Snuff

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—Bueno, señor —dijo con calma—, mi abuelo era un vejete muy astuto que enseguida le tomaba la medida a la gente. Me llevaba a dar paseos por la zona y me presentaba a la gente que nos cruzábamos, señor, y cuando se alejaban me contaba sus historias, como la del hombre al que habían pillado in flagrante delicto con un ave de corral…

Vimes escuchó boquiabierto mientras aquella cara rosa y bien lavada le hablaba del bonito y fragante paisaje como si estuviera poblado por demonios y monstruos salidos del infierno más infame. Desplegó un listado de antecedentes penales que daba miedo: ningún asesinato espeluznante pero sí mucha mala uva, tontería y todos los delitos propios de la ignorancia y la estupidez humanas. Por supuesto, allá donde había gente, había delincuencia. Era solo que parecía fuera de lugar en el lento mundo de los espacios abiertos y los pájaros cantores. Y aun así, él la había olido nada más llegar y ahora estaba metido hasta el cuello.

—Notas un hormigueo —concluyó Feeney—. Es lo que decía mi padre. Me dijo que observase, escuchara y no perdiese de vista a nadie. Nunca hubo un buen policía que no tuviera un punto de maldad en él, y eso es lo que te avisará. Te dirá: «Este hombre tiene algo que esconder», «Este hombre está más asustado de lo que debería» o «Este hombre se está pasando de chulo porque por debajo está hecho un manojo de nervios». Ya verás como te avisa.

Vimes optó por la admiración antes que el pasmo, pero sin pasarse.

—Bueno, señor Feeney, supongo que su abuelo y su padre tenían razón. O sea que emito las señales correctas, ¿no?

—No, señor, no emite ninguna en absoluto, señor. Mi abuelo y mi padre podían ponerse así a veces. Totalmente inexpresivos. Pone a la gente nerviosa. —Feeney ladeó la cabeza—. Un momento, señor, creo que tenemos un problemilla…

La puerta de la mazmorra se abrió con un golpetazo metálico cuando el alguacil en jefe Desenlace salió disparado hacia la parte de atrás del pequeño y achaparrado edificio. Algo chilló y dio un gañido con voz estridente, y entonces a Vimes, que estaba sentado dentro tan tranquilo, de pronto se le llenó el regazo de trasgos. En realidad era un único trasgo, pero uno es más que suficiente en las distancias cortas. Estaba el olor, para empezar, y para no terminar, porque parecía impregnar el mundo. Aun así, no era la peste, aunque los cielos sabían que apestaba con todos los hedores que una criatura orgánica podía generar. No, cualquiera que recorriese las calles de Ankh-Morpork era más o menos inmune a los hedores, tanto que existía ya la floreciente, a falta de un adjetivo mejor, afición de coleccionar pestes,[13] y Dave, del Emporio del Alfiler y el Sello de Dave, ya había vuelto a ampliar el cartel de su tienda. El olor intrínseco de un trasgo no podía embotellarse (o lo que fuera que hacían los coleccionistas) porque tenía más de sensación que de hedor: en concreto, la sensación de que el esmalte dental se está evaporando y cualquier armadura que se lleve puesta se oxida a marchas forzadas. Vimes le dio un puñetazo, pero el bicho se agarró con los brazos y las piernas a la vez, gritando con lo que en teoría era una voz pero sonaba como alguien saltando sobre una bolsa de nueces. Y aun así no le estaba atacando, a menos que se tuviera en cuenta la guerra biológica. Se sujetaba a su cuerpo con las piernas y agitaba los brazos, y Vimes impidió justo a tiempo que Feeney le partiera la crisma con su porra oficial porque, si uno prestaba atención, el trasgo estaba usando palabras.

—¡Pifia! ¡Pifia! ¡Queremos jus pifia! ¡Exigimos! ¡Exigimos jus pifia! ¿Vale? ¡Jus pifia!

Feeney, por su parte, estaba gritando:

—¡Tufos, pequeño diablo, ya te dije lo que haría si volvía a pillarte robando la comida al cerdo! —Miró a Vimes como si buscara apoyo—. ¡Son un nido de enfermedades espantosas, señor!

—¿Quieres parar de bailar con esa puñetera arma, chico? —Vimes bajó la vista al trasgo, que ahora se revolvía entre sus manos—. ¡En cuanto a ti, cabroncete, deja de armar jaleo!

Se hizo el silencio en la pequeña habitación, aparte de los ecos del «¡Se comen sus propios bebés!» de Feeney y el «¡Jus pifia!» del trasgo, que respondía al sencillo y acertado nombre de «Tufos».

El trasgo, que había superado ya su pánico, señaló con una zarpa la muñeca izquierda de Vimes, lo miró a la cara y dijo:

—¿Jus pifia? —Era una súplica. Le tiró con la garra de la pierna—. ¿Jus pifia? —La criatura cojeó hasta la puerta, miró al enfurecido alguacil en jefe y luego se volvió hacia Vimes con una expresión que le llegó al alma y repitió con mucho énfasis—: ¿Jus pifia? ¿Señor Poo-lii?

Vimes sacó su cajita de rapé. Si algo tenía la sustancia marrón era que todo el ceremonial preciso para tomar un pellizco proporcionaba bastante más tiempo para pensar que encenderse un puro. También conseguía que la gente prestara atención.

—Bueno, alguacil en jefe, he aquí alguien que le pide justicia. ¿Qué piensa hacer al respecto?

Feeney parecía presa de la incertidumbre y buscó cobijo en una certeza.

—¡Es un apestoso trasgo!

—¿Ve muchos cerca de la mazmorra? —preguntó Vimes, sin variar de tono.

—Solo a Tufos —dijo Feeney mientras fulminaba con la mirada al trasgo, que le sacó una lengua como un gusano—. Siempre pulula por aquí. ¡Los demás saben lo que pasa cuando los pillan robando por los alrededores!

Vimes echó un vistazo al trasgo y reconoció una pierna rota mal soldada nada más verla. Dio varias vueltas entre sus manos a la cajita del rapé, sin mirar al joven.

—Pero sin duda un policía se pregunta qué habrá pasado para que una desdichada criatura como esta acuda directa a la ley, con el riesgo de que la lisien… otra vez.

Fue un salto a oscuras, pero qué diablos, había saltado tantas veces que la oscuridad era una cama elástica.

Le picaba el brazo. Trató de no hacer caso, pero por un instante vio ante sus ojos una cueva goteante y no tuvo otro pensamiento que una terrible venganza interminable. Parpadeó y el trasgo le tiraba de nuevo de la manga; Feeney se estaba enfadando.

—¡Yo no fui! ¡No vi cómo se lo hacían!

—Pero sabes qué pasa, ¿verdad?

Y una vez más, Vimes recordó la oscuridad y la sed de venganza, en realidad la venganza misma hecha pensamiento y hambre. Y el pequeño mamón le había tocado en ese brazo. Le volvió todo a la mente y deseó que no fuera así, porque si bien todos los polis deben llevar dentro un punto de maldad, ninguno debería pasearse con un trozo de demonio a modo de tatuaje.

A Feeney ya se le había pasado el enfado, porque tenía miedo.

—El obispo Purga dice que son creaciones demoníacas e insolentes hechas para escarnio de la humanidad —dijo.

—No sé qué dirán los obispos —replicó Vimes—, pero aquí pasa algo y noto el hormigueo, lo he notado desde el día en que llegué, y está hormigueando en mis tierras. Escúcheme, alguacil en jefe. Cuando detiene al sospechoso debería molestarse en preguntarle si es culpable, y si responde que no, debería preguntarle si puede demostrar su inocencia. ¿Lo entiende? Se supone que tiene que preguntarlo. ¿Comprendido? ¡Y mis respuestas son, en orden, no, joder, y sí, joder!

La diminuta zarpa volvió a rascar la camisa de Vimes.

—¿Jus pifia?

Vimes pensó: Qué narices, creía que había sido amable con el muchacho hasta ahora mismo.

—Alguacil en jefe, aquí pasa algo raro, y usted sabe que pasa algo raro, y está solo, así que le conviene reclutar la ayuda de cualquiera en quien pueda confiar. Como yo, por ejemplo, en cuyo caso seré el sospechoso al que, tras ponerlo en libertad bajo palabra con la fianza de un penique —indicó lanzando un pequeño disco de metal medio corroído al anonadado Feeney—, ha pedido usted que le asista en sus indagaciones, sean cuales sean. Y todo quedará la mar de formal y apañado y cumplirá con el procedimiento común del trabajo policial, que, muchacho, escribí yo, y más le vale creerme. No soy la ley, ningún policía es la ley. Un policía es solo un hombre, pero cuando se despierta por la mañana la ley es su despertador. Hasta ahora me he portado bien con usted, pero ¿de verdad creía que iba a pasar la noche en una pocilga? Va siendo hora de ser un policía de verdad, muchacho. Haga lo correcto y amañe el papeleo después, como hago siempre yo. —Vimes bajó la vista al pequeño e insistente trasgo—. Vale, Tufos, tú delante.

—¡Pero si mi madre saldrá ahora mismo con la comida, comandante! —La voz de Feeney era un gimoteo, y Vimes vaciló.

No convenía hacer enfadar a una madre.

Era el momento de dejar asomar al duque. Vimes no tenía por costumbre hacer reverencias a nadie, pero se inclinó ante la señora Desenlace, quien estuvo a punto de soltar la bandeja en su pletórica confusión.

—Lo siento en el alma, mi querida señora Desenlace, pero tendré que pedirle que nos mantenga caliente su Tron Chuch Nyam Po durante un rato, porque su hijo, que hace honor a su uniforme y a sus padres, me ha pedido que le ayude con un asunto de considerable importancia que solo puede confiarse a un joven íntegro como su muchacho.

Mientras la mujer poco menos que se derretía de orgullo y felicidad, Vimes se llevó al joven.

—Señor, el plato era Bong Nyam Pat. Solo comemos Tron Chuch Nyam Po los domingos. Con puré de zanahorias.

Vimes dio media vuelta, estrechó con afecto la mano de la señora Desenlace y dijo:

—Me muero de ganas de probarlo más tarde, querida señora Desenlace, pero si me disculpa, su hijo es muy puntilloso con su trabajo, como seguro que ya sabe.

El coronel Charles Augustus Pacifica había decidido hacía mucho, con la veteranía de un estratega de toda la vida, dejar que Letitia se saliera con la suya en todo. Ahorraba muchos problemas y le dejaba libre para entretenerse en su jardín, cuidar de sus dragones y de vez en cuando salir a pescar truchas, un pasatiempo que adoraba. Alquilaba ochocientos metros de arroyo, pero tristemente empezaba a encontrar difícil correr todo el rato lo bastante rápido. De un tiempo a esa parte pasaba mucho tiempo en su biblioteca, trabajando en el segundo volumen de sus memorias, dejando vía libre a su esposa y no involucrándose.

Hasta ese momento le había parecido estupendo que ella ocupase la presidencia de los magistrados, porque el cargo la mantenía fuera de casa durante horas seguidas. Nunca había sido muy propenso a pensar en términos de bueno o malo y culpable o no culpable. Había aprendido a pensar en términos de nosotros y ellos y muerto y no muerto.

En consecuencia, no es que estuviera escuchando exactamente al grupo reunido en torno a la larga mesa del otro extremo de la biblioteca, que sonaba preocupado, pero aun así no pudo evitar oír frases sueltas.

¡Su mujer había firmado el maldito documento! Tendría que haber intentado disuadirla, pero sabía cómo habría acabado el intento. ¡El comandante Vimes! Vale, según decían todos, el hombre tenía la mecha corta, y a lo mejor era verdad que tuvo un rifirrafe con Comosellame el herrero, que no era mala gente, a su manera, un poco bruto, claro, pero el otro día mismo le había hecho una aguijada para dragones estupenda y a un precio muy razonable. ¿Vimes? No era ningún asesino, seguro. Era algo que se aprendía en el ejército: los asesinos no duran mucho. Matar cuando lo mandaba el deber era otra cosa muy distinta. Letitia había hecho caso a ese abominable abogado y todos habían acordado que se firmara, simplemente porque el maldito Óxido de las narices quería.

Abrió el ejemplar de ese mes de Colmillo y fuego. De vez en cuando alguien bajaba la voz, lo que no dejaba de antojársele de lo más insultante, coño, teniendo en cuenta que estaban en la biblioteca de alguien y sobre todo cuando no se había consultado a ese alguien. Pero no protestó. Había aprendido hacía mucho a no protestar, y por tanto mantuvo la vista fija en el suplemento sobre incubadoras ignífugas, que sostuvo ante él como si quisiera escudarse del mal.

Sin embargo, entre las palabras que no oyó estuvieron: «Por supuesto, solo se casó con ella por el dinero, ya saben». Esa era la voz de su esposa. Y después: «Pues yo oí que ella estaba desesperada por encontrar marido». El tono curiosamente brusco de esa voz identificaba a su dueña como la señorita Chollos, que, como el coronel no pudo evitar apreciar mientras contemplaba adusto un anuncio a toda página de madrigueras de asbesto, tampoco había tenido ninguna prisa por encontrarse un esposo.

El coronel era, de natural, una persona de las de vive y deja vivir y, la verdad, si una chica quería pasearse con otra chica que llevaba camisa y corbata, adiestraba caballos y tenía cara de bulldog lamiendo vinagre de un cardo, pues era asunto suyo y de nadie más. Al fin y al cabo, se dijo, ¿no te acuerdas del bueno de Jackson el Cachas? Todas las noches aparecía en el comedor de oficiales con vestido y una loción tirando a floreada para un hombre, pero cuando llamaban a las armas podía luchar como un puto demonio. Era un mundo curioso.

Intentó encontrar de nuevo el punto en la página, pero lo interrumpió el muy reverendo Ratonero. El coronel nunca se había entendido con los capellanes, no les veía el sentido.

—Me parece muy sospechoso que la familia Ramkin se presente aquí después de tantos años, ¿a ustedes no? No paro de leer sobre Vimes en el periódico, y no es la clase de persona que uno se imagina tomándose unas vacaciones.

—Según Grávido, lo conocen como el terrier de Vetinari —dijo Letitia.

Al otro lado de la habitación, su marido hundió la cabeza más si cabe en la revista para no bufar. ¡Grávido! ¿Quién le pondría ese nombre a su hijo? Nadie que hubiese criado alguna vez dragones o peces, eso seguro. Por supuesto, para algo estaban los diccionarios, pero claro, el viejo lord Óxido nunca había sido de la clase de hombres que abrían un libro si podían evitarlo. El coronel trató de enfrascarse en un artículo sobre el tratamiento de la garganta en zigzag en los machos viejos, y la esposa de sus amores prosiguió:

—Bueno, por aquí no queremos saber nada de las tonterías de Vetinari. Al parecer, su señoría disfruta bastante dejando que Vimes se ventosee en los salones de los poderosos. Al parecer, Vimes no respeta el rango. A decir verdad, todo lo contrario. Y a decir verdad, se diría que no es de los que hacen ascos a tender una emboscada a un hombre trabajador y decente.

Qué curioso, pensó el coronel, es la primera vez que la oigo llamar al herrero algo que no sea «condenada molestia». Le daba la impresión de que el chismorreo de la mesa era trillado, artificial, como la conversación de los reclutas novatos en vísperas de su primera batalla. Pensó: Hay una orden de búsqueda y captura para el comandante Vimes, héroe del valle del Koom —un trabajo fino, fino, maravillosa ejecución, paz en nuestros tiempos entre hermano troll y hermano enano y todo eso: sí señor, que ya he visto demasiadas muertes para una vida—, y ahora vas a dejarlo sin trabajo y sin reputación solo porque ese crío grasiento con nombre de rana embarazada te ha camelado para que lo hagas.

—Tengo entendido que es un hombre muy violento —dijo… vaya, ¿cómo se llamaba? Un poco cantamañanas, a ojos del coronel. Se compró una villa cerca de Saliente, amigote de Óxido. No parecía trabajar nunca en nada. Cómo se llamaba… ah, sí, Bordelmonte, un tipo muy poco de fiar se tuviese delante o detrás, pero aun así lo habían investido magistrado.

—¡Y no era más que un niño de la calle y un borracho, por si fuera poco! —resaltó Letitia—. ¿Qué les parece?

El coronel prestó una cuidadosa atención a su revista mientras sus pensamientos mudos decían: A mí me suena estupendamente, querida. Todo lo que recibí yo al casarme contigo fue la promesa de una mitad del local de pescado con patatas de tu padre cuando me licenciase, y al final no me llevé ni eso.

—Todo el mundo sabe que su antepasado mató a un rey, conque no me imagino a un Vimes haciendo ascos a matar a un herrero —dijo el honorable Ambrose.

Ese era un misterio, hasta cierto punto. Andaba en negocios de transporte de mercancías. Lo habían enviado allí para alejarlo de la ciudad por algo relacionado con una chica. Y el coronel, que pasaba mucho tiempo pensando,[14] se había preguntado hacía un tiempo qué había que hacer, en esos tiempos modernos, para que lo desterraran a uno de la ciudad por algo relacionado con una chica, y el instinto le había respondido que posiblemente tuviera que ver con la edad de la chica. Después de rumiarlo durante una temporada, el coronel había escrito a su viejo camarada Robinson el Papus, que siempre sabía una cosa o dos sobre esto y aquello y tal y cual, y ahora era una especie de mandamás político en el palacio. Había planteado una pregunta, que era la cosa más normal del mundo, a su amigo, al que en una ocasión había izado a pulso sobre el pomo de su silla de montar antes de que una cimitarra klatchiana lo despachara, y había recibido una escueta nota que solo decía: «En efecto, menor de edad, tapado por una fortuna», y después de eso el coronel se había cuidado mucho de no volver a dar la mano nunca a ese hijo de puta.

Despreocupado y ajeno a los pensamientos del coronel, el honorable Ambrose, que siempre parecía algo más grande que su ropa —que ya de por sí era de un estilo más apropiado para alguien veinte años más joven—, afirmó con desdén:

—Francamente, creo que estamos haciendo un servicio al mundo. Dicen que es partidario de los enanos y toda clase de indeseables. ¡Podría esperarse cualquier cosa de un hombre así!

Sí que se podría, pensó el coronel.

Y la señora Sobras dijo:

—Pero no hemos hecho nada malo… ¿verdad?

El coronel pasó una página y la alisó con precisión militar. Pensó: Bueno, toleráis el contrabando cuando lo hace cierta gente porque son amigotes, y cuando no lo son los freís a multas. Aplicáis una ley para los pobres y ninguna para los ricos, querida, porque los pobres son tan, tan molestos…

Notó de repente una mirada, porque la telepatía conyugal es algo espantoso. Su esposa aseguró:

—No es malo para nadie, y además lo hace todo el mundo. —La cabeza de Letitia volvió a su posición original mientras su marido pasaba la página, con la mirada fija en el texto mientras pensaba, con todo el sigilo que su cerebro pudo lograr: Y luego, claro, estuvo el… incidente, hace unos pocos años. Eso no estuvo bien. Nada bien. No está bien quitar bebés de ninguna clase a sus madres. Pero nada, nada bien. Y todos lo sabéis y os preocupa, y con razón.

Se hizo el silencio por un momento en la habitación, y luego la coronela prosiguió.

—No habrá ningún problema. El joven lord Óxido me lo ha prometido. Tenemos derechos, a fin de cuentas.

—La culpa es de ese condenado herrero —dijo la señorita Chollos—. No deja de recordárselo a la gente, él y esa maldita escritora.

Eso irritó a la coronela.

—No tengo ni idea de lo que habla, señorita Chollos. Legalmente, aquí no ha pasado nada malo. —Su cabeza rotó de nuevo hacia su marido—. ¿Estás bien, querido? —preguntó.

Por un momento el coronel puso cara de no estarlo, y luego respondió:

—Oh, sí, querida. La mar de bien. La mar de bien. —Pero sus pensamientos continuaron: Te has hecho partícipe de lo que es, se mire como se mire, un cínico intento de arruinar la carrera de un hombre muy bueno.

—Te he oído toser. —Sonaba a acusación.

—Bah, será un poco de polvo o algo así, querida, estoy la mar de bien. La mar de bien. —Entonces dejó la revista en la mesa con un golpe. Se puso de pie—. Cuando no era más que un alférez, querida, una de las primeras cosas que aprendí fue que nunca hay que revelar tu posición disparando a lo loco. Creo que sé qué clase de persona es vuestro comandante Vimes. Es posible que el joven lord Óxido esté a salvo, con su dinero y sus contactos, pero dudo mucho que todos vosotros lo estéis. ¿Quién sabe lo que habría pasado si no os hubieseis apresurado tanto? ¿Qué es un poco de contrabando? ¡Ahora acabáis de tirar de la cola al dragón y lo habéis enfurecido!

Cuando su esposa recobró el control de su lengua, exclamó:

—¡Cómo te atreves, Charles!

—Oh, resulta que es muy fácil, querida —replicó el coronel con una alegre sonrisa—. Un poco de contrabando puede considerarse un desliz, pero no cuando se supone que estás velando por el cumplimiento de la ley. Me asombra que ninguno de vosotros parezca comprenderlo. Si les queda algo de sentido común, damas y caballeros, le explicarán todo el desafortunado suceso de los trasgos a su excelencia ahora mismo. Al fin y al cabo, fue su amigo Grávido quien lo organizó. El único problemilla es que ustedes se lo permitieron, si mal no recuerdo, sin rechistar siquiera.

—Pero no fue ilegal —dijo su esposa con voz gélida.

Su marido no se movió, pero, en cierto sentido inefable, de repente era más alto.

—Creo que la cosa se embarulló un poco: verás, vosotros considerabais que las cosas podían ser legales o ilegales. Bueno, yo soy solo un soldado y además nunca se me dio muy bien, pero en mi opinión estabais tan preocupados con lo legal y lo ilegal que en ningún momento os parasteis a pensar si estaba bien o mal. Y ahora, si me disculpan, me bajo al pub.

Su mujer reaccionó de forma automática.

—No, querido, ya sabes que no te llevas bien con la bebida.

El coronel era todo sonrisas.

—Esta noche pienso limar asperezas con la bebida y hacerme amigo de ella.

El resto de magistrados miraron a la coronela, que fulminó a su marido con la mirada.

—Ya hablaremos más tarde, Charles —gruñó.

Para su sorpresa, la sonrisa del coronel no varió.

—Sí, querida, sospecho que tú hablarás, pero creo que descubrirás que yo no te escucho. Buenas noches a todos.

La puerta se cerró a su espalda con un chasquido. Tendría que haber sido un portazo, pero algunas puertas nunca acaban de comprender la situación.

El trasgo ya había alcanzado una buena velocidad con su paso cojitranco engañosamente rápido. A Vimes le sorprendió descubrir que Feeney se las veía y se las deseaba para completar el breve trayecto hacia —no le sorprendió— el monte del Ahorcado. Oía jadear ligeramente al chico. A lo mejor no había que ser muy rápido para atrapar a un cerdo descarriado, pero había que correr como un rayo para pillar a un troll joven y puesto hasta las cejas de tajada, y hacía falta mucha resistencia para alcanzarlo y ponerle las esposas antes de que se serenase lo suficiente para desenroscarte la cabeza. Estaba claro que defender la ley era muy diferente en el campo.

En el campo siempre hay alguien que te observa, pensó mientras trotaban. Bueno, en la ciudad también había siempre alguien mirando, pero solía ser con la esperanza de que cayeras muerto para mangarte la cartera. Nunca estaban interesados. Pero allí le parecía notar muchos ojos puestos en él. Quizá pertenecieran a ardillas o tejones, o lo que fuesen esos malditos bichos que Vimes oía por las noches; gorilas, posiblemente.

No tenía ni idea de lo que iba a ver, pero desde luego no esperaba encontrarse la cima del monte engalanada con cuerdas tendidas, pintadas de amarillo. Solo les dedicó un segundo, sin embargo. De espaldas a uno de los árboles, y con cara de honda aprensión, había tres trasgos. Uno de ellos se levantó, lo que dejó su cabeza con sus correspondientes ojos en las inmediaciones de la entrepierna de Vimes, que no era una ubicación muy deseable. El trasgo le tendió una mano arrugada y dijo:

—¿Vimes? ¡Cuelga!

Vimes la miró, y luego a Feeney.

—¿Qué quiere decir con «cuelga»?

—Nunca he estado muy seguro —respondió el joven—. Algo como buenos días, creo, solo que en trasgo.

—¡Vimes! —prosiguió el viejo trasgo—. Decirse, tú eres poo-lii. ¡Ser poo-lii gordo! ¡Si poo-lii, jus pifia! ¡Pero todo ser pifia no! ¡Y cuando oscuro dentro de oscuro! ¡Oscuro mueve! ¡Oscuro debe venir, Vimes! ¡Oscuro arriba! ¡Jus pifia!

Vimes no tenía ni idea del sexo de su interlocutor, ni siquiera de su edad. La ropa no daba pistas: al parecer, los trasgos se ponían cualquier cosa que pudieran atarse. Sus acompañantes lo miraban sin pestañear. Tenían hachas de piedra, pedernal, unos trastos temibles pero que se embotaban al cabo de un par de golpes, lo que no era ningún consuelo cuando uno sangraba por el cuello. También había oído que eran unos guerreros salvajes. Ah, y ¿qué era lo otro que decía la gente? Ah, sí, hagas lo que hagas, no dejes que te arañen…

—¿Quieres justicia, dices? ¿Justicia por qué?

El portavoz trasgo lo miró y dijo:

—Ven conmigo, poo-lii. —Las palabras salieron extendidas como una maldición o, por lo menos, una amenaza. El portavoz dio media vuelta y empezó a descender con paso solemne por la ladera opuesta de la colina. Los otros tres trasgos, entre ellos el conocido para Vimes como Tufos, no se movieron.

Feeney susurró:

—Podría ser una trampa, señor.

Vimes puso los ojos en blanco y replicó con tono burlón:

—¿Tú crees? Y yo que pensaba que era una invitación a un número de magia con el Asombroso Jdiendo y Doris, y los Hermanos Tropezones del Uniciclo con el Gato Fido. ¿A qué viene toda esta cuerda amarilla, señor Desenlace?

—Cordón policial, señor. Me lo tejió mi madre.

—Ah, sí. Veo que además se las ingenió para incluir la palabra POLIZÍA en negro varias veces.

—Sí, señor, disculpe la ortografía, señor —dijo Feeney, claramente asustado por las miradas—. Había sangre por todo el suelo, señor, así que rasqué un poco y la metí en un tarro limpio de mermelada, por si acaso.

Vimes no prestó atención porque los dos guardaespaldas trasgos se habían desplegado y estaban de pie. Tufos le indicó por señas que caminase por delante de ellos. Vimes negó con la cabeza, se cruzó de brazos y se volvió hacia Feeney.

—Deje que le cuente lo que pensó usted, señor Desenlace. Actuaba a resultas de una información recibida, ¿no es así? Y había oído que el herrero y yo tuvimos un pequeño encontronazo ayer delante del pub, y es verdad. Sin duda, también le han comunicado que, en algún momento posterior, alguien oyó una conversación en la que él acordaba reunirse conmigo aquí arriba, ¿verdad? No se moleste en responder, se lo veo en la cara; aún no domina la cara de hormigón del poli. ¿Ha desaparecido el señor Jefferson?

Feeney se rindió.

—Sí, señor Vimes.

El chico no merecía, o tal vez merecía, la fuerza con la que Vimes le replicó.

—No me llames señor Vimes, chaval, no te has ganado el derecho. Llámame «señor», «comandante» o hasta «excelencia» si eres lo bastante tonto para hacerlo, ¿entendido? Ayer podría haber mandado al herrero a casa caminando muy raro si me lo hubiese propuesto. Es un hombre grande pero no un héroe de la calle. Aun así, le dejé desahogarse un poco y calmarse sin quedar mal. Sí, me dijo que quería encontrarse aquí conmigo ayer por la noche. Cuando llegué con un testigo, había sangre en el suelo y estoy seguro de que era de trasgo, y desde luego no había ni rastro de ningún herrero. Tenías argumentos de mierda para detenerme cuando has venido a mi casa y sigues teniendo argumentos de mierda. ¿Alguna pregunta?

Feeney bajó la vista a sus pies.

—No, señor, perdón, señor.

—Bien, me alegro. Considera esto unas prácticas formativas, chico, que además no te costarán ni un penique. Y ahora, estos trasgos parecen querer que los sigamos y yo pretendo hacerlo, y también pretendo que me acompañes, ¿entendido?

Vimes miró a Tufos y a los dos guardias trasgos. Un hacha se meneó con cierta desgana para indicar que, en efecto, tendrían que estar en marcha. Partieron y Vimes oyó que el apesadumbrado Feeney intentaba ser valiente, pero emitía nerviosismo.

—No van a tocarnos, chaval, en primer lugar porque si quisieran ya lo habrían hecho, y en segundo porque quieren algo de mí.

Feeney se acercó un poco más.

—¿Y qué puede ser, señor?

—Justicia —dijo Vimes—. Y creo que tengo una premonición sobre lo que eso va a significar…

A veces la gente preguntaba al comandante Vimes por qué el sargento Colon y el cabo Nobbs seguían en las fuerzas, cualesquiera que fuesen, de la moderna Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, dado que en ocasiones había que sujetar a Nobby boca abajo y sacudirlo para recuperar pequeños objetos pertenecientes a otras personas, mientras que Fred Colon había cultivado la habilidad de hacer su ronda con los párpados cerrados y acabar, aún roncando, en Pseudópolis Yard, a veces con grafitis en el peto de la armadura.

Ante lord Vetinari, el comandante Vimes había esgrimido tres defensas. La primera era que ambos poseían un envidiable conocimiento de la ciudad y sus habitantes, oficiales o no, comparable al del propio Vimes.

La segunda era el tradicional argumento del urinario. Era mejor tenerlos dentro meando fuera que fuera meando dentro. Al menos así era fácil echarles un ojo.

Y la tercera pero no menos importante, desde luego que no menos importante, era que tenían suerte. Más de un crimen se había resuelto gracias a cosas que les habían caído encima, habían intentado matarlos, habían hecho tropezar a uno de ellos, habían sido encontradas flotando en sus almuerzos y, en un caso, habían intentado poner huevos dentro de la nariz de Nobby.

Y así fue como ese día, el dios o fuerza de algún otro tipo que los consideraba sus juguetes dirigió sus pasos hasta la esquina de Ladobarato con la calle de la Rima, y al fragante Emporio de Pasmafuerza Arremango.[15]

El sargento Colon y el cabo Nobbs, como es costumbre entre policías, entraron en el edificio por la puerta de atrás y fueron recibidos por el señor Arremango con esa sonrisa feliz pero algo vidriosa con la que un comerciante saluda a un viejo conocido del que sabe que acabará llevándose mercancía con un descuento del cien por cien.

—¡Caramba, Fred, cómo me alegro de verte! —dijo mientras despertaba al místico tercer ojo que desarrollaban todos los pequeños comerciantes, sobre todo los que veían entrar a Nobby Nobbs en su establecimiento.

—Estábamos patrullando por la zona, Pasmafuerza, y se me ha ocurrido pasar a por tabaco y ver qué tal lo llevas, con todo el jaleo del impuesto nuevo y demás.

El sargento tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del ruido sordo de la muela de rapé y las carretas que cruzaban continuamente el suelo de la fábrica. Hileras de mujeres situadas ante largas mesas empaquetaban el tabaco de aspirar y —se inclinó hacia un lado para ver mejor— la cadena de montaje de cigarrillos también funcionaba a todo trapo.

El sargento Colon miró a su alrededor. Los policías siempre miran, siguiendo el criterio de que siempre hay algo que ver. Por supuesto, a veces pueden encontrar recomendable olvidar que han visto nada, por lo menos de forma oficial. El señor Arremango tenía un alfiler de corbata nuevo, cuyo diamante destellaba. Era evidente que también estrenaba zapatos —a medida, diría Fred Colon—, y un olisqueo apenas perceptible sugirió la presencia de, veamos, ah, sí, Fragancia de Cedro Pour Hommes, importada de Quirm a 15 dólares el frasquito.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó—. ¿Notas mucho el nuevo impuesto?

El rostro del señor Arremango adoptó ipso facto la expresión de un trabajador asfixiado por las maquinaciones de la política y el destino. Sacudió la cabeza con tristeza.

—A duras penas llegamos a fin de mes, Fred.

Tengo suerte el día que cubro gastos.

Anda, y un diente de oro también, pensó el sargento Colon. Casi se me pasa.

—Qué mal me sabe oír eso, Pasmafuerza, de verdad que sí. Deja que aumente tus beneficios gastando dos dólares en mis ochenta gramos de tabaco retorcido de siempre.

Fred Colon sacó su cartera y el señor Arremango, con un murmullo de reprobación, le indicó que se la guardase. Era un ritual tan viejo como los mercaderes y los policías que permitía que el mundo siguiera su curso. Cortó un trozo de tabaco de la trenza que había sobre el mostrador de mármol, lo envolvió con movimientos rápidos y expertos y, como ocurrencia de última hora, estiró el brazo y sacó un gran puro, que entregó al sargento.

—Prueba uno de estos magníficos cigarros, Fred, me acaban de llegar, son de fuera, elaborados en la plantación para nuestros apreciados clientes. No, no, ni hablar, insisto —añadió mientras Fred profería sonidos de agradecimiento—. Siempre es un placer ver a la Guardia por aquí, ya lo sabes.

La verdad, pensó el señor Arremango mientras veía marcharse a los policías, no ha sido para tanto: lo único que ha hecho ese bicho de Nobbs ha sido mirar aquí y allá como un pasmarote.

—Deben de estar forrándose —comentó Nobby Nobbs mientras seguían su relajado camino—. ¿Ha visto ese cartel de «Se busca personal» del escaparate? Y estaba escribiendo una lista de precios en el mostrador. ¡Los está bajando! Debe de tener un buen negocio montado con la gente de la plantación, no se me ocurre otra cosa.

El sargento Colon olisqueó el grueso puro, el más gordo que había visto nunca, que olía tan bien que probablemente era ilegal, y sintió el hormigueo, la sensación de que había topado con algo que era mucho más importante de lo que aparentaba, la sensación de que tirando de un hilo se desenredaría algo gordo. Hizo rodar el cigarro entre sus dedos como había visto hacer a los entendidos. Reamente, el sargento Colon era, en lo relativo a los productos del tabaco, una especie de carroñero, pues anteponía el precio a cualquier otra consideración, y el protocolo de los puros era desconocido para un hombre que disfrutaba de lo lindo con un buen cacho de tabaco de mascar. ¿Qué otra cosa había visto hacer a la gente fina? Ah, sí, había que hacerlo rodar entre los dedos y acercarlo a la oreja. No tenía ni idea de por qué debía hacerse, pero lo hizo de todas formas.

Y soltó una palabrota.

Y lo tiró al suelo…

El sendero que partía de la cima del monte del Ahorcado dejaba atrás los árboles y descendía, sobre todo por entre matas de tojo y peñascos, con algún que otro tramo de tierra cruda e inaprovechable porque la erosión se había llevado toda su sustancia. Una región salvaje, un páramo, hogar de conejos escuálidos, ratones desesperados, alguna rata conmocionada de vez en cuando y trasgos.

Y allí, entre los matorrales, estaba la entrada a una cueva. Un humano tendría que doblarse por la mitad para entrar en ese agujero fétido y ofrecería un blanco fácil. Pero Vimes sabía, mientras se agachaba para pasar, que estaba a salvo. Lo sabía. Lo había sospechado a plena luz del día, y abajo en la oscuridad lo supo. La certeza se hizo casi física a medida que las alas de la oscuridad se extendían sobre él y pudo oír los sonidos de la cueva, todos y cada uno de ellos.

De repente conocía la cueva, hasta el mismo fondo donde podía encontrarse agua, los jardines de hongos y champiñones, los patéticos almacenes vacíos y la cocina. Eso eran traducciones humanas, claro está. Los trasgos, por lo general, comían donde podían y dormían allá donde el sueño los venciera; no tenían el concepto de las habitaciones con fines concretos. Vimes lo supo en ese momento como si lo supiera de toda la vida, y jamás había estado en ningún sitio al que un trasgo pudiera llamar hogar.

Pero aquello era la oscuridad, y Vimes y la oscuridad tenían un… entendimiento, ¿verdad? Por lo menos eso pensaba la oscuridad. Lo que Vimes pensaba, de forma más prosaica, era: «Maldición, ya estamos otra vez».

Notó un empujoncito en las lumbares y oyó que Feeney contenía una exclamación. Vimes se volvió hacia un trasgo sonriente y amenazó:

—Inténtalo otra vez, guapo, y te daré un coscorrón, ¿entendido? —Y eso fue lo que dijo, y eso fue lo que se oyó decir… Salvo que algo, no exactamente otra voz, se pegó a sus palabras como una serpiente enroscándose en torno a un árbol, y los dos guardias soltaron las armas y salieron disparados hacia la luz del sol. Fue instantáneo. No gimotearon ni gritaron. Querían ahorrar aliento para correr.

—¡Por todos los infiernos, comandante Vimes! ¡Eso ha sido puta magia! —exclamó Feeney mientras se agachaba para buscar a tientas las hachas caídas. Vimes observó en la oscuridad cerrada cómo el chico palpaba el suelo y, por pura suerte, las encontraba.

—¡Suéltalas! ¡Te digo que las sueltes, ahora mismo!

—¡Pero si vamos desarmados!

—¡No discutas conmigo, chaval! —Sonaron un par de golpes cuando las hachas dieron contra el suelo.

Vimes volvió a respirar.

—Ahora vamos a ver a ese simpático trasgo de la tercera edad, ¿entendido?, y caminamos sin miedo porque nosotros somos la ley, ¿entendido? Y la ley puede ir a cualquier parte en el curso de sus investigaciones.

La altura del techo aumentó a medida que avanzaban, hasta que Vimes pudo ponerse derecho del todo. Feeney, en cambio, tenía dificultades. Detrás de Vimes sonaba un coro de golpes, arañazos y palabras que las queridas y ancianas madres no deberían conocer, y mucho menos oír. Vimes tuvo que parar para que el chico lo alcanzase, tropezando con protuberancias fáciles de evitar y llevándose un golpe en la cabeza cada vez que el techo bajaba por un momento.

—¡Vamos, alguacil en jefe! —gritó Vimes—. ¡Un policía debe tener buena visión nocturna! ¡Tiene que comer más zanahorias con su Bong Chung Nyam Chuch o lo que sea!

—¡Está oscuro como la boca de un lobo, señor! No veo ni mi mano delante de la cara… ¡Ay! —Feeney había chocado con Vimes. Se hizo la luz, aunque no para Feeney.

Vimes contempló los recovecos de la cueva. Estaba iluminada como si le diera el sol. No había antorchas ni velas, solo una luz constante de moderada intensidad, una luz que había visto antes, hacía ya años, en una caverna, una gran caverna muy lejos de allí, y supo lo que significaba: estaba viendo la oscuridad, probablemente mejor que los trasgos. La oscuridad se había vuelto increíblemente luminosa aquel día en el que Vimes, bajo tierra, había luchado contra monstruos —monstruos andantes y parlantes— que habían fundado su hogar lejos de la luz y habían urdido oscuros planes. Pero Vimes había luchado contra ellos y había ganado, y gracias a eso se había escrito y firmado el Acuerdo del Valle del Koom, y la guerra más antigua del mundo había acabado, si no en paz, por lo menos en un lugar donde con algo de suerte podían plantarse las semillas de la paz. Era bueno saberlo porque, de la oscuridad, Vimes había adquirido… un acompañante. Los enanos tenían un nombre para él: la Oscuridad que Invoca. Y tenían toda una serie de explicaciones para lo que era: un demonio, un dios perdido, una maldición, una bendición, la venganza encarnada (salvo que no tenía más carne que la que tomaba prestada), una ley en sí misma, un asesino pero a veces un protector, o algo para lo que nadie podía encontrar las palabras adecuadas. Podría viajar a través de la roca, el agua, el aire, la carne y, que Vimes supiera, a lo mejor hasta en el tiempo. Al fin y al cabo, ¿qué límites pueden ponérsele a una criatura hecha de nada? Sí, la había conocido y, cuando se habían separado, ya fuese por diversión, picardía, travesura o simplemente a modo de recompensa, la Oscuridad que Invoca le había impuesto su marca, atravesándolo y dejándole aquel pequeño tatuaje luminoso.

Vimes se arremangó y allí estaba, y parecía brillar más. En ocasiones se encontraba a la Oscuridad en sueños, y allí se saludaban con respeto y seguían cada uno por su camino. Podían pasar meses e incluso años entre esos encuentros y Vimes podía creer que habían terminado para siempre, pero tenía su marca en el antebrazo. A veces le picaba. En pocas palabras, era como llevar consigo una pesadilla atada con correa. Y ahora le permitía ver en la oscuridad. ¡Pero un momento, estaba en una madriguera trasga, no en una cueva enana! Y sus propios pensamientos le replicaron al momento con ese leve acento, como si fueran un dueto: «Sí, pero los trasgos lo roban todo, comandante».

Allí mismo, en ese momento, parecía que los trasgos se habían robado a sí mismos. El suelo de la cueva estaba cubierto de cascotes, basura y cosas que los trasgos debían de considerar importantes, lo que con toda probabilidad podía significar cualquier cosa, teniendo en cuenta que coleccionaban religiosamente sus propios mocos. Distinguió al trasgo viejo indicándole por señas que lo siguiera antes de desaparecer. Tenía delante una puerta de manufactura trasga, como atestiguaban su aspecto de podrida y el hecho de que colgaba de una sola bisagra, que se rompió cuando Vimes la empujó. A su espalda, Feeney dijo:

—¿Qué ha sido eso? ¡Por favor, señor, no veo nada!

Vimes caminó hasta el chico y le tocó el hombro, con lo que le dio un buen susto.

—Señor Desenlace, le acompañaré a la entrada para que pueda volver a casa, ¿de acuerdo?

Sintió que el chico se estremecía.

—¡No, señor! Preferiría quedarme con usted, si no le importa… ¿Por favor?

—¡Pero si no ves en la oscuridad, chico!

—Lo sé, señor. Llevo un cordel en el bolsillo. Mi abuelo decía que un buen poli siempre debe llevar un cordel. —Le temblaba la voz.

—Suele ser útil, sí —corroboró Vimes mientras lo sacaba con cuidado del bolsillo del joven—. Es asombroso lo inofensivo que se vuelve un sospechoso con los pulgares atados. ¿Estás seguro de que no te sentirías mejor al aire libre?

—Lo siento, señor, pero si no le importa creo que el lugar más seguro ahora mismo es a su espalda, señor.

—¿De verdad no ves nada, chico?

—Ni un pimiento, señor. Es como si hubiera perdido la vista, señor.

En opinión de Vimes, el muchacho estaba a punto de perder la chaveta, y a lo mejor amarrarlo a Vimes era mejor que oírlo pegándose golpes mientras intentaba huir.

—No estás ciego, chico, es solo que con todos los turnos de noche que me he chupado… bueno, parece que se me da mejor de lo que creía ver en la oscuridad.

Feeney volvió a estremecerse al sentir el contacto de Vimes, pero entre los dos consiguieron atar a Vimes al alguacil en jefe Desenlace con unos dos metros de cuerda deshilachada que olía a cerdo.

No había trasgos al otro lado de la puerta rota, pero los rescoldos de un fuego ardían caprichosamente bajo un asador con un trozo de carne, por suerte inidentificable. Cualquiera diría que un trasgo se había visto obligado a abandonar su merienda a toda prisa. Y hablando de merienda, había un hervidor, es decir, una lata metálica oxidada, que burbujeaba en las ascuas del fuego. Vimes olisqueó el contenido y le sorprendió descubrir que olía a bergamota, y de algún modo la idea de un trasgo bebiendo té con el meñique extendido y toda la ceremonia consiguió, por un momento, apabullar a sus funciones de incongruencia. Bueno, la planta crecía, ¿no? Y los trasgos probablemente tenían sed, ¿verdad? Nada de lo que preocuparse. Aunque, si encontraba una bandeja de delicadas pastas, no le quedaría más remedio que sentarse a descansar un momento.

Siguió caminando sin que la luz menguara en ningún momento ni los trasgos apareciesen. El complejo subterráneo trazaba una clara pendiente hacia abajo y seguía habiendo indicios de trasgos por todas partes, pero sin señales de vida de ninguno de ellos, lo que en teoría tendría que ser bueno, dado que en general la primera señal de vida de un trasgo era aterrizar en la cabeza de alguien e intentar convertirla en una bola de bolos. Entonces vio un destello de color en aquel monótono paisaje subterráneo de grises y marrones: era un ramo de flores, o lo que había sido un ramo antes de que lo dejaran caer. Vimes no era experto en flores, y cuando las compraba para Sybil a intervalos maritalmente aconsejables, por lo general se limitaba al ramillete de rosas o su equivalente, al parecer aceptable, de una sola orquídea. Tenía una vaga consciencia de que existían otras flores, por supuesto, que alegraban las habitaciones, desde luego, pero nunca se le habían quedado sus nombres.

Allí no había rosas, ni tampoco orquídeas. Esas flores las habían cogido de setos y prados y comprendían incluso las raquíticas plantas que se las ingeniaban para sujetarse y florecer en el páramo de arriba. Alguien las había llevado. Alguien las había soltado. Alguien había tenido prisa. Vimes lo leía en las flores. Se habían caído de una mano abierta, de tal modo que se extendían a lo largo de la ruta de huida como la cola de un cometa. Y más de una persona las había pisoteado, pero probablemente no porque persiguieran al citado portador del ramo, sino, a juzgar por las apariencias, porque también ellos habían querido escapar por el mismo sitio que él o ella, e incluso más rápido que él o ella.

Se había producido una estampida, esa era la verdad. Gente asustada que huía. Pero ¿de qué huía?

«De usted, comandante Vimes, de usted, majestad de la ley. ¿Ve cómo le ayudo, comandante?».

La familiaridad de la voz lo irritó; se parecía demasiado a la suya.

—¡Pero si he venido porque me lo han pedido ellos! —dijo a la cueva en general—. ¡No pensaba luchar con nadie!

Y en su cabeza su propia voz le contestó:

«¡Oh, mi sucio y desarrapado pueblo, que no confía ni atrae confianza! ¡Mire por dónde pisa, señor Policía, pues los odiados no tienen motivos para el amor! Oh, el pueblo extraño y secreto, el último y el peor, nacido de la basura, sin esperanza, desprovisto de dios. Mucha suerte, hermano… mi hermano en la oscuridad… Haga lo que pueda por ellos, señor Poo-lii».

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