Snuff

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Sí, nadie tenía nada bueno que decir de los trasgos, pero la señorita Bidel no tenía nada que decir en absoluto. Su mirada permaneció clavada en la cara de Vimes. Podía leerse una mesa de banquete si se aprendía el truco, y un policía podía formarse una idea clara de lo que cada comensal pensaba de los demás. Todo estaba en las miradas. Lo que se decía y lo que no. La gente que estaba en el círculo mágico y la que no. La señorita Bidel era una extraña a la que se toleraba porque no hacerlo habría sido de mala educación pero a la que no se incluía del todo. ¿Cómo era la expresión? «No es de los nuestros».

Vimes cayó en la cuenta de que estaba mirando a la señorita Bidel con la misma fijeza que ella. Sonrieron los dos, y él pensó que un hombre con inquietudes iría a ver a la agradable autora de los libros que tanto gustaban a su hijito, y no porque pareciese dispuesta a tirar de la manta hasta llevársela entera.

La señorita Bidel arrugó mucho la frente cuando la charla fue a dar a los trasgos, y de vez en cuando la gente, sobre todo la gente que él había bautizado como coronela, le lanzaba una miraba como la que recibe un niño que está haciendo algo malo.

Y así Vimes mantuvo una afable apariencia de atención mientras a la vez repasaba los asuntos del día. La coronela interrumpió el proceso al comentar:

—Por cierto, excelencia, nos ha complacido mucho oír que esta tarde le ha dado una buena paliza a Jefferson. ¡Ese hombre es insufrible! ¡Alborota a la gente!

—Bueno, me he fijado en que no teme exponer sus opiniones —dijo Vimes—, pero nosotros tampoco, ¿verdad?

—Pero no me diga que usted, precisamente usted, excelencia —cuestionó el religioso, que alzó la vista con interés— cree que tan bueno es Pedro como su amo.

—Depende de Pedro. Depende del amo. Depende de lo que quiera decir con «bueno» —dijo Vimes—. Supongo que yo fui un Pedro, pero en lo tocante a la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, soy el amo.

La coronela estaba a punto de responder cuando lady Sybil añadió animada:

—Hablando del tema, Sam, me ha llegado una carta de la señora Wainwright que te pone por las nubes. Recuérdame que te la enseñe.

Todas las parejas duraderas tienen su código. Lo clásico es que exista una frase que la mujer usa en una conversación educada para avisar al marido de que, por vestirse con prisas o por despiste, está quedando en evidencia en el departamento braguetil.[12]

En el caso de Vimes y lady Sybil, cualquier mención a la señora Wainwright significaba: «Si no paras de molestar a la gente, Sam Vimes, más tarde habrá cierta dosis de desavenencias conyugales».

Pero, en esa ocasión, Sam Vimes quería tener la última palabra, y dijo:

—En realidad, bien pensado, conozco a unos cuantos Pedros que han llegado lejos en varios puestos, y deje que le diga que a menudo son mejores amos de lo que jamás fueron sus antiguos señores. Lo único que necesitaban era una oportunidad.

—¡Recuérdame sin falta que te enseñe esa carta, Sam!

Vimes cedió, y la llegada del pudín de helado rebajó algo la temperatura, sobre todo porque lady Sybil se aseguró de que todas las copas permaneciesen llenas; en el caso del coronel hizo falta un reaprovisionamiento extremadamente regular. A Vimes le habría gustado seguir hablando con él, pero no era el único sometido a censura conyugal. El militar sin duda había tenido algo importante en mente que le había provocado un gran nerviosismo en presencia de un policía. Y el nerviosismo parecía contagioso.

El banquete no era de alto copete, ni mucho menos. Sybil había organizado aquella fiestecilla como preludio a algo más elegante, y mucho antes de las once ya se intercambiaban unos adioses bastante amistosos. Vimes aguzó el oído para oír lo que decían el coronel y su mujer mientras caminaban, en el caso de él con paso inestable, hasta su carruaje. Lo único que captó, sin embargo, fue un susurro:

—¡Te has dejado abierta la puerta del establo toda la noche!

Seguido de un gruñido:

—Pero el caballo estaba dormido como un tronco, querida.

Cuando se despidieron con la mano del último carruaje y la gran puerta delantera estuvo cerrada a cal y canto, Sybil dijo:

—Bueno, Sam, lo entiendo, de verdad que sí, pero eran nuestros invitados.

—Lo sé, y lo siento, pero es como si no pensaran. Solo quería agitar un poco sus ideas.

Lady Sybil examinó una botella de jerez y llenó su copa.

—¿No creerás de verdad que el herrero tenía derecho a pelear contigo por esta casa?

Sam habría deseado poder beber en ese momento.

—No, por supuesto que no. O sea, sería el cuento de nunca acabar. La gente lleva miles de años ganando y perdiendo en la vieja ruleta del destino. Lo sé, pero ya sabes que opino que, si vas a detener la rueda, tienes que pararte a pensar en los pobres desgraciados que se han quedado en el cero.

Su mujer le cogió la mano con delicadeza.

—Pero financiamos el hospital, Sam. Ya sabes lo caro que sale. El doctor Jardín enseña a cualquiera que demuestre aptitud para la medicina, aunque se presenten, por decirlo con sus palabras, con medio culo fuera del pantalón. ¡Está enseñando incluso a mujeres! ¡A ser médico! ¡Hasta emplea a Igorinas! Estamos cambiando las cosas, Sam, poco a poco, ayudando a la gente a ayudarse a sí misma. ¡Y mira la Guardia! Hoy en día un crío se enorgullece de que su padre o hasta su madre sea guardia. Y la gente necesita orgullo.

Vimes le agarró la mano.

—Gracias por ser tan buena con el chaval de la calle Cockbill.

Lady Sybil le restó importancia con una risilla.

—¡Esperé mucho a que aparecieras, Samuel Vimes, y no pienso dejar que te eches a perder!

A Sam Vimes le pareció un buen momento para decir:

—¿Te parece bien que Willikins y yo demos un paseíto hasta la floresta del Muerto antes de acostarme?

Lady Sybil le dedicó la sonrisa que las mujeres reservan para los maridos y los niños pequeños.

—Bueno, cómo negarme, y flota algo raro en el ambiente. Me alegro de que Willikins participe. Y allá arriba se está muy bien. A lo mejor oyes al ruiseñor.

Vimes le dio un beso antes de subir a cambiarse, y precisó:

—Bueno, cariño, la verdad es que sí que espero oír cantar a un pajarito.

Probablemente ningún duque, ni siquiera ningún comandante de la Guardia de la Ciudad, había encontrado en su vestidor algo como lo que reposaba en la cama de Sam Vimes en ese momento. Ocupaba el lugar de honor una navaja de podar, que era una útil herramienta agrícola. Había visto a un par de personas que las llevaban ese mismo día. Se recordó a sí mismo que «herramienta agrícola» no significaba «no es un arma». A veces aparecían en manos de algún pandillero y eran casi tan temibles como un troll con jaqueca.

También había una porra. La de Vimes, que su sirviente había tenido la previsión de traer desde casa. Por supuesto, tenía detalles en plata porque era la porra ceremonial del comandante de la Guardia, y no era un arma en absoluto, qué va, de ningún modo. Sin embargo, Vimes sabía que no era quesero y por tanto le resultaría algo difícil explicar por qué llevaba encima dos palmos de alambre cortaquesos. Lo dejaría allí, pero la navaja de podar sí se la llevaba. Sería el colmo que un hombre que pasea por sus propias tierras no pudiera aprovechar la oportunidad para recortar una rama o dos. Pero ¿qué hacer con el montón de bambú que resultó ser un peto de secciones articuladas, acompañado por un muy poco favorecedor casco? Sobre la cama había una notita. Rezaba, con la letra de Willikins: «El amigo del guardia forestal, comandante. ¡¡¡Y suyo también!!!».

Vimes gruñó y golpeó el peto con la porra. El bambú se combó como si estuviera vivo y la porra rebotó hasta el otro lado de la habitación.

Bueno, vivir para ver, pensó Vimes, o quizá sea más importante ver para vivir. Bajó sin hacer ruido y salió a la noche… que era un tablero de ajedrez blanquinegro. Había olvidado que fuera de la ciudad, donde las emanaciones, humos y vapores conferían al mundo mil tonalidades de gris, en lugares lejanos como ese reinaban el blanco y el negro y, si alguien buscaba una metáfora, ahí mismo la tenía.

Conocía el camino que llevaba a la colina, no tenía pérdida. La luna iluminaba la ruta como si quisiera ponerle las cosas fáciles. La agricultura propiamente dicha se acababa más o menos a esa altura. Los campos daban paso a las aulagas y a una hierba tan mordisqueada por los conejos que recordaba al tapete de una mesa de billar… aunque, dado que los conejos hacían más cosas aparte de comer hierba, sobre aquel tapete había bolas de todos los tamaños. Los conejos se dispersaron mientras subía por la ladera y le preocupó estar haciendo demasiado ruido, pero eran sus tierras y por tanto aquello era un simple paseo por el jardín. De modo que caminó con algo más de desparpajo, siguiendo lo que parecía el único camino, y vio, a la luz de la luna, la horca.

Bueno, pensó, en el mapa pone floresta del Muerto, ¿o no? En los viejos tiempos hacían muchas cosas de ese estilo, ¿verdad? Y la jaula de metal solo era para mantener derechos los cadáveres y que los cuervos no tuvieran que arrodillarse. Trabajo policial a la vieja usanza, podría decirse, si se quisiera provocar un escalofrío o dos. Una pila de antiguos huesos quebradizos al pie del cadalso daba fe de que se había puesto en práctica ese trabajo policial a la vieja usanza.

Vimes sintió el sigiloso movimiento de un cuchillo en los pelos de la nuca.

Al cabo de un momento, Willikins se levantó del suelo y se sacudió el polvo de la ropa con esmero.

—¡Oh, bien hecho, señor! —reconoció, algo jadeante por la falta de aliento—. Veo que no puedo pillarle desprevenido, comandante. —Calló, se llevó la mano a la nariz y olisqueó—. ¡Que me aspen, comandante! ¡Tengo la ropa perdida de sangre! No me ha apuñalado, ¿verdad, señor? Solo ha girado sobre sus talones y me ha pateado en los huevos, cosa que ha hecho, permítame decirlo, señor, con suma habilidad.

Vimes olfateó. Uno aprendía a distinguir la sangre. Olía a metal. Claro, habrá quien diga que el metal no huele, pero es mentira: huele a sangre.

—¿Has llegado cuando hemos dicho? —preguntó.

—Sí, señor. No he visto ni un alma. —Willikins se arrodilló—. No he visto nada. No habría visto la sangre si su patada no me hubiese enviado a un charco de ella. Está por todas partes.

Ojalá tuviese a Igor aquí, pensó Vimes. Últimamente delegaba el trabajo forense en los expertos. Por otro lado, la experiencia era un grado, y aparte de la sangre pudo notar un tufillo a matanza y a increíble coincidencia. En el campo todo el mundo lo ve todo. Jefferson había quedado con Vimes, pero se apreciaba una clara escasez de Jefferson que contrastaba con la abundancia de sangre, acompañada por una llamativa ausencia de cadáver. El cerebro de Vimes repasó los datos de forma metódica. Por supuesto, se daba por sentado que si un ciudadano pretendía contarle un secreto a un policía con disimulo, era probable que alguien no deseara que dicho ciudadano compartiese dicho secreto. Y si dicho ciudadano aparecía muerto, entonces a dicho policía, que antes había sido visto peleando con él, podrían considerarle un poquito culpable, bien pensado, pero puestos a pensarlo todo bien, alguien decidido de verdad a meter a Vimes en un lío habría dejado el cadáver del herrero tirado por allí, ¿no?

—He encontrado algo, señor —dijo Willikins mientras se ponía derecho.

—¿Cómo dices?

—He encontrado algo, señor, palpando el suelo, por así decirlo.

—¡Pero si está empapado de sangre, hombre!

Eso no parecía preocupar a Willikins.

—Nunca he tenido aprensión a la sangre, comandante, y menos cuando no es mía. —Se oyeron unos roces y luego se hizo la luz: Willikins había abierto la portezuela de un fanal oscuro. Se lo pasó a Vimes y después acercó algo pequeño a la luz—. Es un anillo, señor. Parece hecho de piedra.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que es una piedra con un agujero?

Oyó suspirar a Willikins.

—No, señor, está pulido y sin asperezas. Y hay un dedo dentro. A mí me parece de trasgo.

Vimes pensó: Toda esa sangre. Una garra cortada. Los trasgos no son tan grandes. Alguien se ha molestado en subir hasta aquí para matar a un trasgo. ¿Dónde está lo que falta de él?

En teoría, la luz de la luna debería haber facilitado la búsqueda, pero la luz lunar es engañosa, crea sombras donde no debería haberlas, y además se estaba levantando viento. Con fanal oscuro o sin él, había poco que pudiera hacer allí arriba.

En La Cabeza del Trasgo las cortinas estaban echadas y aún brillaban unas pocas luces. Al parecer, existían regulaciones sobre la venta de bebidas alcohólicas. Un buen policía siempre debía estar dispuesto a comprobar su cumplimiento. Guió a Willikins hasta la parte trasera del pub y llamó al pequeño panel deslizante de la puerta de atrás del local. Al cabo de unos instantes, Jiminy lo abrió y Vimes metió la mano por el agujero antes de que acertase a cerrarlo de nuevo.

—¡Usted no, excelencia, o los magistrados me sacarán las tripas y me las pondrán por sombrero!

—Y seguro que quedarían muy favorecedoras —dijo Vimes—, pero eso no pasará, porque seguro que alrededor de un tercio de sus clientes habituales siguen consumiendo bebidas espirituosas a esta hora, y es probable que haya al menos un magistrado entre ellos… No, retiro eso último. Los magistrados beben en casa, donde no hay leyes sobre la bebida. No es por nada, pero muy bajo habrá caído la profesión el día en que un agente sediento no pueda sacarle un trago nocturno a un excolega. —Dejó unas monedas sobre el minúsculo alféizar del pequeño panel y añadió—: Debería llegar para el coñac doble de mi sirviente, y yo quiero la dirección del señor Jefferson, el herrero.

—No puede tratarme así, ¿sabe?

Vimes miró a Willikins.

—¿Puedo?

El caballero del caballero carraspeó.

—Ahora nos encontramos en el mundo del derecho feudal, comandante. Usted es propietario del terreno sobre el que se alza este local, pero él posee derechos tan válidos como los suyos. Si ha pagado su alquiler, usted ni siquiera puede entrar en el establecimiento sin su permiso.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Bueno, comandante, como ya sabe, en mis tiempos disfruté de una o dos vacaciones en el Rapapolvo, y si algo tiene la vida carcelaria es que siempre hay un montón de libros de derecho a mano, ya que a los delincuentes les interesa mucho repasar la letra pequeña de las leyes por si al final resulta que ponerle a un pandillero rival unas botas de cemento y tirarlo al río es legal. Esas cosas se le quedan a uno en la cabeza.

—Pero ahora estoy investigando una desaparición misteriosa. El herrero tenía muchas ganas de verme en lo alto del monte, pero cuando he llegado no he encontrado más que un charco enorme de sangre. Jefferson quería contarme algo, y usted debe de saber a qué huele eso para un policía. —Aunque yo no esté seguro, añadió Vimes para sus adentros—. Hay gato encerrado, eso está claro.

El tabernero se encogió de hombros.

—No es asunto mío, vuecencia.

Vimes agarró la muñeca del tabernero antes de que pudiera apartarla y tiró de él con tanta fuerza que le empotró la cara contra la madera.

—No me vengas con vuecencias. Aquí pasa algo, algo malo. Lo siento en las botas, y créeme que son las botas más sensibles que han existido nunca. El hombre que regenta el pub de la aldea lo sabe todo; eso lo sé yo y lo sabes tú. Si no estás de mi lado estás en mi camino, y sabes algo, te lo veo en los ojos. Si resulta que sabías algo de importancia sobre el herrero, te caerá una acusación de encubrimiento, y tal vez otra de asistencia al delito si puedo meter baza, lo que sumado te dejaría como cómplice, ¿estamos?

Jiminy se revolvió, pero Vimes lo tenía bien sujeto.

—¡Su placa no vale aquí, señor Vimes, y lo sabe!

Vimes captó el pequeño gimoteo de miedo en la voz del tabernero, pero los viejos policías eran duros. Quien no era duro no llegaba a viejo policía.

—Voy a soltarle, señor —dijo Vimes, que en código policial significaba «capullo tembloroso»—. Usted cree que aquí mi base legal está algo coja. Puede que sea cierto y puede que no, pero mi acompañante no es agente de la ley ni está acostumbrado a hacer las cosas por las buenas como nosotros los del cuerpo, y a lo mejor mi base legal no es lo único que acaba cojo. Se lo digo como amigo. Los dos conocemos este juego, ¿verdad? Supongo que estaba trabajando en la barra cuando mataron al trasgo, ¿no?

—Yo no sabía que habían matado a un puto trasgo, ¿verdad? O sea que ¿cómo voy a saber cuándo podría o no podría haber pasado? Mi consejo, señor —señaló Jiminy, con la misma inflexión en código que había usado Vimes—, es que por la mañana ponga el asunto en manos de las autoridades. Es decir, del joven Desenlace, que se hace llamar policía. Mire, Vimes, yo vine aquí a jubilarme, y seguir vivo es parte del plan. No meto las narices donde no me llaman. Y sé que hay muchas cosas que usted podría hacer y también sé que no va a hacerlas, pero solo para que no se vaya a casa con las manos vacías, Jetro vive donde viven todos los herreros; justo en el centro del pueblo, delante del empradizado. Vive con su anciana madre, o sea que yo no la molestaría a estas horas de la noche. Y ahora, caballeros, será mejor que cierre el pub. No quisiera infringir la ley.

El panel volvió a su sitio y sonó un cerrojo que se cerraba. Al cabo de un momento, tras el ancestral grito de «¿Es que no tenéis casa?», oyeron abrirse la puerta delantera y el camino se llenó de hombres que intentaban que sus cerebros fueran en la misma dirección que sus pies, o viceversa.

En las sombras del patio de atrás del pub, que olían a barriles viejos, Willikins comentó:

—¿Quiere apostar sobre si su herrero está acostado en su camita esta noche, señor?

—No, pero esto huele a chamusquina. Creo que tengo un asesinato, pero no tengo un cadáver, por lo menos no uno entero —matizó al ver que Willikins abría la boca. Gruñó—. Para que sea un asesinato con todas las de la ley, Willikins, es necesario que falte una parte importante que sea realmente necesaria para seguir vivo, como una cabeza. Sí, la sangre también valdría, pero sería difícil recogerla a oscuras, ¿no?

Partieron y Vimes dijo:

—Lo que tienen los muertos es que permanecen muertos, bueno, en general, así que… Ha sido un día muy largo y nos queda una buena caminata, y los años no pasan en balde, ¿de acuerdo?

—Desde fuera casi no se le notan, comandante —precisó el leal Willikins.

Les abrió la puerta entre bostezos un sirviente nocturno y, en cuanto se retiró, Willikins sacó del bolsillo de su chaqueta la apestosa y cercenada garra de trasgo, que dejó en la mesa del vestíbulo.

—Los trasgos son muy poca cosa aparte de la cabeza, o eso dicen. Mire, ese es el anillo, en el dedo. Desde luego parece de piedra. ¿Ve esa pequeña cuenta azul? Bastante buena factura, para ser trasga.

—Los animales no llevan joyas —dijo Vimes—. ¿Sabes, Willikins? Lo he dicho otras veces, pero serías un policía cojonudo si no fuese porque también serías un asesino cojonudo.

Willikins sonrió.

—Es cierto que de crío pensé en los asesinos, señor, pero por desgracia no era de la clase social adecuada y, aparte, ellos tienen reglas. —Ayudó a Vimes a quitarse la chaqueta y prosiguió—. La calle no tiene reglas, comandante, más que una, que es «Sobrevive», y mi difunto padre probablemente se revolvería en su tumba si pensara siquiera en meterme a policía.

—Yo creía que nunca supiste quién era tu padre.

—Cierto, señor, es así, pero tenga en cuenta que algo tuve que heredar de él. —Willikins sacó un pequeño cepillo y barrió una mota de polvo del abrigo antes de colgarlo en una percha, y prosiguió—: En ocasiones acuso la ausencia de un padre, y me he planteado si sería buena idea acercarme al cementerio de Dioses Menores y gritar: «Padre, voy a ser policía», para ver qué lápida se mueve, señor.

El hombre seguía sonriendo. Vimes pensó, y no por primera vez, que tenía a un caballero muy inusual como caballero del caballero, sobre todo teniendo en cuenta que ninguno de los dos era un caballero, para empezar.

—Willikins, créeme cuando te digo que, en tu caso, yo más bien bajaría al Rapapolvo y lo gritaría en la fosa de cal que hay junto a la horca.

La sonrisa de Willikins se ensanchó.

—Gracias, señor. Huelga decir que eso significa mucho para mí. Si me disculpa, señor, iré a tirar mi chaqueta al incinerador antes de retirarme.

Sybil se volvió y emitió un murmullo cálido y sonoro cuando Vimes se metió en la cama a su lado. Había sido un día muy largo y cayó en ese estupor rosado y semiconsciente que es casi mejor que el sueño, aunque despertase un poquito cada hora cuando nadie tocaba una campana en la calle para decir el tiempo que hacía.

Y volvió a despertar para oír el traqueteo de las ruedas de un carro pesado sobre las piedras. Estaba medio dormido, pero la sospecha lo despabiló del todo. ¿Piedras? La Mansión estaba rodeada de maldita grava por todas partes. Abrió una ventana y escrutó el terreno iluminado por la luna. Había oído un eco reflejado en las colinas. Unas pocas neuronas del turno de noche se preguntaron qué clase de agricultura se practicaba por la noche. ¿Criaban champiñones? ¿Había que entrar en casa los nabos para que no cogieran frío? ¿Era eso lo que llamaban rotación de cultivos? Esos pensamientos se derritieron en su cerebro soñoliento como granitos de azúcar en una taza de té, deslizándose y goteando de neurona a sinapsis y a neurotransmisor hasta llegar al receptor señalado como «sospecha», que probablemente aparecería en el diagrama del cerebro de un policía como un bulto bastante visible, algo más grande que el marcado como «capacidad para entender palabras largas». Pensó: ¡Ah, claro, contrabando! Y, sintiéndose alegre y esperanzado de cara al futuro, cerró con suavidad la ventana y volvió a la cama.

La comida de la Mansión era copiosa, suntuosa y muy probablemente casi todo lo demás que terminaba en «osa». Vimes era lo bastante mayor para saber que los sirvientes de alto rango se comían las sobras y, por lo tanto, iba a asegurarse de que quedaran. Con eso presente, se sirvió una ración enorme de abadejo con arroz y huevos duros y se comió las cuatro lonchas de beicon de su plato. Sybil se lo afeó con un chasquido de la lengua, y Vimes le recordó que estaba de vacaciones, a fin de cuentas, y en vacaciones no se hacía lo mismo que los demás días, lo que llevó a Sybil a señalar, con precisión forense, que eso debería incluir el trabajo policial, ¿o no?, pero Vimes estaba preparado y dijo que por supuesto lo entendía, y que era el motivo de que fuera a llevar al joven Sam a dar un paseo por el centro del pueblo, para dejar sus sospechas en manos del policía local. Sybil le dijo «de acuerdo» con un deliberado tono de incredulidad, y que no se olvidara de llevar consigo a Willikins. Era otro aspecto de su esposa que dejaba absolutamente perplejo a Vimes. Del mismo modo que Sybil pensaba que Nobby Nobbs, aunque fuese un diamante en bruto, era un buen guardia, opinaba que Vimes estaba más seguro en compañía de un hombre que jamás salía de la ciudad sin llevar encima su arsenal callejero y que en una ocasión había abierto una botella de cerveza con los dientes de otro hombre. Era cierto, pero en diversos sentidos muy desconcertante.

Oyó el timbre de la puerta, oyó que el sirviente abría la entrada y oyó una conversación apagada seguida de unos pasos en el sendero de grava que se dirigieron a la parte de atrás de la Mansión. No era importante, solo sonido ambiente, y la entrada de un criado en la sala para susurrar a Sybil se encuadró en la misma categoría.

La oyó decir:

—¿Cómo? En fin, supongo que será mejor que lo haga pasar.

Y entonces fue todo oídos cuando Sybil se dirigió a él.

—Es el policía local. ¿Puedes recibirlo en el estudio? Los policías nunca se limpian los pies como es debido, sobre todo tú, Sam.

Vimes aún no había visto el estudio. La Mansión tenía habitaciones para dar y tomar. Gracias a las indicaciones de una doncella giratoria, llegó al estudio unos segundos antes de que un criado, que ponía cara de estar sosteniendo una rata muerta, hiciese pasar al policía local. Por lo menos cabía suponer que lo era, porque parecía más bien el hijo del policía local. Unos diecisiete años, le echó Vimes, y olía a cerdo. Se quedó plantado donde lo había depositado el sirviente y lo miró fijamente.

Al cabo de un rato, Vimes dijo:

—¿Puedo ayudarle, agente?

El joven parpadeó.

—Hum, ¿me dirijo a sir Samuel Vimes?

—¿Quién es usted?

La pregunta pareció pillar al joven por sorpresa, y pasado un tiempo Vimes se apiadó de él y explicó:

—Mira, hijo, lo correcto es decir quién eres y luego preguntarme si yo soy yo, por así decirlo. Al fin y al cabo, no sé nada de ti. No llevas un uniforme que reconozca, no me has enseñado ninguna acreditación o placa y no llevas casco. Doy por sentado, pese a todo, y en aras de concluir esta entrevista antes del almuerzo, que eres el jefe de policía por estos pagos. ¿Cómo te llamas?

—Esto, Desenlace, señor, Feeney Desenlace… hum, ¿alguacil en jefe Desenlace?

Vimes se avergonzó por pensarlo, pero ese crío se estaba presentando en calidad de agente de policía y hasta Nobby Nobbs se habría reído. En voz alta, dijo:

—Bueno, alguacil en jefe Desenlace, yo soy sir Samuel Vimes, entre otras cosas, y ahora mismo andaba pensando que tenía que ir a hablar con usted.

—Ejem, eso está bien, señor, porque yo ahora mismo andaba pensando que iba siendo hora de que lo arrestase como sospechoso de causar la muerte de Jetro Jefferson, el herrero.

Vimes no cambió de expresión. Y bien, ¿qué hago ahora? Pues nada. Tienes derecho a permanecer en silencio, se lo he dicho a cientos de personas sabiendo que era la chorrada que es, y estoy absolutamente seguro de otra cosa, que no le he puesto una mano encima a ese maldito herrero más que con fines educativos, y en consecuencia será muy interesante descubrir por qué este mamoncete cree que puede endosarme el asesinato.

Un policía siempre debía estar dispuesto a aprender, y Vimes había aprendido de lord Vetinari que nunca debía reaccionarse a ningún comentario o situación hasta haber decidido con exactitud lo que se iba a hacer. El principio tenía el doble atractivo de impedir que hicieras o dijeses algo equivocado y poner a los demás extremadamente nerviosos.

—Lo siento, señor, pero me ha llevado una hora sacar a los cerdos y adecentar la mazmorra, señor, todavía huele un poco a desinfectante, señor, y a cerdo, por decirlo todo, pero he encalado las paredes y hay una silla y un catre en el que puede hacerse un ovillo. Ah, y para que no se aburra he encontrado la revista.

Miró esperanzado a Vimes, cuya expresión no se había alterado, solo calcificado, pero tras una mirada debidamente larga preguntó:

—¿Qué revista?

—¿Señor? No sabía que hubiese más de una. La tenemos de siempre. Trata de cerdos. Ya está un poco gastada, pero los cerdos siempre son cerdos.

Vimes se levantó.

—Voy a dar un paseo, alguacil en jefe. Puede seguirme si quiere.

—¡Lo siento, señor, pero le he detenido!

—No, hijo, no es verdad —dijo Vimes ya dirigiéndose hacia la entrada.

—¡Pero estoy seguro de que le he dicho que está arrestado, señor! —Era casi un gimoteo.

Vimes abrió la puerta principal y empezó a bajar la escalera con Feeney trotando a sus talones. Un par de jardineros, que en otras circunstancias se habrían dado la vuelta, se apoyaron en las escobas al verlos, oliéndose un número de cabaret.

—¿Se puede saber qué demonios llevas encima que demuestre que eres un agente oficial de la ley? —preguntó Vimes por encima del hombro.

—Tengo la porra oficial, señor. ¡Es una reliquia familiar!

Sam Vimes dejó de caminar y se volvió.

—Bueno, muchacho, si es oficial tendrás que dejarme que le eche un vistazo, ¿no? A ver, trae aquí. —Feeney lo hizo.

No era más que una cachiporra muy grande, con la palabra «ley» grabada a fuego por un aficionado, quizá con un atizador. Pesaba lo suyo, eso sí. Vimes se dio con ella un golpecito en la palma y comentó:

—¡Me has dado a entender que ves probable que sea un asesino y me has entregado tu arma! ¿No te parece una imprudencia?

Vimes vio desfilar el paisaje mientras flotaba sobre los escalones y aterrizaba de espaldas en un macizo de flores, mirando al cielo. La cara de preocupación de Feeney, algo ampliada, apareció ante sus ojos.

—Lo siento, comandante. Personalmente no le haría daño por nada del mundo, pero no quería que se llevase una impresión equivocada. Esa llave se traduce como «Hombre Él Arriba Abajo Siento Mucho».

Vimes contempló el fragmento de cielo que tenía encima en un estado de inexplicable paz mientras el chico decía:

—Verá, mi abuelo de joven fue marinero en los grandes buques que navegaban a Bhangbhangduc y todos esos sitios donde la gente es tan rara, y cuando volvió se trajo a mi abuelita, Ming Chang, y ella nos lo enseñó a mi padre y a mí. —Sorbió por la nariz—. Murió hace unos meses, pero al menos también enseñó a mi madre a cocinar. El Bung Ming Nyam Chuch todavía es muy popular en la zona, y claro, no es muy difícil encontrar los ingredientes, con lo cerca que estamos del mar. El Bong Lat Bang Keng no crece muy bien por aquí, aunque el Pack Ten Chop Fang Poll sí que se adapta bien al clima. Ajá, me alegra decirle que ya empieza a tener mejor color, señor.

Con todas las articulaciones doloridas, Vimes se incorporó.

—No vuelvas a hacer eso, ¿entendido?

—Lo intentaré, señor, pero está arrestado, señor.

—Ya te lo he dicho, joven, no me has arrestado debidamente. —Vimes se puso en pie resollando un poco—. Para efectuar una detención legal, el agente responsable debe mantener contacto físico con el sospechoso a la vez que pronuncia con claridad las palabras «queda detenido», así, aunque en ese momento no hace falta especificar el delito por el que se sospecha del sospechoso. Durante el proceso… —Y en ese momento Vimes dio al joven un puñetazo tan fuerte en el plexo solar que lo dejó hecho un ovillo—… conviene ir con cuidado, que buena falta va a hacerte, chaval, si pretendes arrestarme, cosa que debo señalar que todavía no has hecho, lo que es una pena porque de haberlo hecho ahora tendrías una clara acusación contra mí por resistencia al arresto además de por agredir a un agente en cumplimiento de su deber. Con la salvedad de que hasta el momento nada en ti me lleva a creer que de verdad eres un policía.

Vimes se sentó en una piedra cercana y observó cómo Feeney empezaba a desplegarse.

—Soy Sam Vimes, joven, o sea que no me vengas con esos brincos y manotazos, ¿comprendido?

La voz de Feeney llegó como una especie de jadeo atenuado.

—«Y un día alguien os dirá: "¿Usted sabe con quién está hablando, agente?", a lo que responderéis: "Sí, señor, o en su caso señora, con la persona a la que estoy haciendo preguntas en relación con el mencionado delito", o alguna otra formulación similar y apropiada que no incluya expresiones como "Estás acabado, amigo" o "Se te va a caer el pelo". Ignorad, pero recordad, todas las amenazas proferidas. La ley es una e inmutable. A ella le da igual quién sea cada cual, y como en ese momento vosotros, en un sentido muy real, sois la ley, a vosotros también».

Vimes se quedó boquiabierto mientras Feeney proseguía.

—No nos llega el Times muy a menudo, pero hace un año compré un cargamento de medicinas para cerdos e iban envueltas con él, y vi su nombre cuando dio un discurso sobre lo que significaba ser policía. Me hizo sentir muy orgulloso, señor.

Vimes recordaba aquel discurso. Había tenido que escribirlo para el desfile de graduación de unos agentes recién licenciados en la Academia de la Guardia. Había pasado horas intentando redactarlo, obstaculizado por el hecho de que para él cualquier forma de literatura era, en todos los sentidos, un libro cerrado.

Se lo había enseñado a Sybil y le había preguntado si debía buscar a alguien que le ayudara, pero ella le había dado una palmadita en la cabeza y le había dicho: «No, cariño, porque entonces parecería algo escrito por alguien para otro alguien, mientras que ahora mismo deja entrever al más puro Vimes, como un faro radiante». Aquello le subió mucho el ánimo, porque nunca había sido un faro radiante.

Pero ahora se le cayó el alma a los pies cuando un carraspeo muy discreto le hizo perder el hilo y la voz de Willikins dijo:

—Perdone, comandante, me ha parecido apropiado en este momento presentarle al joven caballero a mis amigos los señores Burleigh y Fuerteenelbrazo. A lady Sybil no le complacería verlo arrestado, comandante. Me temo que la encontraría usted un poco… cáustica, señor.

Vimes encontró su voz.

—¡Eres un puto insensato, hombre! ¡Suelta ese condenado trasto! ¡Tal y como la ajustas, si hace viento se dispara! ¡Suéltala ahora mismo!

Willikins, sin mediar palabra, dejó la reluciente ballesta en la baranda de la escalera como una madre acostando a su hijito. Sonó un tañido vibrante y a dieciséis metros de distancia un geranio fue decapitado. El incidente pasó desapercibido, salvo por el geranio y una figura andrajosa oculta entre los rododendros, que dijo «¡Córcholis!» para sus adentros pero siguió mirando fija y decididamente a Vimes.

El retablo de asombro en la escalera se vio interrumpido por lady Sybil, que podía caminar con mucho sigilo para su tamaño.

—Caballeros, ¿qué sucede aquí?

—Este joven, que afirma ser el policía local, desea ponerme bajo custodia como sospechoso de asesinato, cariño.

Marido y esposa cruzaron una mirada que merecía el estatus de telepatía. Sybil miró a Feeney.

—Ah, usted debe de ser el joven Desenlace, supongo. Sentí enterarme de la muerte de su padre, y confío en que su madre se encuentre bien. De pequeña la visitaba mucho. ¿Y quiere arrestar a mi marido, dice?

Feeney, con los ojos como platos, logró articular un muy poco profesional:

—Con permiso de usted, señora.

Sybil suspiró y dijo con severidad:

—Bueno, en ese caso, ¿puedo esperar al menos que el asunto se resuelva sin mayor exterminio vegetal? —Miró a Vimes—. ¿Te lleva a la cárcel?

Devolvió su atención a Feeney, un hombre que de repente se las veía con un cañón cargado con mil años de autoconfianza aristocrática.

—Necesitará ropa limpia, agente. Si me dice dónde va a estar, y me dirá dónde va a estar, le llevaré en persona algunas prendas adecuadas. ¿Tendré que coserles yo las rayas, o eso es automático? Y le agradecería que me lo trajera de vuelta para la hora del té, porque esperamos visitas.

Lady Sybil dio un paso al frente y Feeney retrocedió otro para huir de la cólera del busto que se avecinaba.

—Le deseo toda la suerte del mundo en su empeño, joven —aseguró ella—. La necesitará. Ahora les ruego que me disculpen. Tengo que ir a hablar con la cocinera.

Se marchó con paso señorial y dejó al incrédulo Feeney embobado. Entonces las puertas que acababan de cerrarse a su espalda volvieron a abrirse y lady Sybil preguntó:

—¿Sigue usted soltero, joven?

—Sí —logró responder Feeney.

—Entonces está invitado al té —dijo lady Sybil con desenfado—. Vendrán unas cuantas jóvenes muy casaderas, y estoy convencida de que las emocionará conocer a un hombre dispuesto a bailar al mismísimo borde del infierno. Ponte el casco, anda, Sam, no vaya a haber brutalidad policial. Willikins, ven conmigo. ¡Quiero hablar un momento contigo!

Vimes dejó que el silencio cuajase. Cuando hubo demasiado, Feeney comentó:

—Su esposa es una mujer muy notable, señor.

Vimes asintió.

—Ni se imagina. ¿Qué quiere hacer ahora, alguacil en jefe?

El chico vaciló. Sybil tenía ese efecto en la gente. Le bastaba hablar con calma y confianza para hacer creer al más pintado que el mundo se había puesto patas y arriba y se le había caído en la cabeza.

—Bueno, señor, ¿creo que debería llevarlo ante los magistrados?

Vimes reparó en los pequeños signos de interrogación.

—¿Quién es su jefe, Feeney?

—El susodicho tribunal de magistrados, señor.

Vimes arrancó a caminar escalera abajo y Feeney se apresuró a seguirle. Vimes esperó hasta que el chico se lanzó a correr y entonces se paró en seco para que chocase contra su espalda.

—Su jefe es la ley, alguacil en jefe, no lo olvide. ¡De hecho, uno de los cometidos de los magistrados es asegurarse de que no lo haga! ¿No hizo un juramento? ¿Qué decía? ¿A quién se lo hizo?

—Ah, de eso me acuerdo bien, señor. Fue al tribunal de magistrados.

—¿Fue… a… quién? ¿Hiciste juramento de obedecer a los magistrados? ¡No pueden obligarte a eso! —Se calló. Recuerda, en el campo siempre hay alguien que te observa, pensó, y probablemente también te escucha.

Feeney parecía espantado, de modo que Vimes añadió:

—Llévame a tu mazmorra, chico, y enciérrame. Y ya que estás, enciérrate conmigo. No te precipites, no hagas preguntas y baja la voz, aparte de para decir cosas del estilo de «¡Se te va a caer el pelo, bellaco!» y demás chorradas de esa naturaleza general porque, joven, creo que alguien tiene un problema muy serio por aquí y creo que esa persona eres tú. Si tienes algo de sentido común, estate calladito y llévame a tu calabozo, ¿vale?

Con los ojos como platos, Feeney asintió.

Fue un agradable paseo hasta la mazmorra, que resultó estar situada en un pequeño embarcadero del río. La zona tenía todos los detritos semináuticos que cabría esperar, y había un puente giratorio, presumiblemente para dejar pasar los barcos más grandes. Bajo un sol brillante, lo único que pasaba era el tiempo, y poco a poco. Y entonces llegaron a la tan comentada mazmorra. Parecía un pimentero gigante hecho de piedra. Por su fachada crecía una enredadera en flor y, junto a la puerta y sujeto por una cadena, había un cerdo enorme. Cuando los vio acercarse se irguió sobre las patas de atrás para, bamboleándose un poco, pedir comida.

—Este es Moledor —dijo Feeney—. Su padre fue un jabalí, su madre fue sorprendida. ¿Ve esos colmillos? Nadie me busca las cosquillas cuando amenazo con soltar a Moledor, ¿verdad, Moledor?

Desapareció detrás del calabozo y regresó al momento con un cubo de sobras en el que Moledor trató de zambullirse con ruidos de enorme satisfacción; tan enorme, en verdad, como sus colmillos. Vimes los estaba mirando fijamente cuando una mujer de aspecto amable que llevaba un delantal salió de una casita con el tejado de paja, se detuvo al ver a Vimes y le hizo una reverencia. Miró esperanzada a Feeney.

—¿Quién es este elegante caballero, hijo?

—Es el comandante Vimes, mamá… Ya sabes, el duque.

Hubo una pausa mientras la mujer deseaba a todas luces llevar un vestido, un peinado y unos zapatos mejores, haber limpiado el retrete, la cocina y la recocina y haber recogido el jardín, pintado la entrada y pasado el trapo por la parte interior del tejado.

Vimes impidió que sus giros perforasen un agujero en el suelo sosteniéndole la mano mientras decía:

—Sam Vimes, señora, encantado de conocerla. —Pero eso tan solo provocó que se metiera corriendo en la casa, presa del pánico.

—Mi madre es muy admiradora de la aristocracia —confesó Feeney mientras abría la puerta de la mazmorra con una llave grande hasta extremos inviables.

—¿Por qué? —preguntó Vimes, perplejo.

El calabozo era razonablemente acogedor. Cierto que los cerdos habían dejado un fragante recuerdo tras su partida, pero para un chico de Ankh-Morpork aquello contaba como aire fresco. Feeney se sentó a su lado en un banco bien fregado.

—Bueno, señor, cuando mi abuelo era joven, lord Ramkin le daba medio dólar entero por abrir un portón, solo para que pudiera pasar la partida de caza. Según mi padre, siempre decía: «Ningún hipócrita con su cantinela de los derechos del hombre me ha dado siquiera medio céntimo en la vida, o sea que brindo por lord Ramkin, que me daba medio dólar entero cuando iba borracho como una cuba y nunca me pedía que se lo devolviera cuando estaba sereno. A eso lo llamo yo un caballero».

Vimes se retorció por dentro, sabedor de que el viejo beodo supuestamente generoso debía de tener más dinero del que pudiera imaginarse y de que le estaban hablando de un trabajador que demostraba un patético agradecimiento por la propina del anciano borrachín. Su alma gruñó a un hombre que llevaba mucho tiempo muerto. Sin embargo, la parte de él que llevaba años casada con lady Sybil susurró: «¡Pero no tenía por qué darle nada, y en aquellos tiempos medio dólar probablemente era más dinero del que el viejo podía imaginar!». Una vez, Sybil, en una de sus muy infrecuentes discusiones, le había sorprendido al espetarle: «Bueno, Sam, mi familia tuvo su primer empujón en la vida, su financiación inicial, por llamarlo así, gracias a la piratería. ¡Debería parecerte bien, Sam! ¡Dieron el callo como debe ser! ¡Y mira a lo que llevó! Tu problema, Sam Vimes, es que estás decidido a ser tu propio enemigo de clase».

—¿Algo va mal, comandante? —preguntó Feeney.

—Todo —respondió Vimes—. Para empezar, ningún policía jura lealtad al poder civil; jura lealtad a la ley. Sí, los políticos pueden cambiar la ley, y si al policía no le gusta ya sabe dónde está la puerta, pero mientras se dedique a su oficio es su deber actuar conforme manda la ley tal y como está escrita. —Se apoyó en la pared de piedra—. ¡No se jura obedecer a unos magistrados! Me gustaría ver qué es lo que firmaste… —Vimes dejó de hablar porque la pequeña placa metálica de la puerta del calabozo se deslizó a un lado para revelar a la madre de Feeney, que parecía muy nerviosa.

—He preparado Bong Nyam Pat, Feeney, con colinabo y patatas fritas, y hay suficiente para el duque también, si tuviese la deferencia de aceptarlo.

Vimes se inclinó hacia delante y susurró:

—¿Sabe que me has arrestado?

Feeney se estremeció.

—No, y por favor, por favor, no se lo cuente, señor, porque creo que no me dejaría volver a entrar en casa en la vida.

Vimes se acercó a la puerta y habló a la ranura.

—Será un honor aceptar su hospitalidad, señora Desenlace.

Sonó una risilla nerviosa al otro lado de la puerta, y la madre de Feeney balbució:

—¡Lamento decirle que no tenemos vajilla de plata, alteza!

En casa, Vimes y Sybil comían en resistentes platos de barro cocido, baratos, prácticos y fáciles de limpiar. En alto dijo:

—Yo también lamento que no tengan vajilla de plata, señora Desenlace, y haré que les manden un juego sin tardanza.

Se oyó algo parecido a una escaramuza al otro lado de la mirilla, al mismo tiempo que Feeney le reprendía:

—¿Cómo dice? ¿Se ha vuelto loco, señor?

Bueno, eso ayudaría, pensó Vimes.

—Tenemos cientos de condenados platos de plata en la Mansión, muchacho. Inútiles hasta decir basta, enfrían la comida y cuando te das la vuelta ya se han puesto negros. Creo que también sufrimos una invasión de cucharas. Veré qué tenemos por ahí.

—¡No puede hacer eso, señor! ¡A ella le da miedo tener cosas valiosas en la casa!

—¿Hay muchos robos en esta zona, alguacil en jefe? —preguntó Vimes haciendo hincapié en las tres últimas palabras.

Feeney abrió la puerta de la mazmorra y levantó del suelo a su madre, que al parecer había quedado aturdida por la posibilidad de poseer una vajilla de plata, le sacudió el polvo y replicó por encima de su hombro:

—No, señor, por la razón de que nadie tiene nada que robar. Mi madre siempre me ha dicho que el dinero no compra la felicidad, señor.

Sí, pensó Vimes, mi madre también me lo decía, pero no hizo ascos cuando le di mis primeros sueldos, porque gracias a ellos pudimos tomar algún plato de carne, aunque no supiéramos qué clase de carne era. Eso es la felicidad, ¿no? Madre mía, las mentiras que nos contamos a nosotros mismos…

Cuando una ruborizada señora Desenlace se hubo ido a por la comida, Vimes dijo:

—Entre nosotros, alguacil en jefe, ¿cree que soy culpable de asesinato?

—¡No, señor! —respondió Feeney al instante.

—Lo ha dicho muy rápido, joven. ¿Me dirá que es instinto policial? Porque tengo la impresión de que es poli desde hace poco y no ha tenido mucho trabajo. No soy ningún experto, pero tampoco creo que los cerdos intenten mentirle a menudo.

Feeney respiró hondo.

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