Snuff

Snuff


Snuff

Página 4 de 22

—¿Por si acaso qué, cariño? Recorro las calles de la ciudad todas las noches, ¿no es así? No creo que necesite una niñera para dar un paseo por el campo. Intento empaparme del espíritu del lugar. Miraré los narcisos para ver si me colman de gozo, o lo que sea que se supone que hacen, estaré ojo avizor por si veo al escurridizo somormujo sastre y veré cómo echan a volar los topos. Llevo semanas leyendo la sección de naturaleza del periódico. Creo que sabré defenderme solo, cariño. ¡El comandante de la Guardia no se va a quedar papando moscas por ver un papamoscas!

Lady Sybil conocía por experiencia los momentos en que era mejor no discutir, y se conformó con decir:

—No hagas enfadar a nadie, por lo menos, ¿de acuerdo, cariño?

Después de diez minutos de caminar, Vimes estaba perdido. No en el sentido físico, sino en el metafórico, espiritual y peripatético. Las fragancias de los setos se le hacían insustanciales en comparación con los recios hedores de la ciudad, y no tenía ni la más mínima idea de lo que agitaba la maleza. Reconoció las vaquillas y los bueyes porque había atravesado a menudo el barrio de los mataderos, pero los animales de campo no estaban apabullados por el miedo y lo miraban con atención al pasarles por delante, como si estuvieran tomando apuntes con total tranquilidad. ¡Sí, eso era! ¡El mundo estaba del revés! Él era policía, siempre había sido policía y moriría policía. Nadie dejaba nunca de ser policía, en general, y como agente de la ley se paseaba por la ciudad más o menos invisible, menos para aquellos cuya ocupación consistía en avistar a los policías y cuyo sustento dependía de avistarlos antes de que los avistaran a ellos. A grandes rasgos, el guardia formaba parte del escenario hasta que el grito, el tintineo de los cristales rotos y el sonido de los pasos delictivos lo desplazaba al primer plano.

Pero allí todo le miraba. Las cosas huían tras un seto, alzaban el vuelo asustadas o simplemente susurraban sospechosamente entre la maleza. Él era el extraño, el intruso, al que nadie quería.

Dobló otro recodo y se encontró con la aldea. Había visto las chimeneas desde cierta distancia, pero los senderos y caminos se entrecruzaban como una maraña y se le confundían entre los exuberantes setos y los árboles que formaban túneles de sombra, cosa que era de agradecer, y mandaban al cuerno su sentido de la orientación, cosa que no lo era.

Ya había perdido todo punto de referencia, tenía calor y estaba irritado cuando salió a un largo camino polvoriento que tenía casitas con tejado de paja a ambos lados y, a la mitad, un edificio grande que decía a gritos «pub», sobre todo por parte de los tres vejetes sentados delante en un banco que ojearon esperanzados a Vimes, por si era la clase de hombre que invitaba a una pinta a los demás. La ropa que llevaban parecía que se la hubiesen clavado. Luego, cuando se les acercó, uno dijo algo a los otros dos y todos se levantaron a su paso, llevándose el dedo índice al ala del sombrero.

Uno de ellos dijo:

—Alasbuenas, celencia.

Vimes interpretó la frase al cabo de un momento de reflexión. La acompañó una leve y significativa inclinación de las jarras vacías para demostrar que eran en efecto jarras vacías y, por tanto, una anomalía a rectificar.

Vimes sabía lo que se esperaba de él. No había un solo pub en Ankh-Morpork que no tuviese a tres viejos equivalentes tomando el sol fuera, siempre listos para hablar con desconocidos sobre los buenos tiempos, es decir, cuando las jarras que acunaban tenían cerveza dentro. Y la costumbre dictaba surtirlos de cerveza barata y recibir a cambio un «Caramba, muchas gracias, buen hombre» y, muy probablemente, pequeñas burbujas de información sobre quién había sido visto dónde haciendo qué y con quién y cuándo, las semillas para el cultivo de un policía.

Pero las expresiones de aquellos tres cambiaron cuando otro de ellos susurró apresuradamente a sus compañeros. Volvieron a sentarse en el banco de madera como si intentasen pasar desapercibidos pero sin soltar las jarras vacías porque, bueno, nunca se sabe. Un cartel sobre la puerta proclamaba que el local se llamaba La Cabeza del Trasgo.

Delante del pub había una gran explanada que se había empradizado, como solía decirse. Un puñado de ovejas pastaban en ella y hacia el final había una gran pila de madera dispuesta como un vallar de mimbre, cuyo propósito Vimes no pudo deducir. Sin embargo, le sonaba la expresión «campo del pueblo», aunque no los hubiera visto nunca. Ankh-Morpork no andaba muy sobrada de campos.

El pub olía a cerveza rancia. Le venía bien como baluarte contra la tentación, aunque Vimes llevaba años sobrio y hasta podía superar la copita de jerez que era casi obligatoria en algunos actos oficiales, porque de todas formas odiaba su sabor. El olor a cerveza vetusta ejercía el mismo efecto. A la patética luz de las minúsculas ventanas, distinguió a un hombre mayor que sacaba brillo industriosamente a una jarra. El hombre alzó la mirada hacia Vimes y le saludó con la cabeza, el gesto básico que en todas partes se entiende como «Te veo, me ves, de ti depende lo que pase a continuación», aunque algunos taberneros pueden dar al asentimiento una inflexión que logra transmitir el mensaje adicional de que tal vez haya un cacho de tubería de plomo de medio metro bajo la barra, por si a la parte contratante de la segunda parte se le ocurrieran ideas raras, por así decirlo.

—¿Tiene algo que no lleve alcohol? —preguntó Vimes.

El camarero colgó la jarra con esmero de un gancho que había sobre la barra, miró a los ojos a Vimes y dijo, sin malicia:

—Verá, señor, es que esto es lo que llamamos un pub. La gente se lo toma a mal si quito el alcohol. —Tamborileó con los dedos sobre la barra por un momento y añadió, dubitativo—: Mi mujer hace un refresco de raíces, si le apetece.

—¿Qué clase de raíces?

—Remolacha, en concreto, señor. Es buena para la regularidad.

—Bueno, yo siempre me he considerado una persona regular —alegó Vimes—. Póngame una pinta… no, que sea media pinta, gracias.

El hombre le dedicó otro asentimiento y desapareció brevemente entre bastidores para volver con un gran vaso del que rebosaba una espuma roja.

—Tenga —dijo mientras lo dejaba con cuidado sobre la barra—. No lo metemos en jarras de peltre porque fastidia el metal. A esta invita la casa, señor. Mi nombre es Jiminy y soy el propietario de La Cabeza del Trasgo. Me atrevo a decir que conozco el suyo. Mi hija trabaja de doncella en la casa grande, y yo trato a todos los hombres por igual, porque el tabernero es amigo de cualquier hombre con dinero en el bolsillo y también, si le da por ahí, quizá hasta de los que se encuentran temporalmente sin blanca, lo cual, por el momento, no incluye a esos tres pelagatos de ahí fuera. Un tabernero ve a todos los hombres después de unas cuantas cervezas, y no ve motivo para discriminar.

Jiminy guiñó un ojo a Vimes, que le tendió la mano y dijo:

—¡Entonces estrecho con gusto la mano de un tabernero!

Vimes estaba acostumbrado a la ridícula letanía. Todo hombre que servía detrás de una barra se creía uno de los mayores pensadores del mundo, y era prudente tratarlo como tal. Tras el apretón de manos, añadió:

—Este zumo está bastante bueno. Un poco ácido.

—Sí, señor, mi mujer le echa guindilla y semillas de apio para dar la sensación de que se está bebiendo algo con cuerpo.

Vimes se apoyó en la barra con una sensación de paz inexplicable. De la pared de detrás de la barra colgaban cabezas de animales muertos, sobre todo de los poseedores de cuernos y colmillos, pero le sobresaltó descubrir, a la mugrienta luz, una cabeza de trasgo. Estoy de vacaciones, pensó, y seguro que eso pasó hace mucho tiempo, es historia antigua, y lo dejó ahí.

Jiminy se entregó a las docenas de pequeñas faenas que un camarero siempre puede encontrar mientras echaba vistazos ocasionales a su único cliente. Vimes reflexionó durante unos instantes y dijo:

—¿Puede sacar una pinta a esos caballeros de ahí fuera, señor Jiminy, y meter un coñac en cada una para que tengan la sensación de beber algo con cuerpo?

—Hablamos de Tom el Largo, Tom el Corto y Tom el Tom —explicó Jiminy mientras echaba mano de unas jarras—. Unos tipos decentes, trillizos, por cierto. Se ganan la vida, pero podría decirse que les tocó un solo cerebro para los tres, y tampoco es que fuera un cerebro espectacular. Son unos hachas espantando pájaros, eso sí.

—¿Y a todos les pusieron Tom? —preguntó Vimes.

—Exacto. Es algo así como un nombre tradicional de la familia, se ve, porque su padre también se llamaba Tom. A lo mejor les evita equívocos, ya que son fáciles de confundir. Empiezan a tener una edad, claro, pero si se les da un trabajo lo harán y lo harán bien, y no pararán hasta que se lo manden. No hay mendigos en el campo, ya sabe. Siempre hay trabajillos pendientes. Con su permiso, señor, les daré solo un toque de coñac. No necesitan demasiada confusión, ya me entiende.

El tabernero colocó las jarras en una bandeja y salió a la brillante luz del sol. Vimes se metió a toda prisa detrás de la barra y salió sin detenerse. Al cabo de unos segundos, ya estaba apoyado como quien no quiere la cosa cuando tres rostros asomaron por la puerta abierta. Con cierta aprensión, las tres caras saludaron con el pulgar levantado a Vimes y desaparecieron enseguida, probablemente por si explotaba o le salían cuernos.

Jiminy volvió con la bandeja vacía y dedicó a Vimes una sonrisa alegre.

—Bueno, sepa que ha hecho amigos, señor, pero no quisiera entretenerle. Seguro que tiene mucho que hacer.

Un policía, pensó Vimes. Reconozco una porra reglamentaria cuando la veo. Es el sueño de cualquier agente, ¿verdad? Dejar atrás las calles y abrir un pub en alguna parte, y como eres poli y nunca dejarás de serlo, sigues estando al tanto de lo que se cuece a tu alrededor. Te conozco, y tú no lo sabes. Y yo a eso lo llamo un resultado. Ya hablaremos, señor Jiminy. Sé dónde vive.

En ese momento oyó unos pasos lentos y pesados que se acercaban desde lejos. Vio a los lugareños que llegaban en ropa de faena y con lo que la mayoría llamaría útiles de labranza, pero que Vimes archivó mentalmente como armas ofensivas. La tropa se detuvo ante la puerta y oyó susurros. Los tres Toms estaban divulgando la noticia del día, al parecer, que en apariencia estaba siendo acogida con incredulidad o desdén. Se estaba llegando a alguna clase de conclusión, de mala gana.

Entonces los hombres entraron en tropel y la mente de Vimes los fue fichando para tener una referencia rápida. La prueba número uno era un anciano que llevaba una larga barba blanca y, por los cielos, un blusón. ¿De verdad aún existían? Fuera cual fuese su nombre, los demás probablemente lo llamaban «Abuelo». El barbudo se llevó un tímido índice a la frente en ademán de saludo y se dirigió a la barra, sano y salvo con su misión cumplida. Llevaba un gran gancho, que no era un arma simpática. La prueba número dos llevaba una pala, que podía actuar de hacha o de maza si el dueño sabía manejarla bien. También llevaba blusón, no cruzó la mirada con Vimes y su saludo fue más bien un manotazo enrabietado. La prueba número tres, que sostenía una caja de herramientas (un arma terrorífica si se blandía con precisión) entró a paso ligero y apenas miró de reojo en la dirección de Vimes. Parecía joven y tirando a enclenque pero, aun así, esas cajas podían coger mucho impulso. Después entró otro anciano, que llevaba un delantal de herrero pero no tenía el físico adecuado, de modo que Vimes lo clasificó como herrador. Sí, encajaba: bajo y fibroso, le resultaría fácil colocarse bajo un caballo. El hombre ofreció un intento razonable de saludo con inclinación, y Vimes no detectó ningún bulto sospechoso oculto por el delantal. No podía escapar de aquella álgebra; era una parte integral de su trabajo. Aunque no se esperasen problemas, había que… bueno, esperar problemas.

Y entonces la sala se petrificó.

Antes había habido conversaciones desganadas en las inmediaciones de Jiminy, pero cesaron al entrar el auténtico herrero. Joder. Todas las campanas de alarma de Vimes repicaron a la vez, y no eran cascabeles: repicaban de verdad. Tras un breve vistazo ceñudo a la sala, el hombre puso rumbo a la barra en una trayectoria que le haría pasar por el lado, o probablemente por encima, o incluso a través de Sam Vimes. Al final bastó con que Vimes apartara su jarra del peligro para frustrar el descarado intento de derramarla «por accidente».

—Señor Jiminy —dijo bien alto—, una ronda de bebidas para estos caballeros, ¿de acuerdo?

La oferta despertó cierta alegría entre los demás recién llegados, pero el herrero dejó caer una mano como una pala en la madera, con tanta fuerza que los vasos saltaron.

—¡Yo no bebo con los que muelen las caras de los pobres!

Vimes le sostuvo la mirada.

—Lo siento, hoy no me he traído el molinillo —bromeó, lo cual fue una tontería porque el par de risillas contenidas de los esperanzados bebedores de la barra no hicieron sino avivar cualquier fuego que el herrero no se hubiera dejado en el trabajo y lo enfurecieron.

—¿Quién es para creerse mejor hombre que yo?

Vimes se encogió de hombros.

—No sé si soy mejor hombre que usted —replicó aunque estaba pensando: A mí me pareces un hombre grande en una comunidad pequeña, y te crees muy duro porque eres fuerte y el metal no se te acerca en silencio por la espalda para darte una patada en los compañones. ¡Madre mía, si ni siquiera sabes colocarte bien! Hasta el cabo Nobbs te tumbaría y estaría pateándote con saña en la entrepierna antes de que te enterases.

Como cualquier hombre temeroso de que algo caro pudiera romperse, Jiminy se acercó al herrero rápidamente, lo agarró del brazo y dijo:

—Venga, Jetro, tengamos la fiesta en paz. Su excelencia solo está bebiendo como tiene derecho a hacer cualquier hombre…

La maniobra pareció funcionar, aunque los rescoldos de la agresividad caldeaban aún la cara de Jetro y, en realidad, todo el ambiente. A juzgar por las expresiones de los demás, estaban acostumbrados a esas salidas. Cualquier policía que se preciara sabía leer a la clientela de un pub, y Vimes probablemente podría escribir un tratado histórico, con notas al pie. Toda comunidad tiene su exaltado, su loco o su político autodidacta. En general se los tolera porque, por así decirlo, ningún hogar está completo sin ellos, y la gente dice cosas como «Ya sabes cómo es» y el aire se despeja y la vida sigue su curso. Pero Jetro, sentado al final de la barra y agarrado a su cerveza como un león abrazado a su gacela, era un hombre que acabaría estallando, según el inventario del riesgo de Vimes. Por supuesto, el mundo a veces necesitaba una explosión, siempre que no sucediera donde Vimes estaba bebiendo.

Vimes notó que el pub empezaba a llenarse, sobre todo de más hijos de la tierra, pero también de personas que, fueran caballeros o no, esperarían que los tratasen como tales. Llevaban gorras de colores y pantalones blancos y hablaban por los codos.

También había actividad en el exterior; caballos y carruajes iban llenando el camino. Alguien daba martillazos en alguna parte y la esposa de Jiminy patroneaba o, mejor dicho, matroneaba la barra mientras su marido corría de un lado a otro con la bandeja. Jetro permanecía en su esquina como si esperase el momento adecuado, lanzándole cuchillos de vez en cuando con la mirada, y probablemente también puños con opción a botas, si Vimes giraba la cabeza en su dirección.

Vimes decidió echar un vistazo por la pringosa ventana del pub. Por desgracia, el local merecía el terrorífico calificativo de pintoresco, y por tanto la ventana consistía en pequeños cristales redondos en un armazón de plomo. Su objetivo era dejar entrar el sol, no dejar mirar hacia fuera, ya que torcían la luz en ángulos tan erráticos que casi la rompían. Por un cristal se veía lo que con toda probabilidad era una oveja pero parecía una ballena blanca, hasta que se movió, momento en el cual se convirtió en un champiñón. Cruzó por delante un hombre sin cabeza hasta que llegó al siguiente cristal, donde adquirió un único ojo enorme. Al joven Sam le habría encantado, pero su padre decidió no exponerse a la ceguera y salió al sol.

Ah, pensó, es una especie de juego.

En fin.

A Vimes no le entusiasmaban los juegos porque atraían a multitudes, y las multitudes atraían trabajo para los policías. Pero allí no era policía, ¿verdad? Era una sensación extraña, de manera que se alejó un poco del pub y se convirtió en un transeúnte inocente. No recordaba cuándo lo había sido antes. Se sentía… vulnerable. Se aproximó al hombre más cercano, que estaba clavando unas estacas en el suelo, y preguntó:

—¿Qué pasa aquí? —Al darse cuenta de que había hablado en idioma policía y no como un ciudadano de a pie, se apresuró a añadir—: Si no le importa que se lo pregunte.

El hombre enderezó la espalda. Era uno de los que llevaban gorra de colores.

—¿Nunca ha visto una partida de cróckett, señor? ¡Es el juego de los juegos!

El señor Civil Vimes hizo lo que pudo por parecer un hombre sediento de más información deliciosa. A juzgar por el entusiasmo sonriente de su interlocutor, estaba a punto de aprender las reglas del cróckett, quisiera o no. Bueno, pensó, me pasa por preguntar…

—A primera vista, señor, el cróckett puede parecer otro juego de pelota más en el que dos bandos se enfrentan mediante intentos de propulsar la bola con la mano, la paleta u otro medio hasta alguna clase de meta del rival. El cróckett, sin embargo, fue inventado durante una partida de cróquet en la Escuela de Teología San Onán en Senda-del-Perdedor, cuando el novicio Jackson Campojusto, actual obispo de Quirm, cogió su mazo con las dos manos y, en lugar de darle un suave golpecito a la pelota…

Después de eso Vimes se rindió, no solo porque el reglamento del juego era incomprensible por derecho propio, sino también porque el entusiasmadísimo joven permitía que su pasión se impusiera a cualquier consideración sobre la necesidad de explicar las cosas en un orden sensato, lo que significaba que el flujo de información se veía interrumpido una y otra vez por disculpas del estilo de: «Lo siento, tendría que haber explicado antes que no se permite un segundo cono más de una vez por intercambio, y que en el juego normal solo hay un plof, a menos, por supuesto, que hablemos del cróckett real…».

Vimes murió… El sol cayó del firmamento, los lagartos gigantes se apoderaron del mundo, las estrellas explotaron y se apagaron y toda esperanza desapareció con un borboteo por el desagüe del olvido, y el gas llenó los cielos, prendió y ¡oh, maravilla! Hubo un nuevo cielo, un atento dueño y un nuevo disco, y oh, y posiblemente hete aquí, que la vida salió arrastrándose del mar, o tal vez no, porque la habían creado los dioses —eso en realidad dependía del observador—, y los lagartos se convirtieron en lagartos con menos escamas, o tal vez no, y esos lagartos se convirtieron en pájaros, y los gusanos en mariposas, y una especie de manzana se transformó en los plátanos, y posiblemente una clase de mono se cayó del árbol y descubrió que la vida era mejor cuando no había que pasarse todo el rato agarrado a algo y, en tan solo unos millones de años, desarrolló los pantalones, los sombreros a rayas y, por último, el juego del cróckett, y allí, reencarnado por arte de magia, se encontraba Vimes, algo mareado, plantado en el campo del pueblo ante la faz sonriente de un entusiasta.

—Bueno —logró decir—, eso es asombroso, muchísimas gracias. No veo la hora de disfrutar del juego.

Llegado ese momento, pensó que se imponía una rápida caminata de vuelta a casa, pero frustró sus planes una voz desgraciadamente familiar a su espalda:

—¡Usted, oiga, sí, usted! ¿No es Vimes?

Era lord Óxido, por lo general de Ankh-Morpork, un fiero veterano de guerra sin cuya especial comprensión de la estrategia y la táctica varias guerras no se hubieran ganado con tanto derramamiento de sangre. Ahora se desplazaba en silla de ruedas, un modelo flamante empujado por un hombre cuya vida era, conociendo a su señoría, con toda probabilidad insoportable.

Pero el odio no tiende a tener un período de semidesintegración muy largo, y en años recientes Vimes había pasado a considerar al hombre ni más ni menos que un idiota con título, incapacitado por la edad pero aun así poseedor de una molesta voz caballuna que, debidamente enjaezada, podría usarse para serrar árboles. Lord Óxido ya no era un problema. No debían de faltar más de unos pocos años para que se oxidara en paz. Y en algún rincón de su nudosa cabeza, Vimes aún conservaba un retazo de admiración por el viejo carnicero cascarrabias, con su perenne autoestima y su absoluta disposición a no cambiar de opinión sobre nada de nada. La reacción del abuelete al hecho de que Vimes, el odiado policía, fuese ahora duque (y, en consecuencia, mucho más noble que él) había sido dar por sentado que no podía ser cierto y, por lo tanto, hacer caso omiso. Vimes consideraba a lord Óxido un bufón peligroso pero también, y ahí estaba el problema, valiente hasta extremos increíbles, cuando no suicidas. Habría sido un caso de «aquí paz y allá gloria» de no ser por los suicidios de los pobres diablos que lo siguieron a la batalla.

Según los testigos era algo inexplicable: Óxido galopaba hacia las fauces de la muerte a la cabeza de sus hombres y jamás nadie le vio vacilar, pero las flechas y mazas de armas nunca le alcanzaban, sino que indefectiblemente golpeaban a los hombres que lo seguían. Daban fe de ello los testigos, es decir, las personas que observaban la batalla escondidas detrás de rocas reconfortantemente grandes. A lo mejor también era capaz de hacer caso omiso a las flechas que disparaban contra él. Pero la edad no era tan fácil de burlar, y el viejo, aunque seguía igual de arrogante, parecía algo hundido.

Óxido dedicó a Vimes una muy inusual sonrisa y dijo:

—Es la primera vez que le veo por aquí, Vimes. ¿Sybil quiere volver a sus raíces, qué?

—Quiere que el joven Sam se embarre un poco las botas, Óxido.

—¡Así me gusta, qué! ¡Al chico le sentará bien y así se hará un hombre, qué!

Vimes nunca había entendido de dónde salían aquellos «qué» tan explosivos. Al fin y al cabo, pensaba, ¿qué sentido tiene ladrar «qué» sin el menor motivo discernible? Y en cuanto a «¡Qué qué!», en fin, ¿a qué venía eso? ¿Por qué «qué»? Los «qué» parecían piquetas clavadas a la conversación, pero ¿para qué demonios, qué?

—¿No viene por motivos oficiales, entonces, qué?

La cabeza de Vimes se puso a trabajar tan deprisa que Óxido tendría que haber oído girar los engranajes. Analizó el tono de voz, la expresión del hombre, ese leve, levísimo pero aun así perceptible atisbo de esperanza de que la respuesta fuese «no», y llegó a la teoría de que tal vez no fuese mala idea dejar caer un gatito diminuto entre las palomas.

Se rió.

—Bueno, Óxido, Sybil lleva dándome la tabarra con venir aquí desde que nació nuestro hijo, y este año se ha puesto seria y supongo que la orden de una esposa debe considerarse oficial, ¡cuándo!

Vimes vio que el hombre que empujaba la descomunal silla de ruedas intentaba disimular una sonrisa, sobre todo cuando Óxido respondió con un desconcertado:

—¿Qué?

Vimes decidió no seguir con el «dónde» y en cambio dijo, como quien no quiere la cosa:

—Bueno, ya sabe lo que pasa, lord Óxido. Un policía encuentra delitos donde sea, si se decide a buscar lo suficiente.

La sonrisa de lord Óxido aguantó, pero se había cuajado un poco cuando respondió:

—Yo haría caso del consejo de su encantadora dama, Vimes. ¡No creo que vaya a encontrar nada digno de su talla por aquí! —No lo remató con un «qué», y la ausencia fue una especie de énfasis.

Vimes siempre había pensado que a menudo era buena idea dar algo que hacer a las partes tontas del cerebro para que no interfiriesen con las importantes, que tenían un trabajo serio que cumplir. De modo que presenció su primer partido de cróckett durante media hora entera antes de que una alarma interna le informase de que en breve tenía que volver a la Mansión para leer al joven Sam —algo donde, con un poco de suerte, no se mencionase la caca en todas las páginas— y arroparlo en la cama antes de cenar.

Su pronta llegada cosechó un asentimiento de aprobación de Sybil, que le entregó de mala gana un nuevo libro para leerle a su hijo.

Vimes miró la cubierta. Se titulaba El mundo de la caca. Cuando dejó de estar a la vista de su esposa, lo hojeó con cautela. Bueno, vale, había que aceptar que el mundo había avanzado y que últimamente los cuentos de hadas no tenían por qué tratar de pequeñas criaturas brillantes con alas. Mientras iba pasando las páginas, comprendió que quienquiera que hubiese escrito ese libro sin duda sabía lo que hacía reír a niños como el joven Sam hasta casi hacerles vomitar. El fragmento sobre la navegación río abajo casi le hizo sonreír a él. Pero, intercaladas con la escatología, había cosas realmente interesantes sobre fosas sépticas, poceros, estercoleros y sobre cómo las heces de perro ayudaban a fabricar el mejor cuero, y otros datos que nunca habría pensado que necesitaba saber pero que, una vez oídos, de algún modo se quedaban alojados en el cerebro.

Al parecer era obra de la autora de Pis y, si el joven Sam tuviera un voto para elegir el mejor libro jamás escrito, sería para Pis. Su entusiasmo se veía más avivado si cabe porque una extraña vena traviesa impulsaba a Vimes a pronunciar todas las onomatopeyas de esfuerzo necesarias.

Más tarde, durante la cena, Sybil le preguntó por su tarde. Le interesó en especial oír que se había parado a ver el cróckett.

—Anda, ¿todavía juegan? ¡Es fantástico! ¿Cómo ha ido?

Vimes dejó el cuchillo y el tenedor y observó meditabundo el techo unos instantes, para después contestar:

—Bueno, he estado hablando con lord Óxido durante un rato y me he tenido que ir, por supuesto, por el joven Sam, pero la fortuna estaba favoreciendo a los sacerdotes, cuando su golpeador ha logrado plofear a un par de granjeros mediante un uso ingenioso de la cesta.

Eso ha provocado varias protestas al hombre del sombrero, porque al hacerlo ha roto su mazo, y en mi opinión la decisión del hombre del sombrero ha sido del todo correcta, sobre todo porque los granjeros habían hecho una maniobra de pico. —Tomó aliento—. Al retomarse el juego, los granjeros aún estaban algo fuera del partido, pero han conseguido un respiro cuando una oveja se ha metido en el campo y los sacerdotes, dando por sentado que el incidente detendría el juego, se han relajado demasiado pronto, y Higgins J. ha hecho un magnífico lanzamiento de serrucho por debajo del rumiante infractor…

Sybil por fin lo atajó al darse cuenta de que la comida se estaba enfriando demasiado.

—¡Sam! ¿Cómo te has convertido en un experto en el noble juego del cróckett?

Vimes recogió los cubiertos.

—Por favor, no vuelvas a preguntarme. —Suspiró. En su cabeza, entretanto, una vocecilla susurraba: «Lord Óxido dice que aquí no hay nada para mí. Vaya, vaya, será mejor que descubra qué es, ¿qué?». Carraspeó y dijo—: Sybil, ¿has llegado a mirar el libro que estoy leyendo al joven Sam?

—Sí, cariño. Felicidad Bidel es la escritora de cuentos infantiles más famosa del mundo. Lleva años dedicándose. Escribió Melvin y el forúnculo enorme, Geoffrey y la funda de almohada mágica, El patito que se creía un elefante

—¿Escribió alguno sobre un elefante que se creía un patito?

—No, Sam, porque eso sería una tontería. Ah, sí, también escribió Daphne y los hurgadores de narices, y por El problema enorme de Gaston le dieron el premio Gladys H. J. Ferguson, por quinta vez. Hace que los niños se interesen por la lectura, ¿comprendes?

—Sí —dijo Vimes—, ¡pero están leyendo sobre caca y patitos descerebrados!

—Sam, eso forma parte de la experiencia humana común, así que no seas tan mojigato. Ahora el joven Sam es un chico de campo, y estoy muy orgullosa de él, y le gustan los libros. ¡Esa es la cuestión! La señorita Bidel también financia becas para el Colegio de Quirm para Jóvenes Damas. Debe de ser ya muy rica, pero dicen que se ha comprado la Casa del Manzano, que prácticamente se ve desde aquí. Está en la ladera de la colina, y me parece apropiado, si no te importa, por supuesto, que la invitemos a la Mansión.

—Claro —aceptó Vimes, aunque su nomeimportismo se debía por completo al modo en que su mujer había formulado la pregunta y la sutil resonancia de que la visita de la señorita Bidel ya estaba decidida.

Vimes durmió mucho mejor esa noche, en parte porque sentía que en algún lugar del universo cercano había una pista esperando a que tirase de ella. Ya le picaban los dedos.

Por la mañana, como había prometido, llevó al joven Sam a montar a caballo. Vimes sabía cabalgar, pero lo odiaba. Pese a todo, caer de cabeza desde el lomo de un poni era una habilidad que todo joven debería aprender, aunque solo fuera para decidirse a no repetirlo nunca.

El resto del día, sin embargo, no salió bien. Vimes, con la cabeza llena de sospechas, se vio arrastrado metafórica y casi literalmente por Sybil para ver a su amiga Ariadne, la dama bendecida con las seis hijas. En realidad solo había cinco a la vista en el coqueto salón cuando les hicieron pasar a Sybil y a él. Lo agasajaron con un «Querido y valiente comandante Vimes»; él odiaba esas mamarrachadas mas, bajo la mirada benigna pero atenta de Sybil, tuvo el sentido común de no expresarlo, por lo menos con esas palabras exactas. Y así, sonrió y apechugó mientras las niñas revoloteaban a su alrededor como enormes polillas, y rechazó los ofrecimientos de repetir de pastas y de té que habría recibido de buena gana de no ser porque tenía el aspecto y el sabor del té de verdad al poco de que alguien se lo haya bebido. A Sam le gustaba el té, pero para él no merecía ese nombre si, antes de acabárselo, podía verse el fondo de la taza.

Aún peor que la merienda que les ofrecían fue la conversación, que se inclinó hacia los sombreritos, un tema sobre el que no solo atesoraba ignorancia, sino también la veneraba. Y además, los bombachos le picaban, malditos fueran, pero Sybil había insistido diciendo que le daban un aire muy elegante de caballero rural. Vimes llegó a la conclusión de que los caballeros rurales tenían la zona inguinal dispuesta de otra forma.

Estaba presente, además de lady Sybil y él, un joven coadjutor omniano, sabiamente vestido con una holgada túnica negra, que cabía suponer libre de problemas inguinales. Vimes no tenía ni idea de qué hacía el joven allí, pero supuso que las chicas necesitaban a alguien a quien llenar de té flojo, pastelitos sospechosos y parloteo insustancial cuando no tenían a mano a alguien como Vimes. Y al parecer, cuando el tema de los sombreritos perdió su fascinación, los únicos asuntos de interés eran las herencias y las perspectivas de futuros bailes. Y así, fue inevitable que su desasosiego en compañía femenina, su creciente desapego al té del color de la orina y una charla tan insustancial que apenas sería visible bajo un microscopio llevaran a Vimes a decir:

—Disculpen, señoritas, ¿qué es lo que realmente…? O sea, ¿a qué se dedican en realidad? Para ganarse la vida, quiero decir.

La pregunta provocó cinco rostros de genuina incomprensión. Vimes no distinguía a las hijas entre sí, salvo a la llamada Emily, que desde luego no pasaba desapercibida, y posiblemente tampoco por las puertas, y que en ese momento respondió con el tono de quien se encuentra algo desorientado:

—Le ruego que nos disculpe, comandante, pero me parece que no entendemos lo que acaba de expresar.

—Digo que cómo se ganan la vida. ¿Alguna de ustedes tiene empleo? ¿Cómo traen el pan a la mesa? ¿De qué trabajan? —Vimes no captaba nada procedente de Sybil porque no le veía la cara, pero la madre de las chicas lo miraba fijamente con jubilosa fascinación. Qué demonios, si ya había metido la pata, de perdidos al río—. Quiero decir, señoritas, ¿cómo se valen en el mundo? ¿Cómo se ganan el sustento? Aparte de los sombreros, ¿tienen alguna habilidad, como cocinar, por ejemplo?

Otra hija, muy posiblemente Mavis, aunque eran solo suposiciones de Vimes, carraspeó y dijo:

—Por fortuna, comandante, tenemos sirvientes para esa clase de cosas. Somos damas, ¿no lo ve? Sería de todo punto impensable que nos dedicáramos a algún oficio o al comercio. ¡Qué escándalo! Las cosas no funcionan así.

A esas alturas parecía existir una competición para ver quién mataba antes del desconcierto a quién, o posiblemente a quiénes, pero Vimes logró añadir:

—¿No tienen una hermana en el sector maderero?

Era asombroso, pensó, que ni la madre ni Sybil hubieran aportado aún nada a la conversación. Y entonces otra hermana (¿posiblemente Amanda?) pareció dispuesta a hablar. ¿Por qué diablos llevaban todas esos estúpidos vestidos vaporosos? No había quien pudiera echar una jornada decente de trabajo llevando algo tan escaso. Amanda (posiblemente) replicó con tacto:

—Me temo que nuestra hermana es una pequeña vergüenza para la familia, excelencia.

—¿Cómo, por tener trabajo? ¿Por qué?

Otra de las chicas, y para entonces Vimes empezaba a estar ya muy confundido, dijo:

—Bueno, comandante, ahora no tiene esperanzas de conseguir un buen matrimonio… No con un caballero, se entiende.

Aquello se estaba enmarañando, de modo que Vimes preguntó:

—Díganme, señoritas, ¿qué es un caballero?

Tras una conversación entre susurros, una hija expiatoria tomó la palabra con gran nerviosismo.

—A nuestro entender, un caballero es un hombre que no tenga que ensuciarse las manos trabajando.

Se dice que el adamantio es el más fuerte de los metales, pero se habría doblado contra la paciencia de Sam Vimes cuando dijo, forjando minuciosamente cada sílaba:

—Ah, un vago. Les ruego que me expliquen cómo se pesca a un caballero de esa clase, por favor.

Y en verdad ahora parecía que las chicas estuvieran rogando un favor a los dioses. Una de ellas logró decir:

—Verá, comandante, nuestro querido y difunto padre tuvo mala suerte en el mercado del dinero, y me temo que, hasta la muerte de la tía abuela Caléndula, de la que tenemos expectativas, no hay dinero para la dote de ninguna de nosotras.

Los cielos contuvieron el aliento mientras se explicaba a Sam Vimes el concepto de dote, y se formó hielo en las ventanas mientras él se esforzaba por cavilar.

Al final, carraspeó y comentó:

—¡Señoritas, opino que la solución a su problema sería que moviesen esos traseros tan atractivos, salieran al mundo y se buscasen la vida! ¿Una dote? ¿Quieren decir que necesitan pagar a un hombre para que se case con ustedes? ¿En qué siglo creen que vivimos? ¿Es cosa mía, o es la gilipollez más grande que pueda imaginarse?

Miró de reojo a la hermosa Emily y pensó: Madre mía, los hombres harían cola en el jardín para pelearse por ti, querida. ¿Cómo puede ser que no te lo haya dicho nadie? Está muy bien el refinamiento, pero el sentido común tiene su utilidad. Sal afuera, deja que el mundo te vea y a lo mejor encuentra una nueva palabra en su vocabulario, como, por ejemplo, «¡Guau!». En voz alta, prosiguió:

—De verdad, hay un montón de trabajos ahí fuera para una joven con dos dedos de frente. El Hospital Gratuito Lady Sybil siempre anda buscando chicas espabiladas para formarlas como enfermeras, sin ir más lejos. Buena paga, unos uniformes muy favorecedores y buenas probabilidades de pescar a un joven médico mañoso que apunte a lo más alto, sobre todo si lo espolea una chica. Además de que, por supuesto, las enfermeras heredan una cantidad asombrosa de anécdotas divertidas y embarazosas sobre las cosas que la gente mete en… Quizá no sea el momento pero, en cualquier caso, también existe la posibilidad de llegar a enfermera jefa si alcanzan el peso requerido. Un trabajo de mucha responsabilidad, útil para la comunidad en su conjunto, y que al final de una larga jornada les dará la satisfacción de saber que han hecho algo bueno en el mundo.

Vimes miró a su alrededor las caras rosas y blancas que contemplaban un salto a lo desconocido y continuó:

—Claro que, si de verdad quieren seguir con los sombreritos, Sybil y yo tenemos un local decente en Viejos Remendones, en la gran ciudad, que ahora mismo está vacío. Antes era un barrio difícil, pero ahora se están mudando allí los trolls y vampiros más pudientes, y no hay que mirar por encima del hombro los dólares pesados ni los dólares oscuros, sobre todo porque, cuando quieren algo, pagan los dólares que se les pidan. Además, es una zona muy sofisticada. La gente saca sillas y mesas a la acera y no siempre se las roban. Podríamos dejárselo sin pagar alquiler durante tres meses para ver cómo se las apañan, y después a lo mejor tendrían que aprender el concepto del alquiler, aunque sea solo por amor propio. Háganme caso, señoritas, el amor propio es lo que se consigue cuando no hay que pasarse la vida esperando a que una vieja dama rica estire la pata. ¿Alguna interesada?

Vimes consideró una buena señal que las chicas se mirasen entre ellas con lo que solo podía considerarse la desenfrenada conjetura de que tal vez no fueran solo unos adornos inútiles, y por tanto añadió:

—Y hagan lo que hagan, ¡dejen de leer esa idiotez de novelas románticas!

Existía, sin embargo, una bolsa —o tal vez un monedero— de resistencia a la revolución. Una chica estaba de pie junto al coadjutor como si fuera suyo. Miró a Vimes con aire de desafío.

—Le ruego que no me considere atrevida, comandante, pero yo preferiría casarme con Jeremy y ayudarle con su ministerio.

—Muy bien, muy bien —dijo Vimes—; ¿le ama y él le corresponde? Hablen, los dos. —Ambos asintieron, rojos de vergüenza, con un ojo puesto en la madre de la chica, cuya sonrisa de oreja a oreja sugería que lo tomaba por un maravilloso añadido—. En ese caso, les sugiero que se decidan a dar el paso; y usted, joven, haría bien en encontrar un empleo mejor pagado. En eso no puedo ayudarle, pero hoy en día hay religiones a patadas, y yo de usted impresionaría a algún obispo de alguna parte con mi sentido común, que es lo que un eclesiástico necesita por encima de todo… Bueno, de casi todo, y recuerde que siempre se puede subir a lo más alto del escalafón… Aunque en el caso de la religión, tendrá que ser a lo segundo más alto, ¿eh? —Vimes reflexionó durante un momento y añadió—: Pero quizá lo mejor, señoritas, sería mirar un poco a su alrededor hasta que encuentren a algún muchacho que apunte maneras para ser un hombre de éxito, noble o no, y, si les convence, llevarlo de la mano, apoyarle cuando sea necesario, ayudarle cuando se desanime y, en general, estar ahí cuando las busque y asegurarse de que él esté ahí cuando lo busquen. En fin, si los dos ponen de su parte puede acabar saliendo algo bueno. Desde luego ha funcionado al menos una vez, ¿o no, Sybil?

Sybil se echó a reír y las abrumadas chicas asintieron obedientes como si hubieran entendido algo, pero a Vimes le complació sentir un suave contacto de lady Sybil, que ofrecía la esperanza de que no iba a tener que pagar un precio demasiado alto por decir lo que pensaba a aquellas flores delicadas.

Miró a su alrededor como si pretendiera recoger.

—Bueno, creo que eso ha sido todo, ¿no?

—Disculpe, comandante. —Vimes tardó un poco en localizar de dónde había salido la voz; esa hija no había pronunciado una palabra en toda la tarde, pero de vez en cuando había garabateado en un cuaderno. En ese momento lo miraba con una expresión algo más despierta que la de sus hermanas.

—¿Puedo ayudarle, señorita? ¿Y si me dice su nombre?

—Jane, comandante. Me propongo ser escritora. ¿Puedo preguntarle qué opina del oficio como carrera aceptable para una joven dama?

Jane, pensó Vimes, la rara. Y lo era. Compartía el mismo recato de las otras hermanas, pero, por algún motivo, al mirarla le daba la impresión de que lo desnudaba, de que veía lo que pensaba.

Vimes se recostó en su silla, algo a la defensiva, y explicó:

—Bueno, no puede ser un trabajo difícil, dado que todas las palabras estarán inventadas ya, probablemente, o sea que ahí se ahorra tiempo, porque lo único que tiene que hacer es ponerlas en un orden diferente. —Ahí acababa poco más o menos su conocimiento de las artes literarias, pero añadió—: ¿Sobre qué pensaba escribir, Jane?

La chica pareció avergonzada.

—Bueno, comandante, ahora mismo estoy trabajando en lo que podría considerarse una novela sobre las complejidades de las relaciones personales, con todas sus esperanzas, sueños y malentendidos. —Tosió con nerviosismo, como si se disculpase.

Vimes frunció los labios.

—Sí. Tiene pinta de ser una buena idea, señorita, pero la verdad es que no sabría ayudarla en eso; aunque si fuera usted, y tenga en cuenta que se me acaba de ocurrir, yo metería muchas peleas, y cadáveres que caen de armarios roperos… y a lo mejor una guerra, tal vez, en plan telón de fondo.

Jane asintió incómoda.

—Una sugerencia interesante, comandante, con muchos argumentos a favor, pero quizá las relaciones personales se descuidarían un poco.

Vimes meditó sobre esa aportación.

—Bueno, puede que tenga razón. —Entonces, salido de la nada, o tal vez de un profundo agujero, lo asaltó un pensamiento, como le había sucedido en muchas ocasiones anteriores, a veces en pesadillas—. Me pregunto si algún escritor ha pensado en la relación entre el cazador y la presa, el policía y el asesino misterioso, el defensor de la ley que debe pensar a veces como un criminal para hacer su trabajo, y a lo mejor se lleva una desagradable sorpresa al ver lo bien que se le da. Es solo una idea, ojo —concluyó con voz más débil, y se preguntó de dónde diablos habría salido. A lo mejor la extraña Jane se la había sacado de dentro y quizá, incluso, pudiera resolverla.

—¿Alguien quiere más té? —preguntó Ariadne con alegría.

Lady Sybil estaba muy callada cuando partieron en su carruaje, y por tanto Vimes decidió hacer de tripas corazón y no alargar el calvario. Su mujer parecía cavilosa y eso siempre era preocupante.

—¿Me la he ganado, Sybil?

Su esposa lo miró inexpresiva por un momento y luego dijo:

—¿Por soltarle a esa panda de florecillas que dejasen de anhelar una vida y salieran a buscársela ahí fuera? ¡De ninguna manera! Has hecho todo lo que esperaba de ti, Sam. Siempre lo haces. Le dije a Ariadne que no le fallarías. No tiene muchos ingresos y, si tú no les hubieses cantado las verdades del barquero, habría acabado por sacarlas de casa con una pala. No, Sam, solo me pregunto qué te pasa por la cabeza, nada más. Quiero decir que estoy segura de que hay gente que cree que ser policía es solo un trabajo, pero tú no, ¿verdad? Estoy muy orgullosa de ti, Sam, y no te cambiaría por nada en el mundo, pero a veces me preocupo. ¡En cualquier caso, bien hecho! Esperaré con interés para ver lo que escribe la joven Jane.

Al día siguiente, Vimes se llevó a su hijo a pescar, actividad que se vio algo entorpecida por su absoluto desconocimiento de ese arte. Al joven Sam no pareció importarle. Había localizado un camaronero entre los tesoros del cuarto de los niños y estaba trasteando con él donde no cubría, persiguiendo cangrejos y de vez en cuando quedándose casi rígido para mirar algo fijamente. Cuando superó la impresión, Vimes reparó en que el joven Sam lo hacía con total alegría, y en una ocasión señaló a su embelesado padre unas cosas en la corriente que eran «como insectos en el agua pero con un abrigo hecho de piedrecitas», que Vimes tuvo que investigar para encontrarse con que era del todo cierto. Eso asombró a Sam Vimes más incluso que a su hijo, que en realidad, como informó a su padre mientras regresaban para el almuerzo, lo que quería de verdad era averiguar si los peces hacían caca, una cuestión que no había intrigado a Vimes en su vida pero que parecía de gran importancia para su hijo. Tanto, que en el camino a casa tuvo que impedir que volviese corriendo al arroyo para ver si salían para hacerlo, porque si no, vaya, ¡puaj!

Sybil había prometido al joven Sam otra excursión a la granja por la tarde, lo que dejó a Sam Vimes a su aire, o al aire que pudiese encontrar un policía en los tranquilos senderos. Vimes tenía instinto callejero; no sabía lo que implicaría el instinto senderero, pero posiblemente consistiría en cosas como estrangular armiños y saber si lo que acababa de decir «mu» era una vaca o un toro sin tener que agacharse para descubrirlo.

Y mientras paseaba por los ondulantes terrenos con los pies doloridos, deseando que hubiera adoquines debajo de ellos, sintió una vez más el cosquilleo: el cosquilleo que eriza el vello de la nuca del policía cuando sus aguzados sentidos le dicen que está ocurriendo algo que no debería y que pide a gritos que se solucione.

Pero allí había otro policía, ¿verdad?, un auténtico pies planos que se había empradizado. Pero ser poli te manchaba hasta el tuétano, nunca acababas de quitártelo de encima. Sonrió. Quizá fuese hora de brindar por la camaradería con el señor Jiminy.

La Cabeza del Trasgo estaba vacía de clientes a esa hora del día, salvo por el sempiterno trío del banco de fuera. Vimes se sentó a la barra con un vaso del refresco de remolacha de la señora Jiminy y se inclinó con aire confidencial hacia el camarero.

—Y bien, señor Jiminy, ¿qué hay aquí que pueda interesar a un viejo policía?

Jiminy abrió la boca, pero Vimes prosiguió:

Ir a la siguiente página

Report Page