Snuff

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Incluso a la luz de la lámpara, Feeney parecía furioso, pero para quien leyese a las personas (y Vimes era un ávido lector) era obvio que la furia estaba salpicada de vergüenza y pavor. Entonces Vimes bajó la vista a la pequeña mesa de trabajo, sobre la que había unas pocas herramientas y algunos libros de colores alegres más. Era la Calle la que había enseñado a Vimes que había ocasiones en las que era mejor dejar que una persona nerviosa se pusiera más nerviosa todavía, así que cogió un libro como si el incómodo intercambio no se hubiera producido y señaló:

—¡Anda, si es ¿Dónde está mi vaca?! Al joven Sam le encanta. ¿Se lo está enseñando a los trasgos, señorita?

Con los ojos todavía puestos en el agitado Feeney, la escritora respondió:

—Sí, aunque no sé si sirve de mucho. Es un trabajo muy duro. Por cierto, técnicamente soy la señora Bidel. A mi marido lo mataron en la guerra klatchiana. Retomé el «señorita» porque, en fin, suena más de escritora, y además tampoco había tenido mucho tiempo para acostumbrarme al «señora».

—Lo siento, señora. De haberlo sabido no me habría puesto tan trivial.

La señorita Bidel le dedicó una sonrisa triste.

—No se preocupe, a veces viene bien que alguien se ponga trivial.

Junto a la profesora, el pequeño trasgo preguntó:

—¿Tri-vial? ¿Un vial que es triple?

—Lágrimas del Champiñón es mi alumna estrella. Eres maravillosa, ¿a que sí, Lágrimas del Champiñón?

—Maravillosa es buena —dijo la niña trasga, como si saboreara todas las palabras—. Amable es buena, el champiñón es bueno. Las lágrimas son blandas. Yo soy Lágrimas del Champiñón, eso ya queda dicho.

Fue un discursito extraño: la niña hablaba como si descolgara palabras de un perchero y después volviese a dejarlas bien colocadas en su sitio nada más pronunciarlas. Sonaba muy solemne y salía de una cara rara, plana y pálida. En cierto modo, Lágrimas del Champiñón parecía una chica apuesta, si bien no exactamente guapa, vestida con algo que recordaba a un delantal cruzado, y Vimes se preguntó cuántos años tendría. ¿Trece? ¿Catorce, tal vez? Y reflexionó sobre si todos tendrían el mismo aspecto pulcro con solo echar mano de algo de ropa decente y hacer algo con ese pelo espantoso. El de la chica era largo, trenzado y de un blanco puro. En aquel lugar parecía una asombrosa estatuilla de frágil porcelana.

Sin saber qué decir, lo dijo de todas formas:

—Encantado de conocerte, Lágrimas del Champiñón. —Le tendió la mano.

La niña trasga la miró, luego lo miró a él y por último se volvió hacia la señorita Bidel, quien explicó:

—No dan la mano, comandante. Para ser una gente que parece tan sencilla, son asombrosamente complicados. —Y prosiguió—: Cualquiera diría que la providencia lo ha traído aquí a tiempo para resolver el asesinato de Agradable Contraste, que era una alumna excelente. He venido tan pronto como me he enterado, pero los trasgos están acostumbrados a la muerte inmerecida y gratuita. Le acompañaré a la entrada, después tengo que dar una clase.

Vimes tiró de Feeney para que no se quedase atrás mientras seguían a la señorita Bidel y su pupila hasta la superficie y el bendito aire fresco. Se preguntó qué habría sido del cadáver. ¿Qué hacían con sus muertos? ¿Enterrarlos, comérselos, tirarlos a la letrina? O tal vez él no estaba pensando como debía, una idea que ya llevaba un rato llamando a la puerta de su cerebro. Sin pensar, dijo:

—¿Qué más les enseña, señorita Bidel? ¿A ser mejores ciudadanos?

El bofetón le alcanzó en la barbilla, probablemente porque la señorita Bidel, aun furiosa, había reparado en que llevaba puesto un casco de acero. De todos modos fue una señora bofetada, y con el rabillo de su lloroso ojo Vimes vio que Feeney daba un paso atrás. Por lo menos el chico tenía algo de sentido común.

—¡Es usted tonto de remate, comandante Vimes! ¡No, no les estoy enseñando a ser humanos de mentira, les enseño a ser trasgos, trasgos listos! ¿Sabe que solo tienen cinco nombres para los colores? ¡Hasta los trolls tienen unos sesenta, y los que se cruzan con un viajante de pinturas, muchos más! ¿Significa eso que los trasgos son estúpidos? No, tienen una cantidad ingente de nombres que ni siquiera a los poetas se les han ocurrido para cosas como el modo en que los colores oscilan y cambian, el paso de una tonalidad a otra. Tienen palabras únicas para los sentimientos más complicados; yo conozco unas doscientas, creo, ¡y estoy segura de que hay muchas más! ¡Lo que usted podría tomar por gruñidos, bufidos y aullidos transmiten en realidad una cantidad inmensa de información! Son como un iceberg, comandante: la mayor parte de ellos está donde no puede verse ni entenderse, y yo estoy enseñando a Lágrimas del Champiñón y a varios de sus amigos para que puedan hablar con las personas como usted, que creen que los trasgos son tontos. ¿Y sabe qué, comandante? ¡No queda mucho tiempo! ¡Los están exterminando! No lo llaman así, por supuesto, pero acaba por ser un exterminio, porque son tontos y un incordio, ya sabe. ¿Por qué no pregunta al señor Desenlace qué fue del resto de los trasgos hace tres años, comandante Vimes?

Y dicho eso, la señorita Bidel giró sobre sus talones, desapareció en la oscuridad de la cueva seguida por Lágrimas del Champiñón, que cabeceaba al andar, y dejó que Vimes recorriera por su cuenta los últimos metros que faltaban para salir a la gloriosa luz del sol.

La sensación que asaltó a Samuel Vimes cuando salió a la radiante luz diurna fue la de que alguien había atravesado su cuerpo con un alambre y después, de golpe, se lo había sacado. A duras penas logró mantener el equilibrio, y el chico lo agarró del brazo. Se ha ganado una buena nota, pensó Vimes, por ser lo bastante listo para esperar a hacerse una composición del lugar, o al menos por no salir corriendo de inmediato.

Se sentó en la tierra, disfrutando de la brisa que atravesaba las matas de aulaga e inhalando aire fresco y puro. Se pensara lo que se pensase de los trasgos, su cueva tenía la clase de atmósfera sobre la que la gente dice: «Yo de ti esperaría dos minutos antes de entrar ahí».

—Me gustaría hablar con usted, alguacil en jefe —dijo entonces—. De poli a poli. Sobre el pasado y quizá sobre lo que está por venir.

—En realidad, quería darle las gracias, comandante, por considerarme un policía.

—Su padre era policía aquí hace tres años, ¿verdad?

Feeney clavó la vista al frente.

—Sí, señor.

—¿Y qué pasó con los trasgos, Feeney?

El chico carraspeó.

—Bueno, mi padre nos dijo a mi madre y a mí que no saliéramos de casa. Nos dijo que no miráramos, pero no podía decirnos que no escucháramos, y hubo muchos gritos y no sé qué más, y mi pobre madre estaba muy alterada. Oí más tarde que habían sacado de la colina a un montón de trasgos, pero mi padre no habló del tema hasta mucho después. Creo que aquello lo hundió, señor, lo hundió del todo. Me contó que había mirado mientras un grupo de hombres, guardabosques y matones en su mayoría, bajaban de la cueva con trasgos a rastras, señor. Montones de ellos. Me contó que lo espantoso era que los trasgos iban todos así como mansos, ¿me entiende? Como si no supieran qué hacer.

Vimes se ablandó un poco al ver la cara de Feeney.

—Sigue, chico.

—Bueno, señor, me contó que la gente salió de sus casas y que hubo muchas carreras de un lado a otro y que empezó a hacer preguntas y, bueno, los magistrados dijeron que no pasaba nada porque no eran más que alimañas y que iban a llevárselos a los muelles para que pudieran ganarse la vida, para variar, en vez de molestar al prójimo. Estarían bien, dijo mi padre. Se iban a un lugar soleado, muy lejos de aquí.

—Por curiosidad, señor Feeney, ¿cómo podía saberlo él?

—Mi padre dijo que los magistrados se mostraron muy firmes al respecto, señor. Solo iban a ponerlos a trabajar para que se ganaran la vida. Me dijo que en el fondo era por su propio bien. No era que fuesen a matar a los trasgos.

Vimes mantuvo su rostro deliberadamente vacío de expresión. Suspiró.

—Si fue sin su consentimiento, era esclavitud, y si un esclavo no trabaja para ganarse la vida, está muerto. ¿Lo entiendes?

Feeney miró sus botas. Si los globos oculares tuvieran betún, sus botas estarían resplandecientes.

—Después de contármelo, mi padre me dijo que ya era un policía y que debía cuidar de mamá, y me dio la porra y su placa. Entonces empezaron a temblarle las manos, señor, y al cabo de unos días había muerto, señor. Supongo que se le metió algo dentro, señor, en la cabeza, se entiende. Fue demasiado para él.

—¿Has oído hablar de lord Vetinari, Feeney? No puedo decir que me caiga demasiado bien, pero a veces da justo en el clavo. Pues bueno, se produjo un pequeño altercado, como decimos nosotros. Resultó que un hombre tenía un perro, un pobre bicho medio muerto según los testigos, y el hombre estaba intentando que dejase de tirar de la correa, y cuando el perro le gruñó él agarró un hacha de un puesto de carnicero que había al lado, tiró al perro al suelo y le cortó las patas de atrás, así sin más. Supongo que la gente diría: «Menudo cabrón, pero el perro era suyo» y cosas por el estilo, pero lord Vetinari me mandó llamar y me dijo: «Un hombre capaz de hacer algo así a un perro es un hombre al que la ley debería vigilar de cerca. Registre su casa de inmediato». El hombre fue ahorcado una semana después, no por el perro, aunque por mi parte no habría derramado una sola lágrima si hubiera sido por eso, sino por lo que encontramos en su sótano, con cuyo contenido no te castigaré. Y el puto Vetinari volvió a salirse con la suya porque tenía razón: donde hay delitos pequeños, no andan muy lejos los grandes crímenes.

Vimes contempló las hectáreas de ondulaciones que se extendían por debajo de ellos: sus campos, sus árboles, sus maizales… todo suyo, aunque no hubiera plantado una semilla en su vida, salvo por aquella ocasión de pequeño en que intentó criar mostaza y berro en una toallita, que luego tuvo que tirar porque nadie le había dicho que debería haber enjuagado antes la toallita para quitarle todo el jabón. No era un historial muy brillante para un terrateniente. Pero… era su tierra, ¿no? Y estaba seguro de que ni él ni Sybil habían dado jamás su consentimiento para que se sacara a un montón de pobres trasgos del desastre que tenían a bien llamar hogar para llevarlos a saber dónde.

—¡Nadie nos informó!

Feeney se echó hacia atrás para esquivar esa bola de furia en concreto.

—No sé nada de eso, señor.

Vimes se levantó y estiró los brazos.

—Ya he oído suficiente, chico, ¡y también he tenido suficiente! ¡Ya es hora de informar a una autoridad superior!

—Creo que hará falta por lo menos un día y medio para que un mensajero llegue a la ciudad, señor, y eso teniendo suerte con los caballos.

Sam Vimes empezó a caminar con brío monte abajo.

—Hablaba de lady Sybil, chaval.

Sybil estaba en un salón lleno de tazas de té y damas cuando Vimes llegó a la Mansión a la carrera, con Feeney algo rezagado a su espalda. Sybil le echó un vistazo y dijo, con bastante más sonrisa de la apropiada para las circunstancias:

—Oh, veo que tienes algo que hablar conmigo. —Se volvió hacia las damas y sonrió—. Les ruego que me disculpen, señoras. Tengo que charlar un segundo con mi marido. —Dicho eso, asió a Vimes y tiró de él sin muchos miramientos para sacarlo de nuevo al vestíbulo. Abrió la boca para pronunciar un sermón conyugal sobre la importancia de la puntualidad, olisqueó el aire y retrocedió—. ¡Sam Vimes, apestas! ¿Te has caído encima de algo rural? ¡Casi no te he visto desde el desayuno! ¿Y por qué sigues llevando a cuestas a ese joven policía? Estoy segura de que tiene cosas más importantes que hacer. ¿No quería detenerte? ¿Sigue en pie que venga al té? Espero que antes se lave. —Se lo dijo a Vimes pero iba dirigido a Feeney, quien guardaba las distancias y parecía preparado para salir corriendo.

—Eso ha sido un malentendido —respondió Vimes a toda prisa—, y estoy seguro de que, si alguna vez encuentro mi blasón, seguirá inmaculado, pero el señor Feeney ha tenido la generosidad de proporcionarme cierta información por voluntad propia.

Y para cuando la conversación de marido y mujer cogió ritmo, trufada de susurros gritados del estilo de «¡No puede ser!» y «Creo que dice la verdad», Feeney parecía preparado para batir un récord de velocidad.

—¿Y no se defendieron? —preguntó Sybil. El joven policía intentó esquivar su mirada, pero era de esa clase de miradas que dan la vuelta hasta encontrarte dondequiera que estés.

—No, mi señora —dijo con dificultad.

Lady Sybil miró a su marido y se encogió de hombros.

—Se armaría una pelea de tres pares de narices si alguien intentase llevarme a mí a un sitio al que no quisiera ir —afirmó—, y además pensaba que los trasgos tenían armas. Y dicen que son unos guerreros bastante feroces. ¡Tendría que haber estallado una guerra! ¡Nos habríamos enterado! Por cómo lo explicas, parece que fueran unos sonámbulos. ¿O a lo mejor estaban famélicos? No he visto muchos conejos por esta zona, comparado con cuando era niña. ¿Y por qué dejar algunos atrás? Es todo un poco enigmático, Sam. Casi toda la gente de por aquí es amiga de la familia… —Levantó enseguida una mano—. Ni se me pasaría por la cabeza pedirte que incumplieras tu deber, Sam, eso ya lo sabes, pero ve con cuidado y toma precauciones a cada paso. Y por favor, Sam, que te conozco, no trates el asunto como un toro trata una puerta. La gente de por aquí podría llevarse una impresión errónea.

Sam Vimes estaba seguro de que él sí se había llevado la impresión errónea. Arrugó la frente y dijo:

—No lo sé, Sybil, ¿cómo trata un toro una puerta? ¿Se queda parado con cara de confusión?

—No, querido, lo despedaza todo. —Lady Sybil le dedicó una sonrisa de advertencia y se alisó la ropa—. No creo que necesitemos entretenerlo más, señor Desenlace —le comunicó al agradecido Feeney—. Dele recuerdos a su querida madre. Si no le molesta, me gustaría pasar a verla la próxima vez que baje, para hablar de los viejos tiempos. Entretanto, le sugiero que salga por la cocina, piense lo que piense mi marido sobre que los policías usen la entrada de servicio, y dígale a la cocinera que le provea de, bueno, cualquier cosa que pudiera apetecerle a su madre. —Se volvió hacia su marido—. ¿Por qué no le acompañas, Sam? Y ya que vas a disfrutar del aire fresco, ¿por qué no vas a buscar al joven Sam? Creo que está atrás en el corral, con Willikins.

Feeney guardó silencio mientras recorrían los largos pasillos, pero Vimes intuyó que el chico andaba rumiando un problema, que salió a la luz cuando comentó:

—Lady Sybil es una dama muy buena y amable, ¿verdad, señor?

—No necesito que me lo recuerden —dijo Vimes—, y me gustaría que entendieses que existe un gran contraste entre los dos. Yo me pongo nervioso cuando creo que hay un crimen sin resolver. Un crimen sin resolver es antinatural.

—No paro de pensar en la niña trasga, señor. Parecía una estatua, y su manera de hablar, en fin, no sé qué decir. O sea, pueden ser una condenada molestia, y te roban los cordones de las botas si no te mueves lo bastante rápido, pero cuando los ves en su cueva te das cuenta de que hay, bueno, niños, viejos abueletes trasgos y…

—¿Ancianas madres trasgas? —sugirió Vimes sin levantar la voz.

Una vez más, el pequeño de la señora Desenlace se revolvió en las desconocidas y terroríficas garras de la filosofía y acabó saliendo con:

—Bueno, señor, supongo que las vacas son buenas madres, pero al final un ternero es carne con patas, ¿no?

—Puede, pero ¿qué dirías si el ternero se te acercase y dijera: «Hola, me llamo Lágrimas del Champiñón»?

La cara de Feeney se arrugó una vez más por el esfuerzo de la novedosa cogitación.

—Creo que pediría ensalada, señor.

Vimes sonrió.

—Estabas en una posición difícil, chico, y te diré una cosa: yo también lo estoy. Se llama ser policía. Por eso me gusta cuando corren. Simplifica mucho las cosas. Ellos corren y yo los persigo. No sé si es metafísico o algo por el estilo. Pero había un cadáver. Lo has visto, yo también y la señorita Bidel también. Tenlo presente.

El joven Sam, sentado en una bala de heno del corral, miraba cómo entraban los caballos. Corrió hacia su padre con cara de estar muy satisfecho consigo mismo y dijo:

—Papá, ¿sabes los pollos?

Vimes alzó del suelo a su hijo.

—Sí, he oído hablar de ellos, Sam.

El niño se escurrió de entre los brazos de su padre, como si ser levantado y columpiado de un lado a otro fuese una actividad inapropiada para un investigador serio de estudios escatológicos, y se puso solemne.

—¿Sabes, papá? Cuando un pollo hace caca, hay un puntito blanco encima que es el pipí. ¡A veces es como el azúcar de un bollo, papá!

—Gracias por informarme —replicó Vimes—. Lo recordaré la próxima vez que me coma un bollo. —Y todas las demás veces, añadió para sus adentros—. Supongo que ahora ya lo sabes todo sobre la caca, ¿no, Sam? —dijo esperanzado, y vio que Willikins sonreía.

El joven Sam, que seguía contemplando un montoncito de heces de pollo con una pequeña lupa, meneó la cabeza de lado a lado sin alzar la vista.

—Qué va, papá, el señor… —En ese momento, el niño dejó de hablar y miró ilusionado a Willikins.

Willikins carraspeó y explicó:

—El señor Trucha, uno de los guardabosques, ha pasado por aquí hace una media hora, y como, por supuesto, su hijo entabla conversación con quien sea… El resultado es que por lo visto el joven Sam, señor, desea iniciar una colección de las deposiciones de una serie de criaturas del bosque.

Los guardabosques, pensó Vimes. Procesó la palabra en su cerebro y meditó sobre quién se habría encargado de reunir a los trasgos tres años atrás. Y luego pensó: ¿Cuánto importa, comparado con la pregunta «¿Quién se lo ordenó?». Creo que voy haciéndome a la idea de cómo es este sitio: la gente hace lo que le mandan porque siempre han hecho lo que les mandaban. Pero los guardabosques son gente muy viva; no solo tienen que ser más listos que los humanos. Y recuerda que esto es el campo, donde todo el mundo se conoce y se fija en los demás. No creo que Feeney mienta, de modo que debe de haber otros que saben lo que pasó aquí una noche de hace tres años. No debo ser como un toro frente a una puerta, ha dicho Sybil, y tiene razón. Necesito saber por dónde piso. Lo que pasó, pasó hace tres años. Puedo permitirme tomármelo con calma. En voz alta preguntó:

—¿Hasta dónde puedo llegar?

—Parece que ha tenido un día ajetreado, señor —dijo Willikins—. Esta mañana ha bajado a la mazmorra con un capullo que se cree policía y luego, en compañía de un trasgo, usted y dicho capullo han subido a la floresta del Muerto, donde han permanecido durante bastante tiempo hasta que usted y el capullo antes mencionado han salido y ha llegado usted aquí, sin capullo, ahora mismo. —Willikins le sonrió—. Entra y sale gente de la cocina a todas horas, señor, y los chismorreos son una especie de moneda de cambio cuando se va más allá de la puerta verde. Debe recordar que, por muy mal que me mire el señor Plata, bajo las escaleras el amo soy yo, y puedo ir adonde me plazca y hacer lo que me plazca, y si no les gusta es problema de ellos. Desde una u otra ventana de esta casa se ve toda la colina, y las doncellas son muy solícitas, señor. Parece que todas las chicas se mueren de ganas de que las empleen en la casa de la avenida Pastelito. Están como locas por irse a la gran ciudad, señor. Muy solícitas. Además, he encontrado un telescopio bastante bueno en el estudio. Hay unas vistas asombrosas del monte del Ahorcado, ¿sabe? Prácticamente podía leerle los labios. El joven Sam ha disfrutado mucho con el juego de buscar a papá.

Vimes sintió una punzada de remordimiento al oírlo. Se suponía que estaban de vacaciones familiares, ¿no? Pero…

—Alguien mató a una chica trasga en la floresta del Muerto —explicó con voz monótona—. Se aseguraron de que hubiera mucha sangre para darle a nuestro agudo y joven policía algo que pudiera considerar un caso. Está desbordado; no creo que haya visto nunca un cadáver antes que ese.

Willikins parecía sinceramente sorprendido.

—¿Cómo, nunca? A lo mejor me jubilaré aquí, aunque me moriría de aburrimiento.

Un pensamiento asaltó a Vimes.

—Cuando mirabas con el telescopio, ¿has visto a alguien más que subiera por el monte?

Willikins negó con la cabeza.

—No, señor, solo a usted.

Los dos se volvieron para observar al joven Sam, enfrascado en dibujar caca de pollo en su cuaderno, y Willikins dijo en voz baja:

—Tiene un buen muchacho, muy listo. Aproveche al máximo el tiempo, señor.

Esta vez fue Vimes quien negó con la cabeza.

—Los dioses saben que tienes razón, pero el caso es que la rajaron, y con acero, sin duda con acero. Ellos solo tienen armas de piedra. La rajaron por todas partes para asegurarse de que hubiera tanta sangre que hasta un pies planos idiota la viera. Y tenía nombre de colores de flor.

Willikins hizo un leve gruñido de desaprobación.

—Los policías no deberían ponerse sentimentales, es malo para el criterio. Lo dijo usted mismo. Uno se encuentra con una escena doméstica horrorosa y cree que puede mejorar las cosas pegándole una buena paliza a alguien, pero claro, ¿cómo saber cuándo parar? Eso es lo que dijo. Dijo que una cosa era atizarle a alguien en una pelea, pero que no está bien cuando ya va esposado.

Para sorpresa de Vimes, Willikins le dio un comprensivo golpecito en el hombro (si alguien recibía un golpecito incomprensivo de Willikins, lo notaba al instante).

—Hágame caso, comandante, y mañana tómese el día libre. Hay un cobertizo con barcas en el lago, y después podría llevarse al chiquillo al bosque, donde todo el mundo dice que hay todo tipo de caca para dar y tomar. ¡Estará en el paraíso de la caca! Ah, sí, también me ha dicho que quiere volver a ver al hombre apestoso de la calavera. ¡Mire lo que le digo, yo creo que con la cabeza que tiene, podría ser archicanciller de la Universidad Invisible para cuando tenga sesenta años!

Willikins debió de captar la mueca de Vimes, porque siguió diciendo:

—¿Por qué se sorprende, señor? Podría querer ser alquimista, ¿no? No me diga que prefiere que se haga policía por que no es así, ¿verdad? Por lo menos a los magos la gente no intenta patearles la entrepierna, ¿a que no? Por supuesto, sí que tienen que enfrentarse a pavorosas criaturas de dimensiones infernales, pero esas no llevan navaja y hay una formación previa. Vale la pena pensárselo, comandante, porque crece como una mala hierba y conviene que lo encarrile bien en la vida. Y ahora, si me disculpa, comandante, me voy a tocar las narices al servicio.

Willikins dio unos pasos, se paró, miró a Vimes y precisó:

—Mírelo así, señor. Si se toma un tiempo libre, el culpable no será menos culpable, ni la muerta estará menos muerta, y la señora no intentará decapitarle con un perchero.

Los invitados del té de lady Sybil estaban partiendo cuando Vimes volvió a la Mansión. Se limpió el campo de las botas y se dirigió al cuarto de baño principal de la casa.

Por supuesto, en el edificio había baños de sobras, probablemente más que en cualquier calle de casi toda la ciudad, donde un barreño de lata, una jarra y una palangana o nada en absoluto eran las abluciones por elección o necesidad… pero ese baño lo había diseñado Jack Ramkin el Loco y se parecía al famoso cuarto de baño de la Universidad Invisible, aunque, si aquel lo hubiese diseñado Jack el Loco, la habrían llamado Universidad Indecente, ya que Jack el Loco tenía una sana (o puede que insana) afición a las señoritas que quedaba de manifiesto en ese baño, y tanto que sí. Por supuesto, las bellezas de mármol blanco habían sido dignificadas mediante urnas, racimos de uvas de mármol y el siempre popular paño de gasa que, felizmente, había aterrizado en el sitio justo para impedir que el arte se convirtiera en pornografía. También era, con toda probabilidad, el único baño que tenía grifos marcados como «caliente», «fría» y «coñac».

Y después estaban los murales, por los que era de agradecer que hubiese un grifo de agua fría si se era una persona impresionable, porque, sin entrar en detalles, entraban mucho en detalles, pero mucho, mucho, y las señoritas eran solo el principio del problema. Había también señores de mármol, definitivamente señores, hasta los que tenían pezuñas de cabra. Lo sorprendente era que el agua del baño no hirviera por iniciativa propia. Había preguntado a Sybil al respecto y, según ella, era un rasgo distintivo importante de la Mansión, hasta el punto de que caballeros coleccionistas de antigüedades a menudo la visitaban para contemplarlos. Vimes le había dicho que no le extrañaba ni un pelo. Sybil había respondido que ese tono de voz no venía a cuento, por que ella de vez en cuando se había bañado allí a los doce años y no le había visto nada de malo. Según ella, había impedido que más adelante se llevara una sorpresa.

En ese momento, Vimes se tumbó en la lujosa bañera sintiéndose como si tratase de encajar todos los pedacitos de su cerebro. Solo fue vagamente consciente de que la puerta del baño se abría y de que oía a Sybil decir:

—He acostado al joven Sam y ya duerme como un tronco, aunque no puedo imaginarme con qué estará soñando.

Vimes siguió flotando en el cálido y vaporoso ambiente, y apenas captó un susurro de tela al caer al suelo. Lady Sybil se deslizó junto a él. El nivel del agua se elevó, y también, fiel a la física de tales asuntos, lo hizo el ánimo de Sam Vimes.

Al cabo de unas horas, casi ahogado en las almohadas de la enorme cama y flotando justo por encima de la inconsciencia en un resplandor cálido y rosa, Sam Vimes habría jurado que su propia voz le susurraba y le decía:

—Piensa en lo que no encaja. Pregúntate por qué esa simpática dama de clase alta se mete en una cueva de trasgos como si fuera lo más normal del mundo.

Se replicó:

—Bueno, Sybil se pasa la mitad del tiempo en casa cubierta de equipo protector pesado y un casco ignífugo porque le gustan los dragones. Es la clase de cosas que tienden a hacer las damas pudientes.

Recapacitó sobre qué iba a decir a eso, y se respondió:

—Sí, pero los dragones son lo que podría decirse socialmente aceptables. Los trasgos, en cambio, no lo son ni de lejos. Nadie dice una buena palabra de los trasgos, salvo la señorita Bidel. ¿Por qué no me llevo al joven Sam a verla mañana? Al fin y al cabo, fue ella quien lo metió en todo este asunto de las cacas, y es escritora, así que supongo que le encantará que la interrumpan. Sí, es buena idea, y además será una visita pedagógica para el joven Sam y no parte de una investigación, dónde va a parar…

Satisfecho con eso, esperó a la llegada del sueño con el telón de fondo de un coro de aullidos, chillidos, misteriosos golpetazos lejanos, roces furtivos, graznidos, tictacs desconcertantes, terroríficos sonidos de rascadura, terribles aleteos muy cercanos y todo el resto de la orquesta impía que se conoce como la tranquilidad del campo.

Había disfrutado de una partida nocturna de snooker con Willikins solo para no perder la práctica, y mientras Vimes escuchaba aquella espeluznante cacofonía se preguntó si la resolución de un crimen complejo, uno que requiriera cierta dosis de atención, podía compararse a una partida de esa modalidad de billar. Desde luego, había un montón de bolas rojas que estorbaban, o sea que había que apartarlas, pero el objetivo, la meta definitiva, iba a ser la negra.

En las Comarcas vivía gente poderosa, y por tanto se andaría con cuidado. Sam Vimes, en algún lugar de su cabeza, cogió su metafórico taco de billar.

Se recostó en la cama, disfrutando de la maravillosa sensación de que las almohadas se lo comían poco a poco, y dijo a Sybil:

—¿Tiene casa por aquí la familia Óxido?

Demasiado tarde cayó en la cuenta de que podría haber sido una mala jugada, porque era muy posible que su esposa ya le hubiese dado todos los detalles sobre el asunto en una de esas ocasiones en las que, cosa rarísima en un hombre casado, no estaba prestando mucha atención a lo que decía ella, y en consecuencia podría haber llamado al malhumor en esos preciosos y cálidos instantes previos al sueño. Lo único de ella que le quedaba a la vista era la punta de su nariz, pues las almohadas estaban reclamándola, pero Sybil murmuró, con voz soñolienta:

—Ah, compraron la Mansión Cuelgaclavo hará diez años o así, después de que el marqués de Fantailler asesinara a su mujer con un cuchillo de poda en el almacén de las piñas. ¿No te acuerdas? Te pasaste semanas buscándolo por la ciudad. Al final todo el mundo parecía creer que se había mudado a Cuatroequis y se había disfrazado no haciéndose llamar marqués de Fantailler.

—¡Ah, sí! —admitió Vimes—. Y recuerdo que muchos de sus amigotes estaban muy indignados con la investigación. ¡Decían que solo había cometido un asesinato y que era culpa de su mujer, por tener el mal gusto de morirse después de una mísera puñalada!

Lady Sybil se dio la vuelta, giro que supuso que —al ser una mujer felizmente rica en atracción gravitatoria— la almohada más cercana a Sam, actuando como el siguiente engranaje de una cadena, girara suavemente en la dirección opuesta, de modo que Sam Vimes se encontró tumbado boca abajo. Buscó a tientas la superficie y dijo:

—¿Y Óxido la compró, dices? No es propio del viejo chocho gastarse un penique si puede evitarlo.

—No fue él, querido, fue Grávido.

Vimes despertó un poco más.

—¿El hijo? ¿El delincuente?

—Creo, Sam, que la palabra es «emprendedor», y ahora me gustaría dormir, si no te importa.

Sam Vimes sabía que lo mejor que podía hacer era no decir nada, y se hundió de nuevo en las profundidades pensando palabras como mangante, aprovechado, insertador de una ingeniosa palanca entre lo que está bien y lo que está mal, y lo mío y lo tuyo, buscavidas, financiero e intocable…

Mientras caía suavemente en un mundo de pesadilla donde los buenos y los malos a menudo cambiaban de chaqueta sin previo aviso, Vimes redujo al insomnio contra el suelo y se aseguró de que le cayeran ocho horas.

A la mañana siguiente, Vimes, con su hijo de la mano, caminaba meditabundo hacia la casa de la señorita Bidel sin saber qué esperarse. Tenía poca experiencia con el mundo literario, ya que prefería con mucho el literal, y tenía entendido que los escritores se pasaban todo el día en bata bebiendo champán.[17] Por otro lado, cuando llegó a la casita tras subir por otro caminillo, empezó a replantearse lo que sabía. Para empezar, la «casita» tenía un jardín que no desmerecería en una granja. Al mirar por encima de la valla vio hileras de verduras y bayas, amén de un huerto, una construcción que debía de ser una pocilga y, más allá, un auténtico retrete exterior, de ejecución muy profesional, con la casi obligatoria media luna tallada en la puerta y el montón de leña cerca para aprovechar al máximo cada viaje por el sendero. La finca entera transmitía seriedad y sensatez, y desde luego no era lo que cabría esperar de alguien que se pasaba el día sin hacer otra cosa que enredar con palabras.

La señorita Bidel abrió la puerta una fracción de segundo después de la llamada. No parecía sorprendida.

—La verdad es que le esperaba, excelencia —admitió—, ¿u hoy debería decir señor Policía? Por lo que tengo entendido, de una manera u otra siempre acaba saliendo a relucir el señor Policía. —Luego miró más abajo—. Y este debe de ser el joven Sam. —Lanzó una mirada a su padre—. Hay que ver lo tímidos que pueden ponerse, ¿eh?

—¿Sabe? Tengo un montón de caca —dijo el joven Sam con orgullo—. La guardo en tarros de mermelada y tengo un laboratorio en el lavatorio. ¿Tiene caca de elefante? Hace… —Hizo una pausa efectista—… ¡esploch!

Por un momento la señorita Bidel adoptó la pátina algo vidriosa que a menudo se apreciaba en la cara de quienes coincidían con el joven Sam por primera vez. Miró a Vimes.

—Debe de estar muy orgulloso.

El orgulloso padre señaló:

—Cuesta seguirle el ritmo, créame.

La señorita Bidel les hizo pasar, los llevó desde el vestíbulo hasta una habitación en la que el algodón estampado ocupaba un lugar preponderante y acercó al joven Sam a un gran buró. Abrió un cajón y entregó al niño lo que parecía un libro pequeño.

—Es una prueba de imprenta de El placer del cerumen, y te escribiré una dedicatoria si quieres.

El joven Sam lo tomó como quien recibe un objeto sagrado, y su padre, convertido por un momento en su madre, le recordó:

—¿Qué se dice?

A lo que el niño respondió con una sonrisa de oreja a oreja, un «gracias» y un «pero no escriba encima, por favor; no me dejan escribir en los libros».

Mientras el joven Sam hojeaba encantado su nuevo libro, a su padre le ofrecieron una butaca con el cojín muy mullido. La señorita Bidel le dedicó una sonrisa y se fue a la cocina. Vimes se quedó sin gran cosa que mirar salvo una sala llena de estanterías, más muebles demasiado acolchados, una enorme arpa de orquesta y un reloj de pared en forma de búho, cuyos ojos se movían hipnóticamente de un lado a otro al compás del tictac, cabía suponer que hasta que uno se suicidaba o echaba mano del atizador de la cercana chimenea y golpeaba el maldito trasto hasta romperle los muelles.

Mientras Vimes contemplaba con arrobo esa posibilidad se dio cuenta de que lo estaban observando, y al volverse se topó con la cara preocupada y el mentón prognato de la trasga llamada Lágrimas del Champiñón.

Miró por instinto al joven Sam, y de repente la pasa más grande de su pastel de la aprensión fue: ¿qué hará mi hijo? ¿Cuántos libros ha leído? No le habrán contado nada malo de los trasgos, ¿verdad?, ni le han leído demasiados de esos cuentos de hadas inocentes y coloridos llenos de pesadillas a punto de saltar del papel y de un miedo innecesario que algún día traerá problemas. ¿Verdad?

Y lo que hizo el joven Sam fue cruzar la sala, plantarse delante de la chica y decir:

—Sé mucho de caca. ¡Es muy interesante!

Lágrimas del Champiñón buscó desesperadamente a la señorita Bidel con la mirada mientras el joven Sam, tan campante, se arrancaba con una breve tesina sobre la caca de oveja. A modo de respuesta, con palabras que encajaban a golpes como pequeños ladrillos, la chica preguntó:

—¿Para qué… sirve… la… «caca»?

El joven Sam frunció el entrecejo al oírlo, como si alguien estuviera poniendo en entredicho la obra de su vida. Después alzó la vista, animado, y explicó:

—¡Sin caca harías papum! —Y se quedó con una sonrisa radiante, resuelto por completo el sentido de la vida.

Y Lágrimas del Champiñón se rió. Era una risa más bien entrecortada que a Vimes le recordó a la de cierta clase de mujeres, después de cierta clase de demasiada ginebra. Pero no dejaba de ser una risa —directa, sincera y natural— y el joven Sam se regodeó en ella, con una risilla propia, igual que hizo Sam Vimes mientras el sudor empezaba a enfriársele en la nuca.

Entonces el joven Sam dijo:

—Ojalá tuviera las manos grandes como tú. ¿Cómo te llamas?

Con esa dicción entrecortada que Vimes estaba aprendiendo a reconocer, la joven trasga respondió:

—Soy las Lágrimas del Champiñón.

Al instante, el joven Sam la envolvió con los brazos hasta donde pudo abarcar y gritó:

—¡Los champiñones no deberían llorar!

La expresión que la chica trasga dedicó a Vimes era una que había visto muchas veces en la cara de los receptores de abrazos del joven Sam: una mezcla de sorpresa y lo que Vimes tenía que calificar de pasmo.

En ese momento la señorita Bidel entró en la sala con una bandeja que entregó a Lágrimas del Champiñón.

—Ten la bondad de servir a nuestros invitados, querida, por favor.

Lágrimas del Champiñón asió la bandeja y se la ofreció con indecisión a Vimes, mientras decía algo que sonaba como media docena de cocos rodando escalera abajo, pero de algún modo se las ingenió para incluir las palabras «usted», «comer» y «yo hacer». Su expresión parecía transmitir una súplica, como si intentase hacerse entender.

Vimes contempló su cara durante un rato y luego pensó: Bueno, podría entenderla, ¿no? Vale la pena probarlo, y cerró los ojos, un gesto algo discutible encontrándose cara a cara-más-larga con una mandíbula como aquella. Con los ojos cerrados con fuerza y una mano encima para tapar el último vestigio de luz, preguntó:

—¿Me lo repite, joven… dama?

Y en la oscuridad de su cráneo oyó, con total claridad:

—Hoy he horneado galletas, señor Poo-lii. Me he lavado las manos —añadió la chica con nerviosismo—. Están limpias y sabrosas. Esto he dicho y es cosa exacta.

Hechas por una trasga, pensó Vimes mientras abría los ojos y cogía una galleta, con bultos pero apetecible, de la bandeja que tenía delante para luego cerrar los ojos de nuevo.

—¿Por qué llora el champiñón?

En la oscuridad oyó que la chica trasga ahogaba un gritito y luego decía:

—Llora para que haya muchos más champiñones. Esto es cosa cierta.

Vimes oyó el leve tintineo de la loza a su espalda, pero cuando se quitó las manos de los ojos, la señorita Bidel dijo:

—No, permanezca en la oscuridad, comandante. O sea que es verdad lo que los enanos dicen de usted.

—No lo sé. ¿Qué dicen los enanos de mí, señorita Bidel?

Vimes abrió los ojos. La señorita Bidel estaba sentada en una silla casi delante de él, mientras Lágrimas del Champiñón esperaba más actividad galletera con el aire de quien probablemente esperaría por siempre o hasta que le dijeran lo contrario. Miró implorante a Vimes y luego al joven Sam, que estudiaba a Lágrimas del Champiñón con interés, aunque, conociendo al chico, la mayor parte de este interés tenía que ver con la bandeja de galletas. De modo que señaló:

—Vale, hijo, puedes pedirle una galleta a la señorita, pero con educación.

—Dicen que lleva dentro la oscuridad, comandante, pero que la tiene en una jaula. Un regalo del valle del Koom, dicen.

Vimes parpadeó deslumbrado.

—¿Una superstición enana en una cueva trasga? ¿Sabe usted mucho de los enanos?

—Bastante —respondió la señorita Bidel—, pero sé mucho más de los trasgos, y ellos creen en la Oscuridad que Invoca, igual que los enanos; al fin y al cabo, los dos son criaturas de las cuevas y la Oscuridad que Invoca es real. No todo está en su cabeza, comandante: da igual lo que oiga, yo también lo oigo a veces. Madre mía, usted precisamente debería reconocer una substición cuando está poseído por ella, ¿no le parece? Es lo contrario de una superstición: es real aunque no crean en ella. Me lo enseñó mi madre, que era trasga.

Vimes miró a la agradable mujer de pelo castaño que tenía delante y dijo, con voz educada:

—No.

—Vale, pero podría permitirme un poco de teatralidad y tergiversación como licencia poética. La verdad es que unos trasgos de Uberwald encontraron a mi madre de pequeña, a los tres años, y la criaron. Hasta que llegó más o menos a los once, y digo «más o menos» porque nunca tuvo una idea cierta del paso del tiempo, pensó y actuó en casi todo como una trasga y aprendió su lengua, que es increíblemente difícil de dominar si no te has criado con ella. Comía con ellos, tenía su propia parcela en la granja de champiñones y era muy respetada por lo bien que cuidaba del rancho de ratas. Una vez me contó que, hasta que conoció a mi padre, sus mejores recuerdos eran los de aquellos años en la cueva de los trasgos.

La señorita Bidel removió el café y continuó.

—Y también me contó sus peores recuerdos, los que alimentaban sus pesadillas y, dicho sea de paso, ahora alimentan las mías: los de un día después de que unos humanos de por allí descubrieran que había una chica humana de pelo dorado y mejillas sonrosadas correteando bajo tierra con unos animales malvados y traicioneros que, como todo el mundo sabe, comen bebés. En fin, gritó y se resistió cuando intentaron llevársela, sobre todo porque, a su alrededor, estaban masacrando a una gente a la que había considerado su familia.

Se produjo una pausa y Vimes miró de reojo con algo de temor al joven Sam, que por suerte había regresado a El placer del cerumen y por tanto era ajeno a todo lo demás.

—No ha tocado su café, comandante. No hace más que sostenerlo en la mano y mirarme.

Vimes dio un trago largo de café muy caliente, que en ese momento le entró de maravilla. Preguntó:

—¿Es eso cierto? Lo siento, no sé qué decir.

Lágrimas del Champiñón lo observaba con detenimiento, preparada por si notaba la inminencia de un arrebato galletero en su invitado. En realidad estaban bastante buenas, y para disimular su confusión le dio las gracias y cogió otra.

—Entonces mejor no decir nada —sugirió la señorita Bidel—. Todos asesinados, sin el menor motivo. Cosas que pasan. Todo el mundo sabe que no valen nada como pueblo, ¿verdad? Créame, comandante, lo cierto es que algunos de los actos más terribles del mundo los cometen personas que creen sinceramente que lo hacen con buenas intenciones, sobre todo si hay algún dios de por medio. Pues bien, hicieron falta muchos actos de esos, y no poco tiempo, para convencer a una niña pequeña de que ya no era uno de los repugnantes trasgos, sino uno de los seres humanos que no eran repugnantes en absoluto, porque estaban seguros de que algún día entendería que aquel desgraciado asunto del cubo de agua fría y las palizas cada vez que hablaba en trasgo o, despistada, empezaba a cantar una canción trasga, era por su bien. Por suerte para ella, aunque es probable que en su momento no se lo pareciera, era fuerte y lista, y aprendió: aprendió a ser buena chica, aprendió a llevar vestidos de verdad, a comer con tenedor y cuchillo y a arrodillarse para rezar y dar gracias por todo lo que estaba recibiendo, incluidas las palizas. Y aprendió tan bien a no ser trasga que le permitieron trabajar en el jardín, donde saltó el muro. Nunca la domaron, y me dijo que siempre llevaría algo de trasga dentro. No conocí a mi padre. Según mi madre, fue un hombre decente y trabajador, y yo sospecho que también atento y comprensivo.

La señorita Bidel se levantó y alisó su vestido, como si intentase quitar las migas de la historia. Allí plantada, en la habitación de los estampados y el arpa, dijo:

—No sé quiénes fueron los que mataron a los trasgos y pegaron a mi madre, pero si alguna vez lo descubriera los mataría a todos sin pensármelo dos veces, porque la buena gente no puede ser tan mala. La bondad depende de lo que haces, no de a quién rezas. Y eso fue lo que pasó —añadió—. Mi padre era joyero y no tardó en descubrir que mi madre tenía un don enorme para el oficio, probablemente gracias a su educación trasga, que le dejó buena mano para las piedras. Estoy segura de que eso compensaba tener una esposa que renegaba en trasgo cuando estaba enfadada, y déjeme aclararle que una buena palabrota trasga puede durar al menos un cuarto de hora. No era muy aficionada a los libros, como se imaginará, pero mi padre lo había sido y un día pensé: Esto de escribir no puede ser tan difícil. Al fin y al cabo, la mayoría de las palabras van a ser «y», «el», «la», «yo», etcétera, y hay una cantidad enorme de entre las que elegir, o sea que buena parte del trabajo ya te la dan hecha. Eso fue hace cincuenta y siete libros. Se diría que ha funcionado.

La señorita Bidel se acomodó en su silla y se inclinó hacia delante.

—Tienen el idioma más complejo que pueda imaginarse, comandante. El significado de cada palabra está supeditado a las palabras que la rodean, el hablante, el receptor, la época del año, el tiempo y, en fin, muchas más cosas. Tienen algo equivalente a lo que nosotros consideramos poesía; usan y controlan el fuego… Y hace unos tres años casi todos los que vivían en esta región fueron prendidos y despachados a otra parte porque eran una molestia. ¿No está aquí por eso?

Vimes respiró hondo.

—En realidad, señorita Bidel, he venido para ver las tierras de la familia de mi mujer y para que mi hijo aprenda cómo es el campo. En el proceso ya he sido detenido como sospechoso de asesinar a un herrero y he visto el cadáver brutalmente asesinado de una mujer trasga. Por si fuera poco, desconozco el paradero de dicho herrero y, señorita Bidel, me gustaría que alguien me ilustrase, a ser posible usted misma.

—Sí, ya vi a la pobre, y lamento no poder decirle dónde está Jetro.

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