Snuff

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—Porra de palisandro. ¿Guardia de la Ciudad de Pseudópolis? Sé que tengo razón. No es ningún delito. Es el sueño de todo policía, y es normal que uno se lleve su fiel porra para tener una amiguita en la que confiar si el cliente no sabe beber ni capta las indirectas. —Vimes ya se había acodado en la barra y dibujaba con un charquito de cerveza derramada—. Pero el trabajo le sigue a uno, ¿verdad? Y si tiene un pub es por partida doble, porque oye toda clase de cosas, cosas que deja correr porque ya no es poli, aunque en el fondo sepa que lo es. Y debe de preocuparle, en algún lugar de su alma, que pasen cosas raras por estos lares. Hasta yo lo noto. Es el olfato del guardia. Lo huelo en el aire. Me sube por las botas. Secretos y mentiras, señor Jiminy, secretos y mentiras.

Jiminy pasó el trapo con mucha parsimonia sobre la cerveza derramada y dijo, como si tuviera la cabeza en otra parte:

—Mire, comandante Vimes, las cosas son diferentes en el campo. La gente cree que el campo es buen sitio para esconderse. No es así. En la ciudad eres una cara entre la multitud. En el campo, la gente te mira hasta que te pierdes de vista, solo por pasar el rato. Como dice, ya no soy policía: no tengo ni la licencia ni la inclinación. Y ahora, si no le importa, me queda trabajo por hacer. Pronto llegarán más clientes. Mire por donde pisa, excelencia.

Vimes no soltó su presa.

—Un dato interesante, señor Jiminy: sé que tiene arrendado este pub pero, mire por donde, sigo siendo su terrateniente. Lo lamento, pero antes de venir al campo consulté un mapa y vi un pub en nuestras tierras. Me pareció un desperdicio, pero eso no impide que sea su casero. Ya sé que no es muy amable por mi parte, pero me pregunto, señor Jiminy, si no resultará que no todo el mundo por aquí arde en deseos de tener al comandante de la Guardia de la Ciudad en su tranquilo escondrijo, ¿eh? —Una imagen del pobre y viejo lord Óxido diciéndole toscamente que allí no había nada de interés cruzó la mente de Vimes.

La expresión de Jiminy estaba petrificada, pero Vimes, que conocía ese juego, vio el minúsculo tic que, una vez descodificado, significaba: «Sí, pero no he dicho nada y nadie puede demostrar que lo haya dicho. Ni siquiera tú, amigo mío».

Cualquier intento de ahondar en la cuestión quedó interrumpido cuando los hijos de la tierra empezaron a entrar, uno por uno, para celebrar el final de la jornada de trabajo. En esa ocasión hubo menos suspicacia en sus ojos cuando saludaron a Vimes con la cabeza de camino a la barra, así que se concentró en su pinta de zumo de remolacha picante y se limitó a disfrutar del momento. Fue un momento muy corto, al final del cual el herrero entró en el bar con aire bravucón y caminó derecho hacia él.

—¡Está en mi sitio!

Vimes miró a su alrededor. Estaba sentado en un banco que era indistinguible de los demás de la sala, pero aceptó la posibilidad de que el suyo tuviera algo místico, cogió su vaso y se dirigió a otro libre, donde se sentó justo a tiempo de oír que el herrero decía:

—Ese también es mi sitio, ¿entendido?

Vaya, hombre, ahí tenía la obertura y primeros compases de una pelea, y Vimes no era ningún principiante, no señor, y en los ojos del herrero vio la mirada de un hombre que tenía ganas de dar un puñetazo a alguien y muy probablemente consideraba a Vimes el candidato ideal.

Notó la suave presión de sus nudilleras en el bolsillo del pantalón. Vimes había sido algo ahorrador con la verdad al prometerle a su esposa que no se llevaría ninguna arma de vacaciones. Sin embargo, había razonado que unas nudilleras, más que un arma, eran un modo de asegurarse de seguir con vida. Podrían calificarse de instrumento defensivo, una especie de escudo, por así decirlo, sobre todo si había que defenderse antes de ser objeto de ataque. Se puso en pie.

—Señor Jetro, le agradecería que tuviera la amabilidad de escoger qué silla es la suya esta tarde, si no le importa, después de lo cual querría disfrutar de mi bebida en paz.

Quienquiera que dijese que una respuesta suave aplaca la ira nunca trabajó en un bar. El herrero estaba más o menos tan acalorado como su forja.

—A mí usted no me llama Jetro, ni se le ocurra.

Puede llamarme señor Jefferson, ¿estamos?

—Y a mí puede llamarme Sam Vimes. —Observó que Jefferson se preocupaba de dejar la bebida en la barra antes de acercársele con grandes zancadas.

—Ya sé lo que puedo llamarle, señor…

Vimes palpó el liso metal de los nudillos suplentes, pulido como estaba tras años de abrasión causada por sus pantalones y, huelga decirlo, alguna que otra barbilla. Cuando metió la mano, casi saltaron a su sitio.

—Lo lamento, excelencia —dijo Jiminy mientras lo apartaba con amabilidad y se dirigía al herrero—. Vamos a ver, Jetro, ¿a qué viene esto?

—¿Excelencia? —se burló Jetro—. ¡No pienso llamarle así! ¡No pienso lamerle las botas como todos los demás! ¡Viene aquí dándose aires, en plan gran señor, como si esto fuera suyo! Pero esa es la cuestión, ¿no? ¡Que es suyo! ¡Un solo hombre con toda esta tierra! ¡No debería ser así! A ver, ¿cómo se llegó a eso? ¡Venga, explíquemelo!

Vimes se encogió de hombros.

—Bueno, no soy un experto, pero tengo entendido que los antepasados de mi esposa lucharon contra alguien para ver quién se lo quedaba.

La cara del herrero se iluminó con un placer malicioso mientras se quitaba el delantal de cuero.

—Vale, muy bien. No hay problema. Así es como se hace, ¿no? Me parece bien. Pues le diré lo que va a pasar: lucharé con usted para ver quién se lo queda, aquí y ahora, y mire lo que le digo, lucharé con una mano atada a la espalda, visto que es un poco más bajo que yo.

Vimes oyó un leve roce de madera a su espalda: era el sonido de un tabernero sacando con disimulo una porra de palisandro de medio metro de su lugar de costumbre bajo la barra.

Jetro también debía de haberlo oído, porque gritó:

—Y no intentes nada con eso, Jim. Sabes que te lo quitaré de las manos antes de que te enteres, y esta vez te lo meteré donde el sol no brilla.

Vimes echó un vistazo al resto de los clientes, que estaban imitando a unas estatuas de piedra con notable éxito.

—Mire —dijo—, en realidad no quiere pelearse conmigo.

—¡Sí que quiero, sí! Lo ha dicho usted mismo. Algún antepasado se llevó todo esto en una pelea, ¿no? ¿Quién dice que sea momento de dejar de pelear?

—Burleigh y Fuerteenelbrazo, señor —dijo una voz educada pero gélida tras el grandullón. Para asombro de Vimes, era la de Willikins—. No soy un hombre cruel, señor, no le dispararé en la barriga, pero me aseguraré de que comprenda hasta qué punto daba por sentados sus dedos de los pies. No, por favor, no haga ningún movimiento brusco. Las ballestas de Burleigh y Fuerteenelbrazo son famosas por la sensibilidad de sus gatillos.

Vimes respiró de nuevo cuando Jetro alzó las manos. En algún lugar de toda aquella rabia debía de quedar un ápice de instinto de supervivencia. Pese a todo, el herrero lo fulminó con la mirada y declaró:

—Necesita que lo proteja un matón a sueldo, ¿verdad?

—A decir verdad, señor —replicó Willikins sin alterarse—, el comandante Vimes me tiene empleado como caballero del caballero, y preciso esta ballesta porque a veces sus calcetines plantan cara. —Miró a Vimes—. ¿Alguna instrucción, comandante? —Y luego gritó—: No se mueva, señor, porque o mucho me equivoco o un herrero necesita las dos manos para trabajar. —Se volvió hacia Vimes de nuevo—. Disculpe el exabrupto, comandante, pero conozco a los de su calaña.

—Willikins, yo diría que tú eres de su calaña.

—Sí, señor, gracias, señor, y no me fiaría ni un pelo de mí mismo, señor. Sé distinguir a los peores. Tengo espejo.

—Y ahora quiero que guardes ese puto trasto, Willikins. ¡Alguien podría hacerse daño! —ordenó Vimes con su voz formal.

—Sí, señor, esa habría sido mi intención. No podría mirar a la señora a la cara si le pasara algo.

Vimes pasó la mirada de Willikins a Jetro. Aquel asunto era un grano que había que reventar cuanto antes. Pero no podía culpar al muchacho. Él mismo había pensado de igual manera, muchas veces.

—Willikins —dijo—, haz el favor de guardar el condenado trasto con cuidado y sacar tu cuaderno. Gracias. Y ahora, por favor, escribe lo siguiente: «Yo, Samuel Vimes, algo reacio a ser el duque de Ankh, me dispongo a pelear con mi amigo Jetro…». ¿Cómo ha dicho que se apellidaba, Jetro?

—Miré, señor, no le…

—¡Le he pedido su maldito apellido, señor! Jiminy, ¿cuál es?

—Jefferson —respondió el tabernero, que sostenía su porra como una manta de seguridad—. Pero escuche, excelencia, no hace falta que…

Vimes no le hizo caso y siguió.

—¿Por dónde iba? Ah, sí: «… mi amigo Jetro Jefferson, en un combate amistoso por la propiedad de la Mansión y su predio, sea eso lo que sea, que irán a parar a aquel de nosotros que no diga «me rindo» el primero, y si soy yo quien pronuncia esas palabras, no habrá repercusiones de ninguna clase para mi amigo Jetro, ni para mi fiel Willikins, que ha suplicado que no participe en este amistoso intercambio de golpes». ¿Lo has apuntado, Willikins? Hasta te daré una tarjeta de «quedas libre de la cárcel» para que se la enseñes a la señora si salgo magullado. Y ahora dámela para que la firme.

Willikins le entregó la libreta a regañadientes.

—No creo que funcione con la señora, señor. Mire, los duques no deberían ir por ahí… —Dejó la frase en el aire al ver la sonrisa de Vimes.

—Ibas a decir que no van por ahí buscando pelea, ¿verdad, Willikins? Y si lo hubieras hecho, yo te habría dicho que la palabra «duque» significa sin lugar a dudas que se busca pelea.

—Oh, muy bien, señor —dijo Willikins—, pero tal vez debería usted advertirle…

Los clientes del pub interrumpieron al mayordomo dándose empujones para salir y alejándose por el pueblo a la carrera, con lo que dejaron a Jetro solo y desconcertado. Cuando hubo recorrido la mitad de la distancia hasta el herrero, Vimes se volvió para mirar a Willikins y dijo:

—Quizá creas ver cómo me enciendo un puro, Willikins, pero en esta ocasión opino que tu vista tal vez te juega una mala pasada, ¿lo comprendes?

—Sí, y en realidad también estoy sordo, comandante.

—Así me gusta. Y ahora vamos afuera, donde hay menos cristales y mejores vistas.

Jetro parecía un hombre al que hubiesen quitado el suelo bajo los pies pero no supiera caerse.

Vimes encendió su puro y saboreó, solo por un momento, la fruta prohibida. Después le tendió el paquete al herrero, que lo rechazó sin mediar palabra.

—Muy sensato —dijo Vimes—. A ver, será mejor que le diga que, al menos una vez por semana, incluso hoy en día, tengo que pelearme con personas que intentan matarme con toda clase de cosas, desde espadas hasta sillas, y en un caso con un salmón muy grande. Tal vez no sea exacto que quieran matarme, pero sí intentan impedir que los arreste. Mire —recalcó, señalando con una mano el paisaje en general—, toda esta… historia sucedió, me guste a mí o no. De oficio soy solo un policía.

—Ya —dijo Jetro—. ¡Pisoteando las caras de las masas desfavorecidas!

Vimes estaba acostumbrado a esa clase de comentarios y se lo tomó con calma.

—Últimamente no puedo pisotearlas, porque siempre está el molinillo de por medio. Vale, no ha sido muy bueno, lo reconozco. —Vimes reparó en que se acercaba gente por el camino, entre ellos mujeres y niños. Parecía que la clientela del pub había movilizado al vecindario. Se volvió hacia Jetro—. ¿Seguiremos las reglas del marqués de Fantailler?

—¿Qué son? —preguntó el herrero mientras saludaba con la mano a la horda que se acercaba.

—Las reglas de lucha del marqués de Fantailler —dijo Vimes.

—¡Si las escribió un marqués no quiero saber nada de ellas!

Vimes asintió.

—¿Willikins?

—Lo he oído, comandante, y ya consta en mi libreta: «Fantailler rehusado».

—Pues muy bien, señor Jefferson —indicó Vimes—. Sugiero que le pidamos al señor Jiminy que dé comienzo a la contienda.

—Quiero que su lacayo escriba en esa libreta suya que no echarán a mi madre de su casa, pase lo que pase, ¿vale?

—Trato hecho —dijo Vimes—. Willikins, por favor, toma nota de que la madre del señor Jefferson no debe ser expulsada de su casa, golpeada con palos, sometida al cepo ni maltratada de ninguna otra manera, ¿entendido?

Willikins, intentando sin éxito disimular su sonrisa, lamió el lápiz y escribió con diligencia. Vimes, haciendo menos ruido, tomó una nota mental que decía: «El chaval va perdiendo ferocidad. Está pensando que no es imposible que acabe muerto. No he pegado un puñetazo, ni siquiera uno pequeñito, y ya se está preparando para lo peor. Por supuesto, en estos casos lo suyo siempre es prepararse para lo mejor».

La muchedumbre crecía a ojos vista. Bajo la mirada de Vimes, por el camino se acercó un grupo de personas que llevaban a un hombre muy viejo sobre un colchón, apretando el paso por el alborozo con que el anciano les sacudía en las corvas con su bastón. Las madres de las últimas filas sostenían en alto a sus hijos para que viesen mejor y, de golpe y porrazo, todo hombre llevaba un arma. Era como una revuelta campesina, pero sin la revuelta y con un tipo muy educado de campesinos. Los hombres se llevaban la mano a la frente cuando Vimes miraba en su dirección y las mujeres hacían reverencias, o al menos bajaban y subían un poquito, inquietantemente desacompasadas, como temblorosos pedales de órgano.

Jiminy se acercó a Vimes y el herrero con cautela y, a juzgar por la pátina de su cara, mucha aprensión.

—Muy bien, caballeros, he elegido considerar esto una pequeña demostración de pugilismo, una alegre prueba de fuerza y arrojo propia de cualquier velada de verano, todos amigos en el fondo, ¿vale? —En sus ojos brillaba una chispa de súplica—. Y cuando se hayan desahogado habrá una pinta esperando a cada uno en la barra. No rompan nada, por favor. —Sacó un pañuelo desgastado de un bolsillo del chaleco y lo sostuvo en el aire—. Cuando esto toque el suelo, caballeros… —anunció, y retrocedió muy deprisa.

El pedazo de lino pareció desafiar a la gravedad durante un rato pero, cuando tocó el suelo, Vimes agarró la bota del herrero con las dos manos a media patada y dijo con mucha calma al hombre que se revolvía:

—Un poco adelantado, ¿no le parece? ¿Y para qué le ha servido? ¿Oye cómo se ríen todos? Le soltaré por esta vez.

Vimes empujó a la vez que soltaba el pie, lo que hizo que Jetro trastabillase hacia atrás. Vimes sintió cierto placer al ver que el herrero perdía los nervios tan pronto, pero acto seguido Jetro recobró la compostura y cargó hacia él, aunque enseguida se detuvo, posiblemente porque Vimes estaba sonriendo.

—Así me gusta, muchacho —reconoció—, acabas de ahorrarte un dolor atroz en los inmencionables.

Cerró los puños e hizo un gesto incitador a su perplejo adversario por encima de la mano izquierda. El herrero arremetió con todas sus fuerzas y se llevó una patada en la rótula que lo tumbó en el suelo, de donde Vimes lo recogió, con lo que volvió a tumbarlo metafóricamente.

—Pero ¿qué te ha hecho creer que iba a boxear? Eso es lo que los profesionales llamamos dar camelo. ¿Qué buscabas, la distancia corta? Yo también la buscaría si fuese un tipo enorme como tú, pero no voy a darte ocasión. —Vimes negó con la cabeza, apenado—. Tendrías que haber elegido el marqués de Fantailler. Creo que han tallado eso en más de una lápida. —Dio una generosa calada a su puro; la ceniza aún estaba intacta.

Ciego de ira, Jetro se abalanzó hacia Vimes y se llevó un golpe de canto en la cabeza casi al mismo tiempo que recibía un rodillazo en el estómago que le cortó la respiración. Fueron juntos al suelo, con Vimes como director de orquesta. Se aseguró de aterrizar encima, desde donde se inclinó y susurró al oído de Jetro:

—Vamos a ver lo listo que eres, ¿vale? ¿Eres un hombre capaz de controlar su genio? Porque si no, te dejaré una nariz tan hinchada que tendrás que poner el pañuelo en la punta de un palo. No creas ni por un momento que no soy capaz. Pero supongo que un herrero sabe cuándo enfriar el metal, y te estoy dando la oportunidad de decir que al menos tiraste al duque al suelo delante de todos tus amigos, y nos levantaremos para darnos la mano como los buenos caballeros que no somos ni tú ni yo, y el público aplaudirá y entrará en el pub para ponerse hasta las cejas de la cerveza que les pagaré. ¿Estamos de acuerdo?

Sonó un «sí» apagado y Vimes se levantó, asió la mano del herrero y le alzó el brazo, lo que causó cierta perplejidad, hasta que dijo:

—¡Sam Vimes les invita a todos a beber con él en el establecimiento del señor Jiminy!

Todos se sacudieron de encima el desconcierto para dejar sitio a la cerveza. La muchedumbre entró en tropel en el pub y dejó a solas a Vimes y al herrero, además de Willikins, que era capaz de pasar asombrosamente desapercibido cuando se lo proponía.

—Los herreros también tienen que saber templar —afirmó Vimes mientras la gente se dispersaba rumbo al pub—. A veces el frío es mejor que el calor. No le conozco mucho, señor Jefferson, pero la Guardia de la Ciudad necesita gente capaz de aprender rápido y calculo que usted no tardaría en llegar a sargento. También podríamos emplearlo de herrero. Es asombroso lo que llega a abollarse una armadura cuando se pisotea la cara de los pobres.

Jetro bajó la vista a sus botas.

—Vale, puede ganarme en una pelea, pero eso no significa que sea justo, ¿de acuerdo? ¡Qué va a saber usted!

Se oía jolgorio dentro del pub. Vimes se preguntó cuánto adornarían su pequeño encontronazo. Se volvió hacia el herrero, que no se había movido.

—¡Escúchame bien, memo, a mí no me criaron con cuchara de plata! De pequeño las únicas cucharas que veía eran de madera, y ya podía darme con un canto en los dientes si tenían algo comestible encima. Fui un chaval de la calle, ¿comprendes? Si me hubiesen soltado aquí me habría parecido el paraíso, con toda esa comida que se te echa encima desde cualquier seto. Pero me hice policía porque pagaban, y me enseñaron a ser policía otros guardias decentes, porque créeme, amigo, me despierto todas las noches sabiendo que podría haber acabado siendo otra cosa. Entonces encontré a una buena mujer y yo de ti, muchacho, esperaría encontrar también una. O sea que me adecenté y luego un día lord Vetinari… has oído hablar de él, ¿no, chaval? Bueno, pues necesitaba a un hombre que pusiera manos a la obra, y el título abre puertas y así no tengo que echarlas abajo a patadas, ¿y sabes qué? Creo que mis botas han visto tanta delincuencia con el paso de los años que me llevan hacia ella por su cuenta, y sé que aquí hay algo que pide a gritos una patada. Y tú también, lo huelo en ti. Dime qué es.

Jetro siguió mirándose las botas sin decir nada.

Willikins carraspeó.

—Me pregunto, comandante, si no sería de utilidad que yo mantuviera una pequeña charla con el joven, desde lo que podría calificarse como una posición menos elevada. ¿Por qué no va usted a contemplar las maravillas del paisaje local?

Vimes asintió.

—De buena gana, si crees que servirá de algo.

Y se alejó a examinar un seto de madreselva con gran interés mientras Willikins, con sus relucientes zapatos de mayordomo y su inmaculada chaqueta, se acercaba a Jetro, lo envolvía con un brazo y decía:

—Esto que notas en la garganta es una navaja, y no de las de comer, sino de las de verdad, el último grito, y nunca mejor dicho. Eres un soplagaitas y yo no soy el comandante, o sea que te ensartaré como a una aceituna si haces algún movimiento. ¿Entendido? ¡Pues no asientas con la cabeza! Bien, vamos aprendiendo, ¿eh? Escucha, hijo, en el comandante confían el Rey Diamante de los trolls y el Bajo Rey de los enanos, que solo tendrían que pronunciar una palabra para que tu insignificante corpachón conociese la caricia de una gran cantidad de versátiles hachas, y también confían en él lady Margolotta de Uberwald, que confía en muy poca gente, y lord Vetinari de Ankh-Morpork, que no confía en nadie en absoluto. ¿Entendido? ¡Que no asientas! Y tú, chavalín, has tenido la desfachatez de dudar de su palabra. Yo soy un tipo pacífico, pero esa clase de comportamiento me saca de mis casillas, no me importa reconocerlo. ¿Lo entiendes? He dicho que si lo entiendes. Ah, vale, ahora puedes asentir. Por cierto, joven, ve con cuidado con a quién llamas lacayo, ¿vale? Hay gente a la que le violentaría mucho que se lo llamaran. Un consejo, chaval: conozco al comandante, y que hayas pensado en tu madre y lo que podría pasarle me hace suponer que no te veré en una caja de pino, porque en el fondo es un alma sensible.

La navaja de Willikins desapareció tan deprisa como había aparecido, y con la otra mano el caballero del caballero sacó un cepillito y arregló el cuello de la camisa del herrero.

—Willikins —dijo Vimes desde lejos—, si has acabado ¿podrías irte a dar un paseo, por favor?

Cuando su sirviente se quedó a la sombra de un árbol un poco alejado, Vimes explicó:

—Lo siento, pero todo hombre tiene su orgullo. Yo siempre lo tengo presente, y tú también deberías. Soy guardia, policía, y aquí hay algo que me llama. Me da la impresión de que tienes algo que te gustaría que supiese, y esto no trataba solo de quién manda aquí, ¿me equivoco? Ha pasado algo malo, prácticamente lo estás sudando. ¿Y bien?

Jetro se inclinó hacia él.

—La floresta del Muerto, en la colina. Medianoche. No esperaré.

Entonces el herrero dio media vuelta y se alejó sin mirar atrás.

Vimes encendió un puro nuevo y avanzó con calma hacia donde Willikins aparentaba disfrutar del paisaje. Se enderezó al ver a Vimes.

—Será mejor que partamos, señor. La cena es a las ocho y a la señora le gustaría verlo elegante. Atribuye mucho valor a que se vista con elegancia, señor.

Vimes gimió.

—¿No tocarán las calzas oficiales?

—Por suerte no, señor, no en el campo, pero la señora ha dejado muy claro que debo sacar el traje color ciruela, señor.

—Dice que me hace muy buena planta —refunfuñó Vimes—. ¿Tú crees que me hace buena planta? ¿Dirías que soy una persona de buen plantar? —Los pájaros empezaron a trinar desde una rama baja del árbol.

—Yo lo veo más de buen correr, señor —reconoció Willikins.

Emprendieron el camino a casa, en silencio durante un rato, lo que quiere decir que ninguno de los dos hombres habló mientras la fauna cantaba, zumbaba y chillaba, hasta el punto en que Vimes dijo:

—Ojalá supiera qué demonios son todos esos bichos.

Willikins ladeó la cabeza un momento y luego añadió:

—El somormujo de Parkinson, el comerranas buchón y el meneón de credos común, señor.

—¿Los conoces?

—Oh, sí, señor. Frecuento los teatros de variedades, señor, y siempre hay un imitador de pájaros u otros animales en el programa. Los nombres se le acaban quedando a uno. También me sé setenta y tres ruidos de granja, mi favorito entre los cuales es el de un granjero al que se le ha quedado la bota pegada al fango y no tiene otro sitio en el que posar su pie, cubierto solo por un calcetín, que el susodicho fango. Sumamente entretenido, señor.

A esas alturas habían llegado ya a la larga avenida de la Mansión, y sus botas pisaban gravilla. Entre dientes, Vimes dijo:

—He quedado con el joven señor Jefferson a medianoche, en la floresta del monte del Ahorcado. Desea contarme algo importante. Refréscame la memoria, Willikins; ¿qué es exactamente una floresta?

—Cualquier sitio con árboles. Estrictamente, lo del monte del Ahorcado es un hayedo. Eso solo significa, bueno, una floresta de hayas. ¿Se acuerda de Jack Ramkin el Loco? ¿El que se gastó una fortuna en elevar diez metros el monte? Él mandó plantar las hayas en la cima.

A Vimes le gustaba el crujido de la gravilla; camuflaría el sonido de su conversación.

—He hablado con el herrero y juraría que nadie nos ha oído, pero esto es el campo, ¿verdad, Willikins?

—Había un hombre tendiendo trampas para conejos en el seto que tenían detrás —indicó Willikins—. Una actividad de lo más normal, aunque a mis ojos se lo tomaba con demasiada calma.

Avanzaron entre crujidos un rato más y Vimes dijo:

—Dime, Willikins. Si un hombre ha quedado con otro a medianoche en un lugar con un nombre como floresta del Muerto, en el monte del Ahorcado, ¿qué curso de acción considerarías más sensato para él si su mujer le hubiera prohibido llevar armas a su casa de campo?

Willikins asintió.

—Bueno, señor, dada su máxima de que todo es un arma si uno decide verla como tal, yo a ese hombre le aconsejaría averiguar si tiene un compatriota que, por ejemplo, se haya procurado las llaves de un armarito que contiene una serie de cuchillos de trinchar de soberbia factura, ideales para el cuerpo a cuerpo; y personalmente lo acompañaría con un alambre cortaquesos, señor, de acuerdo con mi creencia de que lo único que importa en una lucha a muerte es que la muerte no sea la propia.

—¡Un cortaquesos no puede ser, hombre! ¡Que soy el comandante de la Guardia!

—Muy cierto, comandante, y por tanto le aconsejo sus nudilleras… ¿la alternativa del caballero? Sé que nunca viaja sin ellas, señor. Hay mucho desaprensivo suelto y sé que usted debe de contarse entre ellos.

—Mira, Willikins, no me gusta involucrarte en todo esto. Solo es una corazonada, a fin de cuentas.

Willikins rechazó el argumento con un gesto de la mano.

—No me lo perdería por nada del mundo, señor, porque todo esto también me está picando la curiosidad. Dispondré un surtido de armas de filo en su vestidor, señor, y por mi parte acudiré a la floresta media hora antes de la cita, con mi fiel ballesta y un repertorio de mis juguetes favoritos. Es casi luna llena, el cielo está despejado, habrá sombras por todas partes y yo estaré en la más oscura de ellas.

Vimes lo miró durante un momento.

—¿Me permites que corrija esa sugerencia? ¿Te importaría no estar en la segunda sombra más oscura, una hora antes de medianoche, para ver quién se mete en la más oscura?

—Ah, sí, por eso está usted al mando de la Guardia, señor —dijo Willikins, y para asombro de Vimes había un atisbo de lágrima en su voz—. Está escuchando la calle, ¿verdad que sí, señor?

Vimes se encogió de hombros.

—¡Aquí no hay calles, Willikins!

El mayordomo negó con la cabeza.

—Cuando se es un chaval de la calle, nunca se deja de serlo, señor. Nos acompaña en los momentos de necesidad. Las madres quedan atrás, los padres quedan atrás, si es que en algún momento llegamos a conocerlos, pero la Calle, en fin, la Calle cuida de nosotros. En los momentos de necesidad nos mantiene con vida.

Willikins se adelantó a toda velocidad y llamó al timbre para que el criado tuviera la puerta abierta en el momento en que Vimes coronase los escalones.

—Tiene el tiempo justo para escuchar cómo el joven Sam le lee, señor —añadió mientras subían la escalera—. Esto de leer es algo maravilloso, ojalá hubiese aprendido de pequeño. La señora estará en su vestidor y los invitados empezarán a llegar dentro de una media hora. Debo irme, señor. Tengo que enseñarle modales a ese sapo gordo del mayordomo, señor.

Vimes se estremeció.

—No tienes permiso para estrangular mayordomos, Willikins. Estoy seguro de haberlo leído en un libro de etiqueta.

Willikins se hizo el ofendido.

—No habrá garrote de por medio, señor —prometió mientras abría la puerta del vestidor de Vimes—, pero es un esnob de marca mayor. No he conocido a ningún mayordomo que no lo fuera. Bastará con que le dé una lección básica.

—Bueno, él es el mayordomo y esta es su casa —observó Vimes.

—No, señor, la casa es de usted y, como soy su sirviente personal, según las leyes irrevocables del ala de servicio, ¡mando más que todos esos capullos perezosos! Les enseñaré cómo hacemos las cosas en el mundo real, señor, no se preocupe…

Lo interrumpió una sonora llamada a la puerta seguida de un resuelto traqueteo del picaporte. Willikins abrió y el joven Sam entró con paso firme y anunció:

—¡A leer!

Vimes cogió a su hijo en brazos y lo sentó en una silla.

—¿Cómo te ha ido la tarde, hijo mío?

—¿Sabías —dijo el joven Sam como revelando el resultado de una seria investigación— que las vacas hacen cacas muy grandes y fofas, pero las ovejas hacen cacas pequeñas, como bombones?

Vimes intentó no mirar a Willikins, que temblaba de risa contenida. Logró mantener solemne su expresión y respondió:

—Bueno, es normal, las ovejas son más pequeñas.

El joven Sam reflexionó al respecto.

—La caca de vaca hace plof —especuló—. Eso no lo decía en ¿Dónde está mi vaca? —En la voz del pequeño se notaba cierta irritación por que le hubiesen ocultado una información tan importante—. La señorita Felicidad Bidel no se lo habría saltado.

Vimes suspiró.

—Seguro que no.

Willikins abrió la puerta.

—Les dejo a sus anchas, caballeros, y a usted le veo más tarde, señor.

—¿Willikins? —dijo Vimes cuando el hombre ya tenía la mano en el pomo—. Tengo la impresión de que consideras mis nudilleras inferiores a las tuyas. ¿Es eso cierto?

Willikins sonrió.

—Usted nunca ha acabado de ver bien las que llevan pinchos, ¿verdad, señor? —Cerró la puerta con delicadeza a su espalda.

El joven Sam ya leía solo de un tiempo a esa parte, lo que era un gran alivio. Por suerte, las obras de la señorita Felicidad Bidel no consistían solo en emocionantes referencias a la caca en todas sus manifestaciones, pero su producción de pequeños volúmenes infantiles era tan regular como muy bien recibida, por lo menos entre los niños. El motivo era que había investigado detenidamente a su público, y el joven Sam se había leído enteros y sin parar de reír Los pequeños meones libres, La guerra contra los trasgos del moco y Geoffrey y el País de la Caca. Para los niños de cierta edad, los libros eran como una plasta de maná caída del cielo. En ese momento, Sam reía hasta ahogarse leyendo El niño que no sabía rascarse las costras, la más absoluta de las mondas para un niño de seis años recién cumplidos. Sybil argumentaba que los libros estaban aumentando el vocabulario del joven Sam, y no solo en lo escatológico, y era cierto que empezaba, cuando se le animaba, a leer libros en los que nadie hacía de vientre ni una sola vez. Lo cual, bien pensado, era todo un misterio.

Vimes llevó a su hijo a la cama tras diez minutos de placentera escucha, y había logrado afeitarse y ponerse la temida ropa de noche unos instantes antes de que su esposa llamase a la puerta. Vestidores y baños separados, pensó Vimes… para quien pudiera permitírselos, no había mejor manera de mantener feliz un feliz matrimonio. Y para mantener feliz un feliz matrimonio permitió que Sybil se colase como un polizón, vestida, casualmente, con un polisón,[11] para ajustarle la camisa, ponerle bien el cuello y dejarlo presentable para las visitas.

Y luego dijo:

—Tengo entendido que has dado al herrero una breve lección de combate sin armas, cariño… —La pausa flotó en el aire como un nudo corredizo de seda.

—Aquí pasa algo raro —logró insinuar Vimes—, lo sé.

—Yo también lo creo —confirmó Sybil.

—¿En serio?

—Sí, Sam, pero ahora no es el momento. Los invitados están al caer. Si pudieras abstenerte de voltear a ninguno sobre tu hombro entre platos, te lo agradecería. —Era una regañina terrorífica, teniendo en cuenta el habitual tono plácido de Sybil. Vimes hizo lo que haría cualquier marido prudente, es decir, dinámicamente nada. De repente llegó de abajo un barullo de voces y grava removida por los carruajes. Sybil plegó velas y se dirigió a la planta baja para oficiar de refinada anfitriona.

Por mucho que su esposa insinuara lo contrario, a Vimes se le daban bastante bien las cenas, ya que había asistido a innumerables actos públicos en Ankh-Morpork. El truco era dejar que el resto de comensales se ocuparan de la conversación y darles la razón de vez en cuando, lo que le concedía tiempo para pensar en otras cosas.

Sybil se había asegurado de que la cena de esa velada fuese bastante informal. Los invitados eran sobre todo personas de cierta clase que vivían en el campo pero no eran, por así decirlo, de campo. Soldados retirados, un sacerdote de Om, la señorita Chollos, soltera y acompañada de una dama de apariencia estricta que llevaba el pelo corto, camisa de hombre y reloj de bolsillo, y, sí, la señorita Felicidad Bidel. Vimes creyó que había metido la pata cuando dijo:

—Ah, sí, la señora de la caca.

Pero ella se echó a reír y le dio la mano mientras respondía:

—¡No se preocupe, excelencia, me la lavo muy bien después de escribir!

Y tenía una señora risa. Era una mujer menuda, con ese aspecto extraño que tienen algunas personas que dan la impresión de vibrar sutilmente aunque estén inmóviles. Daba la impresión de que, si de pronto se rompía algún dique, la liberación de energía acumulada la catapultaría a través de la ventana más próxima.

La señorita Bidel le dio en la barriga con el dedo.

—Y usted es el famoso comandante Vimes. Ha venido a arrestarnos a todos, ¿eh?

Por supuesto, era lo que Vimes oía sin falta cada vez que no impedía a Sybil aceptar otra invitación a un estirado acontecimiento social. Pero mientras la señorita Bidel se reía, el silencio cayó sobre el resto de invitados como una caja fuerte de hierro colado. Miraron a la escritora con cara de pocos amigos, y ella miró fijamente a Vimes, que conocía muy bien esa expresión. Era la de alguien que tiene una historia que contar. Sin duda, no era el momento de abordar el tema, y por tanto Vimes lo archivó como «interesante».

Pese a los recelos de Vimes, en la Mansión Ramkin se comía de maravilla, y lo más importante era que, según los cánones del trato social, Sybil debía consentir un menú lleno de alimentos que no se permitirían en casa si los hubiera pedido Vimes. Ser el árbitro de los gustos de tu marido tiene un pase, pero está mal visto hacer lo mismo con los invitados.

Tenía sentado enfrente a un militar retirado a quien su mujer intentaba convencer de que, al contrario de lo que él creía, no le gustaban las gambas con nuez moscada. Vanas fueron las débiles protestas del hombre, que, al afirmar que sí le gustaba el plato, recibió la dulce respuesta:

—Puede que a ti te gusten las gambas con nuez moscada, Charles, pero a ellas no les gustas tú.

Vimes se compadeció del militar, al que parecía desconcertar haber hecho enemigos entre los crustáceos inferiores.

—Bueno, hum, ¿a la langosta le gusto, cariño? —preguntó con una voz que no expresaba mucha esperanza.

—No, querido, no se lleva nada bien contigo. Recuerda lo que pasó en la velada de whist de los Perejil.

El hombre observó la cargada mesa auxiliar y probó suerte:

—¿Crees que las vieiras podrían entenderse conmigo durante cinco minutos o así?

—Por todos los cielos, no, Charles.

El militar retirado miró de reojo la mesa una vez más.

—Sospecho que la ensalada verde, en cambio, es mi amiga del alma, ¿verdad?

—¡Desde luego, querido!

—Sí, ya me lo parecía.

El hombre miró hacia Vimes y le dedicó una sonrisa abatida.

—Me cuentan que es usted policía, excelencia. ¿Es verdad?

Vimes se fijó bien en él por primera vez: un viejo guerrero bigotudo, ahora retirado a pastos más verdes, que probablemente eran lo único que su mujer iba a dejarle comer sin discutir. Tenía cicatrices de quemadura en la cara y las manos y acento de Pseudópolis. Fácil.

—Estuvo en los Dragones Ligeros, ¿verdad, señor?

El anciano parecía complacido.

—¡Sí señor, a la primera! No hay muchos que se acuerden de nosotros. Por desgracia, soy el último que queda. Coronel Charles Augustus Pacifica; un apellido extraño en un militar, o tal vez no, no sé. —Resopló—. Solo somos una página chamuscada en la historia de la guerra. Me atrevo a suponer que no ha leído mis memorias, Veinticuatro años sin cejas. ¿No? Bueno, no es usted el único, debo decir. En aquellos tiempos conocí a su señora. Nos dijo que sería del todo imposible criar dragones lo bastante estables para que los usáramos en la guerra. Tenía razón, vaya si la tenía. ¡Por supuesto, no dejamos de intentarlo, porque ese es el estilo militar!

—¿Encadenar un fracaso atroz tras otro, quiere decir? —preguntó Vimes.

El coronel se rió.

—¡Bueno, a veces funciona! Aún tengo unos cuantos dragones, de todas formas. No sabría vivir sin ellos. Un día sin chamusquina es como un día sin sol. Se ahorra mucho en cerillas y, por supuesto, también mantienen alejados a los indeseables.

Vimes reaccionó como un pescador que, al cabo de un rato sesteando en la orilla, intuye que los peces empiezan a asomar.

—Bueno, seguro que por aquí no hay muchos.

—¿Eso cree? No tiene usted ni idea, joven. Podría contarle cada historia…

Dejó de hablar de repente, y la experiencia marital de Vimes le dijo que el hombre acababa de recibir por debajo de la mesa una patada de su esposa, que no parecía muy contenta y, a juzgar por las arrugas de su cara, no lo había estado nunca. Se inclinó por delante de su marido, que en ese momento aceptaba otro coñac del camarero, y preguntó con tono gélido:

—Como agente de la ley, excelencia, ¿se extiende su jurisdicción a las Comarcas?

Otra onda en el agua, pensó el pescador que Vimes tenía en su cabeza.

—No, señora, mi distrito es Ankh-Morpork y parte de sus alrededores. Por tradición, sin embargo, el policía lleva a cuestas su jurisdicción si se halla en plena persecución relacionada con un delito cometido en su zona. Pero claro, Ankh-Morpork está muy lejos, y dudo que pudiese correr tan lejos.

Eso arrancó risas de la mesa en general y una sonrisa prieta de la coronela.

Da carrete, da carrete…

—Pese a todo —continuó Vimes—, si presenciara un delito digno de arresto aquí y ahora, tendría autoridad para efectuar la detención. Vendría a ser como un arresto ciudadano, pero algo más profesional, y después estaría obligado a entregar al sospechoso a la fuerza local u otra autoridad competente, a mi criterio.

El eclesiástico, al que Vimes había visto con el rabillo del ojo, se estaba interesando por la conversación y se inclinó hacia delante para consultar:

—¿A su criterio, excelencia?

—Mi excelencia no tendría nada que ver, señor. Como miembro jurado de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, el deber me obligaría a garantizar la seguridad de mi sospechoso. En circunstancias ideales, buscaría una mazmorra. En la ciudad ya no tenemos, pero entiendo que en la mayoría de las zonas rurales siguen existiendo, aunque solo alberguen borrachos y cerdos huidos.

Hubo risas, y la señorita Bidel dijo:

—Es verdad que tenemos un alguacil en la aldea, excelencia, ¡y tiene cerdos en la mazmorra de al lado del viejo puente!

Miró animada a Vimes, que no revelaba emoción alguna.

—¿Mete gente dentro alguna vez? ¿Tiene acreditación? ¿Tiene placa?

—Bueno, de vez en cuando encierra a un borracho para que se serene, y afirma que a los cerdos no parece importarles, pero no tengo ni idea de qué es una acreditación.

Eso arrancó más risas, pero murieron enseguida, absorbidas por el silencio implacable de Vimes, que después explicó:

—Yo no lo consideraría un policía, y hasta cerciorarme de que trabaja dentro de un marco de imposición de la ley como debe ser, para mí no sería un policía sino un limpiacalles algo mandón. De cierta utilidad, pero no un policía.

—¿Según su criterio, excelencia? —preguntó el religioso.

—Sí, señor, según mi criterio. Mi decisión. Mi responsabilidad. Mi experiencia. Mi culo, si la cosa se tuerce.

—Pero, excelencia, como dice, aquí está fuera de su jurisdicción —le recordó con delicadeza la coronela.

Vimes notaba el nerviosismo de su marido, y desde luego no tenía que ver con la comida. El hombre desearía de todo corazón no estar allí. Era curioso que la gente siempre quisiera hablar de delitos con los policías y nunca se diese cuenta de qué extrañas y discretas señales revelaba su nerviosismo.

Se volvió hacia la esposa del coronel y sonrió.

—Pero como he dicho, señora, si un policía topa con un delito flagrante su jurisdicción acude a él como una vieja amiga. ¿Les importa que cambiemos de tema? Sin ánimo de ofenderles, señoras y señores, pero con el paso de los años he constatado que los banqueros, los militares y los mercaderes siempre tienen la ocasión de disfrutar a sus anchas de sus comidas en banquetes como este, mientras que el pobre pies planos tiene que hablar del trabajo policial, que la mayor parte del tiempo es más bien aburrido. —Volvió a sonreír para tener la fiesta en paz y prosiguió—: Sumamente aburrido por estos lares, diría yo. Desde mi punto de vista, este sitio es tan tranquilo como… una tumba. —Resultado: un estremecimiento del buen coronel y el sacerdote bajando la vista a su plato, aunque eso último no había que tomárselo demasiado en serio, pensó, porque rara vez se veía a un clérigo incapaz de sacar chispas a su plato con el cuchillo y el tenedor.

Sybil, valiéndose de su voz de anfitriona, resquebrajó el silencio como un rompehielos.

—Creo que es hora de sacar el plato principal —dijo—, que será un espléndido cordero avec, se acabó la charla sobre trabajo policial. ¡Créanme, si tiran a Sam de la lengua se pondrá a citar las leyes y ordenanzas de Ankh-Morpork y el reglamento de la Guardia hasta que le lancen un cojín!

Bien hecho, pensó Vimes, por lo menos ahora podré cenar en paz. Se relajó mientras la conversación a su alrededor perdía mordiente y volvía a llenarse de los chismorreos y rezongos cotidianos sobre las demás personas que vivían en la región, las dificultades con el servicio, las perspectivas para la cosecha y, ah, sí, el problema de los trasgos.

En ese momento, Vimes prestó atención. Trasgos. La Guardia de la Ciudad parecía contener al menos un miembro de cada especie bípeda inteligente conocida, más un Nobby Nobbs. Se había convertido en una tradición: si podías llegar a policía, podías llegar a especie. Pero nadie había sugerido una sola vez que Vimes contratara a un trasgo por el sencillo motivo de que todo el mundo sabía que eran unos malnacidos apestosos, caníbales, sádicos y traicioneros.

Por supuesto, todo el mundo sabía que los enanos eran unos mangantes que te timaban a la menor ocasión, que los trolls eran poco más que matones, que la única medusa que vivía en la ciudad nunca te venía de cara, que los vampiros no eran de fiar por mucho que sonriesen, que los hombres lobo al fin y al cabo no eran más que vampiros que no volaban, y que el vecino de al lado era un auténtico cabrón que tiraba la basura por encima de tu muro y su mujer, una fresca. Aunque también era cierto que tenía que haber de todo. No podía decirse que hubiera muchos prejuicios porque, a fin de cuentas, en la universidad había trabajado un orco, pero se pirraba por el fútbol, y tanto que sí, y se podía perdonar a cualquiera capaz de marcar desde el centro del campo y, en fin, cada uno es como es… Pero los putos trasgos ni hablar, muchas gracias. La gente los echaba si entraban en la ciudad y tendían a acabar río abajo, trabajando para gente como Harry Rey en las industrias de la molienda de huesos, el curtido de pieles y la chatarra. A un buen trecho de las puertas de la ciudad y, por tanto, fuera de la ley.

Y ahora había unos cuantos en las inmediaciones de la Mansión, como evidenciaban las gallinas y los gatos desaparecidos y demás indicios. Bueno, podía ser, pero Vimes se acordaba de cuando la gente decía que los trolls robaban gallinas. Un pollo no tenía el menor interés para un troll. Sería como un humano comiendo yeso. Se abstuvo de mencionarlo, por supuesto.

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