Snuff

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Vimes la miró fijamente y pensó: Probablemente dice la verdad.

—No está escondido en alguna parte de la mina, ¿verdad?

—No, he mirado. He mirado en todas partes. Ni ha dejado ninguna nota ni nada. Y sus padres tampoco tienen ni idea. Es un poco un espíritu libre, pero no la clase de persona que se iría sin decirme nada. —Bajó la vista, a todas luces avergonzada.

El silencio decía mucho. Vimes lo rompió.

—El asesinato de esa pobre chica de la colina no quedará sin castigo mientras yo viva. Me lo tomo como algo personal, podría decirse. No voy a olvidarlo, porque creo que alguien ha intentado hundirme en el barro. —Hizo una pausa—. Dígame: esas vasijas que hacen los trasgos, ¿las llevan encima a todas horas?

—Bueno, sí, por supuesto, pero solo las que estén llenando en ese momento, como es obvio —respondió la señorita Bidel, con un deje de irritación—. ¿Eso es relevante?

—Bueno, podría decirse que los policías piensan en idioma trasgo: todo está supeditado a todo lo demás. Por cierto, ¿cuántas personas más saben que tiene un túnel que lleva a la colina?

—¿Qué le hace creer que tengo un túnel que lleva a la colina?

—Vamos a ver. Esta casa se encuentra prácticamente al pie de la colina, y si yo viviera aquí me habría excavado una buena bodega. Ese es un motivo, y el otro es que he visto el destello de sus ojos cuando le he hecho la pregunta. ¿Le gustaría que volviera a hacérsela?

La mujer abrió la boca para hablar y Vimes levantó un dedo.

—Todavía no he acabado. Otro indicio no tan sencillo de explicar es el hecho de que ayer llegara a la cueva sin que nadie la viera subir por el monte. Me dicen a todas horas que en el campo siempre hay alguien que te vigila y, cuestión de suerte, ayer ese alguien trabajaba para mí. Por favor, no me haga perder el tiempo. No ha cometido ningún delito que yo sepa; ¿entiende que ser buena con los trasgos no es delito? —Pensó en ello y añadió—: Aunque a lo mejor hay gente por aquí que opina que sí. Pero yo no y no soy tonto, señorita Bidel. Vi esa cabeza de trasgo en el pub. Parecía que llevaba años allí. Lo único que quiero es volver a la cueva sin que nadie me vea, si no le importa, porque tengo unas cuantas preguntas que hacer.

—¿Quiere interrogar a los trasgos? —preguntó la señorita Bidel.

—No, esa palabra sugiere que pienso intimidarles. Sencillamente deseo obtener la información que necesito conocer antes de empezar a investigar el asesinato de la chica. Si no quiere ayudarme, me temo que usted verá.

Al día siguiente, el sargento Colon no fue al trabajo. La señora Colon envió a un chico con una nota nada más llegar a casa de su propio empleo.[18]

Fred Colon no tenía nada de romántico cuando llegó su esposa, y por tanto, después de barrer, hacer la colada, pasar el paño por todas las superficies y dedicar algo de tiempo a quitar los pegotes enganchados en el felpudo de la puerta, partió sin dilación hacia Pseudópolis Yard… después de visitar a su amiga Mildred, que tenía un juego de jarra y palangana de porcelana bastante bonito que quería vender. Cuando al fin llegó a la Casa de la Guardia, explicó que Fred estaba muy pachucho, que sudaba la gota gorda y farfullaba sobre conejos.

Se envió a la sargento Culopequeño a investigar, y esta volvió con aire solemne mientras subía la escalera que llevaba al despacho de Vimes, ocupado en esos momentos por el capitán Zanahoria. Se notaba que él era el ocupante temporal, no solo porque estaba sentado en la silla, lo cual ya era una pista convincente, sino también porque todo el papeleo estaba firmado y alineado. Era un detalle que siempre impresionaba al inspector A. E. Pésimo, un hombre menudo con el corazón de un león, la fuerza física de un gatito y la cara, el talante y la actitud general que haría que hasta el más encallecido de los contables dijera: «Míralo, no me digas que no parece el típico contable».

Pero eso no preocupaba al corazón de león de A. E. Pésimo. Era el arma secreta de la Guardia. No había un tesorero en la ciudad que quisiera recibir una visita de A. E. Pésimo, a menos, claro, que fuese inocente del todo, aunque eso en general podía descartarse, porque el hijito del señor y la señora Pésimo era capaz de seguir el rastro de un error desde el libro de contabilidad hasta el sótano donde habían escondido las cuentas reales. Y lo único que el inspector A. E. Pésimo deseaba a cambio de su genialidad era un salario calculado con meticulosidad y la oportunidad, de vez en cuando, de salir a la calle con un policía de verdad para lucir porra y mirar a los trolls con cara de pocos amigos.

Zanahoria se apoyó en el respaldo.

—¿Qué tiene Fred, Jovial?

—Poca cosa que yo vea, la verdad, ejem…

—Ese ha sido todo un ejem, Jovial.

El problema era que el capitán Zanahoria tenía una cara tan simpática, honesta y franca que daba ganas de contarle cosas. Por si fuera poco, la sargento Culopequeño nunca había dejado de suspirar por el capitán, aunque estuviese más que pillado; era enano como ella, bueno, técnicamente, y los sueños no pueden controlarse.

—Bueno… —empezó a regañadientes.

Zanahoria se inclinó hacia delante.

—¿Sí, Jovial?

Se rindió.

—Bueno, señor, es el unggue. Usted viene de Cabeza de Cobre… ¿Topó con muchos trasgos por allí?

—No, pero sé que el unggue es su religión, si puede llamarse así.

Jovial Culopequeño sacudió la cabeza para intentar desterrar de su pensamiento cierta elucubración sobre el papel que un taburete de una altura razonable podría desempeñar en una relación, y se dijo que el sargento Martillo-de-Oro, de la Casa de la Guardia de Hermanas Dolly, le lanzaba miraditas cada vez que ella estaba ocupada lanzándole miraditas a él cuando coincidían de patrulla, y que probablemente sería un buen partido si conseguía reunir el coraje suficiente para preguntarle si de verdad era varón.[19]

—El unggue no es una religión, sino una superstición. Los trasgos no creen en Tak,[20] señor, son salvajes, saqueadores, pero… —Vaciló de nuevo—. Una vez me contaron una cosa increíble, y es que a veces se comen a sus bebés, señor, o por lo menos la madre se come a su hijo, a su hijo recién nacido, si hay una hambruna. ¿Se lo puede creer?

Zanahoria se quedó boquiabierto por un momento, y entonces una vocecilla dijo:

—Sí, yo creo que puedo, sargento, si perdona que se lo diga. —A. E. Pésimo observó con aire de desafío sus expresiones e intentó enderezar un poco más la espalda—. Es una cuestión de lógica, ¿no lo ven? ¿No hay comida? Pues la madre puede sobrevivir reconsumiendo al niño, por así decirlo, mientras que, si todos los demás alimentos se han agotado, el niño morirá. A decir verdad, el niño está muerto en cuanto se postula el dilema. La madre, en cambio, mediante esa acción podría sobrevivir lo suficiente para que se encuentre más comida y esté disponible, y con el paso del tiempo podría tener otro hijo.

—¡Eso solo podía decirlo un contable! —exclamó Jovial.

A. E. Pésimo no perdió la calma.

—Gracias, sargento Culopequeño. Me lo tomaré como un cumplido porque el razonamiento es impecable. Es lo que se conoce como la pavorosa lógica de la necesidad. Estoy versado en la logística de las situaciones de supervivencia.

La silla chirrió cuando el capitán Zanahoria se inclinó hacia delante.

—Sin ánimo de ofender, inspector Pésimo, pero ¿puedo preguntarle qué clase de cuestiones de supervivencia surgen en la práctica de la contabilidad por partida doble?

A. E. Pésimo suspiró.

—Cuando se acerca el final del año fiscal los peligros pueden acumularse, capitán. Sin embargo, veo lo que quiere decir y me gustaría que entienda que creo haber leído hasta el último libro de memorias, manual, diario y mensaje en una botella (me refiero, por supuesto, a mensaje sacado de una botella) disponible en la actualidad sobre el tema, y puedo asegurarle que le sorprenderían las tremendas decisiones que a veces debe tomar un grupo de personas para que algunos, si no todos, puedan vivir. El caso clásico serían los marineros que naufragan y van a la deriva en un bote descubierto en alta mar, donde el salvamento es extremadamente improbable. En general, el método consiste en comerse las piernas unos a otros, aunque tarde o temprano el suministro de piernas correrá, valga la expresión, la misma suerte que el resto de la comida; y entonces surge la cuestión de quién morirá para que otros puedan vivir. Un álgebra pavorosa, capitán. —Solo entonces se ruborizó A. E. Pésimo—. Lo siento. Sé que soy un hombre pequeño y débil, pero he reunido una gran biblioteca; sueño con sitios peligrosos.

—A lo mejor debería pasearse por las Sombras, inspector —sugirió Zanahoria—. No le haría falta soñar. Sigue, Jovial.

Jovial Culopequeño se encogió de hombros.

—Pero comerte a tu propio hijo… Eso tiene que estar mal, ¿no?

—Bueno, sargento —dijo A. E. Pésimo—, he leído sobre tales asuntos y, si se piensa en los resultados, que son la muerte tanto de la madre como del hijo o la muerte del hijo pero la posible supervivencia de la madre, la conclusión tiene que ser que la decisión es correcta. En su libro Un banquete de gusanos, el coronel F. J. Masivojamón menciona este dato sobre los trasgos, y al parecer, según la visión trasga del mundo, un hijo consumido, que a todas luces salió de la madre, ha sido devuelto al lugar del que vino y cabe esperar que renazca en alguna fecha futura cuando las circunstancias sean más favorables sin que, en consecuencia, se pierda nada. Puede argüirse que esa opinión no se sostiene pero, cuando uno se las ve con la pavorosa álgebra, el mundo se vuelve un lugar muy distinto.

Se hizo el silencio mientras los tres reflexionaban. Zanahoria argumentó:

—Ya sabes lo que pasa en una pelea callejera, Jovial. A veces, si la cosa se pone fea y sabes que es o tú o ellos… entonces es cuando aplicas el álgebra.

—Fred no parece consciente de dónde está —dijo Jovial—. No tenía fiebre y en su dormitorio no hace mucho calor, pero actúa como si se estuviera asando y se niega a soltar ese condenado frasquito. Grita si alguien intenta acercarse siquiera. ¡Me chilló hasta a mí! Y esa es otra: le ha cambiado la voz, suena como si estuviera haciendo gárgaras con piedras. He hablado con Ponder Stibbons, de la universidad, pero no parecen contar con nadie que sepa gran cosa sobre trasgos.

El capitán Zanahoria alzó las cejas.

—¿Estás segura? Sé de buena tinta que tienen un profesor de Polvo, Partículas Misceláneas y Filamentos, ¿y me estás diciendo que no hay un solo experto sobre una especie entera de humanoides parlantes?

—Eso parece, señor. Lo único que hemos podido encontrar ha sido material sobre la condenada molestia que son; ya conoce la clase de libros de los que hablo.

—¿Nadie sabe nada de los trasgos? Que valga la pena saber, quiero decir.

A. E. Pésimo hizo el saludo marcial antes de tomar la palabra.

—Harry Rey sabe algo, capitán. Río abajo hay unos cuantos. No entran mucho en la ciudad, sin embargo. Tal vez recuerde que lord Vetinari tuvo la gentileza de pedir mi traslado temporal a la hacienda para que pudiese repasar los impuestos del señor Rey, dado que a los demás funcionarios del fisco les daba miedo pisar sus terrenos. Yo, por mi parte, no estaba asustado —aseguró A.

E. Pésimo con orgullo—, porque estoy protegido por mi placa y la majestad de la ley. Harry Rey puede echar a un recaudador del edificio, pero es lo bastante listo para no intentarlo con uno de los hombres del comandante Vimes, ¡no señor!

Podría iluminarse la ciudad con el resplandor de orgullo que emitía la cara de A. E. Pésimo mientras intentaba sacar un pecho que, más que nada, entraba. Se infló un poco más cuando Zanahoria dijo:

—Muy bien hecho, inspector. Es usted todo un peligro con un ábaco cargado. Creo que haré una visita a nuestro viejo amigo Harry a primera hora de la mañana.

Vimes recapacitó un rato sobre el problema de llevar al joven Sam al escenario de un crimen pero, la verdad, el chico se estaba revelando a la altura de prácticamente cualquier encuentro. Además, todos los chavales quieren ir a ver dónde trabajan sus padres. Miró a su hijo.

—¿Te daría miedo un paseo largo a oscuras, hijo? ¿Conmigo y estas señoritas?

El joven Sam se puso solemne por un instante y luego respondió:

—Creo que dejaré que el señor Silbato haga el asustarse, y así yo no me preocuparé.

La puerta al túnel secreto, si en realidad era secreto, estaba en la bodega de la señorita Bidel, que tenía un botellero bastante bien surtido de vino y un olor general y no del todo desagradable a, bueno, a bodega. Sin embargo, una vez superada la puerta, a lo que olía era a trasgos lejanos.

Fue en verdad un largo paseo a oscuras, sobre todo cuando se vieron obligados a remontar casi a cuatro patas una pendiente bastante pronunciada.

El olor a trasgo cobró intensidad al cabo de un rato, pero durante ese rato uno se iba acostumbrando a él. Aquí y allá algún agujero dejaba pasar algo de luz del mundo exterior, lo que a Vimes le pareció una muestra de sensata ingeniería hasta que cayó en la cuenta de que los conejos también usaban ese túnel, como prueba de lo cual habían dejado abundantes deposiciones. Se preguntó si debía guardar unas cuantas muestras para la colección de su hijo, quien, tras escuchar su sugerencia mientras caminaba esforzado pero aguerrido detrás de él, dijo:

—No, papá, ya tengo conejos. Me falta el elefante, si encontramos una.

Vimes observó que la caca de conejo tenía el tamaño aproximado de una pasa bañada en chocolate, un pensamiento que al instante lo arrastró a su juventud, cuando si por algún medio, nunca del todo legal, se procuraba algo de dinero, se lo gastaba en una entrada para el teatrucho de variedades y con el cambio se compraba una bolsa de pasas con chocolate. Nadie sabía, ni quería averiguar, qué clase de criaturas se arrastraban y rascaban debajo de los asientos, pero pronto se aprendía una regla muy importante: ¡si se te caían las pasas con chocolate, era de una importancia vital no recogerlas!

Vimes se detuvo e hizo que la señorita Bidel chocase con el saco de manzanas que le había pedido que cargase, y se recompuso lo suficiente para indicar:

—Quisiera un momentito para recuperar el aliento, señorita Bidel. Lo siento, ya no soy ningún chaval y todo eso. Enseguida las alcanzo. ¿Para qué son estas bolsas, por cierto?

—Fruta y verdura, comandante.

—¿Qué? ¿Para los trasgos? Yo habría dicho que se encontraban su propia comida.

La señorita Bidel lo rodeó poco a poco y ascendió en la oscuridad, mientras decía, por encima del hombro:

—Sí, eso hacen.

Vimes se sentó en la penumbra con el joven Sam durante un rato, hasta que se encontró mejor, y preguntó:

—¿Cómo lo llevas, hijo?

En la oscuridad, una vocecilla respondió:

—Le he dicho al señor Silbato que no se preocupe, papá, porque es un poco tonto.

Tu padre también, pensó Vimes, y es probable que lo siga siendo. Pero estaba en plena persecución. De una manera u otra, ya estaba metido. Ya se vería a quién perseguía; lo importante era la persecución.

La ira ayudó a Vimes a superar el último tramo de la subida. Ira consigo mismo y con quienquiera que hubiese pinchado sus vacaciones. Pero era preocupante: había deseado que pasara algo y así había sido. Alguien había muerto. A veces había que mirarse a uno mismo y luego apartar la vista.

Se encontró a la señorita Bidel y a Lágrimas del Champiñón esperándolo con una docena o así de otras… mujeres. Era una suposición fundada, dado que aún no había descubierto un modo fiable de distinguir a un trasgo de otro… salvo, claro, que Lágrimas del Champiñón llevaba puesto su delantal con bolsillos, con el que Vimes no la había visto antes en la cueva trasga, y al parecer tampoco las demás señoritas, ya que Lágrimas del Champiñón se había vuelto el último grito en moda por lo que respectaba a sus hermanas vestidas con atrevidos conjuntitos de saco viejo, hierbas trenzadas y piel de conejo. Se reunieron en torno a ella exclamando a coro, cabía suponer, el equivalente en trasgo a «Huy, chica, estás divina».[21]

La señorita Bidel se acercó a Vimes con discreción y dijo:

—Sé lo que está pensando, pero es un principio. Transportar cosas, cosas útiles, sin tener que usar las manos… en fin, es un paso en la dirección correcta.

Tiró de Vimes para apartarlo un poco de la flamante sucursal trasga del Instituto de la Mujer, que a esas alturas ya había atraído la atención del joven Sam, cuya alegre renuencia a dejarse impresionar por nada se había ganado claramente a las chicas y propiciado que acabara en el lugar que siempre creía que le correspondía: el centro de atención. Era una de sus especialidades.

La señorita Bidel prosiguió.

—Si se quiere cambiar a todo un pueblo, hay que empezar por las chicas. Es de cajón: aprenden más deprisa y transmiten lo que aprenden a sus hijos. Supongo que se estará preguntando por qué hemos subido hasta aquí con todos los sacos.

Detrás de ellos, una joven tras otra se probaba el delantal; era la sensación de la temporada. Vimes se volvió de nuevo hacia la escritora.

—Bueno, es solo una suposición, pero veo muchos huesos de conejo tirados, y he oído decir que alimentarse solo de conejo puede ser mortal, aunque no sé por qué.

La señorita Bidel se animó.

—¡Caramba, comandante Vimes, sin duda ha ganado puntos para mí! ¡Sí, el conejo ha sido el azote de la nación trasga! Tengo entendido que merma un nutriente vital del cuerpo si no se come nada más. Sirve casi cualquier cosa verde, pero los trasgos varones creen que una comida de verdad es un conejo ensartado. —Suspiró—. Los enanos saben del tema y defienden a ultranza la necesidad de comer bien, como debe hacer todo el que pase gran parte del tiempo bajo tierra, pero nadie se molestó en contárselo a los trasgos, que de todas formas no habrían hecho caso, y por tanto su sino es la mala salud y una muerte prematura. Algunos sobreviven, por supuesto, sobre todo los que prefieren la rata, los que se comen el conejo entero, no solo las partes de apariencia más comestible, y los que simplemente se comen la verdura.

Empezó a desatar un saco de coles y prosiguió:

—Tenía convencida a la esposa del mandamás de aquí, porque cuando se puso enfermo me aseguré de que tomara unas cuantas comidas sanas. Por supuesto, él jura que fue porque hizo magia, pero su esposa era una mujer de notable sensatez, y a los varones les da igual lo que se traigan entre manos las chicas, de modo que les cuelan frutas y verduras en los estofados diciendo que son mágicas, y así tienen hijos que sobreviven y de este modo cambiamos el mundo, comida a comida. Eso si al final los trasgos tienen alguna oportunidad de sobrevivir. —Miró con tristeza a las chicas que chismorreaban—. Lo que necesitan de verdad es un teólogo de primera, porque, verá, están de acuerdo con el resto del mundo: ¡ellos mismos creen que son basura! Creen que hicieron algo muy malo hace mucho tiempo y que por eso han vivido como han vivido. Creen que tienen lo que se merecen, por así decirlo.

Vimes arrugó la frente. No recordaba haber entrado nunca en una iglesia, un templo o cualquier otro de los numerosos lugares de mayor o menor espiritualidad por otro motivo que no fuese laboral y circunstancial. De un tiempo a esa parte tendía a acudir por motivo de Sybil, es decir, su esposa lo llevaba a rastras para que lo vieran y, a ser posible, lo vieran permanecer despierto.

No, el mundo de los otros mundos, las ultratumbas y los destinos purgatorios sencillamente no le cabían en la cabeza. Lo quisiera o no, uno nacía, hacía todo lo que podía y luego, por mucho que lo quisiera o no, moría. Eran las únicas certezas, y por tanto lo mejor que un policía podía hacer era cumplir con su trabajo. E iba siendo hora de que Sam Vimes volviera a ponerse manos a la obra.

A esas alturas el joven Sam se había cansado de la compañía faldera y había deambulado hasta un trasgo anciano que estaba trabajando en una vasija, y lo observaba fascinado para aparente deleite, por lo que Vimes acertaba a distinguir, del viejo artesano. Es una lección para nosotros… no sé de qué clase, pero es una lección, pensó.

Esperó a que la señorita Bidel volviera con él después de comentar con las chicas la posible revolución en la moda, y le preguntó con educación:

—¿La víctima llevaba encima alguna vasija de unggue?

—Me sorprendería mucho que no —respondió la señorita Bidel—. Una o dos como mínimo, pero es probable que fueran de las más pequeñas, para uso diario.

—Ya veo —dijo Vimes—, pero ¿le encontraron alguna encima, hum, después, cuando la… quiero decir, si la amortajaron? —No sabía cuál era el protocolo, y siguió adelante—. Mire, señorita Bidel, ¿es posible que llevara encima una vasija de unggue que haya desaparecido? Sé que son valiosas, por supuesto; brillan.

—No lo sé, pero iré a preguntárselo a El Hueso Frío Despierta. Es el jefe de los trasgos. Él lo sabrá.

Eso refrescó la memoria a Vimes. Avergonzado, rebuscó en su bolsillo, sacó un paquete pequeño envuelto con mucho, mucho cuidado y se lo entregó a la señorita Bidel con cara de súplica.

—Creo que esto pertenecía a la chica muerta —dijo—. ¿Un anillo de piedra con una cuentecita azul? ¿Puede encargarse de que llegue a manos de alguien que lo aprecie? —Lo único que tenía era un anillo de piedra, pensó, y hasta eso le quitaron.

Había veces en las que el mundo no necesitaba policías, porque lo que necesitaba de verdad era que alguien que supiera lo que se hacía lo apagase todo y volviera a encenderlo para empezar de cero como era debido…

Pero antes de que la desesperación acabara de asentarse, la señorita Bidel regresó emocionada.

—¡Qué apropiado que haya hecho usted esa pregunta, comandante! ¡Sí que faltaba uno! ¡Un unggue gata!

Como buen policía, Vimes podía transmitir una incomprensión absolutamente impasible. Era como un foco de ignorancia, pero no pasaba nada porque la señorita Bidel estaba dispuesta a ser un manantial de información.

—Estoy segura de que sabe lo que sabe todo el mundo, comandante, que es que los trasgos almacenan, podría decirse que religiosamente, ciertas secreciones corporales en vasijas, en la creencia de que estas deben reunirse con su cadáver cuando son enterrados. Esta obligación se llama unggue. Todos los trasgos deben, por una costumbre muy estricta de su pueblo, observar el Unggue Tenido, la trinidad de moco, uñas cortadas y cerumen. El recipiente que falta en este caso es la vasija gata, que contiene uñas cortadas. No se deje engañar por la palabra «gata». Los felinos no pintan nada aquí… es solo que no hay sílabas infinitas en el mundo.

—¿Y esta es la primera noticia que tiene de que ha desaparecido, señorita Bidel?

—Bueno, es la primera vez que he estado aquí arriba desde ayer, y es un momento difícil para hablar con su familia, como podrá imaginarse…

—Ya veo —dijo Vimes, aunque no lo veía, no mucho. Aun así, podía notar cómo crecía un minúsculo punto de luz en la oscuridad de su cabeza. Echó otro vistazo al joven Sam, que estudiaba al creador de vasijas con todo un despliegue de interés forense. Ese es mi chico. Siguió preguntando.

—¿Han buscado la vasija?

—Han mirado en todas partes, comandante, hasta fuera. Y será muy pequeña. Verá, todos los trasgos fabrican un juego de recipientes que guardan en las profundidades de la cueva. No sé dónde están, aunque para casi todo lo demás confían en mí. Es porque los humanos roban las vasijas. Por ese motivo, la mayoría de los trasgos fabrican otros recipientes comparativamente más pequeños para su uso diario y para cuando salen de la cueva, y después los decantan en las vasijas grandes, en secreto. —Intentó sonreír—. Estoy segura de que esto le parece rarísimo, comandante, pero para ellos la elaboración y mantenimiento de los recipientes es una religión en sí misma.

A esas alturas Samuel Vimes no ardía en deseos de que le oyeran expresar sus opiniones sobre las vasijas, de modo que se conformó con preguntar:

—¿Es posible que otro trasgo robara el recipiente? Y ¿qué tamaño considera «bastante pequeño»?

La señorita Bidel le lanzó una mirada de sorpresa.

—Si me cree en algo, comandante, que sea en esto: ningún trasgo soñaría con robar una vasija de otro. El concepto de semejante acción les resultaría ajeno por completo, se lo aseguro. ¿El tamaño? Bueno, en general viene a ser el de la polvera de una mujer, o quizá el de un estuche de rapé. Relucen como si fueran ópalos.

—Sí —dijo Vimes—, lo sé. —Y pensó: Colores brillantes en la oscuridad—. No quiero ser un incordio, pero ¿puedo llevarme prestada otra de las vasijas de la pobre señorita? Quizá necesite enseñarle a la gente lo que busco.

La señorita Bidel pareció sorprenderse una vez más.

—Eso sería imposible del todo, pero creo que si hablo con Lágrimas del Champiñón, a lo mejor, solo a lo mejor, ella le prestaría una de las suyas, en cuyo caso podrá considerarse usted una persona muy especial, comandante. Lo normal es que una vasija cambie de manos solo cuando ocurre una desgracia, pero Lágrimas del Champiñón pasa mucho tiempo conmigo y ha aprendido, por así decirlo, las ventajas del pensamiento flexible, y además, si no le importa que se lo diga, se ha encaprichado un poco de usted.

Se alejó y dejó solos al sorprendido Vimes y al joven Sam. Aquí y allá había trasgos ocupados en sus quehaceres, atendiendo sus pequeñas hogueras, durmiendo o en muchos casos trasteando con sus vasijas. Y unos pocos estaban sentados sin hacer nada, con la mirada perdida, como un policía que se pregunta cómo se escribe «aprehendido».

Y una nueva imagen salió a rastras de la memoria de Vimes. Era la de un montón de hombrecillos azules gritando «¡Pardiez!». ¡Ah, sí, los Nac Mac Feegle! Ellos también vivían en agujeros en el suelo. Cierto, se decía que los de los feegles eran bastante más salubres que ese aletrinado sistema de cuevas, pero se mirase como se mirara, estaban en la misma situación que los trasgos. También vivían al límite, pero ellos… ellos bailaban en el límite, saltaban con saña sobre él, le hacían muecas y cortes de mangas, se negaban a ver lo peligroso de su situación y, en general, parecían tener un apetito enorme para la vida, la aventura y el alcohol. Como policía no debería decirlo, porque podían ser un puto incordio, pero había algo digno de alabanza en la alegría batalladora con la que afrontaban, bueno, todo…

Alguien le tiró de la manga. Bajó la mirada y encontró la cara de Lágrimas del Champiñón, con la señorita Bidel plantada a su lado igual que una carabina. Las otras chicas trasgas esperaban detrás de la pareja como un coro efebiano.

La voz solemne de la carita dijo:

—Corazones deben dar, señor Poo-lii.

Con un sentido de la oportunidad atroz, la señorita Bidel saltó como una maestra hiperactiva y Vimes se llevó una alegría privada al captar una fugaz expresión molesta en la cara de Lágrimas del Champiñón.

—Quiere decir que, si va a confiarle una vasija, usted debe confiarle algo de valor semejante. Supongo que usted lo llamaría intercambio de rehenes.

No, no lo llamaría así, pensó Vimes mientras miraba los ojos oscuros de la trasga. Era raro: cuando se olvidaban las facciones, que en el mejor de los casos podían considerarse del montón, según la clase de montón que uno tuviera en mente, los ojos eran todo lo humanos que podía imaginarse. Poseían una profundidad que ni siquiera el animal más listo podía lograr. Echó mano de su cartera y la señorita Bidel dijo con brusquedad:

—¡El dinero no servirá!

Sin hacerle caso, Vimes acabó de sacar el retrato de su hijo que llevaba a todas partes y se lo entregó con cuidado a Lágrimas del Champiñón, que lo aceptó como si sostuviera un objeto precioso y delicado, cosa que, desde el punto de vista de Vimes, sin duda era. Lo miró, luego desplazó la mirada al niño real, que le dedicó una jovial sonrisa, y los ojos de la chica confirmaron que la mueca de su cara era, en efecto, una sonrisa y una respuesta. Para el joven Sam, la cueva trasga era un interesante país de las maravillas. Había que admirar su capacidad para no dejarse espantar por nada a la primera.

Lágrimas del Champiñón contempló de nuevo la imagen, después al joven Sam y por último la cara de Vimes. Guardó el retrato con delicadeza en su delantal y sacó una vasija pequeña e iridiscente. Se la tendió a Vimes con mano un poco temblorosa, y él se descubrió aceptándola cuidadosamente con las dos manos. Entonces Lágrimas del Champiñón dijo, con su voz extraña, como un archivador humano:

—Corazones han dado.

Al oírlo Vimes casi se arrodilló. Pensó: ¡La cabeza que sonríe en la pared del pub bien podría haber sido la suya! ¡Alguien va a arder!

En la parte trasera de su mente, una voz alegre dijo: «¡Así me gusta, comandante Vimes, música para mis oídos!».

No le hizo caso y tocó el pequeño recipiente; era tan suave como la piel. Fuera cual fuese el contenido para el que lo habían fabricado, y no pensaba preguntar, quedaba camuflado por una trama de flores y champiñones labrados.

En las frescas profundidades de su bodega, Jiminy el tabernero estaba haciendo preparativos para el aluvión del atardecer cuando oyó un sonido en la oscuridad de entre los barriles. Lo achacó a otra rata más hasta que una mano le tapó la boca.

—Perdone, señor, tengo motivos para creer que puede ayudarme con mis pesquisas. —El hombre se revolvió, pero Vimes conocía todos los trucos en lo relativo a prender a un sospechoso. Siguió en un susurro—: Usted sabe quién soy, señor, y yo sé quién es. Los dos somos policías y nos conocemos el paño. Dijo usted que el tabernero lo ve todo, lo oye todo y no dice nada, y yo soy un hombre justo, señor Jiminy, pero investigo un asesinato. Un asesinato, señor, el crimen capital, y a lo mejor algo mucho, mucho peor. De modo que perdone si adopto la perspectiva de que quien no está detrás de mí está en mi camino, con todo lo que conlleva.

Jiminy se estaba quedando sin aire y se retorcía débilmente.

—Ah, demasiado empinar el codo y muy poco patear las calles, diría yo —comentó Vimes—. Veamos, nunca le pediría a alguien que rompiese el solemne juramento del tabernero, de modo que, cuando retire la mano, nos sentaremos en paz y jugaremos un poco a las charadas. Voy a soltarlo… ahora.

El camarero renegó con la voz entrecortada y luego añadió:

—No tenía por qué hacer eso, comandante. ¡Tengo mal el pecho, hombre!

—No tan mal como podría estar, señor Jiminy. Y ahora, unas observaciones sobre lo que significa pasarse de listo.

El tabernero le miró con cara de pocos amigos mientras Vimes proseguía.

—Yo soy un poli, estrictamente. No mato a nadie a menos que intente matarme. Quizá recuerde a mi asistente, el señor Willikins. Lo vio el otro día. Por desgracia, él es más directo, y también leal en extremo. Hace unos años, para salvar a mi familia, mató con un vulgar cuchillo para el hielo a un enano armado. Además, tiene otros talentos: entre ellos, debo decir, se cuenta el de planchar una camisa como nadie. Y ya le digo, muy, pero que muy leal. Venga, Jiminy, los dos somos polis. Usted sigue siendo un poli diga lo que diga; esa mancha no sale nunca. Sabe lo que puedo hacer y yo sé lo que puede hacer usted, y es lo bastante listo para elegir el bando correcto.

—Vale, no hace falta que se cebe —gruñó Jiminy—. Los dos sabemos cómo va esto. —De repente adoptó un tono solícito y lastimero casi histriónico—. ¿En qué puedo ayudarle, agente, como buen ciudadano que soy?

Vimes sacó el frasquito con cuidado de su chaqueta. En verdad tenía el tamaño aproximado de una cajita de rapé. A Vimes no se le escapaba la incongruencia: en un bolsillo llevaba la gloriosa gema, con toda probabilidad un depósito de moco trasgo, y en el otro guardaba su estuche de rapé. ¿No sería gracioso confundirlos?

Jiminy desde luego reaccionó al verlo, aunque probablemente él creyera que no. Existe una sutil diferencia entre ocultar una reacción y revelar que se oculta una reacción.

—Vale, vale, señor Vimes, tiene razón. No hace falta que nos andemos con jueguecitos, siendo polis veteranos los dos. Me rindo. Sé lo que es eso. He visto uno parecido hace poco, a decir verdad.

—¿Y?

—Puedo darle un nombre, señor Vimes. ¿Que por qué? Porque es un chalado, un indeseable y no es de por aquí. Un tal Stratford, o así le llaman. Un navajero, la clase de tipo que nadie quiere ver entrar por la puerta de su pub, hágame caso. No viene muy a menudo, por suerte. Anteayer lo vi por primera vez desde hacía meses. No sé dónde tiene el catre, pero el cabrón desgraciado con el que iba se llama Ted Aleteo, trabaja para el joven lord Óxido, allá en Cuelgaclavo. Su señoría es un magnate del tabaco, dicen por ahí. —Y Jiminy se detuvo.

Vimes interpretó el mensaje exactamente como Jiminy quería, estaba seguro. Lord Óxido se traía algo entre manos y, al insinuarlo, Jiminy pretendía tener contento a Vimes para quitárselo de encima. Habría quien lo considerase despreciable, pero el hombre era expolicía, a fin de cuentas.

Jiminy soltó una tosecilla mientras se afanaba por encontrar otra víctima para echársela a Vimes de carnaza.

—Pero Aleteo, en fin, ya sabe, solo es un pringado. Si alguien necesita ayuda para una cosa u otra, es la clase de tipo que vigilará para dar el agua o cargará con el trabajo de recoger los huesos. Cuando no anda metido en algo turbio creo que empapela casas y tiene una granja de pavos en el camino que lleva a Saliente. No tiene pérdida, es un tugurio apestoso y no se ocupa de sus pajarracos. Para mí que le falta un hervor.

Vimes aprovechó la pausa.

—¿Tabaco, eh? Es verdad, señor Jiminy, ya me parecía que aquí abajo olía más a tabaco de lo que cabría esperar y, por supuesto, como policía, es algo que tendré que investigar, tal vez cuando haya tiempo. —Guiñó un ojo, y Jiminy asintió con cara de entendido.

Al ver que en apariencia los ánimos empezaban a relajarse, el tabernero dijo:

—Algunas noches suben aquí unos cuantos barriles y luego los recogen cuando les parece. Vale, sé que es la renta pública y tal, pero no sé qué mal hace.

Y dado que nos entendemos tan bien, señor Vimes, yo solo llevo tres años aquí. Sé que hace mucho pasó algo, puede que se cargaran a un puñado de trasgos, no lo sé, no es asunto mío. No sé ni el porqué ni el quién, ya me entiende. —Jiminy estaba sudando la gota gorda, observó Vimes.

Hay ocasiones en que reaccionar como exige la simple decencia no aporta nada a un propósito mayor, y por eso Vimes se limitó a dedicar al tabernero una sonrisilla y comentar:

—Un día, señor Jiminy, traeré aquí a una dama. Creo que le interesará mucho ver su establecimiento.

Jiminy estaba perplejo, pero tuvo reflejos suficientes para replicar:

—Será un placer atenderles, comandante.

—Lo que intento decir —explicó Vimes— es que, si este pub sigue teniendo la cabeza de un trasgo colgando sobre la barra la próxima vez que venga, habrá un incendio misterioso, ¿comprende? No dudo que quiera seguir llevándose bien con lord Óxido y sus amigotes, porque siempre vale la pena llevarse bien con los poderosos. Lo sé de sobras. Descubrirá que soy un buen amigo, señor Jiminy, y me gustaría sugerirle que no le convendría tener al comandante Vimes de enemigo. Es solo un pequeño consejo, ya sabe, de poli a poli.

Con alegría forzada en una voz que chorreaba azúcar y mantequilla, Jiminy señaló:

—Nadie ha dicho nunca que el agente Jiminy no sepa por dónde sopla el viento, y como ha tenido el detalle de visitar mi humilde establecimiento, creo que puedo dar por hecho que el viento ha empezado a soplar de componente Vimes.

El aludido levantó la trampilla de la bodega para partir y dijo:

—Oh, yo también, señor Jiminy, yo también, y si alguna vez la veleta decide soplar hacia el otro lado, le arrancaré la puta cabeza a bocados.

Jiminy sonrió con poca convicción.

—¿Tiene jurisdicción aquí, comandante?

Y fue arrastrado a un par de centímetros de la cara de Vimes, con los ojos casi tocándose.

—Póngame a prueba.

Bastante animado tras ese interludio, Vimes trotó hasta el sendero que llevaba a la colina y encontró a la señorita Bidel y a Lágrimas del Champiñón junto a la puerta de la casita. Daba la impresión de que habían estado cogiendo manzanas, pues se veían varias cestas de fruta apiladas. Le pareció que Lágrimas del Champiñón sonreía al verlo, aunque ¿cómo saberlo, en realidad? Costaba interpretar las caras trasgas.

La vasija fue intercambiada de nuevo por el retrato, y Vimes no pudo evitar fijarse, porque siempre se preocupaba de fijarse, en que tanto él como la chica intentaron examinar con disimulo sus valiosos objetos sin ofender al otro. Estaba seguro de haber oído que la señorita Bidel reprimía un suspiro de alivio.

—¿Ha descubierto al asesino? —preguntó, inclinada hacia delante con inquietud. Se volvió hacia la chica—. Entra, cariño, mientras hablo con el comandante Vimes, por favor.

—Sí, señorita Bidel, entraré como solicita.

Ahí estaba de nuevo: una lengua de cajitas que se abrían y cerraban según hiciera falta. La chica desapareció en la casa y Vimes dijo:

—Tengo la información de que dos hombres estuvieron en el pub la noche del asesinato, y uno de ellos sin duda llevaba una vasija. Se me ha dado a entender que ninguno de los dos era precisamente un dechado de virtudes.

La señorita Bidel dio una palmada.

—Bueno, eso está bien, ¿no? ¡Los tiene bien trincados!

Samuel Vimes siempre sentía vergüenza ajena cuando los civiles intentaban hablarle en lo que ellos consideraban jerga policial. Ya puestos, odiaba pensar en ellos como en civiles. ¿Qué era un policía, sino un civil con uniforme y placa? Pero desde hacía un tiempo tendían a usar el término para describir a las personas que no eran policías. Era un hábito peligroso: una vez que los policías dejaban de ser civiles, la única otra cosa que podían ser era soldados. Suspiró.

—Por lo que sé, señorita, no es ilegal tener una vasija trasga. Como tampoco es ilegal, estrictamente hablando, no ser descrito como un dechado de virtudes. ¿Los trasgos firman las vasijas de alguna manera?

—Oh, sí, comandante, siempre son inconfundibles. ¿Tienen un modus operandi esos malhechores?

Vimes no sabía dónde meterse.

—No, y no creo que distinguieran uno si lo vieran. —Intentó decirlo con firmeza porque la señorita Bidel daba la impresión de estar a punto de sacarse de la manga una lupa y un sabueso.

Entonces, cayendo sobre su mundo como un arco iris de sonido, llegó una música que surgía de la ventana abierta de la casita. Escuchó boquiabierto, olvidada por completo la conversación.

Su excelencia el duque de Ankh, el comandante sir Samuel Vimes, no era un hombre inclinado a frecuentar conciertos de música clásica, ni en realidad de ninguna música que no pudiera silbarse de vuelta a casa. Pero al parecer ser noble conllevaba la obligación de acudir a la ópera, el ballet y toda representación musical a la que Sybil pudiera arrastrarlo. Por suerte, por lo general tenían un palco y Sybil, con mucha sensatez, tras arrastrarlo a la actuación, no lo arrastraba a la consciencia una vez allí. Pero algunas partes siempre se le colaban en la mente y le bastaban para saber que lo que estaba escuchando era material del bueno, del que no podía tararearse y en el que nadie gritaba «¡Todos juntos!» a la mitad. Era la pura esencia de la música, un sonido que casi hacía entrar ganas de ponerse de rodillas y prometer que se sería mejor persona. Vimes se volvió sin hablar hacia la señorita Bidel, quien dijo:

—Es muy buena, ¿verdad?

—Eso es un arpa, ¿no? ¿Una trasga tocando el arpa?

La señorita Bidel parecía algo avergonzada por la admiración.

—Desde luego, ¿por qué no? Es curioso, pero esas manos tan grandes van muy bien para el instrumento. No creo que entienda todavía el concepto de leer música, y tengo que ayudarle a afinarla, pero la verdad es que toca muy bien. El cielo sabrá de dónde saca la música…

—¿El cielo? —inquirió Vimes, que se apresuró a añadir—: ¿Durante cuánto tocará? ¿Tengo tiempo de traer a Sybil? —Sin esperar respuesta salió disparado sendero abajo, se encaramó a una cancela, cayó al otro lado provocando la dispersión completa de un rebaño de ovejas, insultó a una valla de madera, saltó el canal, no hizo ningún caso del fanal y esquivó del todo el panal. Corrió por el camino de entrada, subió a trompicones la escalera y, por pura suerte, atravesó la puerta en el preciso instante en que un sirviente la abría.

Sybil estaba tomando el té con un grupo de damas, como parecía obligatorio por las tardes, pero Vimes se apoyó en la pared y dijo entre jadeos:

—¡Tienes que venir a oír una música! ¡Trae al joven Sam! ¡Trae a estas damas si quieren acompañarte pero, hagas lo que hagas, ven ahora mismo! ¡Nunca he oído nada tan bueno!

Sybil miró a su alrededor.

—Bueno, ya estábamos despidiéndonos, Sam. ¿Sabes que pareces muy acalorado? ¿Pasa algo? —Miró implorante a sus amigas, que ya se estaban levantando de sus asientos, y se disculpó—: Les ruego que me perdonen, señoras. Qué difícil es ser la mujer de un hombre importante. —La palabra «hombre» contenía un pequeño aguijón—. Estoy segura, Sam, de que sea lo que sea podrá esperar a que me despida de mis invitadas, ¿no?

Y así Sam Vimes estrechó manos, sonrió, estrechó manos, sonrió y se angustió hasta que la última cotorra dejó de piar y la última dama se fue.

Una vez despedido el último carruaje, lady Sybil volvió al interior, se dejó caer en una silla delante de Sam y escuchó su atropellado relato.

—¿Y es la joven trasga a la que la señorita Bidel ha estado enseñando a hablar?

Vimes estaba casi frenético.

—¡Sí! ¡Y toca una música maravillosa! ¡Maravillosa!

—Sam Vimes, cuando te llevo a un concierto te quedas dormido a los diez minutos. ¿Sabes qué? Me has convencido. Vamos, venga.

—¿Adónde? —preguntó Vimes, presa de la confusión marital.

Sybil fingió sorpresa.

—¿Cómo que adónde? A oír a la joven tocar el arpa, por supuesto. Creía que era lo que querías. Iré a por mi chaqueta mientras tú recoges al niño, si no te importa. Está en el laboratorio.

A Vimes empezaba a acumulársele el desconcierto.

—El…

—¡El laboratorio, Sam! Sabes que mis antepasados fueron famosos por trastear con todo, ¿verdad? Willikins está con él, y creo que andan diseccionando un, digamos, excremento. Asegúrate de que los dos se lavan las manos a conciencia —añadió mientras salía de la habitación—. ¡Y diles que he sido enfática, y explícale al joven Sam lo que significa «enfática»!

El carruaje esperaba vacío en el camino. No se habían atrevido a llamar a la puerta, no mientras aquella música celestial siguiera saliendo por la ventana de la casita. Sybil lloraba, pero a menudo alzaba la vista y susurraba cosas como:

—¡Eso no puede hacerse con un arpa!

Hasta el joven Sam escuchaba embelesado y con la boquita abierta mientras la música los empapaba y, por un momento en el mundo, ensanchaba todos los corazones y perdonaba todos los pecados… sin tener que emplearse a fondo en el caso del joven Sam, logró reflexionar una parte de Vimes, pero sí dejándose la piel en el de su padre. Y cuando la música cesó, el joven Sam dijo: «¡Más!», expresando un sentimiento compartido con sus padres. Se quedaron allí los tres, sin mirarse, hasta que se abrió la puerta de la casa y apareció la señorita Bidel.

—Les había visto aquí fuera, por supuesto. Entren, por favor, pero sin hacer ruido. He hecho limonada. —Los dirigió por el pasillo y entró en el salón.

La señorita Bidel debía de haber puesto sobre aviso a Lágrimas del Champiñón, porque la encontraron sentada en una silla junto al arpa, con sus desproporcionadas manos cruzadas con recato sobre el delantal. Sin mediar palabra, el joven Sam caminó hasta ella y le abrazó la pierna. La chica trasga parecía al borde del pánico y Vimes le dijo:

—No te preocupes, solo quiere demostrarte que te quiere. —Y pensó: Acabo de decirle a una trasga que no tenga miedo de mi hijo porque la quiere y el mundo se ha puesto patas arriba y todos los pecados se perdonan, salvo posiblemente los míos.

Mientras el carruaje traqueteaba con suavidad de vuelta hacia la Mansión Ramkin, lady Sybil le comentó a Vimes con voz queda:

—Tengo entendido que la joven señorita trasga que fue… asesinada sabía tocar el arpa igual de bien que la señorita Champiñón.

Vimes despertó de sus pensamientos interiores.

—No lo sabía.

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