Snuff

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—Esperu haber hecho lo que habría hecho usted, comandante.

Vimes miró a Pequeño Loco Arthur como si lo viera por primera vez.

—No, agente, no hiciste lo que yo habría hecho, lo cual es una suerte, porque de haberlo hecho estarías delante de mí acusado de uso brutal y excesivo de la fuerza en el cumplimiento de su deber. Sin embargo, recibirás una medalla y una felicitación oficial por esto, agente. Ahora mismo estamos persiguiendo a otro barco que lleva más trasgos a ese condenado lugar. Y aunque imagino que estarás muy cansado, ¿hago bien en suponer que te apuntas? Por cierto, déjame que te felicite a título personal, agente: para ser alguien criado como un gnomo, tienes muy por la mano la cultura feegle, ¿verdad? ¿Diste una paliza tú solo a una docena de hombres armados?

—Oh, sí, señor —respondió Pequeño Loco Arthur con picardía—, pero non fue justo, superábalos en número. Aj, por cierto, en algunos de esos cobertizos había toda clase de potingues alquímicos. Non sé qué eran, pero a lo mejor parécele interesante.

—Bien visto —dijo Vimes—. ¿Por qué no bajas y descansas un poco?

—Sí, harelo, señor, peru en cuanto pueda tengo que hacer un recado concerniente al sargento Colon, que está bastante, bastante pachuchu. —Vio la expresión perdida de Vimes y continuó—: ¿Non sabíalo? Diéronle non sé qué cacharro trasgo que metiole una fluencia de las malas en el cuerpu, y non para de gritar y chillar y hacerse el trasgo todo el día, según la sargento Culopequeño. Ingresolo en el sanatorio.

—¡El sargento Colon!

—Sí, señor. Y según la capitana Angua tenemos que encontrar una cueva trasga para romper la fluencia, ¿sabe? A mí me suena rariño, pero media Guardia anda buscandu trasgos de aquí para allá y non encuentran ni uno. Normal, porque así como está la cosa las pobres bestiñas no van a anunciarse a bombu y platillo, ya me entiende. —Una vez más Pequeño Loco Arthur miró a Vimes.

—¡El sargento Colon!

—Eso dije, señor.

La sangre volvió al rostro de Vimes a la vez que el pensamiento racional regresaba a su cerebro.

—¿Puede viajar? —Pequeño Loco Arthur se encogió de hombros. Por delante de ellos el Reina de Quirm parecía algo más cercano—. Entonces, si eres tan amable, agente, ¿puedes volver al clac de la Casa de la Guardia de Quirm y decirles que metan a Fred en un carruaje rumbo a la Mansión Ramkin lo antes posible? Será mejor que Jovial lo acompañe, diría yo. —Y en su cabeza añadió: ¡Fred Colon! Un hombre que todo lo que no es humano, a la chita callando. Y de momento lo dejó ahí, dado lo que le esperaba, pero pensó: ¡Fred Colon! Me pregunto qué clase de vasijas haría él.

A su espalda, Pequeño Loco Arthur silbó una nota extraña, y una gaviota que se había dedicado a seguir a la patrullera con la vaga esperanza de procurarse un almuerzo gratis de tripas de pescado se encontró con un peso sobre la espalda y una voz en el oído que le dijo:

—Hola, bestiña, llámome Pequeño Loco Arthur.

A Vimes le gustaba tener los pies sobre algo sólido, como sus botas, y le gustaba que sus botas hicieran lo propio.

Con la vela del Reina de Quirm ya claramente a la vista, la patrullera abandonó el resguardo del puerto y topó con lo que suele conocerse como una marejadilla. Y el comandante Vimes, duque de Ankh-Morpork, sir Samuel Vimes y, no menos importante, delegado de pizarra Vimes, tenía toda la intención de comerse sus sándwiches de beicon y no vomitar delante de otros guardias.

Y no lo hizo, y no supo cómo lo había evitado, aunque en un momento dado sí le pareció detectar, en lo alto de las jarcias, la figura de un pequeño trasgo que le sonreía. Lo achacó a los sándwiches de beicon, que intentaban con arrojo venirse arriba, tal y como él intentaba no arrojarlos.

Stratford se habría subido a esa maldita carraca, estaba seguro. Segurísimo. Querría su paga, para empezar, y también que no lo ahorcaran. Vimes vaciló. ¿Hasta qué punto debía darlo por sentado? ¿Cuánto estaba dispuesto a jugarse a una corazonada? Era Stratford, a fin de cuentas. Un tipo listo y malvado, de modo que no había que dejar cabos sueltos, por mucho que supieras que alguien inteligente y apurado podía buscarse cabos nuevos.

Y así, todas las personas que formaban a Sam Vimes anduvieron de un lado a otro de la cubierta de popa, o los imbornales o el estribor o comoquiera que se llamase la superficie de madera bamboleante y resbaladiza sobre la que se encontraba, oscilando entre la esperanza, la náusea, el desespero, la duda, la náusea y la emoción de la caza y la náusea, mientras la patrullera parecía estrellarse contra la parte dura de todas las olas en su singladura en pos del Reina de Quirm y la justicia.

El teniente se le acercó, le saludó con bastante elegancia y dijo:

—Comandante, nos ha pedido que persigamos al barco porque transporta trasgos, pero no conozco ninguna ley contra el traslado de trasgos a ninguna parte.

—Tendría que existir una ley, porque desde luego hay un crimen, ¿lo entiende? —respondió Vimes. Dio una palmada al teniente en el hombro y continuó—: ¡Enhorabuena! Esta patrullera suya es tan rápida que viaja más rápido que la ley. Teniente, la ley nos alcanzará. Los trasgos hablan, tienen una sociedad y he oído a una de ellos tocar una música que arrancaría lágrimas a una estatua de bronce. El proceso del trabajo policial moderno es tal que estoy seguro de que se los han llevado de su casa y de que el barco al que seguimos los transporta a un lugar al que no quieren ir. Mire, si esto le incomoda, basta con que me ayude a subir a ese barco y ya me las arreglaré yo solo, ¿vale? Aparte, creo que nuestro asesino podría encontrarse también a bordo. Pero bueno, es cosa suya, teniente.

Vimes señaló hacia la proa con la cabeza y añadió:

—Estamos tan cerca que veo las caras de su tripulación. A lo mejor debería informarme de sus intenciones, teniente.

El joven le daba un poco de pena, pero no mucha. Había asumido el cargo y había aceptado el ascenso y el dinero que conllevaba, ¿no? Cualquier poli digno de su porra por lo menos echaría un vistazo al Reina ahora que habían llegado tan lejos, ¿o no?

—Muy bien, comandante —dijo el teniente—. No estoy muy seguro de por dónde piso, pero avisaremos al Reina y pediremos permiso para subir a bordo.

—¡No! ¡No se pide! ¡Se les ordena que se preparen para una inspección policial! Y si no le preocupan los trasgos, lo que es indiscutible es que persigo a un asesino —añadió Vimes—. ¡El crimen capital, que no puede dejarse correr!

A decir verdad, vio que el Reina ya se estaba poniendo al pairo.[29] Hasta estaba izando una bandera blanca, para su gran sorpresa.

Y su capitán los esperaba cuando la patrullera se situó a su lado. Tenía cara de resignación.

—No les daremos ningún problema, agentes. Sé que ha sido una gilipollez. Tenemos al hombre que andan buscando, y se lo estamos subiendo ahora mismo. No somos piratas, a fin de cuentas. Buenos días, teniente Perdix, lamento si le he causado alguna molestia.

Vimes se volvió hacia el teniente.

—¿Conoce al capitán?

—Oh, sí, comandante, el capitán Asesino es muy respetado en estas costas —respondió el teniente mientras la patrullera besaba al Reina con delicadeza—. Pasa contrabando, por supuesto, como todos. Es una especie de juego.

—Pero… ¿capitán… Asesino? —dijo Vimes.

El teniente se encaramó a la cubierta del Reina con facilidad y tendió una mano a Vimes, mientras le explicaba:

—Los Asesino son una familia muy respetada en estas tierras. A decir verdad, comandante, creo que el apellido les gusta mucho. Pondrían más pegas a Contrabandista, sospecho.

—Ahora mismo suben al sujeto, teniente —informó el capitán—, y no está muy contento.

Vimes lo miró de arriba abajo.

—Soy el comandante Vimes, Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, y en la actualidad investigo al menos dos asesinatos.

El capitán Asesino cerró los ojos y se tapó la boca con una mano durante un momento antes de decir, con una voz que sollozaba de vana esperanza.

—¿No será… ese comandante Vimes, verdad?

—Capitán… Asesino… enséñeme al hombre al que ando buscando y estoy seguro de que nos llevaremos bien. ¿Me entiende?

Sonaron varios gritos y golpes abajo, y hubo varios indicios de que alguien estaba recibiendo unas buenas patadas. Al final sacaron a cubierta, medio a empujones y medio a rastras, a un hombre con la cara envuelta en un trapo y con los ojos vendados.

—La verdad, será una alegría quitárnoslo de encima —dijo el capitán mientras se daba la vuelta.

Vimes se aseguró de que los marineros tenían bien sujeto al recluso y le quitó el embozo. Contempló los ojos inyectados en sangre por un momento y después, con mucha calma, pidió:

—Teniente, ¿me hará el favor de confiscar el Reina de Quirm y arrestar al capitán y el primer oficial, acusados de la retención ilegal y posible secuestro de una serie de personas, en concreto del señor Jetro Jefferson y de cincuenta o más trasgos? Podría haber otros cargos.

—¡No puede raptarse a un trasgo! —protestó el capitán Asesino—. ¡Los trasgos son carga!

Vimes dejó correr aquello último por el momento. El capitán Asesino recibiría un cursillo sobre el mundo según el comandante Vimes cuando al comandante Vimes le viniera bien. De momento le dijo al teniente:

—También sugiero que encierre al capitán y al primer oficial en el calabozo, si lo llaman así en los barcos, porque cuando el señor Jefferson tenga las manos libres creo que va a intentar reventar a alguien a puñetazos. Estoy seguro de que todo esto puede arreglarse, pero alguien va a sufrir por ello y solo es cuestión de decidir quién será.

Reflexionó por un momento y dio una contraorden.

—No, creo que primero hablaré con el capitán en su camarote. Arenque, me gustaría que vinieses a tomar notas. Muchas notas. Me alegro de verle, señor Jefferson. Teniente, por lo que yo sé el señor Jefferson no es culpable de más delitos que el de posesión de mal genio. Pero aunque es un hombre al que me alegro mucho de haber encontrado, no es el cabrón al que busco en estos momentos.

Era una suerte, pensó el capitán en funciones Abadejo, que le quedara una cantidad aceptable de espacio en la libreta…

—Capitán Asesino, recapitulemos —dijo Sam Vimes al cabo de un rato mientras hacía girar ociosamente la silla del capitán, cuyo mecanismo chirriaba—. Unos hombres que le eran desconocidos, pero a los que decidió tratar con respeto porque conocían la contraseña adecuada, es decir, la contraseña que usted usaba en sus tratos con contrabandistas, con los que ha desarrollado lo que yo llamaría un entendimiento, le entregaron a un hombre, atado y amordazado, y le dijeron que llevase a ese hombre a Howondalandia para, cito textualmente, «enfriarle los ánimos durante una temporadita»; y también me ha dicho que esos hombres le explicaron que la ley estaba de su parte.

La silla giratoria chirrió una o dos veces cuando Vimes la hizo rodar para lograr un efecto dramático, y luego prosiguió:

—Capitán Asesino, yo represento a la ley en Ankh-Morpork, y tal vez sea consciente de que una serie de políticos influyentes de todo el mundo confían en mi criterio, y, capitán Asesino, no conozco ninguna ley que autorice el secuestro, pero preguntaré a mi colega y a un experto en derecho quirmiano si conoce algún edicto local que legalice maniatar a alguien que no ha cometido delito alguno y arrastrarlo a un barco para enviarlo a un dudoso destino lejano en contra de su voluntad.

La silla giratoria solo tuvo ocasión de chirriar una vez antes de que el teniente Perdix dijera, contundente:

—Comandante Vimes, no me consta ningún cambio semejante en la ley y, por lo tanto, capitán Asesino, queda detenido. —En ese momento el teniente posó una mano en el hombro del atónito capitán—. Se le acusa de secuestro, auxilio e incitación al secuestro, daños corporales posiblemente graves y otros cargos que puedan surgir en el transcurso de nuestras investigaciones. Entretanto, a su regreso a puerto, el Reina de Quirm quedará incautado y será inspeccionado hasta las regalas, puede estar seguro.

Vimes giró la silla de nuevo hasta que su cara dejó de ser visible para el abatido capitán pero quedó claramente a la vista del teniente, al que guiñó un ojo; obtuvo un leve asentimiento como respuesta. Rotó una vez más la silla y siguió:

—Privar a un hombre inocente de su libertad aunque sea por una semana, capitán, es un delito muy grave. Sin embargo, el teniente me ha dicho que en estas costas se le aprecia y se le tiene por un ciudadano modélico. A mí, personalmente, no me gusta un mundo en el que personas corrientes que actúan por miedo, o incluso por una deferencia inmerecida, acaban en la cárcel mientras los peces gordos, los instigadores si no perpetradores del crimen, salen libres de polvo y paja. Supongo que a usted tampoco le gusta ese mundo, ¿verdad?

El capitán Asesino contempló sus botas de marinero como si esperase que explotaran o que tal vez se arrancaran a cantar. Logró balbucir:

—¡Tiene toda la razón, comandante!

—¡Gracias, capitán! Es un hombre de mundo. Ahora mismo necesita un amigo, y yo necesito nombres. Necesito los nombres de las personas que lo metieron en este embrollo. Veamos, el señor Jefferson, el herrero, me ha contado que no puede decir, sin faltar a la verdad, que se le tratara especialmente mal una vez se encontró a merced de su ilegal hospitalidad. Al parecer se le ha alimentado de forma razonable, ha recibido cerveza y una copita diaria de ron y hasta se le ha proporcionado una serie de ejemplares atrasados de Chicas, risas y ligas para que pasara el rato. Él también quiere nombres, capitán Asesino, y a lo mejor si tuviéramos esos nombres, todos bien escritos en una declaración jurada, tal vez accediese a olvidar su reclusión a cambio de cierta suma de dinero, pendiente de negociación, y una oportunidad de medirse cuerpo a cuerpo y sin reglas con su primer oficial, al que describe como un «saco de mierda», expresión náutica que no fingiré comprender. Al parecer dicho individuo disfrutó golpeándole cuando puso objeciones a su reclusión y el señor Jefferson querría, por así decirlo, saldar cuentas.

Vimes se levantó y estiró los brazos como si los tuviera agarrotados.

—Por supuesto, capitán, todo esto es muy irregular, sobre todo estando aquí nuestro teniente, un joven oficial decente, limpio y recto, pero sospecho que, si llevara a puerto al Reina y a usted ante las autoridades acusado de contrabando, podría considerar satisfecho su honor. Para usted sería un pequeño contratiempo, pero ni la mitad de malo que ser cómplice de secuestro. ¿No le parece? —prosiguió Vimes, jovial—. Para el teniente será una pluma en su chapeau, y quizá dejé caer algún bon mot en su defensa, sospecho, viendo que es usted un ciudadano por lo demás recto y, sobre todo, dispuesto a colaborar.

Vimes guiñó un ojo al teniente Perdix.

—Estoy inculcando a este joven malas costumbres, capitán, y por tanto sugiero que lo trate como a un amigo, sobre todo si en algún momento del futuro le hace alguna pregunta inocente a propósito de movimientos navales, mercancías y demás cuestiones similares. Usted verá, capitán Asesino. Yo creo que conoce nombres, por lo menos los de los hombres con los que trata, y supongo que también el de su patrón. ¿Quiere contarme algo?

Las botas se desplazaron.

—Mire, comandante, no quiero enemistarme con ningún hombre poderoso, ya me entiende.

Vimes asintió y se inclinó hacia delante para poder mirarlo a los ojos.

—Por supuesto, lo entiendo muy bien, capitán —dijo con calma—, y por eso debería darme esos nombres. Los nombres, capitán. Los nombres. Porque, capitán Asesino, entiendo que no quiera molestar a hombres influyentes, y ahora mismo estoy pensándome si confiscar su barco y destruirlo porque ha traficado usted con seres sapientes vivos, inteligentes y creativos, si bien algo marranos. Siendo estrictos, me metería en un lío por autorizarlo, pero ¿quién sabe? El mundo puede cambiar muy deprisa, y para usted lo está haciendo. —Le dio una palmada en la espalda—. Me gustaría que me considerase un amigo.

Y Vimes escuchó y las bolas rojas rebotaron sobre el tapete, haciendo carambolas con las de colores, mientras la ley se infringía a troche y moche con el fin de imponer la ley. ¿Cómo explicarle eso a un lego? ¿Cómo explicárselo a un abogado? ¿Cómo explicárselo a sí mismo? Pero todo estaba pasando deprisa y había que subirse al carro o sucumbir. De modo que uno hacía lo que podía y recogía las tempestades de los vientos que hubiera sembrado cualquiera.

El Reina de Quirm atracó ese día, dos meses y medio antes de lo esperado, para horror, consternación o posiblemente incluso alegría de las esposas de los tripulantes. El capitán del puerto tomó nota de ello; también le picó la curiosidad ver que casi toda la tripulación, inmediatamente después de desembarcar, desfiló frente al resto de barcos amarrados hasta una zona de playa tranquila cerca del dique seco, donde ya remolcaban por la grada al algo maltrecho Portento de Chichi.

Caminando junto a su barco, como una gallina con un solo pollito enorme, iba el capitán Piebobo con un brazo enyesado; se animó al ver a Vimes.

—¡Bueno, señor, tengo que reconocérselo, por todos los meros, y tanto que sí! ¡Ha sido toda una hazaña traernos a casa sanos y salvos, señor! ¡No lo olvidaré, y tampoco mi esposa y mi hija!

Vimes contempló el barco y le deseó suerte.

—A mí me parece que está para el desguace, capitán; me refiero el barco, no a su esposa, por supuesto.

Pero al parecer el capitán era todo optimismo.

—Hemos perdido gran parte de los engranajes de las paletas, pero en realidad hacía ya mucho que necesitaba una puesta a punto, de todas formas. ¡Piense, mi querido comandante, que hemos cabalgado sobre un jodepresas, con todas las almas vivas! Y además… ¿Qué hacen esos, por los siete infiernos?

Vimes ya había oído las estridentes notas de una flauta, pero tuvo que mirar hacia abajo para ver, marchando con decisión por la playa, una gran cantidad de trasgos. A su cabeza iba Tufos, de momento con su apariencia azul brillante mientras tocaba una pata de cangrejo vieja y hueca. Al pasar por delante de Vimes dejó de tocar durante el tiempo suficiente para decir:

—¡Nada de roca playera para los trasgos! ¡Hurra! ¡De vuelta a casa, de vuelta a casa, tan rápido como puedan! ¡Y quien arriba observa aplaude! ¡Y quien intenta parar, oh, sí, al agente Tufos y sus amiguetes, descubrirá que Tufos será peor pesadilla!

Vimes se rió.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir? ¿Un trasgo con placa? —Tuvo que caminar deprisa mientras lo decía, porque Tufos estaba comprensiblemente decidido a sacar a los trasgos de allí lo antes posible.

—¡Tufos no necesita placas, compañero poo-lii! ¡Tufos peor pesadilla él solito! ¿Recuerda un niño pequeño? ¿Niño pequeño libro abierto? ¡Y ve trasgo malvado, y yo veo demonio de niño pequeño! ¡Bueno para nosotros, niño pequeño, que los dos tuviéramos razón!

Vimes observó mientras se alejaban con paso cada vez más ligero hasta llegar a los matorrales que bordeaban los astilleros, donde desaparecieron, y por un momento Vimes tuvo la sensación de que si corriera y buscara cualquier rastro de ellos no lo encontraría. Estaba desconcertado. Tampoco importaba demasiado; el desconcierto era a menudo la suerte del policía. Su trabajo consistía en buscarle sentido al mundo, y había ocasiones en que deseaba que el mundo y él llegaran a algún acuerdo equitativo.

—¿Se encuentra bien, comandante?

Vimes se volvió y contempló el rostro sereno del teniente Perdix.

—¡Bueno, no estoy seguro de cuánto hace que no duermo como es debido, pero al menos me aguanto derecho! Y tengo todos los nombres y descripciones.

Tres nombres, y uno, ja, menudo nombre, siempre que se confiase en la palabra de alguien feliz de llamarse capitán Asesino. Bueno, el hombre tenía más de cincuenta años, que ya no era edad para andar huyendo y escondiéndose. No, Asesino no iba a ser un problema. Tampoco Jefferson, aunque fuese un exaltado y un idiota. Lo que Jefferson había sospechado, el capitán Asesino lo sabía a ciencia cierta. Pero Vimes, por su parte, no había exigido la oportunidad de pegarse con el primer oficial del Reina, tipejo al que había que reconocer bastante mala catadura y un mentón como la bota de un carnicero. En esos momentos se acercaba hacia ellos con andares chulescos, con el aprensivo capitán Asesino a sus espaldas.

Vimes se acercó al herrero.

—Vamos, señor, Asesino le pagará lo que haga falta para tener contento al teniente y conservar su barco. La experiencia es un grado, ¿eh?

—Sigue quedando ese puto primer oficial —dijo el herrero—. El resto de la tripulación no se portó mal del todo, ¡pero él es un abusón malparido!

—Bueno —replicó Vimes—, aquí está él y aquí está usted. Será un encuentro hombre a hombre y yo estaré delante para asegurarme de que jueguen limpio. Es un día interesante. Estamos probando una clase diferente de ley, una rápida y por la que no hace falta molestar a ningún abogado. O sea que adelante: él sabe lo que usted quiere, y usted también, señor Jefferson.

Varios tripulantes se estaban congregando en ese lado de la playa. Vimes paseó la mirada por sus caras, todas las cuales mostraban la feliz intuición del trabajador de que se avecinaba una buena dosis de saludable violencia, y leyó el lenguaje tácito. El primer oficial parecía un hombre que usaba mucho sus puños y su mal genio, y por tanto, pensó Vimes, probablemente a muchos compañeros de tripulación no les importaría ver cómo le daban una pequeña lección, o incluso una bien grande. Indicó a los dos hombres que se acercaran.

—Caballeros, esto es una pelea de revancha; los dos conocen las reglas. Si veo una navaja, que los dioses ayuden a quien la sostenga. Aquí no habrá ningún asesinato, excepto usted, por supuesto, capitán, y delante de todos doy mi palabra de que pararé la pelea cuando me quede claro que un hombre ha tenido suficiente. Caballeros, su turno. —Y dicho eso dio un ágil paso atrás.

Ninguno de los dos contendientes se movió, pero Jefferson preguntó:

—¿Conoces las reglas del marqués de Fantailler, que dictan la conducta adecuada en una reyerta de puñetazos?

La sonrisa del primer oficial era aviesa.

—¡Ya te digo!

Vimes no vio, no como tal y con sus propios ojos, lo que sucedió a continuación. A buen seguro nadie habría podido, pero más tarde el consenso fue que Jefferson había girado sobre sus talones en un abrir y cerrar de ojos y había tumbado al marinero cuan largo era. El golpetazo de su pesado cuerpo sobre la arena fue lo único que rompió el silencio.

Al cabo de un segundo, Jefferson, mientras se daba un masaje en el puño para recuperar la circulación, miró al gigante caído y dijo:

—Yo no. —Se volvió hacia Vimes—. ¿Sabe? Meaba aposta encima de los trasgos de la bodega. Hijo de puta.

Vimes se tensó por si el caído tenía amigotes sin sentido del humor, pero en realidad sonaban risas. Al fin y al cabo, un grandullón había caído como un saco de patatas, lo justo era lo justo y el resultado era claro bajo cualquier criterio.

—Así me gusta, señor Jefferson, una pelea justa como he visto pocas. A lo mejor estos caballeros se llevan al primer oficial de vuelta al barco para que descanse un poco.

Vimes lo expresó como una instrucción, que fue obedecida al instante como tal, pero añadió:

—Si le parece bien, capitán Asesino. Bien. Y ahora creo que usted y yo iremos, como buenos amigos y junto con el teniente, a la central de la Guardia de Quirm, donde tenemos pendiente un asuntillo de firmar declaraciones.

—Supongo que querrá partir con cierta prisa, comandante —dijo el teniente mientras avanzaban por la rue del Despertar.

—Bueno, sí —respondió Vimes—. Se supone que estoy de vacaciones. Recogeré al joven Feeney en la enfermería y encontraré alguna manera de volver a la Mansión.

El teniente parecía sorprendido.

—¿Y no quiere salir tras el asesino lo antes posible, señor?

—¿Ese? No tardaré nada en verlo, eso no lo dudo, pero verá, ni siquiera él es exactamente el final del camino. ¿Por aquí abajo juegan a snooker?

—Bueno, yo no he aprendido, pero entiendo el juego, si me pregunta eso.

—Entonces sabrá que el objetivo último es meter la bola negra, aunque en el transcurso de una partida se toquen todos los otros colores y se golpeen las rojas una y otra vez, en ocasiones usándolas para desarrollar la estrategia. Pues bien, sé dónde encontrar la negra, y la negra no puede correr. ¿Los demás? El capitán ha colaborado y nos ha dado nombres y descripciones. Si desean arrestarlos ustedes como cómplices del tráfico de criaturas sapientes con ánimo de lucro, le cedo el honor a la policía de Quirm. —Sonrió—. En cuanto a mí, una vez tenga las declaraciones juradas, pienso ir derecho a ver a mi mujer y a mi hijo, a los que he descuidado vergonzosa, qué digo, desesperadamente estos últimos días, ¿y sabe qué? ¡En cuanto llegue allí, me los traeré de vuelta aquí! Mi esposa disfrutará el aire fresco, y al joven Sam le chiflarán los elefantes, ¡ja, ya lo creo que sí!

El teniente se animó.

—¿Puedo sugerirle, entonces, que después de cenar coja el barco nocturno? Será el Susana Ojos Negros, muy rápido, como la mujer a la que debe su nombre, según la leyenda popular. Zarpará río arriba dentro de, a ver, tres cuartos de hora. Es muy veloz, no suele llevar mucha carga y por eso navega a toda máquina. Estará en casa por la mañana, ¿qué le parece? Justo a tiempo para arreglarse. Y, si le parece bien, mandaré a un hombre a buscar al capitán del Susana para asegurarse de que no zarpa sin usted.

Vimes sonrió.

—¿Qué tiempo se espera?

—Cielos despejados, comandante, y el Viejo Traicionero está plano como una balsa de aceite, limpio de piedras y troncos para el resto de la estación. En adelante navegar será un paseo.

—¡Buenas tardes, excelencia!

La voz resultaba algo familiar, y Vimes vio, acercándose tan campante por el bulevar, lo que a primera vista parecía un hombre vestido con una faja enorme hasta que una rápida y posterior inspección forense demostró que se trataba del ermitaño de la Mansión. Llevaba la barba sorprendentemente limpia y enroscada en torno al cuerpo, como también estaban dos jovenzuelas de talante risueño.

Vimes lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Tocón? ¿Qué hace aquí abajo?

Eso causó más risillas.

—¡Estoy de vacaciones, comandante! ¡Sí, señor! ¡Todo el mundo necesita vacaciones, señor!

Vimes no sabía qué decir y por eso le dio una palmadita en el hombro y dijo:

—Disfrute, señor Tocón, y no olvide recoger hierbas bien nutritivas.

—Creo que voy a necesitarlas, comandante…

Dijeran lo que dijesen, la comida de la cantina de la Casa de la Guardia de Quirm era bastante, bastante buena, aunque se pasaran un poco con el avec, pensó Vimes; todo llevaba avec.

Vimes, bien comido, limpio y con varios papeles muy importantes metidos por dentro de su impecable camisa recién lavada y planchada, caminaba con el alguacil en jefe Desenlace por el muelle hacia el Susana Ojos Negros. El teniente y dos de los guardias lo acompañaron a su camarote, donde el camarero enano le mostró la limpieza de la cama y la tersura de las sábanas.

—Será un honor que duerma entre ellas, comandante. Descubrirá que el Susana ofrece una travesía muy cómoda, aunque a veces le dé por brincar un poco, lo mismo que la Susana original, pero mejor no entrar en detalles. Y, por supuesto, justo al lado hay un camarote para el agente Feeney. ¿Les gustaría tal vez presenciar cómo zarpa el Susana, caballeros?

Lo hicieron. El Susana tenía dos bueyes, igual que el Portento de Chichi, pero sin carga pesada y con solo diez pasajeros; era el expreso del Viejo Traicionero. Sus paletas, que en efecto giraban a toda máquina, dejaban a su paso una raya de agua blanca que llegaba hasta el final del valle.

—¿Y ahora qué, comandante? —preguntó Feeney apoyado en la barandilla mientras veían desaparecer Quirm tras su estela—. Quiero decir, ¿qué haremos a continuación?

Vimes se estaba fumando un puro con gran placer. De algún modo ese parecía el momento y el lugar. El rapé estaba muy bien, pero un buen puro tenía tiempo, sabiduría y personalidad. Le daría pena despedirse de ese.

—Ahora no necesito hacer nada —dijo, volviéndose para contemplar la puesta de sol. Y últimamente veo muy pocas puestas de sol, pensó. Más que nada veo medianoches; y tampoco necesito perseguir a Stratford. Lo conozco como me conozco a mí mismo. Hizo una pausa mental, sobresaltado momentáneamente por lo que eso implicaba. Luego continuó en alto—: Has visto embarcar a esos dos agentes quirmianos, ¿verdad? Eso lo he organizado yo. Se asegurarán, desde luego, de que tengamos una travesía sin incidentes. La tripulación también está informada de que un asesino podría intentar subir a bordo. Según el teniente, el capitán Heraldo responde de toda su tripulación porque han navegado lealmente con él durante muchos años. Personalmente, por supuesto, me aseguraré de que la puerta de mi camarote esté cerrada con llave, y te sugiero que hagas lo mismo, Feeney.

»La avaricia ocupa el centro de todo esto, la avaricia y unos venenos infernales. Las dos cosas matan y la avaricia es la peor, con diferencia. ¿Sabes? Cuando hablo con agentes jóvenes como tú, suelo decirles que en cierta clase de casos siempre hay que seguir el dinero, siempre hay que preguntar: «¿Quién tiene algo que perder? ¿Quién sale ganando?». —Vimes tiró al agua con pesar la colilla de su puro—. Pero a veces conviene seguir la arrogancia… Hay que buscar a quienes no pueden creer que la ley vaya a pillarles nunca, quienes piensan que actúan en base a unos derechos que los demás no tenemos. ¡El trabajo de un agente de la ley es hacerles saber que se equivocan!

El sol se escondía.

—¡Creo de verdad, comandante Vimes, que tiene usted algo que haría girar por sí solas las ruedas de este barco si tan solo pudiera embridarse! —dijo Feeney con admiración—. Y recuerdo haber leído en alguna parte que detendría usted a los dioses por hacerlo mal.

Vimes negó con la cabeza.

—¡Estoy seguro de que no he dicho nunca nada semejante! Pero la ley es orden y el orden es ley, y debe ser lo más importante. Es lo que mueve el mundo, es lo que mueve los cielos, y sin orden, chico, un segundo no puede seguir a otro.

Notaba que se balanceaba. La falta de sueño puede emponzoñar el pensamiento, moverlo en extrañas direcciones. Vimes sintió la mano de Feeney en el hombro.

—Le ayudaré a llegar a su camarote, comandante. Ha sido un día muy largo.

Vimes no recordaba haberse desvestido y haberse metido en la cama, o más bien la litera, pero era evidente que lo había hecho y que, a juzgar por las manchitas de espuma blanca en el minúsculo lavabo del camarote, también se había cepillado los dientes. Había dormido como un muerto, salvo por la parte de los pedacitos que caen y la trasformación en polvo, y lo único que recordaba era una negrura fresca y, aflorando en ese momento a la superficie, una certeza, como si le hubiesen dejado un mensaje en la oscuridad esperando el regreso del pensamiento. Va a por usted, delegado de pizarra Vimes. Lo sabe porque reconoce lo que vio en sus ojos. Conoce a los de su calaña. Quieren morir desde el día en que nacen, pero algo se tuerce y en lugar de eso, matan. Le encontrará, y yo también. Espero que coincidamos los tres en la oscuridad.

Mientras el mensaje se desvanecía, Vimes contempló la pared de enfrente, en la que se abrió una puerta, tras una llamada breve, para revelar al camarero que le traía aquello que espanta sin falta a todas las pesadillas, a saber, una taza de té caliente.[30]

—No hace falta que se levante, comandante —fue el alegre saludo del camarero mientras dejaba la taza de té con cuidado en un pequeño hueco que alguna persona previsora había incluido en el diseño del minúsculo camarote para que la citada taza no se deslizase de un lado a otro—. El capitán desea informarle de que amarraremos dentro de unos veinte minutos, aunque por supuesto no hay problema si prefiere quedarse a bordo y acabar su desayuno mientras limpiamos los imbornales, subimos bueyes frescos y, por supuesto, recogemos correo, pienso y unos cuantos pasajeros más. En la cocina hoy tenemos… —Y el camarero recitó con entusiasmo un menú de proporciones cebadoras, que concluyó triunfalmente con—: ¡Un sándwich de beicon!

Vimes carraspeó y dijo con voz lúgubre:

—¿No tendrán muesli, por casualidad? —Al fin y al cabo, Sybil estaba a solo veinte minutos de distancia.

El camarero parecía perplejo.

—Bueno, sí, podemos prepararlo, claro, pero no lo tenía por un hombre de comida para conejos.

Vimes pensó en Sybil de nuevo.

—Bueno, a lo mejor hoy se me mueve el hociquito.

El camarote, con todos sus lujos, no era lo que se dice espacioso. Vimes se las apañó para afeitarse con una cuchilla donada por el camarero, «cortesía del capitán, comandante», una palangana colocada con inteligencia, jabón, trapo y una toallita diminuta, que por lo menos le ayudaron a cumplir con la variedad de ablución que su madre había definido como «lavar lo que se ve». Lo hizo con esmero, de todas formas, algo agobiado por la certeza de que ese pequeño mundo de madera no tardaría en evaporarse y devolverlo al mundo de Sam Vimes, marido y padre. Sin embargo, a intervalos periódicos mientras se adecentaba se volvía hacia su imagen en el espejo y exclamaba:

—¡Fred Colon!

El camarote de lujo se había revelado como un lugar fabuloso para dormir, aunque era tan pequeño que en realidad solo sería apropiado para un cadáver quisquilloso. Pero al final, cuando todas las partes de Vimes a las que llegaba hubieron recibido un frote decente, si bien errático, y el camarero le hubo traído una ración de fruta, frutos secos y cereales tamaño ermitaño, miró a su alrededor para ver si se dejaba algo y vio una cara en el espejo. Era la suya, aunque hay que decir que el fenómeno no es inusual en los espejos de afeitarse. El Vimes del espejo explicó:

—Sabes que no solo quiere matarte. Un cabrón semejante no se conformaría con eso, ni mucho menos. Quiere destruirte e intentará lo que sea hasta conseguirlo.

—Lo sé —dijo Vimes, y añadió—: No eres un demonio, ¿verdad?

—De ninguna manera —respondió su imagen en el espejo—. Podría estar compuesto por tu subconsciente y un caso pasajero de intoxicación por muesli provocado por una pasa fermentada. Cuidado con dónde pisas, comandante. Cuidado con todo. —Y entonces se fue.

Vimes se apartó del espejo y se volvió poco a poco. Tenía que ser mi cara, se dijo a sí mismo, porque si no habría estado al revés, ¿verdad?

Bajó por la pasarela que llevaba a la realidad y a lo que resultó ser el cabo Nobby Nobbs, más allá del cual la realidad ya no puede volverse mucho más real.

—¡Me alegro de verle, señor Vimes! ¡Madre mía, qué buen aspecto tiene! Las vacaciones deben de estar sentándole muy bien. ¿Lleva equipaje? —La pregunta se hizo desde la absoluta certeza de que Vimes no llevaría ni una sola bolsa, pero siempre vale la pena mostrarse voluntarioso.

—¿Va todo bien? —preguntó Vimes, sin hacer caso del ofrecimiento.

Nobby se rascó la nariz y un pedacito se desprendió. ¡Oh, sí!, pensó Vimes. ¡Vaya si he vuelto!

—Bueno, están pasando las cosas que pasan siempre, pero lo tenemos controlado. ¿Puedo pedirle que mire esa colina de allí? Han tenido mucho cuidado con los árboles, y lady Sybil en persona prometió una muerte prolongada a cualquiera que molestara a los trasgos.

Perplejo, Vimes oteó el horizonte y vio el monte del Ahorcado.

—¡Por todos los infiernos! ¡Es una torre de clacs, es una puta torre de clacs! ¡Sybil va a ponerse en plan bibliotecario!

—En realidad, señor Vimes, lady Sybil estuvo totalmente a favor cuando leyó entera la nota del capitán Zanahoria. Dijo que no es momento para que esté usted desconectado. Ya lo sabe, señor, es un oficial muy convincente, que es por lo que consiguió que la compañía de clacs viniera aquí tut suit con una torre temporal. ¡Han trabajado toda la noche, vaya que sí, y la alinearon con el Gran Tronco en menos que canta un pavo!

Esa vez Nobby se hurgó en la nariz, inspeccionó brevemente el contenido por si había algo interesante o de valor y después lo disparó de un papirotazo antes de proseguir.

—Solo una cosa, señor, el Ankh-Morpork Times quiere entrevistarlo por lo de que es usted un gran héroe que ha salvado el portentoso chichi de no sé quién…

Interrumpieron la conversación mientras esperaban a que Feeney dejara de ahogarse de risa y recobrase el aliento. Entonces Vimes dijo:

—Cabo Nobby Nobbs, te presento al alguacil en jefe Desenlace. Lo llamo alguacil en jefe porque es la única ley que rige en esta zona, hasta el momento, quiero decir. Este es su territorio, y por tanto lo respetarás, ¿entendido? ¿Quién más ha venido contigo desde el Humo?

—El sargento Detritus, señor Vimes, pero está en la Mansión protegiendo a la señora y al joven Sam con delicado subrepticismo.

Una parte de Vimes había estado aguantando la respiración sin darse cuenta. ¿Detritus y Willikins? Juntos podrían plantar cara a un ejército. Se estremeció.

—¿Pero no Fred Colon?

—No, señor Vimes, por lo que tengo entendido ya estábamos de camino cuando llegó el segundo clac, pero supongo que no tardará en llegar.

—Caballeros, me voy a casa —dijo Vimes—, pero, señor Feeney, ¿cuándo zarpará otro barco rumbo a Quirm?

Feeney sonrió de oreja a oreja.

—Está de suerte, comandante. ¡El Roberta E. Galleta sale mañana por la mañana! Es ideal para lo que creo que desea. Grande y lento, pero le dará igual porque hay juegos de azar y entretenimientos. Lleva a muchos turistas, pero no se preocupe, señor, su nombre ya es famoso en el río. ¡Hágame caso! Usted dígamelo y el capitán del Galleta se asegurará de que haya para usted un camarote digno de un rey, perdón, de un comandante. ¿Qué me dice?

Vimes abrió la boca para preguntar si era caro, y volvió a cerrarla con la avergonzada comprensión de que la fortuna de los Ramkin casi a ciencia cierta daba para comprar todas las embarcaciones que navegaban por el Viejo Traicionero.

Feeney, como el buen policía en el que se estaba convirtiendo, reparó en ese breve instante de duda.

—Nadie del río aceptará su dinero, comandante, créame. ¡El salvador del Chichi no va a tener que pagar los puros ni los camarotes en todo el curso del Viejo Traicionero!

Nobby Nobbs estaba casi doblado sobre sí mismo de la risa, y logró farfullar:

—¡El Chichi!

Vimes suspiró.

—Nobby, se llamaba Clementina, Chichi era un diminutivo cariñoso. ¿Entendido? —Con algunas personas no funcionaba; con Vimes apenas lo hacía—. Y Nobby, quiero que esperes aquí y, en cuanto llegue el carruaje de Fred, estás a cargo de subirlo a la cueva trasga de la colina, ¿vale?

—Sí, señor Vimes —dijo Nobby mirándose las botas.

—Y, Nobby, si ves a un trasgo que apesta como una letrina y tiene un ligero brillo azul, en fin, es un compañero policía, no lo olvides.

Sybil lo esperaba a mitad de la avenida que Vimes recorría a paso ligero, y el joven Sam se había adelantado corriendo y se abalanzó contra las piernas de su padre, que abrazó lo mejor que pudo.

—¡Papá! ¡Sé ordeñar una cabra, papá! ¡Hay que tirar de las tetas, papá, pero se te escurren! —La expresión de Vimes no varió mientras el joven Sam seguía—: ¡Y estoy aprendiendo a hacer queso! ¡Y ahora tengo un poco de caca de tejón, y también de comadreja!

—Caramba, sí que has estado ocupado —reconoció Vimes—. ¿Quién te ha enseñado la palabra «tetas», hijo?

El joven Sam estaba radiante.

—Fue Willy el vaquero, papá.

Vimes asintió.

—Luego hablaremos un momentito de eso, Sam, pero antes creo que tendré una charla con Willy el vaquero. —Levantó al joven Sam sin hacer caso de la punzada en su espalda—. Espero que lavarte las manos haya formado parte de esas aventuras.

—Yo me ocupo de eso —dijo lady Sybil, que ya los alcanzaba—. ¡De verdad, Sam, te pierdo de vista un momento de nada y me vienes convertido en un héroe, otra vez! ¡Desde luego! ¡En serio, es la comidilla del río entero! ¿Peleas a bordo de un barco? ¿Persecuciones marítimas? ¡Madre mía, no sé ni dónde meterme, así que si haces el favor de bajar a nuestro hijo con cuidado me apretaré contra ti bien fuerte!

Cuando Vimes emergió para respirar, gruñó:

—Hay que fastidiarse, es una auténtica torre de clacs, ¿verdad? ¡Y ahora que el Times se ha enterado de todo esto, saldrán con que soy una especie de héroe, los muy idiotas!

Cuando la presión se liberó, lady Sybil explicó:

—No, Sam… Bueno, a lo mejor un poquito, pero te asombraría lo rápido que viajan las noticias por el río. ¡Al parecer estabas sobre el techo de la timonera del Portento de Chichi peleando con un asesino, y él disparó una ballesta y la flecha te rebotó! ¡Dicen que en el periódico de mañana saldrá una magnífica impresión hecha por un artista! ¡Una vez más, no sabré dónde meterme! —Y entonces Sybil ya no pudo contenerse más y estalló en carcajadas—. En serio, Sam, esta noche puedes cenar lo que quieras.

Vimes se inclinó hacia delante y susurró, lo que hizo que su mujer le diera una palmada en la mano y dijera:

—¡Más tarde, a lo mejor!

En ese momento, algo envalentonado, Vimes comentó:

—No he podido evitar fijarme en que el puente ha sufrido graves daños.

Sybil asintió.

—Ah, sí, cariño, una tormenta espantosa, ¿verdad? Se llevó el arco central entero y las tres desgracias.[31] Las recuerdo de mi infancia. Mi madre me tapaba los ojos con la mano cuando cruzábamos el puente, y por lo tanto me tomé un vivo interés en ellas, sobre todo porque una se rascaba el trasero. —Su sonrisa se animó—. Pero no te preocupes, Sam, no cuesta mucho encontrar mujeres desnudas.

Su sonrisa reconfortó a Vimes y una minúscula sospecha traicionera afloró de nuevo a la superficie. Creía haberla pisoteado, pero la condenada no paraba de volver. Y por eso carraspeó y dijo:

—Sybil, hablaste de los planes para mis vacaciones con Vetinari, ¿no es así?

Sybil pareció sorprenderse.

—Bueno, sí, cariño, por supuesto. Al fin y al cabo, sobre el papel es tu superior. Solo sobre el papel, claro. Le comenté el asunto en no sé qué acto benéfico. No recuerdo en cuál ahora mismo, de tantos que hay. Pero no me puso ninguna pega. ¡Dijo que ya iba siendo hora de que te tomaras un buen descanso de tus aguerridas actividades!

Vimes fue lo bastante sabio para no pronunciar las palabras que le acudieron a la boca, y en lugar de eso dijo, con tacto:

—Ejem, ¿o sea que no sugirió él, en realidad, que vinieras a las Comarcas?

—La verdad, Sam, fue ya hace bastante tiempo, pero los dos pensamos solo en lo que más te conviene, como seguro que sabes. Comentamos el asunto por encima y eso fue todo, la verdad.

Vimes lo dejó ahí. Nunca lo sabría con seguridad. Y en cualquier caso, la bola había entrado.

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