones en la sinfonía del mundo en que su caleidoscopio auditivo de golpes, truenos, gritos y tormentas se funde de pronto en un único y gran «¡Aleluya!». Y la inocente caja de herramientas del pollero, que no contenía nada que no estuviera hecho de simples hierro, acero o madera, aun así resplandeció a ojos del comandante Sam Vimes igual que una hueste salida del cielo. ¡Mazos, martillos, sierras, de todo! ¡Hasta había un gran punzón de espiral! ¿Qué no podría haber hecho Willikins con un juguete como ese? ¡A-le-lu-ya! ¡Anda, si había una palanca! Vimes la sopesó y sintió que la Calle se elevaba hasta tocar sus pies. El hombre de los pollos complicados había oído gritar a una mujer…

Vimes giró sobre sus talones a la vez que la lona se movía a un lado y Feeney caía en el interior de la barcaza acompañado de un chorro de espuma.

—Sé que no me ha dado la señal, comandante, pero me ha parecido mejor informarle de que el agua está bajando.

Vimes vio que Falso cerraba los ojos y gemía, pero se volvió hacia Feeney y preguntó:

—Vale, eso es bueno, ¿no? ¿El agua? ¿Que baje?

—¡No, no lo es, señor! —chilló Feeney—. Sigue lloviendo a cántaros y el nivel del agua está bajando, y eso significa que río arriba se están apilando los suficientes árboles y arbustos derribados, barro y demás basura para formar una presa, que se vuelve cada vez más grande y crece por los lados a medida que el agua se le acumula detrás, señor. ¿Entiende lo que le digo?

Vimes asintió.

—¿Jodepresas?

Feeney asintió.

—¡Joder, sí! Tenemos dos opciones: ¿prefiere morir sobre el río o debajo? ¿Cuáles son sus órdenes, por favor, señor?

Otra colisión sacudió la barcaza, y Vimes contempló la oscuridad. En ese terrible anochecer alguien se las estaba ingeniando para impedir que el barco se fuera a pique. Una mujer había chillado y Vimes tenía una palanca. Casi sin pensar, metió la mano en la caja de herramientas y cogió una almádena, que entregó a Feeney.

—Ahí tienes, chico. Sé que te has traído tu cacho de madera oficial, pero la cosa podría ponerse íntima y personal. Échale la culpa a la pavorosa álgebra de la necesidad y trata de no darme a mí con eso.

Oyó que la voz de Feeney preguntaba, más frenética que antes:

—¿Qué vamos a hacer, comandante?

Y Vimes parpadeó y dijo:

—¡Todo!

El viento se llevó la lona en cuanto Vimes la retiró y la mandó volando al otro lado del río, con lo que el criador de pollos complicados quedó abandonado a su esperanza y con los huevos rotos. Se izaron hacia la oscuridad y sus sombras bailaron al compás de los relámpagos. ¿Cómo demonios se orientaba el patrón en aquel infierno? ¿Unos faros delanteros? Sin duda en una noche como esa no podrían hacer más que mostrar la oscuridad. Pero aunque flotaba la sospecha, con cada golpe y vaivén, de que el Chichi corría mucho peligro, Vimes oía ya el chapoteo de las paletas como si fuera un único tema fiable en aquella sinfonía del caos, un sonido regular y tranquilizador. Estaba avanzando. Había algo de orden en el mundo, pero ¿cómo podía el patrón dominar el caos? ¿Cómo se maniobra cuando no se ve?

Feeney se lo había explicado a toda prisa, y Vimes había expresado su absoluta incredulidad aún más deprisa.

—¡Es verdad, señor! ¡Se conoce todos los recodos del río, conoce el viento, sabe la velocidad que llevamos y tiene un cronómetro y un reloj de arena de reserva! Vira cuando es el momento de virar. Vale, roza un poco los bancos con el viejo Chichi, pero es un barco bastante resistente.

Saltaron juntos a la última barcaza y encontraron una trampilla cerrada con candado. Sin embargo, una palanca es una llave maestra universal. Y allí, debajo de la trampilla, había trasgos, todos ellos atados de pies y manos y amontonados como coles. Había centenares. Abrumado, Vimes buscó con la mirada a Tufos, que resultó estar detrás de él.

—Vale, amigo mío, tu turno. Vamos a soltarlos, desde luego, pero me vendría bien alguna garantía de que no tendré un repentino montón de trasgos furiosos retorciéndome la cabeza hacia los dos lados para ver por cuál se arranca, ¿entendido?

Tufos, que ya era flaco como un esqueleto, pareció aún más delgado al encogerse de hombros. Señaló los montones gimientes.

—Demasiado doloridos, demasiado rígidos, demasiado hambrientos, demasiado… —Echó un vistazo más detenido al trasgo de la parte inferior de una pila y tocó una mano fláccida—. Demasiado muertos para perseguir a nadie, señor Poo-lii. ¡Ja! Pero luego, dar comida, dar agua y ellos persiguen. ¡Sí, sí, persiguen que tú cagarte, seguro! Cuando yo hable con ellos, ¡seguro, sí! Pero les diré: poo-lii es gran capullo, vale, pero capullo bueno. Les diré, lo liquidáis, yo liquido a vosotros porque ahora yo poo-lii. ¡Poo-lii especial Tufos!

Vimes concluyó que era la mejor garantía que podía esperar dadas las circunstancias. Justo entonces Feeney logró destapar, haciendo palanca, un gran barril de los varios que rodaban por la cubierta. El hedor de la barcaza redobló su intensidad en el acto, y el joven se apartó con las manos sobre la boca. Tufos, en cambio, olisqueó con aire de aprobación.

—¡Chúpate esa! ¡Mollejas de pavo! ¡Manjar de dioses! Viaje asesino cabrón, pero buen servicio de a bordo.

Vimes lo miró. Bueno, vale, pensó, suele andar cerca de humanos y por eso se le pega el vocabulario, pero ¿eso no ha sido sospechosamente ingenioso? ¿Le estará dando clases de lengua la señorita Bidel? A lo mejor solo es un aventurero misterioso salido de vete a saber dónde que se quiere divertir a costa de un poli trabajador. No sería la primera vez.

Feeney ya estaba cortando cuerdas, y Vimes intentó reanimar con prisas a todos los trasgos que pudo. No era una empresa recomendable para alguien preocupado por la higiene, o que al menos tuviera una mínima noción de lo que significaba la palabra, aunque, después de una hora de tormenta en el Viejo Traicionero, de todas formas no significaba nada. Los trasgos se ponían de pie con apuros, volvían a caer, encontraban el camino hasta el barril volcado de cachos de pavo muerto y tropezaban sobre la resbaladiza cubierta hasta llegar a un revuelto y ya medio vacío abrevadero que Feeney había encontrado e iba llenando por el sencillo método de sacar un cubo por la borda. Estaban volviendo a la vida… la mayoría estaba volviendo a la vida.

La barcaza rebotó de nuevo contra una orilla y, entre trasgos tambaleantes, Vimes buscó un asidero. Media barcaza estaba llena de barriles que, si se olisqueaba cerca de ellos, desde luego no estaban llenos de rosas aromáticas. Se atrevió a afrontar de nuevo la inestable cubierta y afirmó:

—No creo que todo esto sea para una excursión a la playa, ¿y tú? ¡Estos pobres desgraciados no podrían comerse tantas entrañas apestosas de pavo ni en una semana! ¡Alguien planeaba un camino largo! ¡Madre mía!

La barcaza había chocado con algo y, por el sonido de cristales rotos, ese algo se había hecho añicos. Feeney se levantó agarrado a una maroma y, limpiándose la chaqueta de mollejas, dijo:

—Travesía, señor. No camino, señor. No haría falta todo esto para viajar por tierra. Supongo que llevan rumbo a algún puerto muy lejano.

—¿Crees que serán unas vacaciones de sol, mar, playa y diversión? —preguntó Vimes con sorna.

—No, señor —respondió Feeney—, y tampoco les haría gracia si lo fueran, ¿verdad? A los trasgos les gusta la oscuridad.

Vimes le dio una palmada en el hombro.

—Vale, alguacil en jefe Desenlace, no pegue a nadie que se rinda y, si un hombre suelta su arma, ándese con ojo hasta que esté seguro de que no tiene otra escondida en alguna parte, ¿vale? En caso de duda, noquéelos. Y eso sabe hacerlo: use con ellos el clásico Bong Nyam Plas Ten, ¿eh?

—Sí, señor, eso es una fórmula para hacer betún, señor, pero lo tendré presente.

Vimes se volvió hacia Tufos, que ya parecía un poquito más gordo de lo normal.

—Tufos, no tengo ni la menor idea de lo que va a pasar ahora. Veo que tus amigos empiezan a parecer vivos, y en ese caso tenéis las mismas posibilidades que los demás, hundiros o nadar, y es lo mejor que puedo ofreceros. Venga, vamos, Feeney.

A tan poca distancia, el Portento de Chichi era un cascarón que chirriaba y se mecía medio cubierto de hierbas y palos sueltos. Al margen de la tormenta y el traqueteo y rechinar de los mecanismos, estaba en silencio.

—De acuerdo —dijo Feeney en voz baja—, será mejor que entremos por la puerta del ganado de popa, señor, o, como diría usted, «la parte de atrás». No será un salto difícil, hay muchos asideros porque el jefe de carga tiene que venir a ocuparse de las barcazas. ¿Ve esa puerta doble con un portillo? Por ahí entraremos. Es probable que haya más cargamento en la rampa para el ganado, porque un jefe de carga nunca desperdicia espacio, y después avanzaremos hacia la crujía…

—¿Eso quiere decir «la parte de en medio del barco»? —preguntó Vimes.

Feeney sonrió.

—Sí, señor, y vaya con cuidado porque está llena de maquinaria. Ya verá a qué me refiero, porque es listo. Si da un paso en falso podría caerse en un engranaje o encima de un buey, y ninguna de las dos cosas le haría gracia. Hay mucho ruido, apesta y es peligroso, o sea que, si hay muchos bandidos a bordo del barco, no esperaría encontrarlos allí.

Yo sí, pensó Vimes; nuestro señor Stratford es la clase de maníaco dispuesto a seguir adelante en circunstancias suicidas. ¿Por qué? ¿Para que el cargamento esté muy lejos antes de que nadie sepa nada de él? Y Stratford trabaja para lord Óxido, y los Óxido creen que el mundo les pertenece. Llevamos trasgos a alguna parte, pero quieren mantenerlos vivos. ¿Por qué?

El impacto de otra colisión lo devolvió al espantoso presente de la barcaza, y dijo:

—Yo esperaría encontrarme con que vigilan como halcones a cualquier tripulante, no sea que meta una llave de tuercas en el mecanismo.

—Oh, muy listo, señor, pero que muy listo. Ahí dentro tiene que haber alguna luz, por razones de seguridad, pero no mucha y siempre detrás de un cristal, por…

Feeney vaciló, de modo que Vimes sugirió:

—¿Los incendios, quizá? No he conocido a ningún maquinista que no eche aceite allá donde pueda.

—Bueno, no es exactamente el aceite, señor, son las bestias. ¡El gas se acumula que da gusto! Y si el cristal se rompe, bueno, es lamentable pero espectacular. ¡Hace dos años el Peggy Gloriosa saltó por los aires por ese mismo motivo!

—¿Por aquí se come el Pend Nyam Cul Chuch con nabos?

—No, señor, que yo sepa no, pero la cocina bhangbhangduquesa de fusión es muy popular en los barcos, eso es cierto. En todo caso, más adelante encontrará la cabina del patrón, los camarotes y luego la timonera, que tiene unas ventanas muy anchas, otro buen motivo para atacar por detrás.

Para variar, fue un salto corto y con un buen asidero al otro lado. A Vimes no le preocupaba que lo oyeran. La cubierta chirrió bajo sus pies mientras se adentraba poco a poco en el Portento de Chichi y avanzaba hacia el centro del barco, o como narices se llamase de verdad, pero de todas formas ya chirriaba por todas partes, y también crujía. Había tanto ruido en el barco que un silencio repentino habría llamado la atención. Y busco a alguien que parece cualquiera, pensó, hasta el preciso momento en que parece el asesino sádico que es. Bueno, parece sencillo.

Vimes vio de refilón unas enormes ruedas que giraban frenéticas a ambos lados y unas cadenas que cruzaban por encima de su cabeza, y entonces, al final del tramo de escaleras, vio a alguien que desde luego no debería estar allí…

Era una mujer con una niña pequeña agarrada a su vestido. Las habían atado sin apretar mucho a una viga que chirriaba, y una lamparita de aceite sobre ellas las mantenía en el centro de su círculo de luz. Y probablemente el motivo era que había un hombre sentado en un taburete a poca distancia de ellas, con una ballesta en el regazo.

Y allí tenía un enigma, porque el tipo llevaba atado un cordel a cada pierna. Uno de ellos seguía por el suelo y desaparecía hacia abajo en lo que, a juzgar por el calor, la peste a corral y el ocasional mugido de ungulado en apuros, era la boyera que Vimes acababa de dejar atrás. El otro cordel se perdía hacia delante en dirección a la timonera.

La mujer lo vio y de inmediato estrechó a la niña contra su pecho y, muy poco a poco, se llevó un dedo a los labios. Solo le quedaba esperar que el hombre no se hubiera dado cuenta, pero al menos no le hizo falta esperar que la mujer comprendiera que estaba allí para rescatarla, no para agravar sus problemas. No era imprescindible, pero le tranquilizó saber que era una mujer que las cazaba al vuelo. Alzó una mano delante de Feeney, pero el chico sin duda tenía madera de capitán: no se había movido en absoluto. Como Vimes, se había convertido en un observador. Y Vimes observó, y dejó que se alzara la oscuridad para evaluar la situación a su manera inimitable. Aquello no era la Oscuridad que Invoca, o por lo menos eso deseaba de todo corazón. Era solo su propia oscuridad humana y enemigo interno, que conocía todos sus pensamientos, que sabía que cada vez que el comandante Vimes arrastraba a un cruel y creativo asesino ante la misericordia o justicia que la ley dictara en su errática sabiduría, había otro Vimes, un Vimes fantasmal, cuyas ansias de trocear a aquel monstruo allí mismo había que encadenar. Por desgracia, cada vez resultaba más difícil, y se preguntó si algún día esa oscuridad se liberaría y reclamaría su herencia, sin que él se enterase… si algún día los frenos, cadenas, puertas y candados de su cabeza se esfumarían sin que se diera cuenta.

En ese instante, mientras miraba a la niña asustada, temió que el momento se estuviera acercando. Era posible que solo la presencia de Feeney mantuviera a raya a la oscuridad, al ansia atroz de privar al verdugo de sus honorarios de un dólar por la caída, tres peniques de soga y seis para cerveza. Qué fácil es matar, sí, pero no cuando un policía joven y avispado que cree que eres un buen tipo te está mirando. En casa, la Guardia y su familia rodeaban a Vimes como un muro. Aquí el bueno era el bueno porque no quería que nadie lo viese siendo malo. No quería pasar vergüenza. No quería ser la oscuridad.

La ballesta apuntaba a las dos rehenes y su dueño sin duda había recibido órdenes de disparar si un tirón de pierna daba la alarma. ¿Lo haría? Hacía falta envejecer un poco para que la oscuridad empezara a penetrar gota a gota, aunque siempre había uno o dos que nacían siendo oscuridad con patas, que matarían como pasatiempo. ¿Era uno de esos? Aunque no lo fuera, ¿sucumbiría al pánico? ¿Sería muy sensible el gatillo? ¿Podría dispararlo una sacudida inesperada?

Fuera, la tormenta arreciaba. No parecía tan importante si el agua bajaba o no, con toda la que ya había por todas partes. La mujer lo miraba con el rabillo del ojo. En fin, no había tiempo que perder…

Acompasando sus pasos con cautela, como si alguien fuera a oírlos con tanto trueno y crujido, Vimes se acercó sigilosamente al desprevenido centinela, le cerró ambas manos en torno al cuello y dio un tirón hacia arriba. La flecha se clavó en el techo.

—No quiero que nadie salga herido. —Vimes intentó decirlo con voz amable, pero prosiguió—: Si crees que puedes tirar de la cuerda, chaval, deja que te diga que te quedarás sin resuello antes que yo sin fuerza. Alguacil en jefe Desenlace, coja esa arma y ate las piernas de este caballero. Puede quedarse su arma. Sé que le gustan.

Debió de aflojar la presión sin darse cuenta, porque su cautivo dijo con la voz ronca:

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