Snuff

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Snuff

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Pero a las cinco de la mañana, la Madre Naturaleza pulsó un botón y el mundo se volvió loco: todo bendito pájaro, animal y, a juzgar por el sonido, caimán luchó contra todos los demás para hacerse oír. La cacofonía tardó un poco en llegar hasta Vimes. La gigantesca cama por lo menos tenía una reserva casi inagotable de almohadas. Vimes era un gran aficionado a las almohadas si dormía lejos de su propia cama. Que no le vinieran a él con una o incluso dos míseras y tristes bolsitas de plumas echadas sobre la cama como si fueran una ocurrencia de última hora; ¡no! Le gustaban las almohadas para hacerse una madriguera, una especie de fuerte blando, en el que dejaba un agujero para que entrase oxígeno.

La horrible escandalera ya iba amainando cuando afloró a la superficie de lino. Ah, sí, recordó, era otra putada que tenía el campo. El condenado empezaba demasiado temprano. El comandante era, por costumbre, necesidad e inclinación, un hombre noctámbulo, a veces incluso un hombre trasnoctámbulo; el concepto de que un día tuviera dos sietes en punto le era ajeno. Por otro lado, olía a beicon, y al cabo de un momento dos señoritas nerviosas entraron en la habitación llevando bandejas sobre unos complicados trastos metálicos que, desplegados, volvían casi pero no del todo imposible incorporarse y comerse el desayuno que contenían.

Vimes parpadeó. ¡Eso ya era otra cosa! Por lo general, Sybil se tomaba como un deber conyugal asegurarse de que su marido viviera eternamente, y estaba convencida de que podía lograr ese feliz propósito con una purgante dieta de frutos secos, cereales y yogur, que en opinión de Vimes era una clase de queso que no se esforzaba lo suficiente. Después estaba la triste adulteración de su almuerzo de beicon, lechuga y tomate. Era asombroso pero cierto que, en esa cuestión, los guardias estaban dispuestos a obedecer a rajatabla a la mujer del jefe y, si el jefe gritaba y daba pisotones al suelo, actitud perfectamente excusable por no decir comprensible en alguien a quien se niega su cacho de cerdo chamuscado de media mañana, lo remitían a las instrucciones que les había dado su esposa, con la certeza de que toda amenaza de despido era vacua y, en caso de cumplirse, sería revocada de inmediato.

En ese momento Sybil apareció entre las almohadas y dijo:

—Estás de vacaciones, cariño.

Lo que podía comerse en vacaciones también incluía dos huevos fritos, exactamente como le gustaban, y una salchicha… pero, por desgracia, no la rebanada de pan frito, que al parecer seguía siendo un pecado incluso en vacaciones. El café, sin embargo, era espeso, negro y dulce.

—Has dormido muy bien —dijo Sybil mientras Vimes contemplaba la inesperada abundancia.

—No es verdad, cariño, no he pegado ojo, te lo aseguro —replicó.

—Sam, te has pasado toda la noche roncando. ¡Te he oído!

Los rudimentos de pericia conyugal de Vimes le impidieron hacer más comentarios que:

—¿En serio? ¿He roncado, cariño? Vaya, lo siento.

Sybil hojeó una pequeña pila de sobres color pastel que habían llegado en su bandeja del desayuno.

—Bueno, ya ha corrido la noticia —dijo—. La duquesa de Florilegio nos ha invitado a un baile, sir Henry y lady Mustio nos han invitado a un baile y lord y lady Cuelgadedo nos han invitado a, ¡sí, un baile!

—¿Sí? —comentó Vimes—. Pues que vengan a ver cómo me…

—¡No te atrevas, Sam! —le advirtió su esposa.

Vimes terminó con un nada convincente:

—… leo sus invitaciones. Ya sabes que yo no bailo, cariño, solo muevo los pies y te piso.

—Bueno, la verdad es que son sobre todo para los jóvenes. Viene gente de los balnearios de Senda-del-Perdedor, carretera abajo. En realidad, lo importante es casar a las hijas con caballeros adecuados, y eso significa bailes, bailes casi continuos.

—Puedo defenderme con un vals —se excusó Vimes—, es solo cuestión de contar, pero sabes que no soporto todos esos de dar saltitos, como las sardinillas o el danfango.

—No te preocupes, Sam. La mayoría de los hombres mayores encuentran un sitio para sentarse y fuman o aspiran rapé. Las madres son las que se ocupan de encontrar a los solteros prometedores para sus hijas. Solo espero que mi amiga Ariadne encuentre buenos maridos para las suyas. Tuvo sextillizas, algo muy raro, ya sabes. Por supuesto, la joven Mavis es muy devota, y nunca falta un joven eclesiástico en busca de esposa y, sobre todo, de una dote. Y Emily es pequeñita, rubia, una cocinera excelente pero algo avergonzada de su enorme busto.

Vimes contempló el techo.

—Sospecho que no solo encontrará marido —vaticinó—, sino que un marido la encontrará a ella. Llámalo intuición masculina.

—Y luego está Fleur —prosiguió lady Sybil, sin morder el anzuelo—. Hace unos sombreritos la mar de majos, me cuentan. Y, esto, Amanda, creo. Al parecer le interesan mucho las ranas, aunque me temo que quizá no entendí bien a su madre. —Recapacitó durante un momento y añadió—: Ah, sí, y luego está Jane. Una chica bastante rara, según su madre, que por lo visto no sabe qué hacer con ella.

El desinterés de Vimes por los hijos ajenos era ilimitado, pero sabía contar.

—¿Y la última?

—Ah, Hermione; quizá tenga mal arreglo, porque ha escandalizado a la familia, por lo menos en opinión de ellos.

—¿Cómo?

—Es leñadora.

Vimes reflexionó durante un instante y añadió:

—Bueno, cariño, todo el mundo sabe que a un hombre de gran dotación le interesará una esposa capaz de levantar un buen…

Lady Sybil lo interrumpió bruscamente.

—Sam Vimes, ¿tenías intención de hacer un comentario indecoroso?

—Creo que te me has adelantado —dijo Vimes, con una sonrisa—. Suele pasarte, cariño, reconócelo.

—Puede que tengas razón, cariño —asintió ella—, pero es solo para impedir que tú los hagas en alto. Al fin y al cabo, eres el duque de Ankh, considerado por muchos la mano derecha de lord Vetinari, y eso significa que cierto decoro sería recomendable, ¿no te parece?

A un soltero le habría parecido un consejo amable; para un marido experimentado se trataba de una orden, más poderosa si cabe por su delicada formulación.

Así que, cuando sir Samuel Vimes, el comandante Vimes y su excelencia el duque de Ankh[6] salieron después del desayuno, hicieron gala de su mejor comportamiento. Resultó que no todo el mundo hizo lo mismo.

Una doncella que barría el pasillo que llevaba al dormitorio echó un vistazo frenético a Vimes, que caminaba hacia ella, y se volvió de espaldas para quedarse mirando fijamente a la pared. Parecía temblar de miedo, y Vimes había aprendido que en esas circunstancias lo último que debe hacer un hombre es preguntar, y mucho menos ofrecerse a echar una mano. El resultado podían ser gritos. Probablemente solo es que es tímida, se dijo.

Sin embargo, la timidez parecía contagiosa: al recorrer el edificio se cruzó con doncellas que llevaban bandejas, quitaban el polvo o barrían y, siempre que se acercaba a una, ella le daba la espalda enseguida y se quedaba mirando la pared como si le fuera la vida en ello.

Para cuando llegó a la larga galería jalonada por los antepasados de su esposa ya se había hartado y, cuando una joven cargada con una bandeja de té giró sobre sus talones como la bailarina que remataba una caja de música, le dijo:

—Perdone, señorita, ¿tan feo soy?

Bueno, sin duda era mejor que preguntarle por qué era tan maleducada, ¿verdad? De modo que ¿por qué, en nombre de tres dioses cualesquiera, la chica arrancó a correr pasillo abajo haciendo temblar la loza? Entre los diversos Vimes fue el comandante el que tomó las riendas; el duque impondría demasiado y el delegado de pizarra no serviría de gran cosa.

—¡Alto ahí! ¡Suelte la bandeja y dese la vuelta poco a poco!

La doncella derrapó, se deslizó de verdad y, mientras se volvía con perfecta gracilidad sin soltar la bandeja, fue frenándose lentamente hasta detenerse temblando por los nervios mientras Vimes la alcanzaba y le preguntaba:

—¿Cómo se llama, señorita?

La chica respondió sin mirarle a la cara.

—Hodges, excelencia, lo siento mucho, excelencia.

La vajilla aún traqueteaba.

—Mire —dijo Vimes—, ¡no puedo ni pensar con todo ese ruido! Deje la bandeja con cuidado y ya está, haga el favor. No le pasará nada malo, pero me gustaría ver con quién hablo, muchas gracias. —La cara se volvió de mala gana hacia él—. Eso es. Señorita, hum, Hodges, ¿qué es lo que pasa? No me diga que tienen que huir de mí.

—Por favor, señor. —Y dicho eso, la chica se dirigió hacia la puerta de fieltro verde más cercana y desapareció por ella.

Fue entonces cuando Vimes reparó en que había otra doncella a muy poca distancia por detrás de él, prácticamente camuflada por su uniforme oscuro, vuelta de cara a la pared y, en efecto, temblando. Sin duda había presenciado todo lo sucedido, de manera que se volvió con cuidado hacia ella y declaró:

—No quiero que hable. Basta con que indique que sí o que no con la cabeza cuando le haga una pregunta. ¿Lo entiende? —Hubo un asentimiento apenas perceptible—. ¡Bien, vamos avanzando! ¿Se meterá en un lío si me dice algo?

Otro asentimiento microscópico.

—¿Y es probable que se meta en problemas porque he hablado con usted?

La doncella, con bastante inventiva, se encogió de hombros.

—¿Y la otra chica?

Todavía de espaldas a él, la doncella extendió la mano izquierda con un enfático pulgar hacia abajo.

—Gracias —dijo Vimes a su invisible informadora—. Me ha sido de mucha ayuda.

Regresó a la planta de arriba con paso meditabundo, a través de una avenida de espaldas vueltas, y de camino tuvo la suerte de encontrarse a Willikins en la lavandería. Su asistente no le dio la espalda a Vimes, lo que fue un alivio.[7]

Estaba doblando camisas con el esmero y la atención que en otras circunstancias podría haber aplicado al limpio cercenamiento de la oreja de un rival derrotado. Cuando se le subían un poco los puños de la impecable chaqueta, asomaba una pequeña parte de los tatuajes de sus brazos, pero por suerte no la suficiente para poder leerlos.

—Willikins —dijo Vimes—, ¿de qué va el asunto de las doncellas giratorias?

Willikins sonrió.

—Una vieja costumbre, señor. Tiene su razón de ser, por supuesto… Suele haberla, por gilipollas que pueda sonar. Sin ánimo de ofender, comandante, pero conociéndolo sugeriría que dejase dar vueltas a las doncellas giratorias hasta que le haya pillado el truco al lugar, por así decirlo. Además, la señora y el joven Sam están en el cuarto de los niños.

Al cabo de unos minutos, Vimes, tras cierta cantidad de ensayo y error, entró en lo que era, a su mohosa manera, el paraíso.

Vimes nunca había sido muy rico en parientes. Pocas personas arden en deseos de publicitar que su antepasado lejano fue un regicida. Todo eso, por supuesto, pertenecía al pasado, y al nuevo duque de Ankh le asombraba que los libros de historia más recientes ensalzasen el recuerdo del Viejo Carapiedra, el guardia que ejecutó al malvado cabrón que ocupaba el trono y que de repente había roto una lanza por la libertad y la ley. La historia es lo que cada cual hace de ella, como bien había aprendido, y lord Vetinari era un hombre con el acceso y las llaves de toda una serie de mecanismos de persuasión que, por azares de la vida, se conservaban desde los tiempos del regicidio y seguían bien engrasados en los sótanos. La historia es, en verdad, lo que cada cual hace de ella, y lord Vetinari podía hacer de ella… todo lo que quisiera. Y así el pavoroso asesino de reyes desapareció como por ensalmo —no estuvo allí, debe de equivocarse, no me suena de nada, ¿quién dice?— y dio paso al heroico, por bien que trágicamente incomprendido, Carapiedra Vimes, martillo de tiranos, el famoso ancestro de su muy respetada excelencia el duque de Ankh, comandante sir Samuel Vimes. La historia era algo maravilloso: se movía como el mar, y la inundación había arrastrado a Vimes.

Cada generación de la familia de Vimes había vivido con lo puesto. Nunca había habido reliquias, joyas heredadas, dechados bordados por una tía muerta tiempo atrás ni urnas antiguas e interesantes halladas en el desván de la abuelita, de las que esperar que ese joven que sabía tanto de antigüedades dijese que valían mil dólares para que pudieras estallar de petulancia. Tampoco se había transmitido ningún dinero, tan solo cierta cantidad de deuda impagada. Pero allí, en el cuarto de los niños, había generaciones de juguetes y juegos pulcramente apilados, algunos un poco desgastados por el uso, sobre todo el caballo balancín, que era prácticamente de tamaño real y tenía una auténtica silla de montar de cuero con arreos de plata de ley, como descubrió un incrédulo Vimes al frotarlos con un dedo. También había un fuerte lo bastante grande para que un niño lo defendiese de pie y un surtido de armas de asedio tamaño infantil para sitiarlo, posiblemente con la ayuda de cajas y cajas de soldaditos de plomo, todos pintados con los colores correctos de sus regimientos y con todo lujo de detalles. A Vimes no le habría importado nada ponerse a cuatro patas y echarse a jugar con ellos ahí mismo. Había maquetas de yates y un oso de peluche tan grande que, en un momento de espanto, Vimes se preguntó si no sería uno real, disecado; había tirachinas, bumeranes, planeadores… y en mitad de todo aquello, el joven Sam miraba paralizado, casi llorando en su certeza de que, por mucho que se esforzase, no podría jugar con todo a la vez. Estaba en las antípodas de la infancia de Vimes y de jugar a Caquitas Pu con cacas de verdad.

Mientras la luz de su vida se encaramaba con aire indeciso al caballo balancín, que tenía unos dientes tan grandes que asustaban, Vimes le habló a su esposa de las inaceptables doncellas giratorias. Ella se encogió de hombros, sin más, y dijo:

—Son cosas suyas, cariño. Están acostumbradas.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Es degradante!

Lady Sybil había desarrollado un tono de voz totalmente tranquilo y comprensivo para tratar con su marido.

—Eso es porque, hablando con propiedad, están degradadas. Pasan un montón de tiempo sirviendo a personas que son mucho más importantes que ellas. Y tú ocupas el primer puesto de esa lista, cariño.

—¡Pero yo no me creo más importante que ellas! —replicó Vimes.

—Creo que entiendo a qué te refieres, y te honra, de verdad que sí —dijo Sybil—, pero lo que ha salido de tu boca en realidad no tiene sentido. Eres duque, comandante de la Guardia de la Ciudad y… —Hizo una pausa.

—Delegado de pizarra —completó Vimes como por resorte.

—Sí, Sam, el máximo honor que puede otorgar el rey de los enanos. —Los ojos de Sybil centellearon—. El delegado de pizarra Vimes; aquel que puede borrar los escritos, alguien que puede hacer desaparecer lo que hay. Ese eres tú, Sam, y si te mataran se armaría un revuelo en las cancillerías de todo el mundo, las cuales, por desgracia, Sam, no se preocuparían por la muerte de una doncella. —Alzó una mano al ver que él abría la boca y añadió—: Sé que sí, Sam, pero aunque estoy segura de que las chicas son estupendas, me temo que, si muriesen por lo que fuera, dejarían atrás una familia y, tal vez, un joven inconsolables, y el resto del mundo jamás lo sabría. Y tú, Sam, sabes que es cierto. Sin embargo, si tú fueses asesinado, que no quiero ni pensarlo aunque lo hago cada vez que te vas al trabajo, no solo Ankh-Morpork sino el mundo entero se enteraría al instante. Podrían estallar guerras y sospecho que la posición de Vetinari quizá se volviera un poco peligrosa. Eres más importante que las chicas del servicio. Eres más importante que cualquier otro miembro de la Guardia. Confundes valor con valía, me parece. —Le dio un beso rápido en la preocupada cara—. Da igual lo que creas que eras antes, Sam Vimes, has medrado, y merecías medrar. ¡Ya sabes que la nata siempre sube!

—La escoria también —protestó Vimes como por resorte, aunque lo lamentó de inmediato.

—¿Cómo te atreves a decir eso, Sam Vimes? ¡Puede que fueras un diamante en bruto, pero te has pulido! Y te pongas como te pongas, marido mío, aunque ya no eres un hombre del pueblo, desde luego me parece que eres un hombre para el pueblo, y creo que el pueblo ya puede estar contento, ya, ¿entendido?

El joven Sam miró con adoración a su padre mientras el caballito arrancaba a galopar. Entre el hijo y la esposa, Vimes no tenía nada que hacer. Parecía tan abatido que lady Sybil, como hacen las esposas, trató de consolarlo un poco.

—Al fin y al cabo, Sam, esperas que tus hombres cumplan con sus deberes, ¿o no? Pues el ama de llaves espera, del mismo modo, que las chicas cumplan con los suyos.

—Eso es muy diferente, en serio. Los policías vigilamos a la gente, y yo nunca les he ordenado que no le digan ni mu a alguien. A fin de cuentas, ese alguien podría darles información útil.

Vimes sabía que eso era técnicamente cierto, pero cualquiera al que vieran diciendo a un policía algo más útil que «mu» en la mayoría de las calles de la ciudad no tardaría en descubrir que necesitaba una pajita para tomarse las comidas. Sin embargo, la analogía era correcta, de todas formas, pensó, o habría pensado de haber sido un hombre que manejase con normalidad la palabra «analogía». Ser miembro del personal de otro no significaba que se tuviera que actuar como una especie de muñeco de cuerda…

—¿Te explico el motivo de las doncellas giratorias, Sam? —propuso Sybil mientras su hijo abrazaba al enorme oso de peluche, que lo asustó al gruñir—. La práctica se instituyó en tiempos de mi abuelo a petición de mi abuela. En aquel entonces teníamos visitas a todas horas, con docenas de invitados algunos fines de semana. Por supuesto, varios de esos huéspedes eran jóvenes de muy buena familia de la ciudad, muy bien educados y llenos de, cómo decirlo, brío y energía.

Sybil miró de reojo al joven Sam y la alivió constatar que ahora alineaba soldaditos.

—Las doncellas, en cambio, no suelen tener gran educación y me avergüenza reconocer que tal vez se mostrasen demasiado complacientes ante unas personas a las que habían llegado a considerar sus mejores. —Empezaba a ruborizarse, y señaló al joven Sam, quien por suerte seguía sin prestarle atención—. Estoy segura de que te haces una idea, Sam. Absolutamente segura, y mi abuela, a la que habrías odiado casi a ciencia cierta, tenía unos instintos decentes, y en consecuencia decretó que todas las doncellas debían abstenerse no solo de hablar con los invitados varones, sino también de cruzar la mirada con ellos, so pena de despido. Podrías decir que era casi peor el remedio que la enfermedad, pero bien pensado no era tan mal remedio. A su debido momento, las doncellas dejaban la Mansión con buenas referencias y sin motivos para avergonzarse de llevar un vestido blanco el día de su boda.

—Pero yo estoy felizmente casado —protestó Vimes—. Y tampoco veo a Willikins arriesgándose a sufrir la ira de Pureza.

—Sí, cariño, y hablaré con la señora Plata. Pero esto es el campo, Sam. Aquí hacemos las cosas un poco más despacio. Ahora, ¿por qué no te llevas a tu hijo a ver el río? Que os acompañe Willikins, que conoce el terreno.

El joven Sam no necesitaba gran cosa para entretenerse. En realidad, fabricaba su propio entretenimiento a base de grandes cantidades de observaciones del paisaje, los cuentos con los que se había adormecido la noche anterior o algún pensamiento fugaz que se le hubiera pasado por la cabeza, y además hablaba cada vez más del señor Silbato, que vivía en una casa en un árbol pero a veces era un dragón. También tenía una bota grande, no le gustaban los miércoles porque olían raro y tenía un paralluvias.

Así, el campo no arredraba en absoluto al joven Sam, que corría por delante de Vimes y Willikins señalando árboles, ovejas, flores, pájaros, libélulas, nubes de formas raras y un cráneo humano. El hallazgo le impresionó bastante y corrió a enseñárselo a su papá, que lo miró fijamente como si fuese… bueno, un cráneo humano. Saltaba a la vista que llevaba siéndolo bastante tiempo, sin embargo, y daba la impresión de que lo habían cuidado, hasta el punto de que brillaba.

Mientras Vimes lo giraba entre sus manos, en busca forense de cualquier indicio de juego sucio, se les acercó un chancleteo por entre los matorrales, acompañado por una pieza vocal sobre el tema de lo que un desconocido haría a quienes le robasen calaveras. Cuando los arbustos se separaron dicho desconocido resultó ser un hombre de edad y dentadura inciertas, con una túnica marrón mugrienta y la barba más larga que Vimes había visto nunca, y eso que había estado a menudo en la Universidad Invisible, donde los magos consideraban que la sabiduría se encarnaba en el desarrollo de una barba capaz de calentar las rodillas. La del desconocido se extendía a la espalda de su dueño como la cola de un cometa. Lo alcanzó cuando sus pies enfundados en unas sandalias enormes se detuvieron de sopetón, pero la inercia la hizo apilarse sobre su cabeza. Era posible que confiriese sabiduría, porque su dueño fue lo bastante avispado para quedarse muy quieto al ver la expresión de Vimes. Se hizo el silencio, aparte de la risita del joven Sam al ver la barba interminable, con vida propia, posarse en el recién llegado como las nieves del invierno.

Willikins carraspeó y dijo:

—Creo que es el ermitaño, comandante.

—¿Qué hace aquí un ermitaño? ¡Pensaba que vivían sobre columnas en los desiertos! —Vimes miró con cara de pocos amigos al hombre desarrapado, que a todas luces consideraba necesaria una explicación y pensaba darla se le pidiera o no.

—Sí, señor, lo sé, señor, es un error muy habitual y personalmente nunca le he dado mucho crédito, a tenor de la dificultad que entrañarían lo que podría calificarse de necesidades fisiológicas y demás. Vamos, puede que esa clase de cosas estén bien vistas en el extranjero, donde hay sol y mucha arena, pero a mí no me haría gracia, señor, de ninguna manera.

La aparición tendió una mano sucia que era casi toda uñas y prosiguió, con orgullo.

—Tocón, excelencia, aunque no me tocan a menudo, jaja, es mi chiste malo particular.

—Sí que lo es —confirmó Vimes, sin expresar nada con los ojos.

—Vaya si lo es, señor —continuó Tocón—. El único que tengo. Llevo casi cincuenta y siete años ejerciendo aquí la noble profesión del eremitismo, practicando la piedad, la sobriedad, el celibato y la búsqueda de la auténtica sabiduría, fiel a la tradición de mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo antes que yo. Ese que sostiene es mi bisabuelo, señor —añadió con desenfado—. Tiene un lustre precioso, ¿a que sí? —Vimes logró no soltar la calavera que tenía en las manos. Tocón prosiguió—: Supongo que su pequeño se habrá metido en mi gruta mientras andaba por ahí, señor, sin ánimo de ofender, señor, pero los mozos del pueblo a veces son un poco traviesos y no hace ni dos semanas tuve que bajar al abuelo de un árbol.

Fue Willikins quien encontró el espacio mental para hablar.

—¿Guarda el cráneo de su bisabuelo en una cueva?

—Ya lo creo, caballeros, y el de mi padre. Es la tradición familiar, ¿comprenden? También el de mi abuelo. Una tradición eremita ininterrumpida durante casi trescientos años, ofreciendo pensamiento piadoso y la certidumbre de que todos los caminos no llevan sino a la tumba, y otras sombrías reflexiones, a todos aquellos que nos buscan… que son bien pocos hoy en día, debo añadir. Espero que mi hijo siga los pasos de mis sandalias cuando sea lo bastante mayor. Su madre dice que es un joven muy solemne, de modo que tengo la esperanza de que algún día me saque bien el brillo. Hay sitio de sobras en el estante de las calaveras de la gruta, me complace decir.

—¿Su hijo? —preguntó Vimes—. Antes ha hablado de celibato…

—Muy atento, excelencia. Tenemos una semana de vacaciones todos los años. No solo de caracoles y hierbas ribereñas vive el hombre…

Vimes indicó con tacto que les quedaba un trecho que recorrer, y dejó al ermitaño transportando con cuidado la reliquia familiar de vuelta a su gruta, dondequiera que estuviese. Cuando le pareció que ya no podía oírlos, dijo, agitando las manos en el aire:

—¿Por qué? O sea… ¿por qué?

—Oh, bastantes de las casas de gran abolengo contaban con un ermitaño entre sus filas, señor. Se consideraba romántico tener una gruta con su eremita dentro.

—Olía un poquillo —señaló Vimes.

—Creo que no se les permite bañarse, señor, y debería saber, señor, que recibe una asignación consistente en un kilo de patatas, tres pintas de cerveza floja o sidra, tres hogazas de pan y medio kilo de tocino por semana. Aparte de, presumiblemente, todos los caracoles y las hierbas ribereñas que pueda engullir. Repasé la contabilidad, señor. La dieta sale bastante a cuenta, para tratarse de un adorno de jardín.

—Aceptable, si se le añade alguna fruta y un laxante de vez en cuando, supongo —dijo Vimes—.

O sea que los antepasados de Sybil solían consultar a los de este pobre hombre siempre que les surgía algún dilema filosófico, ¿no?

Willikins pareció desconcertado.

—Por todos los cielos, no, señor, no puedo ni imaginarme que a alguno de ellos se le pasara algo así por la cabeza. No querían tener nada que ver ni con dilemas filosóficos ni con gente paupérrima.[8] Eran aristócratas, ¿comprende? Los aristócratas no reparan en los dilemas filosóficos. No les hacen ningún caso. La filosofía conlleva contemplar la posibilidad de que a lo mejor estás equivocado, señor, y un verdadero aristócrata sabe que siempre tiene razón. No es vanidad, ojo, sino una certeza absoluta que llevan incorporada. Puede que a veces estén más locos que un rebaño de cabras, pero siempre es una locura decidida e indudable.

Vimes lo miró con admiración.

—¿Cómo demonios sabes todo esto, Willikins?

—Los he observado, señor. En los viejos tiempos, cuando el abuelo de la señora estaba vivo, se aseguraba de que todo el personal de la avenida Pastelito viniera aquí con la familia en verano. Como sabe, no soy lo que se dice un erudito y, para ser sinceros, usted tampoco, pero cuando uno se cría en la calle aprende deprisa, porque quien no aprende deprisa muere.

En ese momento cruzaban un puente ornamental, sobre lo que probablemente era el arroyo truchero y, supuso Vimes, un afluente del Viejo Traicionero, nombre cuyo origen aún no había averiguado. Dos hombres y un niño pequeño cruzando un puente que daría cabida a una multitud, y a carros y caballos. El mundo parecía desequilibrado.

—Verá, señor —prosiguió Willikins—, si consiguieron todo ese dinero y esas tierras fue por ser decididos. A veces también las perdían por ello, claro. Uno de los tíos abuelos de lady Sybil perdió una vez una villa y ochocientas hectáreas de buena tierra de labranza por considerar indudable que un recibo de guardarropía ganaba a un trío de ases. Murió en el duelo posterior, pero al menos estaba indudablemente muerto.

—Es esnobismo y no me gusta —dijo Vimes.

Willikins se frotó el lado de la nariz.

—Bueno, comandante, no es esnobismo. Los auténticos no suelen pecar de eso, en mi experiencia. Los decididos, en fin… no se preocupan mucho por lo que piensen los vecinos o por pasearse con ropa vieja. Tienen confianza, ¿comprende? Cuando lady Sybil era más joven, la familia venía para el esquileo de las ovejas y su padre daba el callo como todos los demás, arremangado y todo, y después se encargaba de que hubiera una ronda de cerveza para todos los mozos, y bebía con ellos, jarra por jarra. Claro que él era más de beber coñac, así que un poco de cerveza no iba a tumbarlo. Nunca se preocupó de quién era. Era un buen hombre, su padre; y también su abuelo. Gente confiada, como le decía, sin preocupaciones.

Avanzaron durante un rato por una avenida de castaños y luego Vimes preguntó, taciturno:

—¿Estás diciendo que yo no sé quién soy?

Willikins alzó la vista hacia los árboles y respondió, con tono meditabundo:

—Parece que este año habrá muchas castañas, comandante, y si no le importa que le dé un consejo, podría plantearse venir con su chaval cuando empiecen a caer. Yo fui campeón de castañazo a la rata muerta durante años, hasta que descubrí que las castañas de verdad crecían en los árboles y no se chafaban con tanta facilidad. En cuanto a su pregunta —prosiguió—, creo que Sam Vimes da lo mejor de sí cuando está seguro de ser Sam Vimes. ¡Madre mía, qué pronto están madurando este año!

Había terminado la avenida de castaños y ante ellos se extendía un manzanar.

—No es que sea la mejor variedad de manzanas —señaló Willikins mientras Vimes y el joven Sam cruzaban hacia él, levantando el polvo blancuzco del camino. A Vimes el comentario le pareció intrascendente, pero Willikins parecía considerar que el huerto era muy importante. Siguió con entusiasmo—: El niño querrá ver esto. Yo lo vi con mis propios ojos cuando era el limpiabotas. Cambió por completo mi manera de entender el mundo. El tercer conde, Jack Ramkin el Loco, tenía un hermano al que llamaron Woolsthorpe, vaya usted a saber por qué. Era una especie de erudito, y lo habrían mandado a la universidad para hacerse mago si no fuera porque el conde hizo saber que todo hermano varón suyo cuya profesión precisara ponerse un vestido sería desheredado con un cuchillo de carnicero.

»Aun así, el joven Woolsthorpe perseveró en sus estudios de filosofía natural como corresponde a un caballero: cavando en cualquier túmulo de aspecto sospechoso que encontrara en las inmediaciones, pasando por su prensa de lagartijas todas las especies raras que pudiese recolectar y disecando muestras de cualquier flor que encontrara antes de que se extinguieran. Cuentan que, en un cálido día de verano, se adormiló debajo de un manzano y despertó cuando le cayó una manzana en la cabeza. Un hombre de menos fuste, en palabras de su biógrafo, no habría encontrado nada raro en el suceso, pero Woolsthorpe dedujo que, ya que las manzanas y prácticamente todo lo demás siempre caía hacia abajo, con el tiempo el mundo quedaría peligrosamente desequilibrado… a menos que interviniera otro agente que la filosofía natural aún tenía pendiente descubrir. Sin perder tiempo arrastró a uno de los sirvientes hasta el huerto y le ordenó, so pena de ser despedido, que se tumbara bajo el árbol hasta que una manzana le golpease en la cabeza. Se encargaba de incrementar la probabilidad del fenómeno otro lacayo, al que Woolsthorpe había ordenado sacudir el árbol con brío hasta que cayera la requerida fruta. Él estaba preparado para observar la escena a cierta distancia.

»Cuál no sería su gozo cuando cayó la inevitable manzana y se observó que una segunda se elevaba desde el árbol y desaparecía a toda velocidad en la bóveda celeste, demostrando la hipótesis de que todo lo que sube tiene que bajar, siempre que todo lo que baje tenga que subir, salvaguardando así el equilibrio del universo. Por desgracia, solo funciona con manzanas y, lo que es más asombroso, ¡solo con las manzanas de este árbol concreto, el Malus equilibria! Tengo entendido que alguien dedujo que las manzanas de lo más alto de la copa se llenan de gas y salen flotando cuando el árbol se agita para que pueda esparcir sus semillas a cierta distancia. La naturaleza es fascinante, lástima que la fruta sepa a regalito de perro —añadió Willikins mientras el joven Sam escupía un bocado—. Para serle sincero, comandante, no daría ni dos peniques por muchos de los tipos de clase alta que he conocido, sobre todo en la ciudad, pero algunos de los que viven en estas viejas mansiones de campo cambiaron el mundo a mejor. Como Nabo Ramkin, que revolucionó la agricultura…

—Creo que he oído hablar de él —dijo Vimes—. ¿No tuvo algo que ver con el cultivo de tubérculos? ¿No se ganó así su apodo?

—Casi, casi, señor —lo animó Willikins—. En realidad, inventó la sembradora, lo que supuso unas cosechas más fiables y un gran ahorro en grano. Lo que pasa es que se parecía a un nabo. La gente puede ser muy cruel en ocasiones, señor. También estaba su hermano, Goma Ramkin, que ideó no solo las botas de goma sino también la tela encauchada, antes incluso que los enanos. Era todo un apasionado de la goma, se decía, pero tiene que haber de todo y qué gracia tendría que fuésemos todos iguales, sobre todo si todos fuéramos como él. ¡Los pies y los hombros secos, señor, la respuesta a las plegarias de todo labrador! Trabajé durante un invierno en la recogida de las coles, señor, con un frío que pelaba y tanta lluvia que tenía que hacer cola para llegar al suelo. Entonces bendije su nombre, ya lo creo que sí, aunque fuese cierto lo que decían de las jovencitas, que en realidad tengo entendido que disfrutaban de la experiencia…

—Todo eso está muy bien —lo cortó Vimes—, pero no compensa la estupidez y arrogancia de…

Esa vez fue Willikins quien interrumpió a su señor.

—Y luego estuvo la máquina voladora, por supuesto. El difunto hermano de la señora dedicó muchas horas al proyecto, pero no llegó a despegar del todo. Su objetivo era volar sin escoba ni hechizos, pero por desgracia sucumbió a un acceso de descalabro, pobre chico. Hay una maqueta en el cuarto de los niños, ahora que lo pienso. Va sobre unas cintas de goma.

—Supongo que debía de haberla en abundancia, a no ser que Goma Ramkin tirara las sobras.

El recorrido prosiguió a través de prados de lo que Vimes decidió llamar vacas y bordeando maizales. Buscaron un paso para sortear un canal, se mantuvieron a distancia de un panal e hicieron caso omiso de un fanal, para después ascender por un camino en suave pendiente hasta un altozano en el que habían plantado un hayedo y desde el que podía verse prácticamente todo, y sin duda hasta el confín del universo, pero eso probablemente requeriría mirar derecho hacia arriba sin hayas por en medio. Hasta era posible distinguir la alta nube de humo y gases que flotaba sobre la ciudad de Ankh-Morpork.

—Este es el monte del Ahorcado —dijo Willikins mientras Vimes recobraba el aliento—. Y es posible que no quiera seguir adelante —supuso mientras se acercaban a la cumbre—, a menos, se entiende, que desee explicar a su chico lo que es una horca.

Vimes miró intrigado a su sirviente.

—¿En serio?

—Bueno, como le decía, se llama monte del Ahorcado. ¿Por qué cree que le pusieron el nombre, señor? Jack Ramkin el Porras cometió un lamentable error cuando hizo una desorbitada apuesta de borracho con uno de sus no menos ebrios compañeros de parranda y dijo que se podía ver el humo de la ciudad desde sus terrenos. Un agrimensor, que había evaluado la hipótesis, le informó de que a la colina le faltaban diez metros de altura. Tras detenerse tan solo a intentar sobornar al agrimensor y, al no conseguirlo, dar al susodicho de latigazos, juntó a todos los trabajadores de esta finca y a todos los demás de las inmediaciones y los puso a elevar el montículo los mencionados diez metros, un proyecto sumamente ambicioso. Costó una fortuna, por supuesto, pero es probable que todas las familias de la región sacaran de él ropa caliente para el invierno y unas botas nuevas. Lo hizo muy popular y, por supuesto, ganó su apuesta.

Vimes suspiró.

—No sé por qué creo que me imagino la respuesta, pero voy a preguntarlo de todas formas: ¿de cuánto era la apuesta?

—Nueve litros de coñac —contestó Willikins con tono triunfal—, que se bebió enteros de pie en este preciso lugar, vitoreado por los trabajadores reunidos. Cuenta la leyenda que luego rodó hasta abajo del todo, entre más vítores.

—No creo que ni cuando yo empinaba el codo hubiese podido beberme nueve litros de coñac —dijo Vimes—. ¡Son doce botellas!

—Bueno, hacia el final imagino que una buena parte se le derramaría pantalones abajo, de una manera u otra. Hubo muchos como él, de todos modos…

—Pantalones abajo —repitió el joven Sam, y se deshizo en esa curiosa carcajada ronca de niño de seis años que cree haber oído algo sucio. Por cómo sonaba la historia, los trabajadores que habían animado al viejo borracho pensaban del mismo modo. ¿Vitorear a un hombre que se bebía de una sentada lo que ellos ganaban en un año? ¿Cómo podía ser?

Willikins debía de haberle leído el pensamiento.

—El campo no es tan sutil como la ciudad, comandante. Aquí les gustan las cosas grandes y directas, y Jack el Porras era tan grande y tan directo como el que más. Por eso les caía bien, porque siempre les iba de frente, aunque se cayera de lado. Apuesto a que presumían de él por todas las Comarcas. Como si lo viera: «Nuestro señor borracho puede tumbar a vuestro señor borracho sin despeinarse», y se enorgullecerían de ello. Estoy seguro de que creía hacer lo correcto cuando le dio la mano al jardinero, pero lió a la gente. No saben por dónde cogerlo a usted. ¿Es un hombre o un señor? ¿Es un noble o uno de ellos? Porque, comandante, desde su punto de vista no hay hombre que pueda ser las dos cosas. Sería antinatural. Y, además, al campo no le gustan los líos.

—¡Pantalones liados! —exclamó el joven Sam, y cayó sobre la hierba, desbordado por el humor.

—Yo tampoco sé por dónde cogerme —reconoció Vimes mientras recogía a su hijo y seguía a Willikins ladera abajo—. Pero Sybil sí. Me ha comprometido para bailes, danzas, banquetes y, ah, sí, soirées —concluyó con el tono de un hombre genéticamente programado para desconfiar de cualquier palabra con un acento inexplicable—. En fin, en la ciudad ya me he acostumbrado a esa clase de saraos. Si me huelo que va a ser un puto suplicio, me aseguro de que me llamen para una emergencia a la mitad; o por lo menos eso hacía antes de que Sybil me pillara. Es terrible que los empleados de un hombre acepten órdenes de su esposa, ¿sabes?

—Sí, comandante. Ha ordenado al personal de la cocina que no prepare sándwiches de beicon sin su consentimiento expreso.

Vimes hizo una mueca de dolor.

—Habrás traído el equipo portátil de cocina, ¿verdad?

—Por desgracia, la señora conoce la existencia de nuestro pequeño equipo de cocina, comandante. Ha prohibido al personal que me dé beicon a menos que la orden provenga directamente de ella.

—¡En serio, es peor que Vetinari! ¿Cómo se entera de todo eso?

—A decir verdad, comandante, no creo que se entere, por lo menos con pruebas fehacientes. Sencillamente le conoce. Quizá debería considerarlo una suspicacia amistosa. Tendríamos que ir tirando, comandante. Me han dicho que hay ensalada de pollo para cenar.

—¿Me gusta la ensalada de pollo?

—Sí, comandante, según la señora le gusta.

Vimes cedió.

—Entonces me gusta.

En la avenida Pastelito, Vimes y Sybil por lo general tomaban una sola comida juntos al día, en la misma cocina, que para entonces siempre estaba calentita. Se sentaban uno frente al otro en la mesa, que era lo bastante larga para dar cabida a la enorme colección de botellas de salsa, tarros de mostaza, encurtidos y, por supuesto, conservas agridulces, pues Vimes compartía la creencia popular de que ningún frasco de encurtidos está vacío de verdad si se menea la cucharita dentro durante el tiempo suficiente.

En la Mansión las cosas eran diferentes. Para empezar, había demasiada comida. Vimes no había nacido ayer, ni siquiera anteayer, y se abstuvo de hacer comentarios.

Willikins sirvió a Vimes y a lady Sybil. En rigor no era su trabajo mientras estuvieran fuera de casa, pero en rigor la mayoría de caballeros de los caballeros tampoco llevaban unas nudilleras de metal en su chaqueta hecha a medida.

—¿Y qué habéis hecho esta mañana, chicos? —preguntó lady Sybil con alegría mientras los platos se vaciaban.

—¡Hemos visto al hombre apestoso de los huesos! —exclamó su hijo—. ¡Era como todo barba, pero apestaba! ¡Y hemos encontrado el árbol maloliente de las manzanas que saben a caca!

La plácida expresión de lady Sybil no se alteró.

—Y luego habéis bajado por el monte de las volteretas, ¿verdad? ¿Qué me dices del canal, el panal y el fanal?

—¡Sí, pero hay caca de vaca por todas partes! ¡La he pisado!

El joven Sam esperaba una respuesta adulta, y su madre dijo:

—Bueno, tienes tus botas camperas nuevas, ¿verdad? Para eso sirven, para pisar caca de vaca.

Sam Vimes observó cómo la cara de su hijo se iluminaba con un placer imposible mientras su madre seguía hablando.

—Tu abuelo siempre me decía que, si veía una gran pila de estiércol en el campo, tenía que darle unas cuantas patadas para extenderla bien, porque así toda la hierba crece como es debido. —Sonrió al ver la expresión de Sam y siguió—: Bueno, es verdad, cariño. El estiércol es muy importante en las granjas.

—Siempre y cuando entienda que no debe empezar a pegar patadas en las alcantarillas cuando vuelva a la ciudad —dijo Vimes—. Allí hay porquería que devuelve las patadas.

—Tiene que aprender cosas sobre el campo. Tiene que saber de dónde viene la comida y cómo la conseguimos. ¡Esto es importante, Sam!

—Por supuesto, cariño.

Lady Sybil lanzó a su marido una mirada que solo puede lanzar una esposa.

—Esa es tu voz de sufrido pero obediente, Sam.

—Sí, pero no veo…

Sybil lo interrumpió.

—El joven Sam heredará todo esto algún día y me gustaría que tuviese una mínima idea de lo que es, tal y como me gustaría que tú te relajases y disfrutaras de tus vacaciones. Más tarde me llevaré a Sam a nuestra granja, para que vea cómo ordeñan a las vacas, y a recoger huevos. —Se levantó—. Pero antes bajaré con él a la cripta para que conozca a sus antepasados. —Captó la expresión de pánico de su marido y se apresuró a añadir—: No pasa nada, Sam, no van paseándose por ahí; en realidad, están en unas cajas muy caras. ¿Por qué no nos acompañas?

La muerte no le era desconocida a Sam Vimes, y viceversa. Lo que le deprimía eran los suicidios. En su mayor parte eran ahorcamientos, porque había que ser un suicida extremo para saltar al río Ankh, entre otras cosas porque se rebotaría varias veces antes de atravesar la costra. Y había que investigar cada uno de ellos por si acaso era un asesinato camuflado,[9] y si bien el señor Dispuesto, actual verdugo de la ciudad, podía precipitar a un reo a la eternidad con tanta rapidez y eficiencia que probablemente ni lo notaba, Vimes había visto con demasiada frecuencia lo que lograban los aficionados.

La cripta familiar de los Ramkin le recordó al depósito de cadáveres municipal de madrugada. Estaba abarrotada; algunos ataúdes estaban apilados de canto, como clasificados en los estantes de la morgue, aunque era de esperar que no se pudieran deslizar hacia fuera. Vimes observó con recelo mientras su esposa llevaba a su hijo de una placa a otra sin dejarse ni una, leyéndole los nombres y explicando un poco de cada ocupante, y sintió a su alrededor las profundidades frías e insondables del tiempo, que de algún modo emanaban de las paredes. ¿Qué sentiría el joven Sam al conocer los nombres de todos aquellos abuelos de siglos pasados? Vimes no había conocido a su padre. Su madre le contó que un carro lo había atropellado, pero Vimes sospechaba que, si eso tenía algo de verdad, lo más probable era que se tratara del carro de un bodeguero, que lo «atropelló» poco a poco durante años. Ah, sí, por supuesto también estaba el Viejo Carapiedra, el regicida, actualmente rehabilitado y con una estatua en la ciudad, en la que nunca pintaban grafitis porque Vimes había dejado claro qué le pasaría al perpetrador.

Pero el Viejo Carapiedra era solo un punto en el tiempo, una especie de mito verídico. No había una línea entre él y Sam Vimes, solo un doloroso abismo.

Aun así, el joven Sam sería duque algún día, y esa era una idea a la que valía la pena aferrarse. No se criaría preocupado por lo que era, porque lo sabría, y hasta era posible que la influencia de su madre compensara el enorme lastre de tener a Samuel Vimes como padre. El joven Sam podría asombrar al mundo del modo correcto. Para eso hacía falta confianza, y contar con un hatajo de ancestros (supuestamente) chiflados pero interesantes no podía por menos que impresionar al hombre de la calle, y Vimes conocía un montón de calles, y un montón de hombres.

Willikins no había dicho toda la verdad. Hasta la gente de ciudad se encariñaba con los personajes, sobre todo si tenían el corazón negro o eran lo bastante interesantes para realizar una contribución sustancial al interminable y desquiciado circo que era la vida callejera de Ankh-Morpork, y mientras tener un padre alcohólico no estaba muy bien visto, tener un tataratatarabuelo capaz de beber tanto coñac que su orina debía de ser inflamable y que después, según Willikins, volvía a casa como si nada y daba buena cuenta de un rodaballo seguido de un ganso asado (regados con sus debidos vinos) y luego jugaba unas manos de cerdo carré[10] con sus amigotes hasta el amanecer y recuperaba sus pérdidas anteriores… En fin, a la gente le encantaba esa clase de cosas, y esa clase de personas, las que daban patadas en el culo al mundo y le gritaban. ¿De verdad era un antepasado del que enorgullecerse?

—Creo… que me apetece dar un paseo por mi cuenta —anunció Vimes—. Ya sabes, echar un vistazo, curiosear un poco, acostumbrarme a este asunto del campo a mi propio ritmo.

—Willikins tendría que acompañarte, cariño —dijo lady Sybil—, por si acaso.

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