Snuff

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Más tarde, Samuel Vimes, todos cuantos era, se dio un baño en el enorme aseo con la nariz asomando apenas a la superficie, y salió sintiéndose exactamente el mismo hombre que antes pero al menos mucho más limpio. Las declaraciones juradas estaban en la cámara acorazada, y cuando los Ramkin diseñan una cámara acorazada, no es una cámara en la que pueda entrarse con prisas: primero hacía falta una combinación que abría una caja fuerte más pequeña pero aun así peligrosamente eficaz, solo para sacar una llave que luego había que insertar en cerraduras ocultas en tres relojes distintos de la Mansión, cada una de las cuales disparaba un mecanismo temporizador. Sybil le había dicho que tenía entrañables recuerdos de su abuelo perdiendo el culo, como decía el vejete, por el pasillo principal para meter la llave en la última cerradura antes de que el reloj que controlaba la primera llegase al final, y sobre todo antes de que cayeran las guillotinas. «Lo que tenemos lo conservamos», había pensado Vimes al poner a prueba el mecanismo. Bueno, desde luego lo decían en serio. A continuación, se vistió con ropa que no olía a pescado. ¿Qué tocaba hacer ahora?

Era agradable estar de paseo con el joven Sam otra vez. Papá, algo cohibido, dando una vuelta con su hijito, ¿no? Ese era el cuadro. Por desgracia, su cuadro incluía una perspectiva lejana del sargento Detritus, que se estaba confundiendo con el paisaje, hazaña que un agente troll podía conseguir con tan solo quitarse la armadura y colocarse un geranio detrás de la oreja, tras lo cual devenía, al ser de constitución pétrea y rocosa, parte del paisaje sin siquiera proponérselo. Los agentes trolls solían llevar versiones extragrandes de la armadura reglamentaria, porque gran parte del poder de un poli consiste en parecerlo.[32] La seguridad era lo de menos: había armas de sobras que, manejadas con destreza, podían atravesar una armadura de acero, pero lo único que harían a un troll desnudo sería enfurecerlo.

En ese preciso instante, Detritus estaba fracasando en el empeño de pasar desapercibido. Ahora mismo ejercía de guardaespaldas, esa era la verdad, y además llevaba su Pedacificador, que podía, por así decirlo, cumplir con lo que prometía su nombre. Algunas armas se llaman Especial del Sábado Noche; la ballesta multiflechas de Detritus podía ser especial toda la semana. Y en alguna parte, donde Vimes no lo veía y por tanto probablemente nadie más podía, estaba Willikins. Ese sí que era el cuadro: papá sacando a su hijo de paseo en presencia de una potencia de fuego suficiente para aniquilar a un pelotón. Sybil había insistido, y no había más que hablar. Una cosa era que el propio Vimes estuviera en peligro, eso Sybil lo había aceptado desde el mismo principio, pero ¿el joven Sam? ¡Jamás!

Mientras subían al monte del Ahorcado para ver la nueva torre de clacs, Vimes se dijo que Stratford no usaría un arco. Un arco era expeditivo, pero un matón… sí, un matón querría estar cerca, donde pudiera ver. Stratford había matado a la trasga y la había seguido matando mucho después de que estuviera muerta. Era un crío al que le gustaba la diversión. Querría que Vimes supiera quién lo estaba matando. Vimes, comprendió Vimes, conocía a los asesinos demasiado bien para su propia tranquilidad.

Cuando llegaron a la colina les salió al paso un sonriente Nobby, que saludó con una variación sobre el tema de la elegancia, pero con algo de vergüenza porque no estaba solo. Había una joven trasga sentada a su lado. Nobby intentó ahuyentarla con un gesto apresurado y ella, al parecer a regañadientes, se retiró a una distancia mínima de seguridad, sin dejar de mirar al cabo con adoración.

A pesar de todo, Vimes intentó contener el impulso de sonreír y consiguió convertirlo en una mirada severa.

—Confraternizando con los nativos, ¿eh, Nobby?

El joven Sam se acercó a la joven trasga y le cogió la mano, que era algo que tendía a hacer con cualquier persona de sexo femenino a la que acabara de conocer, costumbre que en opinión de su padre podía abrirle muchas puertas en su vida futura. La chica intentó retirar la mano con delicadeza, pero el niño era un captor tenaz.

Nobby parecía avergonzado.

—¡No confraternizo con ella, señor Vimes, ella quiere confraternizar conmigo! ¡Ha salido con una cesta de mimbre llena de setas y me la ha dado, de verdad!

—¿Seguro que no son venenosas?

Nobby parecía desconcertado.

—No lo sé, señor Vimes. Me las he comido de todas formas, muy crujientes, algo almendradas, podría decirse, y Fred ya ha llegado, señor. Esta joven dama —dijo Nobby sin poner comillas a los lados de la palabra, para sorpresa y aprobación de Vimes— ha ido derecha hacia él y le ha quitado ese frasquito tan raro de la mano, una cosa rarísima porque nadie había podido, ¡y allí estaba él! ¡El mismo de siempre! Aunque creo que tendremos que recordarle lo de lavarse, y cagar solo en el retrete y todo eso.

Vimes se rindió. Era cierto que toda organización debía tener su columna vertebral, y por lo tanto era razonable que también debiera existir alguna persona que equivaliera a los cachos que suelen destinarse a comida para perros. Pero Nobby era leal y afortunado, y si hay algo que un policía necesita de verdad es suerte. A lo mejor con la trasga le había sonreído la fortuna.

—¿Qué haces aquí arriba, Nobby? —preguntó.

El cabo miró a Vimes como si estuviera loco, y señaló a la tambaleante torre de clacs temporal.

—Tengo que comprobar los mensajes de clacs, señor Vimes. En realidad más o menos ya los clasifica el joven Tony, que es el único que trabaja en ella, y envuelve una piedra con ellos y los suelta para abajo, y por eso… —Sonó un golpe en el casco de Nobby, que atrapó con destreza una roca envuelta en un trozo de papel antes de que llegara al suelo—. Y por eso estoy plantado aquí mismo, señor Vimes. —Desenrolló el papel y anunció—: ¡Un camarote doble y uno individual en el Roberta E. Galleta, que zarpa mañana a las nueve de la noche! Qué suerte tiene, señor Vimes. ¡Clacs! Qué haríamos sin ellos, ¿eh?

Sonó un grito desde arriba.

—¡Apártense, que bajo! —Vimes vio temblar la estructura entera de la torre de clacs mientras el joven descendía con cuidado de un travesaño a otro, tanteándolos todos antes de descargar en ellos su peso. Saltó el último metro y pico y tendió la mano a Vimes—. ¡Encantado de conocerle, sir Samuel! Siento que la torre baile un poco, pero es que anoche todavía trabajábamos en ella. ¡Esto sí que ha sido un trabajo urgente! Es de punto preciso seguir adelante cuando lord Vetinari tira de uno, podría decirse. Más tarde lo haremos como es debido, si le parece bien. La tengo alineada con una torre del Gran Tronco y ellos remitirán los mensajes adonde quiera, además de una copia al clac de su casa. Por supuesto, necesitará a alguien aquí para mantener el enlace, pero por lo que he visto no habrá ningún problema. —El joven saludó a Vimes y añadió—: Le deseo toda la suerte, señor, y ahora voy a comer algo y lavarme.

Sonó otro golpe en el casco de Nobby Nobbs y un fajo de papel envuelto en torno a un guijarro cayó a sus pies.

El joven claquero lo recogió con gesto posesivo y leyó el mensaje.

—Ah, solo es un acuse de fin de servicio que confirma que me tomo un descanso. Lo ha escrito mi ayudante. La verdad es que no hacía falta que lo tramitara, pero es un cabroncete muy cumplidor y nunca he visto a nadie que aprendiera más rápido. ¡Basta enseñarle a hacer las cosas una vez! Y el canijo es muy fiable. Además, con esas manazas, no tiene ningún problema con el teclado.

Mientras el hombre bajaba silbando por el monte, Vimes saltó directo a una conclusión, como un saltamontes.

—¡Tufos! ¡Baja aquí ahora mismo, pequeño golfo! —gritó.

—¡Aquí mismo, comandante! —El pequeño trasgo ya estaba plantado casi entre las botas de Vimes.

—¿Tú? ¡Tú! ¿Tú manejando un clac? ¿Sabes leer?

Tufos levantó ambas manazas.

—¡No, pero sé mirar, pero sé recordar! Hombre verde dice: «Tufos, esta cosa puntiaguda se llama A», y Tufos no necesita que digan dos veces, y dice: «Esta, que parece culo, se llama B». ¡Es divertido! —La voz cascada era aduladora, pero de un modo que a Vimes le pareció cínico y resabiado—. Trasgo útil, trasgo fiable, trasgo ayuda… ¡Trasgo no está muerto!

Y a Vimes le pareció que él era el único que oía esas palabras. El joven Sam se había acercado para coger la mano de Tufos, pero se lo había pensado mejor. En voz baja, Vimes preguntó:

—¿Qué eres, Tufos?

—¿Qué eres tú, Sam Vimes? —replicó el trasgo con una sonrisa—. Cuelga, Sam Vimes. Cuelga de una pieza o cuelga por partes, pero sobre todo cuelga. Cuelga, señor Vimes.

Vimes suspiró.

—Tampoco es que fuera a extrañarme mucho —dijo con tono lúgubre. Miró a su alrededor y se encontró atravesado por las miradas del joven Sam, Nobby Nobbs y la chica trasga que contemplaba a Nobby como si el pequeño cabo fuera un Adonis. Avergonzado, se encogió de hombros y dijo—: Solo pensaba en voz alta.

Se mirara como se mirase, Fred Colon era uno de los más viejos amigos de Vimes… y era una cura de humildad recordar que lo mismo podía decirse de Nobby Nobbs. Vimes encontró al sargento, después de bajar un trecho de la cueva trasga, con un extraño aspecto rosa, perplejo pero aun así bastante contento, posiblemente porque estaba comiendo un conejo asado como si no hubiera un mañana, que era cierto en el caso del conejo. Jovial lo observaba a distancia con cierta inquietud, y cuando vio a Vimes le dedicó una sonrisa y un tranquilizador gesto con el pulgar levantado.

Fred Colon intentó hacer un saludo, pero tuvo que pensar por un momento.

—Lamento todo esto, señor Vimes, no sé qué me ha dado. Lo tengo todo un poco borroso, la verdad, y de repente aquí estoy entre esta gente.

Vimes aguantó la respiración y Colon prosiguió:

—Muy agradables, muy atentos, y muy generosos también. Me han estado ofreciendo toda clase de setas sabrosísimas. No andan muy puestos en el tema de los pantalones, por lo que he visto. Da que pensar: no estoy seguro de qué, pero da. —Miró a su alrededor con una extraña fluorescencia en los ojos—. Se está bien aquí, ¿verdad? Se está bien, tranquilo y lejos del mundanal ruido. No me importaría quedarme una temporada… Se está bien.

El sargento Colon se calló, tiró los huesos de conejo por encima del hombro y bajó la mano con rapidez al montón de piedras que tenía a su lado. Recogió una. ¿Eran imaginaciones de Vimes o centelleó por un momento antes de convertirse de nuevo en una piedra cualquiera?

—Quédate todo lo que quieras, Fred —dijo Vimes—. Yo tengo que irme, pero Nobby andará por aquí, y más o menos media Guardia, o eso parece. Quédate todo lo que quieras… —Echó un vistazo de reojo a Jovial Culopequeño—. Pero a lo mejor tampoco demasiado…

Los pensamientos siguieron pasando mientras el paseo diario del joven Sam los llevaba colina abajo y a la aldea, y cuando Jiminy apareció en la puerta del pub y saludó a Vimes con un discreto gesto de cabeza que lo decía todo, el pensamiento pasajero de Vimes fue que un tabernero astuto sabe de qué lado sopla el viento y ajusta sus velas en consonancia. Nadie sabía mejor que él que nadie sabe dónde nacen los rumores ni cómo se esparcen, pero la pequeña comitiva, aun incluyendo a Nobby Nobbs y a la chica trasga, cosechó sonrisas y saludos donde una semana antes habría encontrado miradas impasibles. Porque la espantosa verdad es que nadie quiere apoyar al bando perdedor.

Cuando llegaron de vuelta a la Mansión Ramkin, Vimes encontró a Sybil en el jardín de las rosas, en apariencia podando, cosa que había que hacer porque figuraba en la lista de cosas que había que hacer en el campo se quisiera o no. Echó un vistazo a su marido y luego siguió con lo que tenía entre manos, mientras decía con voz tranquila:

—Has estado preocupando a la gente, ¿verdad, Sam? Lady Óxido ha pasado a hacerme una visita social inesperada justo después de que te fueras.

«¡Zis! ¡Zas!», hicieron furiosas las tijeras de podar.

—¿La has dejado pasar?

«¡Zis! ¡Zas!».

—¡Por supuesto! ¡Por supuesto!

Sonó otro «¡Zis! ¡Zas!».

—Y además le he ofrecido té y pastas de chocolate. Puede que sea una perra ignorante y paliducha que se atribuye un título que no le corresponde por derecho, pero la educación es la educación, pase lo que pase. —«¡Zis! ¡Zas! ¡Crec!»—. Es porque esa de ahí me echaba a perder la simetría, de verdad. Total, que he recibido un sermón sobre mantener nuestras tradiciones y hacer piña en defensa de nuestra cultura, ya te imaginarás por dónde van los tiros, siempre hablan en código.

Lady Sybil se inclinó hacia atrás con las tijeras de podar en ristre y contempló los rosales como un revolucionario de manos ensangrentadas que busca al siguiente aristócrata.

—¿Sabes lo que ha dicho la muy zorra? —continuó—. «¡Cielo, a quién le importa lo que les pase a unos trolls! Que tomen drogas si quieren, digo yo». —Con los ojos encendidos, Sybil prosiguió—: Y entonces he pensado en el sargento Detritus y en cuántas veces te ha salvado la vida, y luego en el joven Ladrillo, ese muchacho troll al que adoptó. ¡Y me he enfadado tanto que casi le he dicho algo irrepetible! ¡Creen que soy como ellos! ¡Qué horror! ¡No entienden nada! ¡Les ha ido bien durante años sin tener que pensar jamás de otro modo, y ahora no saben cómo hacerlo! —«¡Zis! ¡Zas! ¡Crac!».

—Acabas de matar un rosal, cariño —observó Vimes, impresionado. Hacía falta bastante fuerza para atravesar con esas cuchillas dos centímetros de lo que parecía un árbol pequeño.

—Era borde, Sam, no valía para nada.

—A lo mejor podrías haberle dado una oportunidad.

—¡Sam Vimes, con lo que te aprecias tu ignorancia en temas de jardinería, no empieces a armar una hipótesis social delante de una mujer enfadada que sostiene un arma de filo! ¡Hay una diferencia entre las plantas y las personas!

—¿Crees que la ha mandado su marido? —preguntó Vimes, a la vez que retrocedía un poco—. Está en el ajo, ¿sabes?, y para el final del día espero poder relacionarlo con contrabando, trata de trasgos y desde luego el intento de mandar a Jetro Jefferson al extranjero para quitarlo de en medio. Además, sé lo que les pasa a los trasgos que se llevan a Howondalandia y no es bueno para su salud. Jefferson me contó que Óxido estuvo detrás del desahucio de los trasgos locales hace tres años. Espero que me confirmen ese dato dentro de muy poco. En resumen, como mínimo le borraré la sonrisa de su aristocrático rostro.

Los pájaros trinaban, las rosas rociaban el aire con su perfume y lady Sybil guardó las tijeras de podar en el bolsillo de su delantal.

—Será una humillación para el viejo lord Óxido, ya lo sabes.

—No creas que no lo he pensado —asintió Vimes—. El vejestorio intentó disuadirme en cuanto llegamos, para que te hagas una idea de su talento táctico. Pero una cosa diré en defensa del viejo cabrón: es honorable, sincero y directo. Es una pena que también sea cabezota, estúpido e incompetente. Pero tienes razón, le hará daño, aunque debe de haber matado a tantos soldados con su propia incompetencia que a estas alturas la humillación debería de ser su estado natural, una vieja amiga, por así decirlo. —Suspiró—. Sybil, cada vez que tengo que detener a algún imbécil que creía que nunca le pillarían estafando, extorsionando o sobornando, en fin, sé que probablemente una familia lo va a pasar mal, ¿entiendes? Pienso en ello. Me reconcome. ¡El problema es que los muy idiotas cometen esos delitos! Dicho eso, estoy intentando dejar fuera del caso a algunos de los segundones, siempre que su gratitud resulte en una declaración. Puedo estirar un poco la ley por el bien mayor, pero hasta ahí.

Sybil asintió con tristeza, y luego sorbió por la nariz.

—¿Hueles a humo?

Willikins, que estaba esperando de pie con paciencia, dijo:

—El cabo Nobbs y su, ejem, joven… dama se han adentrado entre las matas con el joven Sam, señora. El sargento Detritus los acompaña con lo que ahora creo que llaman… —Willikins saboreó la palabra como un tofe—… subrepticismo.

De ese último dato dieron fe las propias matas, porque no hay mata, por grande que sea, que pueda ocultar el hecho de que un troll acaba de atravesarla.

Un fuego pequeño y controlado ardía entre las matas del jardín, observado con pasividad por Detritus y el joven Sam y con nerviosismo por el cabo Nobbs, que miraba cómo su nueva amiga cocinaba algo en un asador.

—Anda, está haciendo caracoles —observó Sybil, con claras muestras de aprobación—. Qué joven tan apañada.

—¿Caracoles? —exclamó Vimes, pasmado.

—Muy tradicionales en esta región, por cierto —instruyó Sybil—. Mi padre y sus amigos a veces los cocinaban después de una sesión de bebida. Muy saludables, y cargados de vitaminas y minerales, o eso dicen. Al parecer, si los alimentas con ajo, saben a ajo.

Vimes se encogió de hombros.

—Supongo que tiene que ser mejor que que sepan a caracol.

Sybil se llevó a Sam a un lado y le dijo en voz baja:

—Creo que la chica trasga es la que llaman Brillo del Arco Iris. Felicidad dice que es muy lista.

—Bueno, no creo que llegue a ninguna parte con Nobby —anunció Vimes—. Está colado por Verity Empujacarrito. Ya sabes, la pescadera.

Sybil susurró:

—Se prometió el mes pasado, Sam. Con un muchacho que está montando una flota pesquera propia. —Miraron a través de las hojas y se alejaron de puntillas.

—¡Pero es una trasga! —dijo Vimes superado por los acontecimientos.

—Y él es Nobby Nobbs, Sam. Y es bastante atractiva, a su manera trasga, ¿no crees? Y para serte sincera, no estoy segura de que ni la anciana madre de Nobby sepa de qué especie es su hijo. La verdad, Sam, no es asunto nuestro.

—Pero ¿qué pasa si el joven Sam come caracoles?

—Sam, dado lo que ya ha comido en su corta vida, yo de ti no me preocuparía. Supongo que la chica sabe lo que se hace; suelen saberlo, Sam, créeme. Además, esta es tierra de piedra caliza y no hay nada venenoso para que lo coman los caracoles. ¡No te preocupes, Sam!

—Sí, pero ¿cómo van a…?

—¡No te preocupes, Sam!

—Ya, pero es que…

—¡No te preocupes, Sam! Hay un troll y un enano en Grupo de Presión que viven juntos, o eso he oído. Pues yo digo que bien por ellos, y que es asunto suyo y, desde luego, no nuestro.

—Sí, pero…

—¡Sam!

Durante la tarde, Sam Vimes se preocupó. Escribió despachos y se acercó a la nueva torre para enviarlos. Se encontró a varios trasgos sentados alrededor de ella, mirándola. Dio un toquecito a uno en el hombro, le entregó los mensajes y vio cómo escalaba por la torre como si fuera horizontal. Al cabo de un par de minutos volvió con un manchado resguardo de confirmación de envío, que le dio junto con otro par de mensajes antes de sentarse a seguir mirando la torre.

Pensó: Has vivido toda la vida dentro y alrededor de una cueva en un monte y ahora ves esta cosa mágica que envía palabras, justo a tu puerta. ¡Eso tiene que imponer respeto! Entonces abrió los dos mensajes que le habían llegado, dobló con esmero los papeles y echó a caminar colina abajo, respirando con aplomo mientras intentaba no dar un puñetazo al aire y soltar un hurra.

Cuando Vimes llegó a casa de la mujer que, para el joven Sam, sería por siempre la señora de la caca, se detuvo a oír la música. Iba y venía, había arranques en falso, y luego el mundo giraba en torno al sonido líquido que surgía por la ventana. Solo después de que cesara se atrevió a llamar a la puerta.

Media hora después, caminando con el paso mesurado del poli de carrera, se dirigió hacia el calabozo. Jetro Jefferson estaba sentado fuera en un taburete. Llevaba una placa. Feeney aprendía rápido. La brigada de policía de la Ribera poseía exactamente una placa, hecha de latón, y por lo tanto el herrero llevaba clavado a la camisa un círculo de cartón bien recortadito que llevaba inscritas, con meticulosa caligrafía, las palabras: «El agente Jefferson trabaja para mí. ¡Ya lo sabéis! Firmado: alguacil en jefe Desenlace».

Había un segundo taburete vacío junto al herrero, clara indicación de que se había doblado el personal. Vimes lo ocupó con un gruñido.

—¿Cómo lleva lo de ser policía, señor Jefferson?

—Si busca a Feeney, comandante, está en su pausa del almuerzo. Y ya que lo pregunta, no puedo decir que ser pies planos me entusiasme, pero a lo mejor es de esas cosas a las que coges el gusto poco a poco. Aparte, la fragua está bastante tranquila ahora mismo, igual que el crimen. —El herrero sonrió—. Nadie me quiere a mí persiguiéndole. Dicen que algo está pasando, ¿verdad?

Vimes asintió.

—Cuando veas a Feeney, dile que la policía de Quirm ha detenido a dos hombres que al parecer han confesado que te drogaron y raptaron, entre otras fechorías, y da la impresión de que disponen de mucha más información que están desesperados por proporcionarnos a cambio de cierta clemencia.

Jefferson gruñó.

—Deme cinco minutos con ellos y yo les enseñaré lo que es la clemencia.

—Ahora eres policía, Jetro, no tienes que pensar así —dijo Vimes con alegría—. Además, las bolas se están alineando.

Jefferson soltó una carcajada hueca y cargada de malicia.

—Yo sí que les alinearía las bolas… y vería usted qué lejos entre sí. Yo era pequeño cuando se llevaron a la primera remesa, y ese puto criajo de Óxido estaba presente, ya lo creo, metiendo prisas a todo el mundo y riéndose de los pobres trasgos. Y cuando salí corriendo al camino para intentar impedirlo, varios de sus amigotes me sacudieron como a una estera. Eso fue justo después de que muriera mi padre. En aquellos tiempos yo era un poco inocentón, creía que algunas personas eran mejores que yo, me quitaba el sombrero al ver a los señoritos y demás, y entonces tomé las riendas de la forja y eso, si no te mata, te hace más fuerte.

Guiñó un ojo, y Vimes pensó: Servirás. Probablemente servirás. Tienes el fuego.

Vimes se palpó el bolsillo de la camisa y oyó el reconfortante roce del papel. Estaba bastante orgulloso de la nota al final del mensaje de clac, que era de puño y letra del comandante de Quirm. Rezaba: «¡Cuando se han enterado de que estabas metido en el caso, Sam, les ha dado tal verborrea que hemos gastado dos lápices!».

Luego Sam Vimes fue al pub, justo cuando iban llegando los hombres, y se sentó en un rincón con una pinta de ese zumo de remolacha con un toque de guindilla para regar un aperitivo formado por un huevo y una cebolla en vinagre en un lecho de patatas fritas. Vimes no entendía mucho de gastronomía, pero sabía lo que le gustaba. Allí sentado, vio cómo la gente hablaba y lo miraba, hasta que uno de ellos se le acercó poco a poco, sosteniendo su sombrero ante sí con las dos manos como si hiciera penitencia.

—Me llamo Prisas, señor, William Prisas. Techador de profesión, señor.

Vimes movió las piernas para hacerle sitio y dijo:

—Encantado de conocerlo, señor Prisas. ¿En qué puedo ayudarle?

El señor Prisas miró a sus compañeros y recibió ese popurrí de gestos y susurros roncos que se resume en: «¡Venga, a qué esperas!». A regañadientes, se volvió de nuevo hacia Vimes y carraspeó.

—Bueno, señor, sí, por supuesto que sabíamos lo de los trasgos y a nadie le hacía mucha gracia. O sea, son un maldito incordio si te olvidas de cerrar con llave el gallinero y demás, pero no nos gustó lo que se hizo, porque no fue… Vamos, que no estuvo bien, así no, y algunos dijimos que al final nos saldría caro, porque si podían hacer eso a los trasgos, qué pensarían que podían hacerles a las personas reales, y hubo quien dijo que, reales o no, ¡no estaba bien! Solo somos gente corriente, señor, aparceros y tal, poca cosa, ni fuertes ni importantes, o sea que ¿quién iba a escucharnos? Vamos, ¿qué podríamos haber hecho?

Las cabezas se inclinaron un poco hacia delante, los alientos se contuvieron y Vimes masticó el último trozo avinagrado de patata. Después dijo, dirigiendo la mirada al techo:

—Todos tenéis armas. Hasta el último de vosotros. Armas enormes, peligrosas, mortíferas. Podríais haber hecho algo. Podríais haber hecho cualquier cosa. Podríais haberlo hecho todo. Pero no lo hicisteis, y no estoy seguro de si yo en vuestro pellejo lo habría hecho, tampoco. ¿Sí?

Prisas había levantado una mano.

—Créame que lo sentimos, señor, pero no tenemos armas.

—Vaya, hombre. Mira a tu alrededor. Una de las cosas que podríais haber hecho era pensar. Ha sido un día muy largo, caballeros, y una semana muy larga. Basta con que recuerden, nada más. Recuerden para la próxima vez.

En silencio, Vimes caminó hasta Jiminy, que estaba tras la barra, y reparó en un trecho de pared sobre el tabernero donde se notaba que el yeso estaba recién pintado. Por un momento la memoria de Vimes llenó el hueco con una cabeza de trasgo. Otro pequeño triunfo.

—Jiminy, estos caballeros beberán a mi costa el resto de la noche. Cuida de que lleguen a casa sanos y salvos aunque haya que movilizar carretillas. Mandaré a Willikins por la mañana para pasar cuentas.

Solo el sonido de sus botas rompió el silencio mientras caminaba hasta la puerta del pub y la cerraba con suavidad a sus espaldas. Cuando llevaba recorridos cincuenta metros de camino, sonrió al oír que empezaban los vítores.

El Roberta E. Galleta era, a diferencia del Portento de Chichi, un barco que lucía sus encantos. Parecía un adorno de la Vigilia de los Puercos, y en una cubierta una pequeña banda intentaba tocar tan alto como si fuera grande. Esperando en el muelle, sin embargo, había un hombre ataviado con un sombrero que para sí querría el almirante de cualquier flota.

—Bienvenido a bordo, excelencia, y usted también, mi señora, por supuesto. Soy el capitán O’Farrell, patrón del Roberta. —Entonces bajó la vista hacia el joven Sam—. ¿Quieres llevar un rato el timón, mozalbete? ¡Puede arreglarse! Y apuesto a que a tu papá también le gustaría llevarlo un rato. —El capitán estrechó la mano de Vimes con grandes aspavientos—. ¡El capitán Piebobo se hace lenguas de usted, señor, lenguas, ya lo creo! Y espera volver a verlo algún día. ¡Pero entretanto, es mi deber, señor, hacerle rey!

Los pensamientos de Sam Vimes chocaron en sus prisas por salir los primeros. Algo en la palabra «rey» los obstaculizaba.

Sin dejar de sonreír, el capitán dijo:

—¡Quiero decir el rey del río, señor, un pequeño honor que concedemos a aquellos héroes que se han visto las caras con el Viejo Traicionero y lo han derrotado! Permita que le ofrezca esta medalla de casi oro, señor. Es una tontería, pero enséñesela a cualquier capitán del río y tendrá pasaje gratis, señor, ¡desde las montañas al mar si así lo desea!

Enardecidos por el discurso, los presentes prorrumpieron en sonoros aplausos y la banda atacó el viejo clásico «Sorprendido, ¿eh?». Se lanzaron ramos de flores por los aires, y luego se recogieron todos porque quien guarda cuando tiene come cuando quiere. Y la banda tocó, las paletas giraron y batieron el agua formando espuma mientras la familia Vimes zarpaba río abajo rumbo a unas vacaciones maravillosas.

El joven Sam recibió permiso para no irse a la cama hasta ver a las bailarinas, aunque no les vio la gracia. Vimes, en cambio, sí. También hubo un prestidigitador y todos los demás entretenimientos a los que se somete la gente en nombre de la diversión, aunque sí se rió un poco cuando el mago metió la mano en su bolsillo para colarle el as de picas y se descubrió sosteniendo el cuchillo que Sam se había traído por si acaso. ¡Cuando menos te lo esperas es cuando deberías esperarlo!

Y el prestidigitador, desde luego, no se lo había esperado, y había mirado a Vimes con los ojos como platos, hasta que dijo:

—Oh, cielos, es usted, ¿verdad? ¡El comandante Vimes en persona! —Y para horror de Vimes, se volvió hacia el público—. ¡Un gran aplauso, señoras y señores, para el héroe del Portento de Chichi!

Al final Vimes tuvo que saludar, lo que obviamente significó que el joven Sam saludara a su lado, lo que causó mucho humedecimiento de ojos femeninos de punta a punta del restaurante. Y entonces el camarero, que al parecer no estaba muy bien informado, creó allí mismo el «Sam Vimes», por el que Sam más tarde se fingió avergonzado cuando devino parte del repertorio de todo establecimiento de bebidas de las Llanuras, salvo aquellos, claro, cuya clientela tendía a abrir las botellas con sus dientes.[33] En realidad, se sentía tan abrumado por el honor que llegó a beberse uno de los cócteles y luego otro, con el pretexto de que Sybil en verdad no podía negárselo, dadas las circunstancias. Después se sentó a firmar posavasos y charlar con la gente bastante más alto de lo que hablaba normalmente, hasta que el camarero decidió que era hora de cerrar y Sybil remolcó a su achispado marido a la cama.

De camino a su suite, Vimes oyó con toda claridad que una dama con la que se cruzaron le decía a otra:

—¿Quién es el camarero nuevo? Nunca lo había visto en esta travesía…

El Roberta E. Galleta siguió su travesía nocturna, dejando una fugaz estela blanca en el agua detrás de su amplia popa. Se habían llevado a un buey a su establo cerca de los imbornales y habían dejado al otro para mantener un ritmo razonable mientras el crucero de placer paleteaba hacia la mañana. Todos salvo el timonel y el vigía estaban durmiendo, borrachos o postrados de alguna otra manera. Del camarero no había ni rastro; son una gente que viene y va, al fin y al cabo, y ¿quién se fija en el camarero? Y en el pasillo de los camarotes una figura esperaba entre las sombras, aguzando el oído. Escuchaba atento a susurros, chirridos y ronquidos crecientes.

Había un ronquido, ¡vaya que sí! La sombra se deslizó por el oscuro pasillo, donde la sinfonía sonora de cualquier barco de madera en plena navegación ahogaba el ocasional chirrido traicionero. Había una puerta. Había una cerradura. Hubo una delicada exploración, del tipo que transmite astucia y fuerza más que aplicarlas realmente. Hubo una ganzúa, un suave movimiento de bisagras y el mismo movimiento repetido cuando la puerta se cerró poco a poco desde dentro. Hubo una sonrisa tan desagradable que casi podía verse en la penumbra, sobre todo por el ojo ayudado por la oscuridad, y por tanto hubo un grito, atajado de inmediato…

—Deja que te cuente cómo vamos a hacer esto —dijo Sam Vimes mientras el pasillo se llenaba de repentinos sonidos de alarma. Se inclinó sobre el cuerpo despatarrado contra el suelo—. Harás el resto de esta travesía maniatado con humanidad, vigilado atentamente por mi sirviente Willikins, que, aparte de preparar unos cócteles buenísimos, no tiene la carga de ser policía. —Apretó un poco más y prosiguió con desenfado—: De vez en cuando tengo que despedir a un hombre decente por brutalidad policial, y los despido, puedes estar seguro, por hacer lo que tal vez hiciera el ciudadano medio si fuera lo bastante valiente y hubiera visto al niño moribundo o los restos de la anciana. Lo harían para cuadrar en su cabeza el balance del terror. —Vimes volvió a apretar—. A menudo la ley es comprensiva con ellos, si es que le preocupan en absoluto, pero claro, un poli es un representante de la ley, por lo menos si trabaja para mí, y eso significa que su trabajo termina con la detención, señor Stratford. O sea, ¿qué me impide apretar hasta acabar con la vida de un asesino que ha allanado la habitación donde él creía que dormiría mi hijo pequeño con, caramba, vaya montón de cuchillitos? ¿Por qué solo lo dejaré inconsciente, mientras me desprecio por cada segundo de aliento que le concedo? Tenga bien claro que lo que se interpone entre usted y una muerte inmediata es la misma ley que no reconoce. Y ahora voy a soltarle, no sea que se me muera, cosa que no podría consentir. Sin embargo, le sugiero que no intente escapar, porque Willikins no está limitado por el mismo compromiso que yo, y además es sumamente despiadado y le tiene mucho afecto al joven Sam, que duerme con su madre, me alegro de decir. ¿Entendido? Ha escogido la habitación individual, ¿verdad?, donde estaría el niño. Tiene suerte de que yo sea un cabronazo, señor Stratford, porque si hubiera entrado en el camarote doble, donde mi mujer (aunque nunca me atrevería a decírselo) ronca al menos tan fuerte como el más pintado, se habría encontrado con que ella tiene a su disposición una cantidad considerable de armamento y, conociendo el genio de los Ramkin, muy probablemente le habría hecho cosas que habrían hecho decir a Willikins: «Hala, eso es pasarse un poco». Lo que tienen lo conservan, señor Stratford.

Vimes cambió la mano de sitio por un momento.

—Y debe de tenerme por un maldito idiota. Un tipo al que se consideraba un gran pensador dijo una vez: «Conócete a ti mismo». Pues bien, me avergüenzo de decir que yo me conozco a mí mismo, señor Stratford, hasta lo más profundo, y por eso mismo le conozco a usted, como conozco mi cara en el espejo al afeitarme. No es más que un abusón que lo fue encontrando cada vez más fácil hasta que decidió que todos los demás en realidad no eran auténticas personas, no como usted, y cuando se sabe eso, no hay delito demasiado grave, ¿verdad? No hay delito que no cometería. Puede reflexionar sobre el hecho de que, mientras que a usted lo van a ahorcar, estoy bastante convencido de que lord Óxido, su jefe, quedará en libertad. ¿De verdad creyó que él lo protegería?

El postrado Stratford farfulló algo.

—Disculpe, señor, no he acabado de entenderlo.

—¡Testigo de la corona! —exclamó Stratford.

Vimes negó con la cabeza, aunque Stratford no pudiera verlo.

—Señor Stratford, será ahorcado, diga lo que diga. No pienso negociar con usted. Sin duda comprenderá que no tiene nada que ofrecer. Es así de sencillo.

En el suelo, Stratford gruñó:

—¡Que le den! ¡Se lo contaré de todas formas! ¡Odio a ese malnacido repipi! ¿Qué quiere que diga?

Era una suerte que no pudiese ver la cara de Vimes, que se limitó a decir:

—Sin embargo, estoy seguro de que lord Vetinari se alegrará mucho de oír cualquier cosa que tenga que decir, señor. Tiene un carácter voluble, y estoy seguro de que hay ahorcamientos y ahorcamientos.

Hecho un ovillo en el suelo y jadeando, Stratford gimió:

—¡Todo el mundo se ha tomado ese puto cóctel, los he visto! ¡Usted se ha tomado tres, y todo el mundo dice que es un borrachín!

Se oyó una risa mientras se abría la puerta y entraba un poco de luz.

—Su excelencia se tomó lo que podríamos llamar un Sam Vimes virgen —dijo Willikins—, sin ánimo de ofender al comandante: jengibre y guindilla, un toque de zumo de pepino y mucha leche de coco.

—Y muy sabroso —aseveró Vimes—. Llévatelo, Willikins, por favor, y si intenta algo ya sabes qué hacer… naciste sabiendo qué hacer.

Willikins se llevó la mano a la frente durante un momento y respondió:

—Gracias, comandante, aprecio el cumplido.

Y Sam Vimes terminó sus vacaciones.

Por supuesto, no todo podía ser diversión, no con el clac, no con personas que enviaban mensajes como: «No deseo importunarle, pero esto solo requerirá un momento de su tiempo…».

Había muchas personas que no deseaban importunar a Sam Vimes, pero con un gran esfuerzo, de algún modo, lograban sobreponerse a su desagrado y lo importunaban de todas formas. Uno de los mensajes, que no contenía disculpa de ninguna clase, procedía de lord Havelock Vetinari, y rezaba: «Hablaremos de esto».

Esa mañana Vimes alquiló una barca pequeña con su patrón y pasó un rato feliz con el joven Sam recogiendo bígaros de las rocas de una de las muchas islitas de la costa de Quirm, y después reunieron madera de deriva, encendieron una hoguera, los hirvieron y se los comieron con la ayuda de un alfiler, echando una carrera para ver quién era el primero que sacaba un bocado retorcido de su concha, y por supuesto hubo pan moreno y mantequilla y por último mucha sal y vinagre, para que los bígaros supiesen a sal y vinagre en vez de a bígaro, lo que habría sido un desastre.[34]

Libre de los muchachos, Sybil cambió el mundo a su manera, con discreción, sentándose a la mesa del apartamento que habían alquilado y escribiendo, con la pulcra letra inclinada que le habían enseñado de pequeña, una gran cantidad de mensajes de clac. Uno de ellos era para el director de la Real Casa de la Ópera, de la que Sybil era una gran benefactora, otro fue para lord Vetinari, y tres más tuvieron por destinatarios el secretario del Bajo Rey de los enanos, el secretario del Rey Diamante de los trolls y la secretaria de lady Margolotta de Uberwald, que gobernaba todo lo que estuviese por encima del suelo en aquel país.

Pero no se quedó ahí. Tan pronto como regresó la doncella de llevar la primera tanda a la torre local de la cima del monte, tuvo que subir otra vez con las demás misivas. Lady Sybil era una feroz escritora de cartas y, si hubo alguna persona de entidad en las Llanuras Sto y más allá que no recibió carta de ella ese día, fue porque su nombre se había caído de su exclusiva agenda de contactos, bellamente encuadernada y actualizada de forma obsesiva, que en realidad era un delicado librito rosa con minúsculas flores bordadas y frasquito de perfume incluido. Pese a ello, la única arma comparable en la historia entera de la persuasión probablemente fuera la balista.

Por la tarde, lady Sybil tomó el té con varias de sus amigas, todas exalumnas del Colegio de Quirm para Jóvenes Damas, y pasó un rato muy satisfactorio hablando sobre niños ajenos mientras en silencio, impulsado por unos mensajes que rociaron la tierra con una precisión y velocidad que ningún mago podría haber contemplado, el mundo empezaba a cambiar de opinión.

Al mismo tiempo, Vimes llevó a su hijo al zoo, donde hablaron con los cuidadores que, como casi todos habían conocido a alguien del Portento de Chichi, les abrieron todas las puertas y casi todas las jaulas. El director en persona pasó para ver a ese alegre niño de seis años que de forma metódica pesaba caca de jirafa con una antigua balanza de rapé, para luego diseccionarla con un par de viejos cuchillos de cocina y tomar notas en un cuaderno con un dibujo de un trasgo en la tapa. Sin embargo, para Sam Vimes el mejor momento fue el ejemplar de elefante que tanto había anhelado el joven Sam; justo cuando se acercaba el grupo de Vimes, Jumbo cumplió y su hijo se puso, casi literalmente, como un gorrino en una charca. Ni siquiera el filatélico que encuentra un raro sello azul triangular con el retrato invertido en una colección despreciada de sellos de segunda mano podría haber sido más feliz que el joven Sam mientras se alejaba trastabillando con su cubo humeante. Por fin había visto al elefante.

También Sam Vimes había visto algo gordo. El director le había dicho que el joven Sam era un prodigio, que parecía tener una comprensión natural de las disciplinas de la filosofía natural, comentario que llevó al padre de Sam a asentir con sabiduría y cruzar los dedos.

Remataron el día con una visita a la feria, donde Vimes dio un dólar al encargado para montar en la máquina de volteretas y este le devolvió cambio de un cuarto de dólar. Cuando protestó, el encargado le insultó, se puso chulo y se llevó una sorpresa al verse atrapado con mano de acero y entregado, tras un desfile entre los vítores de la multitud, al agente de Quirm más cercano, que saludó y preguntó si Vimes podía firmarle el casco. Fue una cosa de poca monta pero, como siempre decía Vimes, detrás de las cosas pequeñas solían encontrarse las grandes. También ganó un coco, un resultado claro, y el joven Sam se llevó un bastón de caramelo que llevaba escrito «Quirm» de punta a punta y que le pegó los dientes entre sí, otra ocasión memorable.

En plena noche, Vimes, que llevaba un rato escuchando el batir de las olas, dijo:

—¿Estás despierta, cariño? —Y después, porque así es como se procede, alzó la voz un poco al ver que no recibía respuesta y repitió—: ¿Estás despierta, cariño?

—Sí, Sam. Ahora sí.

Vimes contempló el techo.

—Me pregunto si funcionará todo.

—¡Por supuesto que sí! La gente está muy entusiasmada, ya lo sabes; tienen curiosidad. Y he tirado de más hilos que si hubiera encorsetado a un elefante. Funcionará. ¿Qué me dices de ti?

Había una lagartija en el techo; en Ankh-Morpork no se las veía. Miró a Vimes con ojos enjoyados.

—Bueno, será más o menos el procedimiento rutinario. —Cambió de postura, incómodo, y la lagartija se retiró a la esquina de la habitación—. Pero estoy un poco preocupado: varias de las cosas que he hecho están dentro de la ley, y una o dos han sido bastante ad hoc, por así decirlo.

—Tan solo estabas abriendo un cauce para que fluyera la ley, Sam. El fin justifica los medios.

—Me temo que muchos hombres malos han argumentado lo mismo para justificar maldades, cariño.

Bajo las mantas Sybil estiró la mano para tocar la suya.

—Ese no es motivo para que un hombre bueno no deba usarlo para justificar una buena acción. ¡No te preocupes, Sam!

Lógica femenina, pensó Sam: todo saldrá bien porque debería salir bien. El problema es que la realidad nunca es tan sencilla y no da margen para el papeleo.

Vimes dormitó cómodamente durante un rato y luego oyó que Sybil decía en un susurro:

—No irá a escaparse, ¿verdad, Sam? Dijiste que se le dan bien las cerraduras.

—Bueno, aquí en Quirm tienen unas cerraduras fantásticas, hay un guardia vigilándolo a todas horas y van a llevarlo a Ankh-Morpork en su carro de remolones bajo escolta armada. No me imagino qué podría pasar para que escapase. Al fin y al cabo, los muchachos de Quirm quieren hacer esto como es debido. Seguro que habrán sacado brillo a sus armaduras hasta que parezcan de plata. Querrán impresionarme, ¿sabes? No te preocupes, estoy seguro de que nada saldrá mal.

Yacieron callados a gusto, y luego Vimes comentó:

—El director del zoo ha puesto por las nubes al joven Sam.

Sybil murmuró con voz soñolienta:

—A lo mejor será otro Woolsthorpe, pero quizá esta vez con el añadido del sentido común.

—Bueno, no sé qué será —dijo Sam Vimes—, pero sé que se le dará bien.

—Entonces será Sam Vimes —concluyó Sybil—. Vamos a dormir un poco.

Al día siguiente la familia se fue a casa, lo que quiere decir que Sybil y el joven Sam partieron rumbo a Ankh-Morpork con un carruaje rápido, después de un pequeño paréntesis que condujo a que la creciente colección del joven Sam fuera retirada del interior y amarrada al techo, mientras Sam Vimes cogía el Susana Ojos Negros de vuelta a la Mansión, porque seguía quedando un pequeño asunto que rematar. Como era un rey del río, el timonel le dejó pilotar durante parte de la travesía, eso sí, mirando obsesivamente por encima de su hombro, por si las moscas. Y Vimes se divirtió, un acontecimiento infrecuente. Resulta extraño encontrarte haciendo algo que al parecer siempre has querido hacer, cuando en realidad hasta ese momento ni habías sospechado que siempre habías querido hacerlo, o ni siquiera de qué se trataba, pero Sam Vimes, por un momento en el mundo, fue timonel de río y más feliz que un gato lleno de monedas de seis.

Esa noche se acostó solo en la inmensidad de la Mansión Ramkin —salvo por los cien criados o así, claro está—, dando vueltas y más vueltas a los acontecimientos de la semana anterior y sobre todo a sus acciones en ellos. Una y otra vez se interrogaba sin piedad. ¿Había hecho trampas? No exactamente. ¿Había engañado? No exactamente. ¿Había actuado como debía un policía? Bueno, esa era la cuestión, ¿no?

Por la mañana, dos jóvenes sirvientas le llevaron el desayuno y Vimes constató divertido que las acompañaba un criado como carabina. En cierto modo lo encontró bastante halagador. Después fue a dar un paseo por la encantadora campiña, escuchando las líquidas notas del petirrojo, etcétera (no recordaba el nombre de los demás, pero eran unos cantantes estupendos de todas formas).

Y mientras caminaba fue consciente de las miradas puestas en él desde cada casita y parcela. Un par de personas se le acercaron, le dieron la mano como posesas y partieron con la misma prisa, y a Vimes le pareció que el mundo se arrastraba detrás de él. La atmósfera estaba tan saturada de nervios que le daba la impresión de que en cualquier momento tendría que gritar «¡UUUH!» a pleno pulmón.

Pero Vimes simplemente esperaba… Esperaba a la noche.

Los carruajes empezaron a llegar a la Casa de la Ópera de Ankh-Morpork muy temprano. Iba a ser una velada importante: se decía que no solo estaría el patricio, sino que además lo acompañarían lady Margolotta, gobernante de todo Uberwald, más el embajador enano y el virrey rubí negro del Rey Diamante de los trolls, que llegó a la ciudad con casi tantos cortesanos, secretarios, guardaespaldas, chefs y consejeros como los que había traído el embajador de los enanos.

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