Snuff

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En la muñeca de Vimes el símbolo de la Oscuridad que Invoca brilló por un momento.

—¡No soy tu hermano! —gritó Vimes—. ¡No soy un asesino!

El eco de las palabras resonó a lo largo de las cuevas, pero bajo ellas Vimes creyó intuir que algo se alejaba reptando. ¿Podía reptar algo que no tenía cuerpo? ¡Malditos fueran los enanos y su folclore subterráneo!

—¿Se encuentra, ejem, bien, señor? —preguntó la voz nerviosa de Feeney a su espalda—. Hum, estaba gritando, señor.

—Solo renegaba porque me he dado con la cabeza en el techo, chaval —mintió Vimes. Tenía que emanar tranquilidad enseguida, antes de que Feeney se alterase tanto que intentara correr hasta la salida, presa del pánico—. ¡Lo está haciendo muy bien, alguacil en jefe!

—Lo que pasa es que no me gusta la oscuridad, señor, nunca me ha gustado… Esto, ¿cree que alguien se molestará si hago un pis contra la pared?

—Yo de ti no me preocuparía, chaval. No creo que nada pueda hacer que este sitio huela peor.

Vimes oyó unos sonidos vagos a su espalda, y luego Feeney dijo, con una vocecilla húmeda:

—Hum, la naturaleza ya había seguido su curso, señor. Lo siento, señor.

Vimes sonrió para sus adentros.

—No te preocupes, chico, no serás el primer poli que tenga que escurrir sus calcetines, ni tampoco el último. Recuerdo la primera vez que tuve que arrestar a un troll. Un tipo enorme, tenía muy mala leche. Ese día los calcetines se me humedecieron un poco, y no me importa reconocerlo. ¡Considéralo una especie de bautismo! —Sigue con el cachondeo, pensó, conviértelo en una broma. No dejes que dé vueltas al hecho de que nos estamos metiendo en el escenario de un crimen que no puede ver—. Es curioso, ese troll ahora es mi mejor sargento, y he puesto mi vida en sus manos más de una vez. Eso nos demuestra que nunca se sabe, aunque sospecho que nunca sabremos qué es lo que nunca se sabe.

Vimes dobló una esquina y se encontró con los trasgos. Se alegró de que el joven Feeney no pudiera verlos. Es más, desearía no poder verlos él tampoco. Debían de ser unos cien, y muchos llevaban armas. Eran armas toscas, desde luego, pero un hacha de pedernal no necesita ser licenciada en física para dar contra una cabeza.

—¿Hemos llegado a alguna parte, señor? —preguntó Feeney detrás de él—. Ha parado de caminar.

Están ahí quietos sin hacer nada, pensó Vimes, como si formaran para revista. Solo observan en silencio, esperando a que ese silencio se rompa.

—Hay unos pocos trasgos en esta cueva, chico, y nos están observando.

Al cabo de unos segundos de silencio, Feeney preguntó:

—¿Podría decirme qué significa exactamente «unos pocos», señor?

Docenas y docenas de caras contemplaban a Vimes con los ojos muy abiertos y sin expresión alguna. Si el silencio lo rompían las palabras «a la carga», él y Feeney serían sendas manchas en el suelo, que ya estaba de por sí bastante manchado. ¿Por qué he entrado aquí? ¿Por qué me habrá parecido buena idea? En fin, el chaval es policía, al fin y al cabo, y de todas formas ya tiene problemas en el departamento textil.

—Yo diría que hay unos cien, por lo que veo todos armados hasta los dientes menos un par que están delante, bastante hechos polvo; podrían ser los jefes, supongo. Tienen unas barbas que podrían esconder un conejo y, por su aspecto, quizá lo hayan hecho. Parece que están esperando a algo.

Hubo una pausa antes de que Feeney comentase:

—Ha sido muy educativo trabajar con usted, señor.

—Mira —dijo Vimes—, si tengo que dar media vuelta y salir pitando, tú sígueme el ritmo, ¿vale? Correr es otra habilidad de esas que a veces necesita un policía.

Se volvió hacia la multitud de trasgos impasibles.

—¡Soy el comandante Vimes de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork! ¿En qué puedo ayudarles?

—¡Jus pifia!

El grito hizo que cayeran cosas del techo. El eco resonó en la cueva y volvió a resonar a medida que caverna tras caverna acogía el grito, le daba la vuelta y lo mandaba de regreso. Se hizo la luz cuando se encendieron unas antorchas. Vimes tardó unos instantes en darse cuenta, porque la luz que había visto hasta entonces, que era curiosa, artificial y probablemente solo existía en su cabeza, había sido más brillante y formaba una mezcla extraña con el naranja humeante que llenaba la cueva en esos momentos.

—Bueno, señor, parece que se alegran de vernos, ¿no?

Habría habido que embotellar el alivio y la esperanza de Feeney para vendérselos a los desesperados de todo el mundo. Vimes se limitó a asentir porque las filas se estaban abriendo para formar una especie de camino que llevaba a lo que, indiscutiblemente, era un cadáver. Fue un leve alivio descubrir que se trataba de un cadáver trasgo, pero ningún cadáver es una buena noticia, sobre todo cuando se ve a una luz tenue y sucia, y en particular para el cadáver. Aun así, algo en su interior se ufanó y gritó «¡Aleluya!», porque ahí tenía un cadáver, él era un poli y aquello era un delito, aquel sitio estaba cargado de humo, sucio y lleno de trasgos de aspecto sospechoso, y alguien había cometido un crimen. Su mundo. Sí, allí estaba su mundo.

En el laboratorio forense de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, Igor estaba preparando café con el acompañamiento de ruidos lejanos, extraños destellos de luz y olor a electricidad. Al final tiró de la gran palanca roja y un líquido marrón y espumoso cayó borboteando en un recipiente para ser repartido de inmediato entre dos tazas, una de las cuales lucía la consigna «Loz Igorz dan buenoz puntazoz», mientras que la otra estaba decorada con el mensaje «Los enanos lo hacen un poco más abajo». Le pasó la segunda a la sargento Jovial Culopequeño, cuya experiencia previa como alquimista significaba que a veces le tocaba turno en el laboratorio. Sin embargo, en ese momento la paz del café matutino se vio interrumpida por Nobby Nobbs, que llevaba a remolque al sargento Colon.

—El sargento ha tenido una pequeña sacudida, Igor, y he pensado que igual tú podrías ayudarle.

—Bueno, podría darle otra —ofreció Igor mientras Fred Colon se dejaba caer sobre una silla, que dio un crujido ominoso bajo su peso. La silla tenía correas.

—Oye —dijo Nobby—, que no estoy para bromas. ¿Has oído anunciar «el tabaco que cuenta»? Pues él acaba de encenderse un puro que grita. Lo he metido en esta bolsa de pruebas, como manda el reglamento vigente.

Jovial cogió la bolsa y miró dentro.

—¡Hay sándwiches de huevo dentro! En serio, Nobby, ¿te ha explicado alguien lo que significa «forense»? —Pensando que era improbable que pudiera empeorar las cosas, Jovial volcó los sándwiches en la mesa, donde se les unió un puro con mayonesa. La limpió con algo de cuidado y miró el cigarro—. ¿Y bien, Nobby? No fumo y no sé mucho de puros, pero este parece bastante feliz por el momento.

—Tienes que acercártelo a la oreja —explicó Nobby.

Jovial le hizo caso y comentó:

—Lo único que oigo es el roce del tabaco, que sospecho que no se ha almacenado como es debido.

La enana apartó el puro de su cara y lo miró con recelo para después entregárselo sin decir nada a Igor, quien se lo llevó a su oreja, o por lo menos a la que estaba usando en ese momento, porque con los Igors nunca se sabe. Se miraron e Igor rompió el silencio.

—Creo que existe una criatura llamada gorgojo del tabaco, ¿verdad?

—Estoy segura de que sí —dijo Jovial—, pero dudo mucho que… suelte risitas.

—¿Risitas? A mí me ha sonado como si alguien llorase —replicó Igor mientras examinaba el abultado puro con los ojos entrecerrados—. Tendríamos que fregar bien la mesa, limpiar un escalpelo y usar las pinzas del dos y un par, no, que sean cuatro mascarillas y guantes esterilizados. Puede que dentro haya alguna especie rara de insecto.

—Me he acercado ese puro a la oreja —señaló Nobby—. ¿De qué clase de insecto estamos hablando?

—No estoy seguro —respondió Igor—, pero en general en los lugares del mundo donde se cultiva tabaco existen algunos famosos por su peligrosidad. Por ejemplo, se conocen casos en que el gorgojo amarillo de la hierba de Howondalandia penetra en el cráneo por las orejas, pone huevos en el cerebro de la víctima y le provoca alucinaciones continuas hasta que sale por los orificios nasales. La muerte es el resultado inevitable. Mi primo Igor tiene un tanque lleno. Son muy prácticos para dejar las calaveras limpias como una patena. —Igor hizo una pausa—. O eso dicen, claro, aunque personalmente no puedo confirmarlo. —Hizo otra pausa y añadió—: Por supuesto.

Nobby Nobbs se dirigió hacia la puerta pero, inusitadamente, el sargento Colon no siguió a su amigo, sino que comentó:

—Yo me quedaré tapándome las orejas con los dedos, si no os importa.

Inclinó la cabeza para observar cómo Igor desmontaba con cuidado el cigarro y dijo con tono coloquial:

—Dicen que los puros que hacen en el extranjero los enrollan unas jóvenes usando los muslos. Personalmente me parece una asquerosidad.

Hubo un tintineo y un destello[16] y algo cayó a la mesa. Jovial se inclinó hacia delante con cautela. Parecía una ampolla pequeña y cara para los experimentos alquímicos más delicados, y aun así, pensaría más tarde, se diría que había movimiento en ella, movimiento en su quietud. Igor miró por encima de su hombro.

—Oh.

Contemplaron la ampolla en un silencio que no tardó en interrumpir el sargento Colon.

—Parece brillante —señaló—. ¿Vale algo?

Jovial Culopequeño miró con las cejas alzadas a Igor, que se encogió de hombros y dijo:

—Tiene un valor incalculable, diría yo, si pudiera encontrarse un comprador con el dinero suficiente y el… cómo decirlo, gusto adecuado para la decoración de interiores.

—Es una vasija de unggue —reveló Jovial, en tono cuidadoso—. Un recipiente ceremonial trasgo, sargento.

El amanecer de la comprensión empezó a bañar el gigante gaseoso que era la cara del sargento Colon.

—¿No son lo que usan para guardar sus meados y cagadas? —preguntó mientras retrocedía.

Igor carraspeó y miró a Jovial mientras decía, con tono gélido:

—No los de esta clase, si no me equivoco, y al menos no aquí, en las Llanuras. Quienes se sienten protegidos en las montañas altas hacen vasijas, y también usan los cepillos de unggue y, por supuesto, las máscaras de unggue.

Miró expectante, pero sin ninguna esperanza real, al sargento. Jovial, que conocía a Fred desde hacía más tiempo, aclaró:

—Tengo entendido, sargento, que los trasgos de las llanuras opinan que los de las montañas son bastante raros. En cuanto a esta ampolla… —Vaciló—. Mucho me temo que es una particularmente especial.

—Bueno, me parece a mí que los cabroncetes acertaron en eso —dijo Fred con desenfado y, para horror de Jovial, agarró el minúsculo recipiente—. Porque resulta que es mío, y demasiado bueno para un apestoso trasgo, pero ¿cómo es que hace ruido?

La sargento Culopequeño miró la expresión de Igor y, para evitar problemas en el Departamento Forense, cogió al sargento por el brazo y lo sacó a rastras por la puerta, que cerró con un golpe a su espalda.

—Lo siento, sargento, pero he visto que Igor se estaba poniendo un poco nervioso.

El sargento Colon se sacudió el polvo con toda la dignidad que pudo reunir.

—Si es valioso, lo quiero, muchas gracias. A fin de cuentas, me lo han dado de buena fe. ¿O no?

—Bueno, por supuesto que es así, sargento, pero verá, es que ya pertenece a un trasgo.

El sargento Colon soltó una carcajada.

—¿Esos? ¿Qué puede pertenecerles que no sean grandes montones de mierda?

Jovial vaciló. Por vago y bocazas que fuese Fred Colon, el historial demostraba que, contra toda evidencia aparente, había sido un agente útil y provechoso. Necesitaba actuar con tacto.

—Sargento, ¿puedo decirle ahora mismo cuánto agradezco todo lo que me ha ayudado desde que llegué a Pseudópolis Yard? Siempre recordaré que me indicó todos los lugares donde un guardia puede resguardarse del viento y evitar que lo empape del todo un chaparrón, y desde luego memoricé la lista de locales que serían generosos con un poli sediento a deshoras. Y por supuesto recuerdo su explicación de que un guardia jamás debía aceptar sobornos y por qué una comida gratis no es un soborno. Su aprobación es muy importante para mí, sargento, pues sé que no lo educaron para que le alegrara la presencia de mujeres en la Guardia, y mucho menos si una de esas mujeres es de condición enana. Me doy cuenta de que, en el transcurso de su larga carrera, ha tenido que adaptar su pensamiento para afrontar las nuevas circunstancias. En consecuencia, me enorgullezco de ser compañera suya, sargento Colon, y espero que me perdone cuando le diga que hay ocasiones en las que debería cerrar el pico y meter algunas ideas nuevas en ese cabezón gordo que tiene, en vez de recalentar siempre las viejas. Ha cogido lo que considera una baratija, sargento, y ahora en efecto es suya, más suya de lo que creo que se imagina. Ojalá pudiera contarle más, pero solo sé lo que sabe el enano medio sobre los trasgos; y no sé mucho de esta clase de vasija de unggue pero creo, dada la decoración floral y su pequeño tamaño, que es la que llaman «alma de las lágrimas», sargento, y creo que de repente ha vuelto su vida muy, muy interesante porque… ¿Puedo pedirle que la suelte solo un momento, por favor? Le prometo con toda la sinceridad del mundo que no se la quitaré.

Los ojos algo porcinos de Colon miraron a Jovial con recelo, pero dijo:

—Bueno, si así te quedas contenta. —Fue a dejar el recipiente en el alféizar más cercano y Jovial vio que sacudía la mano—. Parece que esté pegado.

La enana pensó para sus adentros: O sea que es verdad. En alto explicó:

—Siento mucho oír eso, sargento, pero verá, esa ampolla contiene el alma viviente de un niño trasgo y ahora le pertenece. ¡Felicidades! —concluyó intentando que su voz no delatara el creciente sarcasmo.

Esa noche, el sargento Colon soñó que estaba en una cueva donde unos monstruos le daban conversación en su espantosa jerigonza. Lo achacó a la cerveza, pero era curioso que no pudiese soltar aquel pequeño trasto centelleante. Sus dedos nunca lo conseguían, por mucho que se esforzase.

La madre de Sam Vimes había logrado, los cielos sabían cómo, ahorrar el penique al día necesario para educar a su hijo apuntándolo a las clases que impartía en su casa la señorita Poquita.

La señorita Poquita era todo lo que una dama debía ser. Estaba gorda y daba la impresión de estar hecha de malvaviscos, comprendía con delicadeza que las vejigas de los niños pequeños son casi tan traicioneras como las de los ancianos y, en general, enseñaba los rudimentos del alfabeto con un mínimo de crueldad y un máximo de malvavisco.

Tenía gansos, como era propio de cualquier maestra que se preciara. Ya mayor, Vimes se había preguntado si, debajo de las interminables capas de enaguas, la señorita Poquita llevaría ropa interior roja y blanca a topos. Lo indudable es que llevaba cofia y su risa era como el agua de lluvia al bajar por un desagüe. Sin excepción, pelaba patatas o desplumaba gansos mientras daba sus clases.

Vimes aún se acordaba con cariño de la señorita Poquita, que a veces llevaba un caramelito de menta en el bolsillo para un niño que se supiera el alfabeto y pudiera recitarlo del revés. Además, había que estar agradecido a la persona que le había enseñado a no tener miedo.

La señorita Poquita tenía un libro en su minúscula sala de estar, y la primera vez que se lo había prestado al joven Sam Vimes para que lo leyera, este había llegado hasta la página siete antes de quedar paralizado. En la página se veía a un trasgo: el alegre trasgo, según el texto. ¿Se reía, estaba enfadado, tenía hambre o estaba a punto de arrancarle la cabeza a mordiscos? El joven Sam Vimes no había esperado a descubrirlo y había pasado el resto de la mañana debajo de una silla. Ya de mayor, se excusaba a sí mismo recordando que la mayoría de los demás chicos sentían lo mismo. A menudo los adultos entendían mal lo que significaba la inocencia infantil. En cualquier caso, la señorita lo había sentado sobre su rodilla, que siempre quedaba un poco húmeda después de clase, y le había hecho mirar al trasgo con atención. ¡Estaba formado por muchos puntos! Unos puntos diminutos, si se examinaba de cerca. Cuanto más se miraba al trasgo, más dejaba de estar ahí. Si le aguantabas la mirada hasta el final, perdía todo su poder de asustar. «Dicen que son unos mortales desgraciados y mal hechos —había dicho la maestra con tristeza—. Gente a medio hacer, o eso cuentan. Es toda una bendición que este tuviera algo de lo que alegrarse».

Más adelante, como había sido buen chico, le hizo delegado de pizarra, la primera vez en su vida que alguien le confiaba algo. La buena de la señorita Poquita, pensó Vimes plantado en aquella oscura caverna, rodeado de hileras de trasgos callados y solemnes. Llevaré una bolsa de caramelos de menta a su tumba si salgo vivo de esta. Carraspeó.

—Bueno, chaval, lo que al parecer tenemos aquí es un trasgo que ha estado en una pelea. —Bajó la vista hacia el cadáver y después miró a Feeney—. Quizá quieras contarme lo que ves.

Feeney estaba a un paso de temblar.

—Bueno, señor, deduzco que está muerto, señor.

—¿Y de qué lo deduces, por favor?

—Hum, su cabeza no está pegada a su cuerpo, señor.

—Sí, por lo general consideramos eso una pista de que el cadáver está en verdad muerto. Por cierto, chico, ya puedes desatarte el cordel. No es que sea la mejor luz a la que he visto nunca, pero servirá. ¿Observa algo más, alguacil en jefe? —Vimes trató de mantener un tono calmado.

—Bueno, señor, tiene bastantes cortes, señor.

Vimes sonrió para animarle.

—¿Eso te dice algo, chico? —Feeney lo estaba pasando mal, pero a los reclutas solía pasarles al principio: miraban tanto que se olvidaban de ver—. Lo está haciendo bien, alguacil en jefe. ¿Le importaría extrapolar?

—¿Señor? ¿Extrapolar, señor?

—¿Por qué iba alguien a presentar tantos cortes en los brazos? Piense en ello.

Feeney movió un poco los labios mientras pensaba y luego sonrió.

—¿Se estaba defendiendo con las manos, señor?

—Bien hecho, chico, y la gente que se defiende con las manos lo hace porque no lleva escudo ni armas. También apostaría a que le cortaron la cabeza mientras estaba en el suelo. No sé decirte muy bien por qué, pero eso a mí me parece una salvajada deliberada, más que un tajo apresurado. Todo está hecho un desastre, pero verás que le han rajado la barriga y aun así apenas hay sangre a su alrededor. —Eso le pilló por sorpresa—. Y a causa de la herida de la barriga sé otra cosa sobre él que desearía no saber —declaró.

—¿De qué se trata, señor?

—Él es ella, y fue víctima de una emboscada, o quizá una trampa. —Además, pensó, le falta una garra.

Al cabo de un rato se convierte en un acertijo, y no un cadáver, se dijo Vimes mientras se arrodillaba, pero nunca es lo bastante pronto y nunca dura mucho. En alto dijo:

—Observa las marcas de esta pierna, chaval. Supongo que pisó una trampa para conejos, probablemente porque huía de… alguien.

Vimes se levantó tan de golpe que los trasgos que lo observaban retrocedieron.

—¡Por todos los cielos, chico, esto no debería hacerse nunca, ni siquiera en el campo! ¿No existe una especie de código? Se mata a los machos de ciervo, no a las hembras, ¿no es así? ¡Y esto no fue un calentón! ¡Alguien quiso sacar mucha sangre de esta mujer! ¡Ya me dirás tú por qué!

Vimes no estaba seguro de lo que Feeney habría respondido si no hubieran estado rodeados de trasgos de cara solemne, lo cual era una suerte. Añadió:

—¡Esto es asesinato, chico, el crimen capital! ¿Y sabes por qué lo cometieron? Me jugaría cualquier cosa a que fue para que el agente Desenlace, actuando con arreglo a la información recibida, encontrase un montón de sangre en la floresta del Muerto, donde el comandante Vimes al parecer había quedado con un irritante herrero, y así, dado que ambos eran hombres con mal genio, era muy posible que la cosa hubiera pasado a mayores, ¿cierto?

—Es una deducción legítima, señor, debe reconocerlo.

—Pues claro que lo reconozco, y ahora como deducción es una mierda pinchada en un palo, y quiero que reconozcas eso.

—Sí, señor, lo reconozco, señor, y pido disculpas. Sin embargo, me gustaría registrar las instalaciones en busca de cualquier indicio del señor Jefferson. —Feeney parecía a medias avergonzado, a medias desafiante.

—¿Y por qué quiere hacer eso, alguacil en jefe?

Feeney adelantó el mentón.

—Porque ya he quedado como un puto imbécil una vez, y no pienso dejar que vuelva a pasarme. Aparte, señor, podría estar usted equivocado. Esta pobre señorita podría haberse peleado con el herrero, tal vez, no lo sé, pero sí sé que, si no efectúo un registro aquí dadas las circunstancias, alguien importante me acabará preguntando por qué no lo hice. Y esa persona sería usted, ¿o no, comandante?

—¡Buena respuesta, joven! Y debo reconocer que he quedado como un puto imbécil más veces de las que puedo contar, de modo que lo comprendo.

Vimes miró de nuevo el cadáver y de repente cayó en lo urgente que era averiguar qué había hecho Willikins con la garra, anillo incluido, que habían encontrado la noche anterior. Incómodo, se dirigió a los trasgos congregados.

—Creo que he encontrado una alhaja perteneciente a esta joven señorita y, por supuesto, se la traeré.

La horda impasible no dio señales de haberlo oído siquiera. Vimes recapacitó sobre ese pensamiento. Las hordas matan y roban. Aquella gente parecía una panda de personas preocupadas. Se acercó a un trasgo viejo y canoso que podría haber sido el mismo al que había visto en la superficie hacía mil años y dijo:

—Me gustaría hacer una inspección de este lugar, señor. Lamento la muerte de la señorita. Llevaré a los asesinos ante la justicia.

—¡Jus pifia! —Una vez más el eco retumbó en la caverna. El viejo trasgo dio un paso al frente con mucha delicadeza y tocó la manga de Vimes.

—La oscuridad es su amiga, señor Poo-lii. Yo le oigo, usted me oye. En la oscuridad puede ir adonde desee. Señor Poo-lii, por favor, no nos mate.

Vimes miró detrás del trasgo, a las filas de sus congéneres, la mayoría delgados como rastrillos. ¿Y ese, bueno, jefe probablemente, que parecía que se estuviera descomponiendo a ojos vista, no quería que les hiciera daño? Recordó las flores desperdigadas. El té de bergamota abandonado. La comida intacta. ¿Intentaban esconderse de mí? Asintió y aseguró:

—No ataco a nadie que no me esté atacando, señor, y no voy a empezar hoy. ¿Puede contarme cómo esta señorita acabó… asesinada?

—La lanzaron a nuestra cueva ayer por la noche, señor Poolii. Había salido a revisar las trampas de conejos. La tiraron como huesos viejos, señor Poo-lii, como huesos viejos. Sin sangre dentro. Como huesos viejos.

—¿Cómo se llamaba?

El viejo trasgo miró a Vimes como si lo hubiera dejado estupefacto, y al cabo de un momento dijo:

—Se llamaba El Agradable Contraste de los Pétalos Naranjas y Amarillos en la Flor de la Aulaga. Gracias, señor Poo-lii de la oscuridad.

—Me temo que apenas acabo de empezar a investigar este crimen —se disculpó Vimes, que sentía una desacostumbrada vergüenza.

—Quería decir, señor Poo-lii, gracias por creer que los trasgos tenemos nombres. Yo me llamo Sonido de la Lluvia sobre Tierra Dura. Ella era mi segunda esposa.

Vimes contempló la arrugada cara que solo una madre podría tolerar y quizá amar, en busca de algún indicio de ira o dolor. Captó solo una sensación de pesadumbre y resignación desesperanzada ante el hecho de que el mundo era como era y sería igual siempre y no había nada que hacer. El trasgo era un suspiro con patas. Abatido, miró a Vimes y dijo:

—Antes metían perros hambrientos en la cueva, señor Poolii. Eran buenos tiempos; comíamos bien.

—Esta es mi tierra —señaló Vimes—, y creo que puedo encargarme de que no les molesten.

Algo parecido a una risilla se abrió paso entre la desgreñada barba del viejo trasgo.

—Conocemos la ley, señor Poo-lii. La ley es la tierra. Usted dice: «Esta es mi tierra», pero no hizo la tierra. No hizo sus ovejas, no hizo los conejos de los que vivimos, no hizo las vacas ni los caballos, pero dice: «Todo esto es mío». Eso no puede ser verdad. Yo hago mi hacha, mis vasijas, y son mías. Lo que llevo puesto es mío. Algo de amor era mío. Ahora no está. Creo que es un buen hombre, señor Poo-lii, pero sabemos por dónde sopla el viento. Hace cien o doscientos años había en el mundo lo que la gente llamaba «naturaleza salvaje», o «páramo» o «tierra de nadie», y nosotros vivíamos en esos lugares, somos gente de nadie. Estaban el troll, el enano, el humano, y lamento por la raza trasga que no pudiéramos correr igual de rápido.

Alguien tiró de la camisa de Vimes. En esa ocasión se trataba de Feeney.

—Será mejor que vaya tirando ya, señor.

Vimes se volvió.

—¿Por qué?

—Lo siento, señor, pero recuerde que la señora le dio instrucciones de que estuviese de vuelta para el té.

—¡Estamos investigando un asesinato, alguacil en jefe! No pretendo ser grosero, pero estoy seguro de que el señor Lluvia sobre Tierra Dura aquí presente lo entenderá. Tenemos que constatar con nuestros propios ojos que el herrero desaparecido no está aquí.

Feeney se revolvió.

—No he podido evitar fijarme en que la señora ha sido muy expresiva al respecto, señor.

Vimes asintió hacia el viejo trasgo.

—Descubriré quién ha matado a su esposa, señor, y los llevaré ante la justicia. —Hizo una pausa para el esperado coro de «¡Jus pifia!» que resonó en las cavernas—. Pero antes debo, por razones policiales, inspeccionar el resto de este… establecimiento, si no se opone.

El trasgo lo miró con los ojos iluminados.

—¿Y si me opongo, señor Poo-lii?

Vimes le sostuvo la mirada.

—Una pregunta interesante —reconoció—, y si nos amenazara con recurrir a la violencia me iría. Es más, si me prohibiese efectuar un registro me iría y, señor, lo peor es que no volvería. Con el debido respeto, le pido permiso para que, en el trascurso de mis indagaciones, alguien nos guíe por el resto de este local.

¿Era eso una sonrisa en el rostro del viejo trasgo?

—Por supuesto, señor Poo-lii.

Detrás del viejo trasgo el resto de la muchedumbre empezó a dispersarse, ya fuera para fabricar vasijas o para llenarlas. Lluvia sobre Tierra Dura, de quien cabía deducir porque no se había dicho nada en sentido contrario que era o bien un cacique (como Vimes entendía el cargo) o bien el trasgo encargado de hablar con los estúpidos humanos, dijo:

—¿Buscan al herrero? Nos visita de vez en cuando. Aquí abajo hay hierro, no mucho, pero lo encuentra útil. Por supuesto, no vale para vasijas, pero lo cambiamos por comida. Me parece que hace varios días que no lo veo. Sin embargo, busque cuanto quiera y sin trabas. Lleva dentro la oscuridad. No me atrevería a interponerme en su camino, señor Poo-lii. Este humilde lugar es todo suyo.

Con eso el viejo trasgo hizo señas a varios jóvenes para que recogiesen los restos de su esposa y se alejó con paso lento hacia otra boca de la cueva.

—¿Ha visto muchos muertos, comandante? —preguntó Feeney con una voz que casi logró no temblar.

—Ya lo creo, chaval, y algunos hasta ayudé a hacerlos.

—¿Ha matado a gente?

Vimes miró al techo para no tener que mirar a la cara pasmada de Feeney.

—Quiero creer que he hecho lo posible por evitarlo —dijo—, y en general se me ha dado bien, pero tarde o temprano siempre hay alguien decidido a acabar contigo y acabas teniendo que tumbarlo por las malas porque es demasiado idiota para rendirse. No mejora con el tiempo, y nunca he visto un cadáver con buen aspecto.

El cortejo fúnebre había desaparecido ya por el otro lado de la cueva, y los dos policías se quedaron a solas, aunque intuyeran que a su alrededor había gente ocupándose de sus asuntos.

El viejo trasgo había mencionado que la mujer era su esposa casi como si lo acabara de recordar. ¡Ni siquiera había alzado la voz! Vimes no podría haberse quedado de pie tan tranquilo si hubiera tenido ante sí el cuerpo de Sybil en el suelo, y desde luego tampoco habría guardado las formas con ningún trasgo que tuviera delante. ¿Cómo llegaba uno a ser así? ¿Cómo puede la vida machacarte tanto?

La Calle siempre te acompañaba, tal y como había dicho Willikins. Y Vimes recordó a las mujeres fregando. La calle Cockbill se fregaba tan a menudo que era raro que no estuviera a un nivel más bajo que el terreno de alrededor. Se fregaba el escalón de la puerta, que luego se encalaba; se fregaban las baldosas rojas del suelo de dentro y luego se les daba una capa de minio; la cocina se ennegrecía aún más frotándola rabiosamente con plomo negro. En aquellos tiempos, las mujeres tenían unos codos que se movían como pistones. Y la clave era la supervivencia, y la supervivencia se basaba en el orgullo. Nadie tenía mucho control sobre su vida, pero por estas que sí podía tenerla bien limpia y demostrarle al mundo que era pobre pero respetable. Ese era el gran pavor: el miedo a quedarse atrás, a echarse a perder, a no ser mejor que esa gente que procreaba, se peleaba y robaba en el violento y bullicioso criadero de grajos conocido como las Sombras.

Los trasgos habían sucumbido, ¿verdad? Ya actuaban por inercia, y mientras el mundo los expulsaba con buenas maneras ellos se estaban rindiendo, dejándose llevar… pero el asesinato era el asesinato, en todas las jurisdicciones o en ninguna. Vimes se guardó sus pensamientos para más tarde, cogió un par de antorchas medio apagadas y dijo:

—Venga, alguacil en jefe, vayamos a combatir el crimen.

—Sí, señor —replicó Feeney—, pero ¿puedo hacerle otra pregunta?

—Por supuesto —contestó Vimes mientras se dirigía hacia un túnel que descendía de manera perceptible.

—¿Qué pasa aquí, señor, si no le importa que se lo pregunte? O sea, sé que ha habido un asesinato y que a lo mejor algún malnacido quería hacerme creer que el culpable era usted, pero ¿cómo puede ser, señor, que entienda usted esa jerigonza horrible que hablan? Me refiero a que le he oído hablar con ellos, y ellos deben de entenderle porque le respondían, señor, pero hablan como alguien que cascara nueces con el pie, señor, y yo no he entendido ni una maldita palabra, señor, y disculpe mi klatchiano, pero de verdad que ni una maldita palabra. Quiero una respuesta, señor, porque ya me siento bastante gilipollas; no quiero sentirme más idiota todavía.

Vimes, en la intimidad de su propia cabeza, probó la declaración: «Bueno, ya que me lo preguntas, comparto la mente con un demonio mortífero que parece estar ayudándome por motivos propios. Me deja ver en esta penumbra y de algún modo permite que los trasgos y yo nos comuniquemos. Se llama la Oscuridad que Invoca. No sé qué le interesa de los trasgos, pero los enanos creen que hace caer la ira sobre los injustos. Si se ha cometido un asesinato, pienso aprovechar cualquier ayuda que se me ofrezca».

No llegó a articularla, ya que la mayoría de las personas habrían partido muy deprisa antes de que pudiera terminarla, de modo que se conformó con confesar:

—Cuento con el apoyo de un poder superior, alguacil en jefe. Y ahora, vamos a registrar esto.

Esa explicación no satisfizo a Feeney, pero al parecer entendió que era todo lo que iba a conseguir.

Fue una travesía fantasmagórica. El monte era una colmena de cuevas unidas por pasadizos naturales y, en ocasiones, por lo que parecía, también artificiales. Era una pequeña ciudad. Había letrinas, toscas jaulas vacías de lo que fuese que contenían antes, y aquí y allá encontraron campos de hongos bastante grandes, que en algunos casos estaban cosechando muy, muy poco a poco unos trasgos que apenas miraron de reojo a los policías. En un momento dado pasaron por delante de una abertura que parecía conducir a una guardería, a juzgar por los sonidos, en cuyo caso los bebés trasgos trinaban como pájaros. Vimes no se vio con ánimo de mirar más adentro.

En su descenso llegaron a una minúscula fuente de agua que brotaba de una pared. Los trasgos habían improvisado una tosca acequia, de modo que el sonido del agua corriente acompañó todo su avance. Y por doquier había trasgos, y los trasgos hacían vasijas. Vimes estaba preparado para eso, pero mal preparado. Se había esperado algo parecido a los talleres enanos que había visto en Uberwald: ruidosos y con mucho trajín de gente que sabía lo que se hacía. Pero ese no era el estilo trasgo. Parecía que, si un trasgo quería empezar una vasija, le bastaba con encontrar un sitio donde ponerse cómodo, rebuscar entre lo que fuese que llevaba en los bolsillos y empezar a trabajar, con tanta lentitud que costaba apreciar que sucedía algo. En varias ocasiones, Vimes creyó oír un golpeteo de piedra contra piedra, o unos arañazos, o lo que podría ser alguien serrando algo, pero siempre que se acercaba a un trasgo acuclillado, este se apartaba con educación y se inclinaba sobre su trabajo como un niño que intentase guardar un secreto. ¿Cuántos mocos, pensó, cuántas uñas, cuánto cerumen acumulaba un trasgo al año? ¿Sería una vasija de moco anual como un delicado estuche de rapé de dama, o sería como un cubo pringoso?

¿Y por qué no, eso, por qué no los dientes? Hasta los humanos eran cuidadosos en lo relativo a los dientes caídos y, bien pensado, había gente, sobre todo magos, que se molestaban en asegurarse de que nadie pudiera utilizar las uñas de sus pies. Sonrió para sus adentros. A lo mejor los trasgos no eran tan tontos, solo más tontos que los humanos, lo cual, bien pensado, no era moco de pavo.

Y entonces, cuando pasaban por delante de un trasgo con las piernas cruzadas, lo vieron quedarse en cuclillas, erguir la espalda y sostener en alto… luz. Vimes había visto muchas joyas: los años habían canalizado generaciones de anillos, broches, collares y tiaras hasta el regazo de lady Sybil, aunque en la actualidad guardaban la mayor parte en una cámara acorazada. Eso siempre le había hecho gracia.

Por mucho que centelleasen las joyas de Sybil, Vimes habría jurado que ninguna podría haber llenado el aire de tanta luz como la pequeña vasija cuando su creador la alzó para examinarla con ojo crítico. El trasgo la giró a un lado y a otro, inspeccionándola como quien se plantea comprar un caballo a alguien llamado Harry el Honrado. Unos haces de luz blanca y amarilla parpadeaban con el movimiento y llenaban la insulsa cueva con lo que Vimes solo podría describir como ecos de luz. Feeney miraba embelesado, como haría un niño en su primera fiesta. El trasgo, sin embargo, pareció contemplar con desdén su creación y la tiró hacia atrás por encima del hombro; se destrozó contra una pared.

—¿Por qué has hecho eso? —gritó Vimes, tan alto que el trasgo al que se dirigía se acobardó y puso cara de esperar que le pegaran. Aun así, logró decir:

—¡Mala vasija! ¡Mal trabajo! ¡Para vergüenzarse! ¡Hacer uno mucho mejor al hacer otro! ¡Empezaré ahora! —Echó otro vistazo aterrorizado a Vimes y corrió hacia la oscuridad de la cueva.

—¡Lo ha destrozado! ¡El tipo lo ha destrozado! —Feeney miró a Vimes—. ¡Lo ha examinado un momento y lo ha destrozado! ¡Y era maravilloso! ¡Ha sido un crimen! No se puede destruir algo tan bonito como si tal cosa, ¿verdad?

Vimes puso una mano en el hombro de Feeney.

—Me parece que puedes, si acabas de fabricarlo y crees que podrías haberlo hecho mejor. Al fin y al cabo, hasta los mejores artesanos cometen errores de vez en cuando, ¿no?

—¿Cree que eso era un error? —Feeney corrió hasta el lugar en que los fragmentos de la difunta vasija habían caído al suelo y recogió un puñado de restos brillantes—. Señor, ¿esto es lo que ha tirado, señor?

Vimes abrió la boca para responder, pero surgió un leve sonido de la mano de Feeney: de entre sus dedos caía polvo como las arenas del tiempo. Feeney le sonrió con nerviosismo y dijo:

—¡A lo mejor sí que era un poco chapucero, a fin de cuentas, señor!

Vimes se agachó y pasó los dedos por el montón de polvo. Y era solo polvo, polvo de piedra, sin más color ni brillo que el que se encontraría en un guijarro junto al camino. No había ni rastro del arco iris centelleante que acababan de contemplar. Sin embargo, al otro lado de esa cueva, otro trasgo intentaba pasar desapercibido mientras trabajaba en lo que probablemente fuese otra vasija. Vimes se le acercó con cautela, porque el trasgo sostenía su obra como si estuviese dispuesto a usarla para defenderse.

Tranquilamente, para demostrar que no tenía malas intenciones, Vimes se llevó las manos a la espalda y exclamó con un tono aprendido de su esposa:

—¡Caramba! Parece una vasija muy buena. Dígame, ¿cómo las hace, señor? ¿Puede contármelo?

El artesano contempló lo que tenía entre las manos, o lo que tenía entre las garras si uno quería ser desagradable y quizá también un poco más preciso, y dijo:

—Hago la vasija. —Levantó la obra inacabada.

Vimes no sabía mucho de piedras que no se usaran para mampostería, pero aquella era ligeramente amarilla y brillante.

—Sí, eso ya lo veo, pero ¿cómo hace la vasija, concretamente?

Una vez más, el artesano buscó consejo en el universo, mirando arriba, abajo y a cualquier lugar donde no estuviera Vimes. Al final le llegó la inspiración.

—Hago vasija.

Vimes asintió con seriedad.

—Gracias por compartir los secretos de su éxito —respondió, y se volvió hacia Feeney—. Hala, sigamos a lo nuestro.

Parecía que una cueva trasga —o guarida, o madriguera, según el efecto que quisiera transmitirse— no era el agujero infecto que podría haberse pensado. En lugar de eso era solo, bueno, un agujero, enrarecido por el humo de las innumerables pequeñas hogueras que los trasgos parecían necesitar, junto al correspondiente montoncito de leña medio podrida, y sin olvidar las letrinas individuales.

Trasgos de todas las edades los miraban pasar con atención, como si esperasen de ellos un programa de variedades. Había trasgos claramente infantiles. Vimes debía reconocer que, al contrario que en las demás especies parlantes, los bebés trasgos eran feos con ganas, al ser meras versiones pequeñas de unos padres que no eran precisamente peritas en dulce, ni siquiera limones en escabeche. Vimes se dijo que no era culpa de ellos, que algún dios incompetente había encontrado muchos pedacitos sobrantes y había decidido que el mundo necesitaba una criatura que pareciese un cruce entre un lobo y un simio, y además les entregó lo que sin duda era uno de los ejemplos más inconvenientes de dogma religioso, incluso para los estándares de la idiotez celestial. Tenían todo el aspecto de ser los malos y, sin la intervención de la Oscuridad que Invoca, también habrían sonado del mismo modo. Si las nueces pudiesen chillar cuando las cascan, la gente diría: «¿Eso no te recuerda a un trasgo?». Y al parecer, no contento con todo eso, el dios bromista les había dado el peor de los regalos, el autoconocimiento, que los dejó con tal certeza de ser una basura andante sin remedio que ni siquiera encontraban la energía para limpiar el metafórico escalón.

—¡Oh, mierda! He pisado algo… he metido el pie en algo —dijo Feeney—. Me parece que ve usted mucho mejor que yo aquí abajo, señor.

—Es por llevar una vida sana, chico, zanahorias y tal.

—Jefferson podría estar por aquí en alguna parte. Estoy seguro de que nos estamos saltando cuevas.

—Sé que no está aquí, chaval, pero no me preguntes cómo lo sé porque tendría que mentirte. Solo cubro el expediente para que me ayude a pensar. Es un viejo truco de poli.

—¡Sí, señor, yo de momento lo que he cubierto son mis pies, diría yo!

Vimes sonrió en la penumbra.

—Bien dicho, chico. El sentido del humor es el mejor amigo del poli. Yo siempre digo que una jornada no está completa sin echar alguna risa… —Se calló porque algo había chocado contra su casco—. Hemos llegado a la fundición de Jefferson, chico. Acabo de encontrar una lámpara de aceite, y estoy seguro de que más arriba no las había. —Se palpó los bolsillos y no tardó en florecer una llama de cerilla.

Bueno, pensó Vimes, como mina no es gran cosa, pero apuesto a que resulta mejor que pagar los precios de los enanos.

—No veo ninguna salida —aportó Feeney—. Supongo que saca el mineral por la entrada principal.

—No creo que los trasgos sean tan tontos como para vivir en un grupo de cuevas que tiene solo una entrada. Probablemente hay una que ni siquiera se ve desde fuera. Mira, aquí se nota que alguien ha arrastrado cosas pesadas por la piedra… —Vimes paró. Había otro humano en la cueva. Bueno, gracias, oscuridad, pensó. Supongo que ahora toca preguntar quién es.

—Señor, creo que aquí no se dedican solo a la minería. Eche un vistazo a esto —sugirió Feeney, detrás de Vimes.

El joven le tendió unos libros: cuentos infantiles, a primera vista. Estaban sucios —aquello seguía siendo, a fin de cuentas, el hogar de los trasgos— pero Vimes abrió el primer libro por la primera página y no le sorprendió ver una manzana roja inviablemente grande, algo emborronada a esas alturas por la presión de muchas manos mugrientas.

Una voz en la penumbra, una voz femenina, dijo:

—No todas las cuestiones se responden, comandante, pero por suerte algunas respuestas se cuestionan. Intento enseñar a los niños trasgos. Por supuesto, tuve que traer una manzana para que los jóvenes la vieran —añadió la mujer desde las sombras—. No muchos sabían lo que eran, y menos cómo se llamaban. El idioma troll tiene una complejidad increíble comparada con lo que han de usar estos pobres diablos. Buenos días a usted también, señor Desenlace. ¿Se ha cansado de esconderse de la verdad en su mazmorra?

Vimes había girado sobre sus talones nada más oír la voz y estaba mirando con la boca abierta.

—¿Usted? ¿No es la, ejem…?

—La señora de la caca, en efecto, comandante Vimes. Es asombroso cómo se acuerda la gente, ¿verdad?

—Bueno, debe reconocer que es… ¿cómo decirlo? Pegadizo, señorita Felicidad Bidel.

—¡Muy bien, comandante, teniendo en cuenta que solo hemos coincidido una vez!

Y, en ese momento, Vimes reparó en que la acompañaba un trasgo, joven a juzgar por el tamaño, pero más visible de lo normal porque lo miraba directamente con una expresiva cara de interés muy poco propia de los trasgos que había visto hasta el momento, aparte del infeliz Tufos. Feeney, en cambio, se estaba tomando muchas molestias para no cruzar la mirada con la de la señorita, observó Vimes. Sonrió a la escritora.

—Señora mía, creo que debo de ver su nombre por lo menos una vez al día. Cuando acostaba a mi hijo ayer, ¿sabe lo que me dijo? Me dijo: «Papá, ¿tú sabes por qué las vacas hacen cacas grandes y pastosas y los caballos las hacen bonitas, blandas y con olor a hierba? Porque es raro, ¿verdad? Que hagan dos tipos distintos de caca cuando son más o menos igual de grandes y comen la misma hierba, ¿no, papá? Pues la señora de la caca dice que es porque las vacas hacen rumi antes, y gracias al rumi pueden sacar más comida de su comida o algo así, pero como los caballos no hacen rumi antes, es como que mastican menos la comida, y por eso su caca aún se parece mucho a la hierba y no huele tan mal».

Vimes vio que la mujer sonreía de oreja a oreja, y siguió:

—Creo que mañana le preguntará a su madre si un día puede masticar mucho su cena, y al otro no tanto, para ver si consigue olores diferentes. ¿Qué opina de eso, señora mía?

La señorita Bidel se rió. Era una risa muy agradable.

—Bueno, comandante, diría que su hijo combina su pensamiento analítico con el talento para la experimentación heredado de los Ramkin. Estará muy orgulloso. Desde luego, eso espero.

—Puede estar bien segura, señora mía.

El niño que estaba a la sombra de la señorita Bidel también sonreía, la primera sonrisa que había visto en un trasgo. Pero antes de que pudiera añadir nada, la señorita Bidel lanzó una mirada de desaprobación a Feeney y dijo:

—Solo desearía que se buscara mejores compañías, comandante. Me pregunto si sabe dónde está mi amigo Jetro, agente.

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