Snuff

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—¡No quiero matar a nadie, señor, por favor! ¡Me han dado la ballesta y me han dicho que debía disparar si el barco paraba o notaba un tirón en las cuerdas! ¿Cree que haría eso, señor? ¿De verdad cree que lo haría? ¡Solo estaba sentado aquí por si entraba alguno de ellos! ¡Por favor, señor, no me contaron lo que pasaba cuando me apunté! ¡Es Stratford, señor, está como una cabra, señor, un puto asesino es lo que es!

Se oyó un golpe y el barco entero se sacudió. Quizá al patrón le había fallado el cronómetro.

—¿Cómo se llama, amigo?

—Eddie, señor, Eddie Enchapado. ¡Solo soy una rata de agua, señor!

El hombre temblaba. Vimes veía su mano estremecerse. Se volvió hacia la mujer con la niña, a la que Feeney sostenía en esos momentos, se tocó la frente y enseñó un instante la placa que llevaba bien escondida.

—Señora, soy el comandante Vimes de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork. ¿Este hombre las ha maltratado a usted o a la niña de alguna manera?

La mujer apenas se había movido. Le recordaba a una Sybil más joven, tranquila, serena y con muchos más visos de luchar que de gritar, aunque no pelearía hasta estar preparada.

—Ha sido un ataque bastante diestro, comandante, justo cuando estaba acostando a Grace. Los cabrones han embarcado como propietarios de parte de la carga y se han portado bien hasta que mi marido ha dicho que le parecía que el tiempo iba a ponerse muy feo. Yo estaba en la cocina, he oído un griterío y después nos han metido aquí. Personalmente, señor, consideraría un favor que no dejase a uno solo con vida, pero no todo va a ser diversión. Por lo que respecta a este, en fin, podría haber sido menos atento, así que, aunque me gustaría que lo tirase al río, no insistiría si se negara a atarle un gran peso a la pierna.

Feeney se rió.

—¡No necesitaría pesos, señora! ¡El río ha montado una fiesta y estamos todos invitados! Yo soy bastante buen nadador, y no me atrevería a zambullirme en lo que hay ahí fuera.

Vimes agarró a Enchapado y lo miró a los ojos. Al cabo de un momento dijo:

—No, reconozco los ojos de un asesino cuando los veo. Eso no quita que seas un pirata, ojo, o sea que vamos a mantenerte vigilado, ¿vale?, de modo que no intentes nada. Me fiaré de ti. Que los cielos te ayuden si me equivoco.

Enchapado abrió la boca para hablar, pero Vimes se apresuró a añadir:

—Podría volver su vida un poco más fácil, y posiblemente más larga, señor Enchapado, si me contara cuántos de su alegre hatajo de pícaros hay en el Chichi.

—No lo sé, señor. No sé quién sigue vivo, vamos.

Vimes miró a la mujer mientras el barco daba una sacudida. Fue una sensación extraña —por un momento, Vimes se sintió casi ingrávido— y luego se produjo un estruendo tras ellos en la boyera, entre las grandes ruedas giratorias. Cuando recuperó el equilibrio, logró preguntar:

—¿Hago bien en suponer que es la señora Piebobo?

La mujer asintió.

—Sí, lo soy, comandante —confirmó mientras la niña se agarraba a ella con más fuerza—. Sé que mi marido sigue vivo, porque nosotros también… de momento. —Paró cuando otra ola levantó el barco entero, y entonces el Chichi cayó con un chapoteo y un trastazo que descolocaba los huesos, seguido del largo mugido de un buey que ya había tenido bastante y el comienzo de un grito.

Vimes, Feeney y Enchapado se levantaron del suelo. La señora Piebobo y su hija seguían, asombrosamente, en posición vertical, y la madre lucía una torva sonrisa.

—Eso que ha oído era la muerte de uno de los piratas, ¡y no sabe la alegría que me llevo! Eso significa que todos los demás hombres que había en la boyera están vivos. ¿Quiere saber por qué? ¡Casi seguro que no ha saltado! Estas subidas y bajadas a mí me parecen pequeños golpes de rambla: en algún lugar por detrás de nosotros un jodepresas se está haciendo tan grande que pierde pedazos y se nos vienen encima a toda velocidad, ¿comprenden?, por lo que elevan el nivel del agua y luego lo vuelven a hundir como una piedra cuando pasan de largo… ¡y entonces es cuando tienes que saber bailar a su ritmo! ¡Porque si no bailas al ritmo del jodepresas, no tardarás en bailar con el Diablo! Un hombre ha bajado ahí con una ballesta cuando ha empezado la pelea. Ha sonado a que no estaba familiarizado con el baile. Supongo que habrá sido Charlie Cincuenta Litros quien se ha encargado de él cuando estaba en el suelo, pobre infeliz. Charlie es nuestro boyero. Si pega a un hombre una vez, nadie tendrá que pegarle otra. —La señora Piebobo lo dijo con un tono de voz despreocupado y satisfecho—. Quien quiera robar en nuestro barco tiene que prepararse para unos cuantos contratiempos de los gordos.

Y yo que creía que la ciudad era dura, pensó Vimes. Reparó en que un prudente Feeney había recargado la ballesta confiscada y dijo:

—Bajaré para asegurarme. Señora Piebobo, ¿cuántos piratas más cree que hay?

—Cuatro embarcaron como propietarios de la carga. —Empezó a contar con los dedos—. El señor Harrison, que es el jefe de carga, ha liquidado a uno, pero otro malnacido lo ha apuñalado. Sé que solo uno ha bajado a la boyera, y el otro ha ayudado a este cretino inútil a atar los cabos para que, si quedaba alguien para intentar alguna jugada, nos tuviera de rehenes, y luego ha subido a la timonera. Me han dicho que no nos pasaría nada, siempre que mi marido llevase la carga hasta Quirm. —La niña se agarró a su vestido mientras la mujer continuaba—. Personalmente, no me lo creo, pero todavía no le ha hecho daño a mi marido. Está contando, no para de contar. ¡Mi marido escucha al Viejo Traicionero y recuerda! ¡Intenta anticiparse a cien kilómetros de aguas asesinas! Y si muere, gana el río, vayamos por donde vayamos…

—Feeney, mantén la ballesta apuntada hacia este caballero, haz el favor —dijo Vimes—. Y si hace cualquier movimiento, cualquiera, incluido un intento de sonarse, tienes mi completa autorización para dispararle en algún punto que le cause graves inconvenientes.

Se dirigió a la escalera, hizo un gesto con la cabeza a Feeney y la señora Piebobo, levantó un dedo y gritó:

—¡Vuelvo en un minuto! —Y bajó veloz al corazón caliente y ruidoso del Portento de Chichi.

Snooker, pensó Vimes. Golpear bolas hasta tener la correcta a tiro.

Sintió que aumentaba la presión en sus pies cuando el barco se elevó, y al instante saltó y luego aterrizó limpiamente cuando el Chichi se posó de nuevo en el agua.

Le salió al paso un hombre que habría hecho que hasta Willikins se lo pensara dos veces.

—Usted debe de ser Cincuenta Litros. Me manda aquí abajo la señora Piebobo. ¡Soy el comandante Vimes, Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork!

Y el hombre con cara de troll y cuerpo a juego replicó:

—He oído hablar de usted. ¡Le daba por muerto!

—Suelo tener este aspecto al final de los viajes en barco, señor Litros —dijo Vimes. Después señaló lo que parecía un cadáver en el suelo entre ellos—. ¿Qué le ha pasado?

—Me da que él sí está muerto —se mofó Cincuenta Litros—. Es la primera vez que veo a un hombre ahogarse con su propia nariz.

Costaba oír nada en la boyera, dadas las quejas de los bueyes y el ominoso zumbido de los engranajes en tensión, pero Vimes gritó:

—¿Llevaba ballesta?

Cincuenta Litros asintió y con unos dedos más gruesos que la muñeca de Vimes descolgó dicho artefacto de un clavo de la pared.

—¡Iría con usted, amigo, pero apenas damos abasto entre los tres para que esto aguante de una pieza! —Escupió—. ¡De todas formas no hay esperanzas, tenemos el jodepresas justo detrás! ¡Nos vemos en el otro barrio, poli!

Vimes se despidió de él con la cabeza, examinó la ballesta durante un momento, realizó un pequeño ajuste y, satisfecho, subió de nuevo por la escalera.

Contempló a las pocas personas que quedaban en el Portento de Chichi y no estaban vertiendo agua sobre los lomos de unos bueyes humeantes o intentando mantener el barco entero y a flote. El intervalo entre sacudidas se estaba acortando, eso estaba claro, y seguro que cuando se hiciera un agujero lo bastante grande la jodida presa entera cedería.

Todos los presentes salvo Enchapado, que se cayó, saltaron a la vez cuando otra ola levantó el barco.

Feeney dio un respingo cuando Vimes se acercó al tembloroso Enchapado, que a todas luces había caído en la cuenta de que tenía casi todas las desafortunadas papeletas para ser el primero en caer por la borda. Y luego gimió, directamente, cuando Vimes entregó al hombre la ballesta recuperada mientras decía:

—Ya le he dicho, alguacil en jefe, que reconozco a un asesino cuando lo veo, y necesito refuerzos y estoy seguro de que nuestro señor Enchapado arde en deseos de pasarse al lado bueno de la ley, ahora mismo, una decisión que bien podría mejorar su imagen ante un tribunal. ¿Tengo razón, señor Enchapado?

El joven asintió con fervor.

—Preferiría que tú te quedaras aquí, Feeney —añadió Vimes—. Hasta que sepa exactamente quién queda en esta bañera, me gustaría que cuidases de las damas. Ahora mismo no estoy seguro de quién está vivo y quién muerto.

—El Chichi no es una bañera, comandante —protestó la señora Piebobo—, pero por esta vez se lo paso.

Vimes le dedicó un saludo marcial rápido mientras todos menos Enchapado saltaban y una vez más el idiota perdía pie.

Vimes se volvió hacia la escalera.

—Arriba con el patrón estará Stratford, ¿no es así, señor Enchapado?

Otra ola, más grande esta vez, hizo que el pirata aterrizara como un fardo, pero logró balbucir:

—Y ha oído hablar de usted, ya sabe lo que pasa, y está decidido a llegar al mar antes de que usted lo pille. ¡Es un asesino, señor, un asesino despiadado! ¡No le dé una oportunidad, señor, se lo suplico por nuestro bien, y hágalo rápido por el suyo! —Había electricidad en el aire, auténtica electricidad. Todo lo metálico se estremecía y tintineaba—. Dicen que la presa se va a romper bastante pronto —añadió Enchapado.

—Gracias por sus palabras, señor Enchapado. Me parece que es un joven de lo más cabal y así se lo haré saber a las autoridades.

La cara de preocupación del joven se envolvió en sonrisas mientras decía:

—¡Y usted es el famoso comandante Vimes, señor! Me alegro de cubrirle las espaldas.

Había muchos escalones hasta la timonera. El patrón era el rey y dominaba el río desde muy arriba, monarca de todo cuanto oteaba, aun cuando la lluvia estaba azotando las caras ventanas de cristal como si tales placas sólidas de cielo le ofendieran. Vimes entró con un movimiento rápido. De poco valía gritar, dado que la tormenta lo ahogaba todo, pero había que poder decir que se había gritado:

—¡Comandante Vimes, Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork! ¡Ley de acciones necesarias! —Que no existía, pero se juró a sí mismo que la pondría en vigor sin falta en cuanto volviera, aunque tuviese que cobrar favores de todo el mundo. ¡Un hombre de la ley envuelto en una emergencia espantosa debería estar cubierto al menos por una especie de hoja de parra que hacer tragar a los abogados!

Vio la nuca del señor Piebobo con su gorra de capitán. El patrón no le prestó atención, pero un joven se lo quedó mirando con gesto de horror, a punto de empezar a entrechocar las rodillas y mojar los calzones. La espada que llevaba en la mano hasta ese momento cayó pesadamente sobre la cubierta.

Enchapado daba saltitos de un pie a otro.

—¡Más vale que se ocupe de él ahora mismo, comandante, o seguro que se sacará algún truco de la manga!

Vimes no le hizo caso y cacheó minuciosamente al joven, al que liberó de un cuchillo corto, como el que podría llevar cualquier rata de agua. Lo usó para cortar un cabo y le ató las manos a la espalda.

—Vale, señor Stratford, nos vamos abajo. Aunque si prefiere darse antes un chapuzón, no se lo impediré.

Y entonces el hombre habló por primera vez.

—No soy Stratford, señor —dijo con tono de súplica—. Soy Estrujo McEntyro. Stratford es el que tiene detrás apuntándole con una ballesta, señor.

El hombre anteriormente conocido como Enchapado soltó una risilla cuando Vimes se volvió.

—¡Vaya, vaya, el gran comandante Vimes! ¡Que me parta un rayo si no es más tonto que una cagada de caballo! Conque reconoce los ojos de un asesino cuando los ve, ¿eh? Pues bien, calculo que he matado a unas dieciséis personas, trasgos aparte, por supuesto, que esos no cuentan.

Stratford apuntó a Vimes y sonrió de oreja a oreja.

—A lo mejor son mis facciones juveniles, ¿no cree? ¿Qué clase de imbécil se preocupa por los trasgos, eh? ¡Oh, dicen que saben hablar, pero ya sabe lo mentirosos que pueden llegar a ser los pequeños hijos de perra! —La punta de la ballesta se balanceaba hipnótica de un lado a otro en las manos de Stratford—. Tengo curiosidad, de todas formas. O sea, no me cae bien, y como hay salvación que voy a dispararle, pero hágame un favor y dígame lo que ha visto en mis ojos, ¿vale?

Estrujo aprovechó la ocasión para brincar escalera abajo como un desesperado, al mismo tiempo que Vimes se encogía de hombros y contaba:

—He visto a una chica trasga a la que asesinaban. ¿Qué mentiras le contó ella? Reconozco los ojos de un asesino, señor Stratford, no le quepa duda, porque he visto muchos. Y si necesito que me lo recuerden, me miro en el espejo. Oh, sí, reconozco sus ojos y me interesa ver lo que hará a continuación, señor Stratford. Aunque ahora que lo pienso, quizá no ha sido muy sensato por mi parte darle esa ballesta. A lo mejor es verdad que soy idiota, porque le estoy ofreciendo una oportunidad de rendirse aquí y ahora, y solo lo haré una vez.

Stratford lo miró con la boca abierta y luego dijo:

—La leche, comandante, ¿lo tengo a mi merced y quiere que me rinda? ¡Lo siento, comandante, pero ya nos veremos en el infierno!

Había un espacio en el mundo para que la ballesta cantase cuando el sonriente Stratford apretó el gatillo. Por desgracia, el sonido que emitió se acercó más bien a la palabra «clunc». Stratford miró el arma.

—He sacado el seguro y lo he pisoteado en el estiércol —explicó Vimes—. ¡No puede dispararse sin el seguro! Veamos, supongo que llevará encima un par de cuchillos, así que si le apetece quitarme de en medio a puñaladas será un placer atenderle, aunque en primer lugar debo decirle que no lo conseguirá, y en segundo que si lograse pasar por encima de un chico que se crió en las calles de Ankh-Morpork, ahí abajo hay un hombre con un puñetazo capaz de tumbar a un elefante, y si lo acuchilla solo conseguirá cabrearlo más…

La siguiente crecida fue más grande que nunca, y Vimes se golpeó en la cabeza contra el techo de la cabina antes de caer de nuevo enfrente de Stratford y patearlo con fuerza, en la mejor tradición policial y también la entrepierna.

—Oh, vamos, señor Stratford, ¿no tiene una reputación que cuidar? ¿Temido asesino? Debería pasar una temporadita en la ciudad, muchacho, y yo me aseguraré de que lo haga. —Stratford cayó de espaldas y Vimes prosiguió—: Y luego lo colgarán, como debe ser, pero no se preocupe: el señor Dispuesto hace un primor de nudos y dicen que casi no duele nada. Mire lo que le digo, para que corra un poco la adrenalina, señor Stratford: imagínese que soy la chica trasga. Ella suplicó que le perdonara la vida, señor Stratford, ¿lo recuerda? ¡Yo sí! Y usted también. Se ha caído con la primera sacudida, señor Stratford. Las ratas de agua saben qué hacer. Usted no lo sabía, aunque debo decir que lo ha disimulado muy bien. ¡Epa!

Eso era porque Stratford, en efecto, había probado suerte con un cuchillo. Vimes le retorció la muñeca y tiró el arma por la escalera al mismo tiempo que el cristal de la timonera se rompía y una rama más larga que Vimes atravesaba la cabina y dejaba a su paso hojas, oscuridad y una lluvia torrencial.

La luz de los dos fanales se había ido y resultó que Stratford también, con un poco de suerte por una ventana astillada y, posiblemente, a su muerte, pero Vimes no estaba seguro. Habría preferido «indudablemente». Pero no había tiempo de preocuparse por él, porque en ese momento llegó otra ola y el agua entró a chorros por las ventanas sin cristales.

Vimes abrió la portezuela que daba a la cubierta del timonel y encontró al señor Piebobo saliendo con apuros de la pila de detritos arrastrados por la tormenta. Estaba gimiendo.

—¡He perdido la cuenta, he perdido la cuenta!

Vimes tiró de él y le ayudó a sentarse en su gran silla, cuyos brazos golpeó presa de la frustración.

—¡Y ahora no veo un carajo con esta oscuridad! ¡No puedo ni contar, ni ver, ni virar! ¡No sobreviviremos!

—Yo veo, señor Piebobo —dijo Vimes—. ¿Qué quiere que haga?

—¿Ve?

Vimes oteó el río homicida.

—Se acerca una roca inmensa por la izquierda. ¿Eso es normal? Parece que hay un embarcadero destrozado detrás.

—¡Dioses! ¡Es la Peña del Panadero! ¡Déjeme coger el timón! ¿A qué distancia está?

—¿Unos cincuenta metros?

—¿Y lo ve con la que está cayendo? ¡Madre mía, amigo, debió de nacer usted en una cueva! Eso significa que ya no estamos tan lejos de Quirm, algo menos de treinta kilómetros. ¿Cree que podría hacerme de vigía? ¿Está bien mi familia? ¡El maldito niñato me ha amenazado con hacerles daño si el Chichi faltaba al horario previsto! —Algo grande y pesado rebotó en el techo y se alejó volando y dando vueltas en la noche, pero el patrón siguió hablando—: Gástrico Piebobo, encantado de conocerlo, señor. —Miró al frente—. He oído hablar de usted. El valle del Koom, ¿no? Me alegro de tenerlo a bordo.

—Ejem, ¿Gástrico? ¡Árbol entero girando en la corriente cerca de la orilla izquierda, a diez metros! Poco que ver en la derecha.

La rueda del timón giró de nuevo a toda velocidad.

—Muy agradecido, señor, y desde luego espero que no se lo tome a mal si le digo que por lo general hablamos de babor y estribor.

—Me los han presentado, Gástrico, pero no acaban de caerme bien. Una acumulación de lo que parecen troncos partidos al frente, cuarenta metros, parecen poca cosa, y veo una lucecilla en lo alto a nuestra derecha, no sé a qué distancia. —Vimes se agachó y un tronco astillado rebotó contra la parte de atrás de la timonera. A su lado parecía que el patrón ya tenía la situación controlada.

—¡Vale, comandante, eso será el Faro de Jackson, una noticia muy bienvenida! Ahora que he recuperado la orientación y un reloj de arena que no está roto, estaría aún más en deuda con usted si fuera abajo y le dijese a Cincuenta Litros que corte la maroma de esas barcazas. ¡Hay un pollero en una de ellas! Mejor subirlo a bordo antes de que la presa se rompa.

—Y cientos de trasgos, Gástrico.

—No les haga caso, señor. Los trasgos son solo trasgos.

Por un momento, Vimes contempló la oscuridad, y la oscuridad dentro de la oscuridad, y esta le dijo:

«Se está divirtiendo, comandante, ¿verdad? Aquí está Sam Vimes, siendo Sam Vimes en mitad de la oscuridad, la lluvia y el peligro, y como es policía no va a creerse que Stratford ha muerto hasta que vea el cadáver. Lo sabe. Hay gente que cuesta horrores de matar. Sabe que lo ha visto salir de la cabina, pero hay toda clase de cabos y asideros en el barco, y el muy cabrón estaba fibrado y era ágil; y usted sabe, tan claro como que el día sigue a la noche, que volverá. Doble o nada, comandante Vimes, todas las piezas en el tablero, trasgos que salvar, un asesino que atrapar… y todo el tiempo, cuando se acuerda, hay una esposa y un niño pequeño que esperan que regrese».

«¡Siempre me acuerdo!».

«Por supuesto, comandante Vimes —prosiguió la voz—, por supuesto. Pero le conozco, y a cualquier sol puede salirle una sombra alguna vez. Pese a todo, la oscuridad siempre será suya, mi tenaz amigo».

Y entonces la realidad o bien volvió o bien se fue, y Vimes se encontró diciendo:

—Subiremos a los trasgos a bordo, Gástrico, porque son… ¡Sí, son pruebas en una importante investigación policial!

Los alcanzó otra crecida, y en esa ocasión Vimes aterrizó en la cubierta, que estaba un poco más blanda gracias a la irregular alfombra de hojas y ramas. Cuando se levantó, el señor Piebobo comentó:

—¿Una investigación policial, dice? Bueno, el Chichi siempre ha sido amigo de la ley pero, en fin, señor, ¡apestan como las fosas del infierno, para qué nos vamos a engañar! ¡Asustarán a los bueyes cosa mala!

—¿Cree que no están asustados ya? —preguntó Vimes—. Ejem, pequeño apelotonamiento de troncos por delante a la derecha. Despejado por la izquierda. —Olió el aire—. Créame, señor, por cómo huele ya están bastante nerviosos. ¿No puede parar y atarnos a la orilla, y ya está?

La risa de Piebobo era quebradiza.

—Señor, ahora mismo no hay ninguna orilla a la que piense acercarme. Conozco este río y está enfadado, y se acerca un jodepresas. No puedo impedirlo, como tampoco puedo parar la tormenta. Ha comprado la travesía completa, comandante; o le echamos una carrera al río o juntamos las manos, rezamos a los dioses y morimos ahora mismo. —Hizo un saludo—. Aun así, señor, veo que usted es un hombre que hace lo que ve que se tiene que hacer, ¡y voto a tal que a eso no le pongo ni un pero! Ya ha hecho un gran trabajo hoy, comandante Vimes, y que los dioses lo acompañen. Que nos acompañen a todos.

Vimes bajó corriendo por la escalera, agarró a Feeney sobre la marcha y se dirigió hacia la boyera bailando con las subidas y bajadas del suelo.

—Vamos, chico, ha llegado el momento de soltar las barcazas. Tiran demasiado. ¿Señor Cincuenta Litros? Abramos esos portones, ¿le parece? El señor Piebobo me ha puesto al mando aquí abajo. ¡Si quiere discutir, es muy libre!

El hombretón ni siquiera intentó replicarle, y abrió las puertas de un golpe.

Vimes soltó una palabrota. El señor Piebobo tenía razón. Sonaba un rugido no muy lejos por detrás de ellos, y un torrente de rayos y fuego azul barría el valle como un maremoto. Por un momento quedó hipnotizado, y luego se recuperó.

—¡Vale, Feeney, tú empieza a subir trasgos a bordo y yo recogeré a nuestro pollero! El puto mineral de hierro por mí puede hundirse.

A la deslumbrante luz del jodepresas, Vimes saltó dos veces hasta aterrizar en la barcaza de la que ya surgía un cacareo de aves aterrorizadas. Chorreando agua, abrió la escotilla y gritó:

—¡Señor Falso! ¡No, no empiece a coger pollos! ¡Más vale granjero sin pollos que un cargamento de pollos sin granjero! ¡Además, seguramente flotarán, o volarán, o algo!

Convenció al asustado pollero de que saltase con él a la siguiente barcaza, que encontraron todavía llena de trasgos perplejos. Feeney miraba desde la puerta abierta de la parte de atrás del Chichi y, por encima de los rugidos y siseos, Vimes le oyó gritar:

—¡Es el señor Cincuenta Litros, señor! ¡Dice que nada de trasgos!

Vimes echó un vistazo a su espalda y luego se volvió de nuevo hacia Feeney.

—Muy bien, señor Feeney, eche un vistazo a la barcaza de los trasgos mientras tengo una charla con el señor Cincuenta Litros, ¿entendido?

Subió a Falso a la cubierta del Chichi y buscó a Cincuenta Litros. Negó con la cabeza. Menudo policía sería ese hombre si lo guiaran unos seres humanos como debían ser. Suspiró.

—¿Señor Cincuenta Litros? Ya se lo he dicho, el señor Piebobo me ha dado carta blanca. ¿Podemos debatir el asunto de los trasgos?

El gigante gruñó.

—Yo no tengo ni cartas ni blanca, y mucho menos voy a tener trasgos en mi cubierta, ¿vale?

Vimes asintió con cara de póquer y contempló exhausto la cubierta.

—¿Es su última palabra, señor Cincuenta Litros?

—¡Ya lo creo!

—Vale, esta es la mía.

Cincuenta Litros cayó hacia atrás como un árbol y se puso a dormir como un tronco.

La calle nunca te deja…

Y lo que te enseñaba la Universidad de la Calle era que pelear era una ciencia, la ciencia de quitarte al rival de encima y dejarlo boca abajo en el suelo con la máxima velocidad y el mínimo esfuerzo. Después de eso, por supuesto, disponías de una gama de deliciosas posibilidades y de tiempo libre para sopesarlas. Pero si querías una pelea justa, o por lo menos más justa que el resto de opciones callejeras, entonces tenías que aprender cómo dar puñetazos, y dónde darlos y desde qué ángulo. Obviamente, sus queridas nudilleras metálicas eran un añadido opcional pero útil y Vimes pensó, mientras trataba de llevar algo de sangre a sus dedos con un masaje, que cualquier tribunal que viese a Cincuenta Litros probablemente le habría perdonado aunque hubiera usado un mazo.

Observó la nudillera. Ni siquiera se había doblado: auténtica pericia de Ankh-Morpork. El campo tendrá el músculo, pero la ciudad tiene la tecnología, pensó mientras volvía a guardarla en el bolsillo.

—De acuerdo, señor Feeney, vamos a ir subiéndolos, ¿vale? Busque a Tufos, es el cerebro de la banda.

Posiblemente Tufos era el cerebro de la banda. Ni siquiera al final Vimes llegó a estar seguro del todo de qué era Tufos. Pero los trasgos, espoleados por su crujiente parloteo, corrieron y saltaron como feas gacelas hasta el barco, por delante de Vimes. Echó un vistazo a la muerte rugiente que los seguía, subió de un último salto al barco y ayudó a Feeney a cerrar los portones a cal y canto. Y eso significó que, privados de ventilación, los bueyes del sótano se llenasen los hocicos de trasgo. No estaba tan mal, pensó Vimes, cuando uno se acostumbraba —más alquímico que séptico—, pero allí abajo se produjo un griterío y una sacudida cuando las bestias intentaron una estampida dentro de su noria.

Vimes no les hizo caso, a pesar del estremecimiento del barco, y gritó:

—¡Suelte las barcazas, alguacil en jefe! ¡Espero que sepa cómo!

Feeney asintió y abrió una trampilla del suelo. El agua los salpicó hasta que se arrodilló y metió la mano en el agujero.

—Hacen falta unas cuantas vueltas para que se suelten, comandante. ¡Yo de usted me agarraría a algo cuando perdamos el mineral de hierro!

Vimes se abrió paso con los codos por entre los aterrorizados trasgos, escaló con cuidado hasta la timonera y tocó a Gástrico en el hombro.

—¡Soltaremos las barcazas en cualquier momento!

El patrón, que seguía agarrado al timón escudriñando la oscuridad, hizo un leve asentimiento; nada por debajo de un chillido se oiría en la timonera a esas alturas. El viento y los detritos habían destrozado hasta la última ventana.

Vimes miró hacia atrás y vio cómo se acercaba la gran desolación flotante y voladora de madera, barro y rocas, entreverada de rayos. Por un momento creyó ver una señorita desnuda de mármol dando volteretas entre los detritos mientras sujetaba su marmóreo camisón, como si defendiera de la riada los vestigios de su recato. Parpadeó y había desaparecido… Quizá la había imaginado…

—¡Espero que sepa nadar, señor! —gritó mientras el jodepresas los atrapaba y la aparición llamada Stratford atravesaba volando la ventana y era interceptada limpiamente por Vimes, para gran sorpresa del malhechor.

—¿Cree que me chupo el dedo, señor Stratford? ¿Cree que no pienso?

El asesino se escabulló de entre las manos de Vimes, giró sobre sus talones con agilidad y lanzó un puñetazo que Vimes casi, casi esquivó. Fue más fuerte de lo que se esperaba, y había que reconocerle al desgraciado que sabía defenderse y que era, maldita sea, más joven que Vimes, mucho más. Sí, los ojos de un asesino se distinguían, por lo menos después de que hubiera matado a unas tres personas sin pagar las consecuencias. Sus ojos mostraban la misma expresión que debían de tener algunos dioses. Pero un asesino enfrascado en un intento de matar siempre estaba absorto, calculando sin parar, espoleado por una fuerza horrenda. Si le cortaras la pierna no se enteraría hasta caer al suelo. Los trucos no funcionaban, y el suelo estaba resbaladizo con los desechos de medio bosque. Mientras cruzaban la timonera de un lado a otro repartiendo patadas y puñetazos, Stratford se fue imponiendo. ¿Cuánto hacía que Vimes no comía, tomaba un trago decente de agua o dormía como es debido?

Y entonces llegó de abajo el grito «¡Barcazas fuera!», y el Portento de Chichi se encabritó como un pura sangre y lanzó a los dos combatientes al suelo, donde Vimes apenas tenía sitio para lanzar patadas y desviar golpes. Una tromba de agua los cubrió y llenó la cabina hasta la altura de la cintura, lo que redujo el vigor de Vimes casi a cero. Stratford le apretaba el cuello con las manos, y su mundo se volvió azul oscuro y lleno de agua que se reía al chapotear contra sus orejas. Intentó pensar en el joven Sam y Sybil, pero el agua no paraba de llevárselos… salvo que la presión de repente había desaparecido, y su cuerpo, tras decidir que su cerebro por fin se había ido de vacaciones, hizo aspavientos hacia arriba.

Y allí estaba Stratford, arrodillado en un agua que decrecía a ojos vistas, fenómeno que probablemente no le preocupara porque estaba chillando con las manos en las sienes debido a que, de repente, Tufos estaba despatarrado sobre la cabeza de Stratford e inclinado hacia abajo para patear y arañar todo lo que pudiera patearse, arañarse o, con el resultado de un largo chillido, estirarse.

Su excelencia el duque de Ankh, asistido por sir Samuel Vimes, con la ayuda del comandante Vimes, se puso en pie con la colaboración de última hora del delegado de pizarra Vimes, y todos ellos convergieron en un solo hombre que saltó a través de la inestable cubierta un instante demasiado tarde para impedir que Stratford se quitara a Tufos —y cierta cantidad de pelo— de la cabeza, lo tirase al agua que se retiraba de la cubierta y lo pisoteara con saña. Era inconfundible. Oyó el crujido de los huesos incluso en pleno salto, y por tanto lo que se abalanzó sobre Stratford fue el peso entero de la ley, y su furia.

La calle es vieja y astuta; pero la calle siempre está dispuesta a aprender y por eso Vimes, todavía en el aire, notó desplegarse sus piernas y la majestad plena de la ley alcanzó a Stratford con el tradicional e imparable «Hombre Él Arriba Abajo Siento Mucho». Hasta Vimes se sorprendió y se preguntó si sería capaz de repetirlo alguna vez.

—¡Estamos sobre la ola! —gritó Gástrico—. ¡Estamos encima, no debajo! ¡Vamos a llegar hasta Quirm en la cresta de la ola, comandante! ¡Se ve luz al frente! ¡Milagro!

Vimes gruñó mientras envolvía al aturdido Stratford con el último tramo de cuerda que le quedaba en el bolsillo y lo ataba con fuerza a un poste.

—Nos hundamos o nademos, usted va a pagar, señor Stratford, llueva, nieve o crezca el río, me da lo mismo.

Y entonces sonó un crujido y un bramido cuando los frenéticos bueyes redoblaron sus intentos de huir del hedor de los trasgos que tenían justo detrás, y el barco saltó hacia el cielo y, aunque sería mucho más poético decir que las aguas bañaron la faz de la tierra, a decir verdad sobre todo bañaron la faz de Samuel Vimes.

Vimes despertó en una oscuridad húmeda y completa, con arena bajo la mejilla. Algunas partes de su cuerpo respondieron cuando pasó revista, otras afirmaron que traían una nota de su madre. Al poco tiempo cobraron forma pequeñas pistas insistentes: sonaban olas, conversaciones y, por algún motivo, lo que parecía el barrito de un elefante.

En ese momento, algo metió un dedo en una de sus fosas nasales y estiró con fuerza.

—¡Aúpa, señor Poo-lii, o si no es la tortita más grande que he visto nunca! ¡Aúpa! ¡Salvar trasgos! ¡Gran héroe! ¡Hurra! ¡Todo el mundo aplaude!

Era una voz familiar, pero no podía ser Tufos porque Vimes había visto al pequeño trasgo completamente aplastado. Intentó levantarse del suelo de todas formas y le resultó casi imposible por culpa de los restos que le cubrían como una mortaja y apestaban a pescado. No podía adelantar el brazo para dar un manotazo a lo que fuera que le tiraba de la nariz, pero consiguió por lo menos auparse lo suficiente para comprender que tenía un montón de detritos encima.

Distinguió lo que parecía una pisada de elefante, y en su estado de cómoda alucinación se preguntó despreocupado qué hacía un elefante en la playa y cuánta atención dedicaría a esquivar una pila más de entre los restos del naufragio. El pensamiento cristalizó al mismo tiempo que cesaban los tirones a su nariz y la voz cascada gritaba:

—¡Arriba, señor Vimes, porque aquí llega Jumbo!

Vimes logró hacer la flexión más difícil de todos los tiempos y se apartó, sacudiéndose maderos y percebes, justo cuando una pata del tamaño de un cubo de basura se hundía donde antes estaba su cabeza.

—¡Hurra, el señor Vimes no se aplana!

Vimes bajó la mirada y vio, a un centímetro más o menos de la pezuña tamaño familiar del elefante, que por cierto ahora parecía algo avergonzado, la figura de Tufos brincando emocionado sobre la punta de su trompa. Otras personas habían visto también a Vimes y se acercaban corriendo hacia él, y fue con un alivio tremendo que avistó los característicos cascos de la Guardia de la Ciudad de Quirm, que siempre había considerado demasiado aparatosos y militaristas para unos polis como debían ser, pero que en ese momento le parecieron resplandecientes faros de cordura.

Un policía con casco de capitán dijo:

—¿Comandante? ¿Se encuentra bien? ¡Todos pensaban que se lo había llevado la corriente!

Vimes intentó sacudirse el barro y la arena de su camisa desgarrada y logró decir:

—Bueno, los muchachos de Ankh-Morpork me regalaron un cubo y una pala por mi cumpleaños, y he pensado que quería probarlos. No se preocupe por mí, ¿qué ha pasado con el Chichi? ¿Qué hay de la gente?

—Todos están bien, señor, por lo que sabemos. Varios golpes y moratones, por supuesto. ¡Ha sido asombroso, señor, los cuidadores de los elefantes del zoo de Quirm lo han visto todo! Bajan a los animales a la playa por las mañanas para que se laven y jueguen un poco antes de que llegue el público, y uno ha dicho que ha visto pasar al Chichi justo por encima del muelle en la cresta de la ola, señor, y luego como que se ha posado en la arena. He echado un vistazo dentro y diría que necesitará un mes o así en el dique seco, y las paletas están hechas pedazos, ¡pero en el río no se hablará de otra cosa durante años!

A esas alturas un compungido cuidador del zoo estaba alejando de Vimes a su elefante, lo que le permitió ver una playa cubierta de basura mojada y, observó con sorprendente placer, una cantidad considerable de gallináceas que escarbaban afanosas en busca de gusanos. Una de ellas, ajena por completo a la presencia de Vimes, rascó unas algas, se agachó bizqueando, cloqueó una o dos veces y luego se levantó con cara de alivio. Vimes vio que había dejado un huevo en la arena. Por lo menos suponía que era un huevo. Era cuadrado. Lo recogió y observó a las aves, y en su estado semialucinado dijo:

—Bueno, a mí me parece complicado, desde luego.

Cerca de la orilla los dos bueyes estaban metidos casi hasta el cuello en el agua, y quizá fuera solo su imaginación lo que llevó a Vimes a creer que en torno a ellos se elevaba una nube de vapor.

Y ahora corría más gente y los pollos huían, y estaba hasta Cincuenta Litros, y la señora Piebobo con su hija, que parecían empapadas e iban envueltas en mantas pero, ante todo, no parecían muertas. Vimes, que llevaba demasiado tiempo conteniendo la respiración, soltó una bocanada de aire. Soltó otra aún más grande cuando Cincuenta Litros le dio una palmada en la espalda, y la señora Piebobo lo besó.

—¿Qué pasa con Gástrico? —preguntó—. ¿Y dónde está Feeney?

La señora Piebobo sonrió.

—Están bien, comandante Vimes, por lo que sabemos. Algo maltrechos, pero ahora duermen. No les quedarán secuelas, según el médico. ¡Estoy seguro de que saldrán adelante, gracias a usted!

Se apartó cuando un agente quirmiano entregó a Vimes una taza de café. Tenía arena dentro, pero el café arenoso nunca le había sabido mejor.

—Todo ha salido muy bien, podría decirse, señor. ¡Hasta nos hemos asegurado de que esos malditos trasgos llegaran a tiempo a su barco!

Nunca en el ámbito de la cafetería se había escupido el producto tanto, tan lejos y sobre tanta gente. Vimes miró más allá de la orilla, donde, a lo lejos, un barco había zarpado del puerto y se alejaba a toda vela.

—¡Tráiganme al capitán en funciones Abadejo ahora mismo! —bramó.

El capitán en funciones Abadejo llegó a la carrera seis minutos más tarde, y Vimes no pudo evitar fijarse en que tenía un poco de desayuno en la comisura de la boca.

—Nuestra relación con el comandante Fournier es cordial en estos momentos, ¿no es así? —preguntó Vimes.

Abadejo sonrió de oreja a oreja.

—Comandante, cuando baje aquí quizá tenga que correr para que no le bese en las dos mejillas. La señora Piebobo es su hija.

—Me alegro de haber sido de ayuda —dijo Vimes mirando a su alrededor con aire ausente—, y por eso haz el favor de decir a estos caballeros que quiero un bote rápido, lo bastante para atrapar a ese barco, y una brigada decente de hombres para tripularlo, y los quiero ahora, y mientras espero me gustaría que alguien me consiguiese una camisa limpia y un sándwich de beicon… sin avec.

—¡Tienen una patrullera bastante rápida, comandante, para perseguir a contrabandistas!

—Bien, y consígueme un sable. Siempre he querido probar uno. —Vimes recapacitó por un momento y añadió—: Y que sean dos sándwiches de beicon. Y mucho más café. Y un sándwich de beicon más. Y Abadejo, si puedes rapiñar una botella de la celebérrima salsa marrón tradicional de Merkel y Aguijón, juro que te ascenderé de golpe a sargento cuando acabe tu estancia aquí, porque cualquiera capaz de encontrar una auténtica salsa guarra de Ankh-Morpork en Quirm, hogar de quinientas putas clases de mayonesa, sin que le escupan, ¡merece ser sargento en cualquier fuerza!

Y entonces, cuando lo que fuera que había estado sosteniendo a Sam Vimes se agotó, cayó delicadamente hacia atrás, soñando con sándwiches de beicon y salsa marrón.

Hasta el propio agente Abadejo o, como se le conocía ahora, capitán en funciones Abadejo, estaría de acuerdo en que no tenía el cerebro más agudo del mundo, pero era asombroso lo que podía abrirse con un instrumento romo. Cuando salía disparado para cumplir su prestigioso encargo, lo paró uno de los agentes de Quirm.

—¡Hareng![28] ¿Has oído hablar de un guardia llamado Petit Fou Artour?

—¿Pequeño Loco Arthur? ¡Sí, es de los nuestros!

—Bueno, más vale que vengas enseguida, amigo mío, porque está en nuestra Casa de la Guardia. Es pequeño pero matón, ¿eh? Varios agentes se han reído de él, según dice, pero creo que han aprendido lo errado de su conducta… por las malas, que se dice. Al parecer lo han enviado para buscar al comandante Vimes.

Sam Vimes despertó de una pesadilla porcina para descubrirse tumbado sobre una pila de sacos en un almacén del puerto. Lo puso en pie con delicadeza el capitán en funciones Abadejo, que lo condujo con paso vacilante hasta una tosca mesa a la que un chef presidía los chisporroteantes preparativos de un sándwich de beicon, o más bien varios.

—Ha gritado un poco —explicó Abadejo— cuando he insistido en que no eche mayonesa, pero ahora mismo aquí le concederán todo lo que pida, comandante. Y tengo una botella sin abrir de la mejor salsa de Merkel y Aguijón, señor, la única de la ciudad. Me temo, eso sí, que tendrá que comer sobre la marcha, pero el chef está empaquetando los sándwiches en una cesta con brasas calientes para que no se enfríen. No hay tiempo que perder, señor. La patrullera zarpará dentro de diez minutos.

Metieron una libreta bajo las narices de Vimes.

—¿Qué es esto?

—Su firma para mi ascenso a sargento, comandante —respondió Abadejo con tiento—. Espero que no le importe, pero es que me lo ha prometido.

—Bien hecho —dijo Vimes—. Las cosas siempre por escrito.

Abadejo puso cara de orgullo.

—También me he encargado de que haya a bordo un surtido de sables para que escoja, comandante.

Vimes se puso con esfuerzo su nueva camisa y, cuando apareció su cabeza, dijo:

—Quiero que vengas tú también, Arenque. Conoces todo esto mejor que yo. Por cierto, ¿qué habéis hecho con el prisionero?

Abadejo preguntó:

—¿De qué prisionero estamos hablando, comandante?

Por un momento a Vimes se le heló la sangre.

—¿No habéis encontrado a un hombre atado en ninguna parte del Chichi?

Ahora Abadejo puso cara de preocupación.

—No, señor, no había ninguno cuando hemos llegado allí. Estaba todo hecho un desastre, señor. Lo siento, no lo sabíamos.

—No teníais por qué. Siento haber gritado pero, si la policía de Quirm cree que el sol brilla desde mi ojete, aprovecha y diles que deben buscar a un individuo de aspecto juvenil conocido como Stratford. Es un doble asesino, como mínimo… sádico y, a estas alturas, sin duda armado. Diles que harán un favor a todo el mundo si mantienen vigilado el barco, a los heridos en condiciones de caminar y a todos los jóvenes que tengáis en la enfermería, y que además envíen un clac a Pseudópolis Yard ahora mismo diciendo que el comandante Vimes ordena que dos miembros de la Guardia acudan de urgencia vía caballos gólem a la Mansión Ramkin para proteger a lady Sybil y al joven Sam. No quiero que pierdan el tiempo: sé que montar esas cosas es una putada, pero Stratford está chalado. ¡Tienen que darse prisa!

—Perdone, comandante —interrumpió uno de los agentes de Quirm—, aquí todos hablamos un morporkiano pasable. Todo el mundo habla morporkiano. Si nos oye conversar en quirmiano es porque queremos decir algo de usted a sus espaldas. Le saludamos, comandante Vimes, mandaremos su clac, buscaremos a su asesino por todas partes y cuidaremos muy bien de los heridos. Y ahora, por favor, corra al muelle. El Reina de Quirm es bastante antiguo y solo está a un paso de ser un pecio. Nuestra patrullera debería atraparlo en unas pocas horas. ¿Vamos?

—Adelante, señor —dijo Abadejo—. Pequeño Loco Arthur le informará por el camino.

—¡Pequeño Loco Arthur!

—Sí, comandante. Al parecer lo enviaron al extranjero en relación con este asunto de los trasgos, volvió volando a Ankh-Morpork y después lo mandaron derecho aquí a buscarlo a usted. Tiene toda una historia que contarle, eso seguro.

—¿Dónde está? —preguntó Vimes.

—Calculo que lo estarán poniendo en libertad ahora mismo, señor. Un malentendido ridículo, aquí no ha pasado nada, pelillos a la mar y supongo que lo que no son pelillos acabará sanando, seguramente.

Vimes era lo bastante prudente para dejarlo ahí.

Por supuesto, el mareo no ayudaba, pero eso no empezó a dejarse notar hasta más tarde, cuando Pequeño Loco Arthur había terminado su atropellada narración.

—¿Y qué encontraste en las cabañas? —preguntó Vimes.

—Más trasgos, señor, de todas las formas y tamaños, y pequeños también. La mayoría muertus, los demás en muy mal estado, en mi opinión. Hice lo que pude por ellus, por poco que fuera. La verdad, señor, creo que desconcertábalos todo, a los pobres diablos, pero allí hay rancho y agua, por llamarlu de alguna manera, y non creo que esos centinelas vayan a moverse enseguida, ya sabe. —Hizo una mueca y añadió—: Muy raros, esos trasgos. Dejelos salir y lo único que hicieron fue pulular de un lado a otru, sin saber qué demonios hacer. O sea, pardiez, yo habría salido disparado y habría cascadu a esos pámpanos una buena patada en los melindres mientras estaban en el suelo. En cuanto a los hombres, ben, supuse que esto era urgente y que siempre podía volver volandu mañana y por lo menos echarles un poco de agua, pero creí que la Guardia tenía que saberlo y por eso volví a toda prisa a Ankh-Morpork y ellos dijéronme que había ídose usted de vacaciones, y lady Sybil díjome que había marchado a ese río fangoso, así que solu tuve que volar hasta Quirm y cuando encontré un berenjenal enorme y horrible supe que tenía algo que ver con usted, comandante.

Pequeño Loco Arthur vaciló. Nunca había estado muy seguro de lo que Vimes pensaba de él, dado que el hombre consideraba a los feegles en general un incordio. Como tardó en responder, le preguntó:

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