Snuff

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—Pues sí —dijo Sybil, con tono curiosamente desenfadado—. Al parecer la señorita Bidel quiere que las jóvenes trasgas tengan algo de lo que enorgullecerse. —Carraspeó y, después de una pausa, añadió—: ¿Tienes algún sospechoso, Sam?

—Oh, sí, dos. Cuento con la declaración de un testigo fiable que los ubica en la zona, y empiezo a plantearme una cadena de acontecimientos que también podría conducirme al paradero del señor Jefferson, el herrero. Esto es el campo, al fin y al cabo. Todo el mundo ve adónde vas y nunca se sabe quién hay detrás de un seto. Creo que quizá le oyeron invitarme a la floresta del Muerto en lo que el Times llamaría «la fatídica noche».

Sybil miró a su hijo, que dormitaba entre ellos, y preguntó:

—¿Sabes dónde viven?

—Sí, por lo menos uno de ellos. Creo que el otro solo vaga por la zona, como dicen por ahí. —Y entonces el crujido de la gravilla bajo las ruedas les informó de que habían entrado en la larga avenida de la mansión.

Sybil carraspeó de nuevo y admitió en voz baja:

—Me temo que puedes haber tenido la impresión de que estaba siendo algo severa contigo, Sam, en el tema de permitir que tus inquietudes profesionales interfirieran con nuestras vacaciones. Es posible que alguna vez haya sido algo… directa.

—Para nada, Sybil, entiendo perfectamente tu preocupación.

Lady Sybil parecía necesitar con urgencia unas pastillas para la garganta, pero siguió hablando con tiento.

—Sam, te estaría muy agradecida si pudieras encontrar un momento para, quizá, llevarte a Willikins adondequiera que esos canallas estén envenenando el mundo con su existencia y los llevaras ante la justicia, si no es mucha molestia.

Vimes la notaba temblar de furia.

—Me estaba planteando hacerlo en cuanto fuera posible, querida, pero debo decirte que las cosas tal vez no sucedan del todo según el reglamento. A fin de cuentas, aquí estoy fuera de mi jurisdicción.

Pero su esposa dijo:

—Eres muy puntilloso con las reglas, Sam, y lo admiro, pero la jurisdicción de un buen hombre alcanza hasta el fin del mundo… Eso sí, ¿a quién se los llevarás? Havelock los ahorcaría, ya lo sabes. Pero está muy lejos. En cualquier caso, Sam, estoy segura de una cosa, y es la siguiente: lo peor que puedes hacer es no hacer nada. Ponte en marcha, Sam.

—En realidad, Sybil, me estaba planteando entregarlos a las autoridades judiciales locales.

—¿Qué? ¡Son un hatajo de caraduras que al parecer usan lo que aquí llaman la ley para su propio beneficio! ¡Se armará un escándalo enorme!

Vimes sonrió.

—Anda, querida, ¿de verdad lo crees?

No tenía sentido acostarse, pensó Vimes más tarde cuando oscureció, y por tanto dio un beso de buenas noches a su esposa y fue a la sala de billar, donde Willikins pasaba el rato practicando una de las habilidades más socialmente aceptables que había aprendido durante su descarriada juventud. El mayordomo enderezó la espalda cuando entró Vimes y dijo:

—Buenas noches, comandante. ¿Le apetece una bebida reconstituyente para aguantar el tirón?

Vimes también se permitió un extraordinario puro porque, en fin, ¿qué gracia tiene una sala de billar sin volutas de humo flotando entre las luces y tiñendo el aire de un azul desolado, el color de las esperanzas muertas y las ocasiones perdidas?

Willikins, que conocía el protocolo, esperó a que Vimes hiciera una jugada antes de toser con educación.

—Ah, bien hecho, señor, y entiendo que la señora está algo irritada por el asunto de los trasgos, señor. Creo que es así, señor, porque antes he coincidido con ella en el pasillo y ha empleado un lenguaje que no oía de labios de una mujer desde que mi querida madre falleció, que los dioses bendigan su alma, si es que pueden encontrarla. Pero de nuevo, bien hecho, señor.

Vimes dejó a un lado su taco.

—Quiero pillarlos a todos, Willikins. No vale para nada encerrar a un matón local de tres al cuarto.

—Muy cierto, comandante, la clave es colar la negra.

Vimes apartó la mirada de su incendiaria bebida.

—Veo que en tus años mozos debiste de jugar lo tuyo, Willikins. ¿Viste alguna vez a Pélvico Williams? Un hombre muy religioso a su manera, vivía por el parque Gallina y Pollitos con su hermana, jugaba como no he visto jugar a nadie antes o después. Te juro que podía hacer que una bola saltara de la mesa, rodara por el borde y volviera a caer al tapizado justo donde él quería, para luego colarse limpiamente en la tronera. —Vimes dio un gruñido de satisfacción y prosiguió—: Por supuesto, todo el mundo le acusaba de hacer trampas, pero él se quedaba ahí plantado, dócil como un corderito, y solo repetía: «La bola ha entrado». Si te digo la verdad, el único motivo por el que nunca le pegaron una paliza fue porque verlo era toda una experiencia. Una vez metió una haciendo carambola con la lámpara y una jarra de cerveza. Pero, como decía él, la bola entró. —Vimes se relajó y dijo—: El problema es, claro, que en la vida real las reglas son más estrictas.

—Muy cierto, comandante —asintió Willikins—. Cuando yo jugaba, la única regla era que, después de arrear a tu oponente en la cabeza con el taco, tenías que poder correr muy deprisa. Entiendo por la señora que tal vez precise mi asistencia esta noche.

—Sí, por favor. Iremos a la aldea de Cuelgaclavo. Está a unos treinta kilómetros río arriba.

Willikins asintió.

—En efecto, señor, antaño hogar de la familia Cuelgaclavo y su exponente más destacado, el magistrado lord Cuelgaclavo, célebre por su afirmación de que jamás tenía en cuenta una declaración de no culpabilidad con el argumento de que «los delincuentes siempre mienten» y que era, por pura coincidencia, el Honorable Maestre de la Benevolente Compañía de Fabricantes y Trenzadores de Sogas. Con un poco de suerte no volveremos a ver otro de su calaña.

—Excelente, Willikins, y haremos una parada para recoger a nuestro joven y voluntarioso guardia local, que atestiguará que no hay juego sucio. Pienso asegurarme de ello.

—Me alegro de oírlo, señor —dijo Willikins—, pero tenga presente una cosa: ¿qué importancia tiene una vez que la bola ha entrado?

Fue la señora Desenlace quien abrió la puerta de la casa, profirió un gritito, cerró de un portazo, abrió para disculparse por el portazo y después cerró de nuevo con cuidado y dejó a Vimes fuera. Treinta segundos más tarde Feeney abrió con el camisón medio metido en los pantalones.

—¡Comandante Vimes! ¿Algo va mal? —preguntó mientras hacía un valeroso esfuerzo para embutir del todo el camisón.

Vimes se frotó las manos con brío.

—Sí, alguacil en jefe Desenlace, casi todo va mal, pero una parte puede arreglarse con su ayuda. Respecto del asesinato de la chica trasga, dispongo de información suficiente para justificar la detención de dos hombres para su interrogatorio. Este es su feudo, de modo que en términos profesionales me parece que lo justo y correcto es que me ayude con los arrestos.

Vimes entró un paso en la sala para que la cara de Willikins quedara a la vista, y prosiguió:

—Y creo que conoce a Willikins, mi asistente, que se ha ofrecido voluntario para conducir mi carruaje y, por supuesto, proporcionarme una camisa blanca limpia en caso de que la necesite.

—Ajarrr —gruñó Willikins, que se volvió para guiñar un ojo a Vimes.

—Alguacil en jefe Desenlace, le agradecería que se armase con lo que crea que vaya a poder necesitar y que, dado que no tiene un par de esposas que valgan un carajo, huy, lo siento, por lo menos pueda abastecernos con un poco de cuerda.

La cara de Feeney Desenlace era toda una paleta de emociones encontradas. Trabajaré con el famoso comandante Vimes: ¡hurra! Pero esto es gordo y serio: ay, ay. Pero será como ser un policía de verdad: ¡hurra! Pero ya tengo una bolsa de agua caliente en mi cama: ay, ay. Por otro lado, si todo sale mal, bueno, al fin y al cabo el duque de Ankh es propietario de casi todo esto, de modo que cargará con casi todas las culpas: ¡hurra! Y a lo mejor si me destaco consigo un trabajo en la ciudad para que mi madre pueda vivir en un sitio donde no haya que pasarse la noche en vela escuchando cómo los ratones luchan con las cucarachas: ¡hurra![22]

Para Vimes fue una delicia observar la cara del muchacho a la luz de las velas, sobre todo porque Feeney movía los labios al pensar. Y así, le dijo:

—Estoy seguro, alguacil en jefe Desenlace, de que su ayuda en este asunto resultará muy útil para su carrera futura.

Ese último comentario hizo que la señora Desenlace, asomando por encima del hombro de su hijo, se ruborizase de orgullo y ordenara:

—¡Escucha a su excelencia, Feeney! ¡Podrías llegar a algo, como te digo siempre! No discutas y ponte en marcha, hijo.

El maternal consejo llegó entrecortado por los constantes cabeceos hacia arriba y abajo de la señora Desenlace, tan rápidos como si hubiera estado amarrada a una máquina de coser. Benditas sean las madres, pensó Vimes cuando Feeney se metió por fin en el carruaje con un termo de té caliente, un par de calzoncillos limpios de repuesto y media tarta de manzana.

Cuando las ruedas empezaron a girar y Feeney acabó de despedirse de su madre por la ventanilla, Vimes, haciendo equilibrios para contrarrestar el bamboleo, encendió la lamparita de alcohol, que era la única fuente de luz del carruaje. Volvió a recostarse en su asiento y dijo:

—Te estaría agradecido, chico, si te tomaras un tiempo para anotar en tu cuaderno todo lo que te he dicho desde que he llegado esta noche. Podría resultarnos de utilidad a los dos. —Feeney prácticamente le hizo el saludo marcial, y Vimes prosiguió—: Cuando vimos a la trasga muerta el otro día, señor Feeney, ¿tomó nota de ello en su libreta?

—¡Sí, señor! —Feeney estuvo a punto de saludar una vez más—. ¡Mi abuelo me dijo que lo apuntara todo en la libreta!

Rebotaron en sus asientos cuando el carruaje pisó una piedra, y Vimes preguntó con voz queda:

—¿Te dijo en alguna ocasión que de vez en cuando pasaras por error dos páginas a la vez para dejar alguna en blanco?

—Qué va, señor. ¿Debería?

El asiento los propulsó de nuevo hacia arriba mientras Vimes contestaba:

—Hablando con propiedad, chaval, la respuesta es no, sobre todo si nunca trabajas conmigo. Y ahora escríbelo todo, por favor, como te he pedido. Y como no soy tan joven como tú, voy a intentar descansar un poco.

—Síseñor, lo entiendo, señor. Solo una cosa, señor. El señor Pedrero, secretario de los magistrados, ha pasado a verme esta tarde, hemos charlado y me ha dicho que no me preocupe por la chica trasga porque los trasgos oficialmente son alimañas. Ha sido muy amable, llevaba un poco de coñac para mi madre y ha dicho que usted es un caballero como debe ser pero que le cuesta bajarse del burro, señor, con eso de ser de clase alta y estar desconectado de la realidad, señor. ¿Señor? ¿Señor? ¿Se ha quedado dormido, señor?

Vimes volvió la cabeza y con tono dulzón dijo:

—¿Has tomado nota de eso en tu libreta, chico?

—¡Oh, síseñor!

—¿Y aun así te has metido en este carruaje conmigo? ¿Por qué has hecho eso, Feeney?

Las piedras repicaron por detrás de ellos y pareció transcurrir un rato antes de que Feeney Desenlace ordenara sus pensamientos a su entera satisfacción.

—Bueno, comandante Vimes, he pensado: a ver, el señor Pedrero es un noble, más o menos, y también lo es el comandante Vimes, solo que él es un duque y por tanto es un noble muy grande y, puestos a quedar pillado entre nobles, más te vale ponerte del lado del más grande. —Oyó que Vimes gruñía y continuó—: Y luego, señor, he pensado: a ver, estuve allí arriba, vi a esa pobre criatura y lo que le habían hecho, y he recordado que Pedrero me había tomado por tonto haciéndome arrestarle a usted, señor, y he pensado en los trasgos y he pensado: a ver, son sucios y apestosos y el trasgo viejo estaba llorando, y los animales no lloran y los trasgos, bueno, hacen cosas, cosas bonitas, y en cuanto a lo de robar la comida de nuestros cerdos y ser guarros en general, pues algunos humanos tampoco son mancos, podría contarle cada historia… y por eso he pensado un poco más y he pensado que, bueno, ese señor Pedrero, he pensado que debía de equivocarse.

Hubo un estruendo cuando el carruaje pasó por encima de un puente y luego volvió el sonido de las ruedas sobre pedernal apisonado. Feeney parecía inseguro.

—¿Es así, señor?

Esperó con nerviosismo. Y entonces la voz de Vimes, que sonaba bastante lejana, preguntó:

—¿Sabe cómo se llama ese discursillo que acaba de hacer, señor Feeney?

—No lo sé, señor, solo es lo que pienso.

—Se llama redención, señor Feeney. Agárrese a ella.

Vimes despertó de una cabezadita en la que había soñado que el joven Sam tocaba el arpa y, para cuando hubo entendido que era un sueño, el ruido de las ruedas del carruaje había cambiado mientras frenaban y se detenían.

Willikins abrió el ventanuco que permitía la comunicación entre pasajero y cochero y dijo sin levantar la voz:

—Buenos días, señor, estamos a medio kilómetro más o menos de Cuelgaclavo, localidad de treinta y siete habitantes, todavía estúpidos. Además, huele a pavo desde aquí y ojalá no se oliera, joder, y disculpe mi klatchiano. He supuesto que sería buena idea hacer a pie el resto del trayecto, sin montar escándalo.

Vimes bajó del carruaje y se quitó los calambres a base de pisotones. En el aire flotaba la peste curiosamente penetrante de las aves; ni siquiera los trasgos acosaban con la mitad de saña a las fosas nasales. Pero el olor apenas pudo distraerle un ápice de la emoción, sí, la emoción. ¿Cuánto hacía que no dirigía una redada al amanecer? Demasiado, esa era la respuesta, y ahora los capitanes y los sargentos veteranos se ocupaban de ellas mientras él se quedaba en el despacho, siendo la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork. Pues bien, hoy no.

Susurrando mientras vadeaban en la niebla que les llegaba hasta las rodillas, ordenó:

—Usted, alguacil en jefe Desenlace, aporreará la puerta delantera cuando le dé la señal, y yo me apostaré junto a la puerta de atrás por si el caballero sale por patas, ¿de acuerdo?

Ya estaban cerca de la granja; sí, ellos dos se bastarían. El edificio a duras penas se veía lo bastante grande para tener dos puertas, o sea que de tres ni hablar.

—¿Qué digo, comandante? —susurró Feeney.

—Vamos, hombre, que eres hijo y nieto de malditos policías, chico, ¿qué demonios te parece que deberías gritar? Te daré una pista. No incluye las palabras «por favor». Silbaré cuando esté en posición, ¿entendido? Bien.

Cruzaron con cautela el apestoso patio y Vimes se colocó en la parte de atrás, donde se le ocurrió una idea interesante de la que tomó nota mental. Después se apoyó en la sucia pared de la casa a poca distancia de la puerta trasera, sacó un pellizco de rapé para despejar el aire de pavo y emitió un suave silbido.

—¡Abran en nombre de la ley! ¡Están rodeados! ¡Tienen un minuto para abrir la puerta! ¡Va en serio! ¡Abran la puerta! ¡Policía!

Apoyado cómodamente en el muro, Vimes lo calificó a regañadientes de bastante buen intento para ser un principiante, con un punto menos por el «Lo digo en serio»; después, cuando un hombre salió disparado por la puerta de atrás, le puso la zancadilla.

—Buenos días, señor. ¡Mi nombre es comandante Vimes! ¡Espero que se halle en condiciones de recordar el suyo!

En los cobertizos los pavos se estaban volviendo locos, lo que causó una leve intensificación del olor. El hombre se puso en pie con apuros y miró a su alrededor a la desesperada.

—Oh, sí, podría huir corriendo, sí, podría —dijo Vimes con desenfado—, pero quizá otros pensaran que significa que sabía que tenía motivos para huir. Yo, personalmente, estaría de acuerdo en que cualquiera a quien parase un poli debería salir pitando, inocente o no, por principio. Además, hoy en día estamos tan gordos que nos viene bien el ejercicio. Pero corra si quiere, señor Aleteo, porque yo también sé correr, y muy deprisa.

Para entonces Aleteo sonreía con la cara de quien se cree delante de un poli no muy listo.

—Seguro que no trae orden de un magistrado, ¿a que no?

—Vaya, hombre, señor Aleteo, ¿qué le hace pensar eso, eh? A lo mejor piensa que los magistrados no firmarían una orden para detenerlo a usted, ¿es eso? Por cierto, gracias por enseñarme dónde guardan los barriles de tabaco. Se tendrá en cuenta su colaboración.

Hay días malos, como cuando se contempla el cuerpo destrozado de una joven, y luego hay días buenos, cuando los ojos inquietos del sospechoso vuelan hacia el otro lado del patio para señalar con exactitud dónde está escondido el botín.

—Ni que decir tiene, mencionaré su colaboración a las autoridades y, por supuesto, también en el pub local, descuide.

Y en ese momento el señor Aleteo visualizó el resultado de que lo vieran como una especie de soplón, de modo que se decidió por la opción estúpida:

—¡No te he dicho nada de ningún tabaco y lo sabes, madero!

En ese momento Feeney dobló la esquina con su temible garrote alzado y una expresión agresiva casi cómica en la cara.

—¡Si quiere que lo caliente un poco, comandante, no tiene más que decirlo, jefe!

Vimes puso los ojos en blanco con fingido desespero.

—No hará ninguna falta, Feeney, ninguna falta, dado que el señor Aleteo aquí presente se muere de ganas de hablar con nosotros, ¿entendido?

Aleteo decidió que el buen camino pasaba por apelar al muchacho.

—Mira, Feeney, tú me conoces…

Llegó hasta ahí y no más porque Feeney lo interrumpió.

—Para ti es guardia Desenlace, Aleteo. Mi padre te llevó a ver a los de las togas dos docenas de veces. Te llamaba el moscardón, porque allá donde hubiera mierda te encontraba revoloteando. Y me dijo que te vigilara, que es lo que estoy haciendo ahora mismo, por cierto.

Miró de reojo a Vimes, que aprobó sus palabras con un gesto de cabeza y luego dijo:

—Verá, señor Aleteo, mi problema es que no hemos venido a hablar de tabaco de contrabando, ¿vale? La cuestión es que nunca me he visto de recaudador de impuestos, no es una profesión muy popular. Soy simple y llanamente un poli, ¿entiende?, y en una mano tengo a un hombre que solo hace un favor a su patrón guardándole unos cuantos barriles de tabaco en el cobertizo, pero en la otra mano, en fin, si en la otra mano me encuentro un asesino, vaya, que los dioses le protejan porque es posible que olvide por completo la primera mano… No me pida que le haga un dibujo, Aleteo, porque tengo las manos ocupadas.

Aleteo parecía horrorizado.

—Esto es por ese trasgo, ¿verdad? ¡Mire, no fui yo! ¡Vale, soy un poco calavera, lo reconozco, pero le juro por lo que quiera que no soy como él! ¡Soy un sinvergüenza, no un condenado asesino!

Vimes miró a Feeney. Hay gente de la que puede decirse que está más contenta que unas castañuelas. De Feeney podría decirse que estaba más contento que unas castañuelas, una gaita, un tamboril y una campana, sobre todo una campana reglamentaria, todos juntos. Vimes alzó las cejas de nuevo con gesto interrogativo, y Feeney lo confirmó:

—Le creo, jefe. No lo veo capaz, se lo juro. Lo más a lo que llegaría es a tumbar a una ancianita para robarle el bolso, y aun así probablemente tendría que ser ciega, también.

—¡Ahí lo tiene! —exclamó Aleteo con tono triunfal—. ¡No soy una mala persona!

—No —dijo Vimes—, es todo un angelito, señor Aleteo, ya me doy cuenta, y yo también soy bastante religioso, me interesan las confesiones, pero ¿está dispuesto a jurar que el individuo conocido como Stratford mató a puñaladas a una chica trasga en el monte del Ahorcado en los terrenos de la Mansión Ramkin, hace tres noches?

Aleteo alzó un dedo.

—¿Puedo añadir que le dije que ya bastaba y que él se rió, y que además no sabía que era chica? O sea, ¿en qué se nota?

Vimes no delató emoción alguna.

—Dime, Ted, ¿qué habrías hecho si lo hubieras sabido? Estoy intrigado.

Aleteo bajó la vista a sus pies.

—Bueno, yo, bueno, en fin, o sea… a una chica no, quiero decir… bueno, a una chica no… o sea, que no está bien, ¿sabe lo que le digo?

Y puede encontrarse a alguien igual de peligroso que este payaso en casi cualquier barrio, pensó Vimes.

—Está claro que la caballerosidad no ha muerto, señor Aleteo. Vale, Feeney, sigamos. Señor Aleteo, ¿por qué estaba en el monte del Ahorcado la citada noche?

—Solo dábamos un paseo —respondió Aleteo.

Vimes volvió a recurrir a la cara de mármol, tanto que casi le salieron vetas.

—Por supuesto que sí, señor Aleteo. Ha sido una tontería preguntarlo, en realidad. Agente Desenlace, veo a Willikins fumando allí a lo lejos. —Abrió la puerta y tiró de Aleteo hacia dentro—. ¿Este edificio tiene sótano?

Aleteo estaba a un paso de necesitar una visita al baño, pero a pesar de ello era lo bastante tonto para seguir cavando su propia tumba, así que se las apañó para replicar con desprecio:

—Puede. ¿Y qué?

—Señor Aleteo, ya le he dicho que soy un hombre religioso, y como veo que quiere poner a prueba la paciencia de un santo, necesito pasar un momento en tranquila contemplación, ¿comprende? Estoy seguro de que sabe que siempre hay un camino fácil, y que luego está el camino difícil. Ahora mismo, este es el camino fácil, pero el camino difícil también es bastante fácil, por decirlo así. Antes de hablar otra vez con usted quiero estar a solas con mis pensamientos. Y se me ocurre, señor Aleteo, que a usted podría pasársele por la cabeza poner pies en polvorosa, y por eso mi compañero, el alguacil en jefe Feeney, vigilará la puerta, y yo haré venir a mi asistente, el señor Willikins, para que le haga compañía.

Antes de que Vimes pudiese siquiera dar un golpecito en la ventana, la puerta se abrió y Willikins, inmaculado como siempre, entró en la mugrienta habitación hecho un pincel con sus zapatos relucientes y un leve aroma a tónico para el pelo. Entonces los tres hombres observaron cómo Vimes tiraba de una argolla prometedora en el suelo, que se alzó para revelar la trampilla que llevaba a un sótano oscuro y la escalera de mano que bajaba.

—Agente Desenlace —dijo Vimes—, necesito un momentito para pensar en la oscuridad. No tardaré mucho. —Bajó por la escalerilla y cerró la trampilla sobre su cabeza.

La oscuridad dijo: «Ah, comandante, ya era hora. Sospecho que está aquí para tomar declaración a un testigo».

Esto está mal, se dijo Vimes. ¿Cómo puede tomarse declaración a un demonio, sobre todo si no tiene domicilio fijo? Claro que, por otro lado, ¿quién necesita la declaración de un testigo cuando tiene una confesión?

Arriba, los ojos de Ted Aleteo rodaron de un lado a otro mientras analizaba la situación. Veamos: tengo a un crío memo que juega a ser policía y una especie de mayordomo estirado, todo rosa y limpito. Ahora verás qué rápido se larga de aquí el hijo de la señora Aleteo. Y en ese momento, en ese preciso momento, Willikins metió la mano en su chaqueta sin mirar a Aleteo y sonó un golpetazo cuando dejó un peine de acero en la mesa que tenía delante. Resplandecía, y en la imaginación de Aleteo resplandecía más aún. Echó un vistazo a la severa expresión de Willikins, y el hijo de la señora Aleteo decidió que se quedaría muy quietecito hasta que volviera el simpático comandante Vimes. De otro bolsillo Willikins sacó el cuchillo más afilado que Aleteo hubiera visto en su vida y, sin prestarle al sospechoso la más mínima atención, empezó a limpiarse las uñas.

En realidad transcurrieron apenas unos segundos antes de que la trampilla se alzara de nuevo y surgiese Vimes, que hizo un gesto con la cabeza a Willikins, quien guardó el peine y salió de la habitación sin decir palabra. Vimes recobró la silla.

—Señor Aleteo, dispongo de la declaración de un testigo que lo sitúa en el monte del Ahorcado la noche de autos con otro hombre, que responde al nombre de Stratford. El testigo me cuenta que usted le dijo que podría haber llevado sangre de pavo de casa, pero él le respondió que había conejos por todas partes y que él nunca fallaba con su tirachinas. En ese momento, según mi testigo, una joven trasga salió de entre los matorrales y su acompañante la atacó mientras ella suplicaba que le perdonaran la vida, y fue un ataque furioso, hasta el punto de que usted mismo le dijo, con sus propias palabras, que ya bastaba, al oír lo cual él se volvió hacia usted, todavía agarrando el enorme cuchillo, que se me ha descrito como un machete, con tanta rapidez que usted se orinó en las botas.

»No, no hable que no he acabado. A pesar de todo, se me ha informado de que usted dijo a su compañero que en teoría debían dejar solo sangre, y no, en sus palabras, «tripas por todas partes», por lo cual él le obligó a volverlas a meter dentro del cadáver y a esconderlo algo más abajo del monte, entre unas matas de aulaga. ¡No, le he dicho que no hable! En el bolsillo llevaba una empanadilla de cerdo, que se había traído de casa, y tres dólares en efectivo, que era su pago por aquel pequeño encargo.

»Después de eso, usted y Stratford deshicieron el camino hasta sus caballos, que habían dejado temporalmente en el destartalado granero del otro lado del pueblo. Los caballos eran una yegua castaña y un castrado gris, los dos muy castigados por los maltratos. De hecho, el castrado perdió una herradura cuando partían y usted tuvo que impedir que su compañero lo matara allí mismo. Ah, sí, el testigo me ha dicho que iba usted desnudo de cintura para arriba cuando se fueron, ya que su camisa estaba empapada de sangre y la dejó en el granero tras una discusión con Stratford. La recuperaré cuando volvamos. Su amigo le dijo que se quitase también los pantalones, pero usted se negó; sin embargo, antes me he fijado en que tenían salpicaduras de sangre. No quiero tomarme la molestia de enviar un jinete a la ciudad, donde mi Igor dictaminará si la sangre es humana, de trasgo o de pavo. ¿No le he dicho que no hable? No he mencionado otra parte de la conversación entre usted y el señor Stratford porque Feeney está aquí escuchando, o sea que puede dar gracias; los chismorreos pueden ser muy crueles.

»Y ahora, señor Aleteo, voy a dejar de hablar y, cuando lo haga, me gustaría que las primeras palabras que pronunciase fueran, preste atención: «Quiero ser testigo de la Corona». Sí, sé que ya no tenemos reyes, pero nadie ha corregido la ley. Es usted un mierdecilla, pero he concluido muy a mi pesar que se vio arrastrado a algo que escapaba a su control y es mucho peor de lo que se había imaginado. La buena noticia es que lord Vetinari casi seguro que aceptará mi recomendación y usted vivirá. Recuerde: «Quiero ser testigo de la Corona», eso es lo que quiero oír, señor Aleteo, porque si no iré a dar un paseo y el señor Willikins se peinará.

Aleteo, que había escuchado casi toda la reconstrucción con los ojos cerrados, farfulló la frase tan deprisa que Vimes tuvo que pedirle que la repitiese más despacio. Cuando acabó se le permitió ir al retrete mientras Willikins lo esperaba fuera limpiándose las uñas con su cuchillo, y Feeney fue enviado a dar de comer a los frenéticos pavos.

Por su parte, Vimes entró en uno de los apestosos cobertizos y rebuscó entre la paja sucia sabiendo lo que iba a encontrar. No se llevó un chasco. Había que acercarse, pero se distinguía un leve olor a tabaco por encima del asfixiante hedor a pavo. Sacó rodando un barril y fue a buscar a Feeney.

—Creo que está lleno de tabaco y por tanto pretendo llevármelo como prueba. Tu trabajo ahora mismo consiste en localizar una palanqueta para mí y a alguien a quien consideres un ciudadano recto y decente, si es que puede encontrarse alguno en la zona.

—Bueno, está Dave, que lleva el Perro y Tejón —propuso Feeney.

—¿Y es un ciudadano recto? —preguntó Vimes.

—Alguna vez lo he visto doblado —respondió Feeney—, pero sabe lo que se hace, ya me entiende.

Vimes asintió y esperó unos minutos a que Feeney volviera con una palanca, un hombre patizambo y un pequeño séquito de personas que, por el momento y hasta que se demostrara lo contrario, debían contabilizarse como «transeúntes inocentes».

Se congregaron alrededor de Vimes mientras se preparaba para abrir el barril.

—Presten atención, caballeros —anunció—. Creo que este barril contiene artículos de contrabando. —Se arremangó—. Verán que no tengo nada en las mangas, pero sí una palanca en la mano.

Con algo de esfuerzo por su parte, la tapa del barril saltó y el olor a tabaco se volvió abrumador. Varios de los transeúntes decidieron que era el momento de aprovechar la maravillosa oportunidad de dar un rápido paseo inocente.

Vimes sacó fardo tras fardo de hojas marrones envueltas en algodón.

—No puedo cargar mucho en el carruaje —informó—, pero si el señor Dave, aquí presente, como miembro recto de la comunidad, da fe de que me ha visto extraer esto de un barril sellado, usted, señor Feeney, tomará una breve declaración y así todos podremos volver a nuestros asuntos.

Feeney estaba pletórico.

—¡Oh, muy bien visto, comandante! Apuesto a que podría esconderse cualquier cosa con esta peste, ¿eh? —Al cabo de un momento miró a Vimes y dijo—: ¿Comandante?

Vimes pareció mirar a través de él.

—Llegará lejos, alguacil en jefe Desenlace. Vaciemos el barril entero, ¿de acuerdo?

No sabía de dónde había salido la idea. A lo mejor, directa de los axiomas. Puestos a ser contrabandistas, ¿dónde parar? ¿Qué mercado elegir? ¿Cómo obtener el mejor precio por kilo de mercancía transportado? Sacó más y más fardos y uno, casi al fondo del barril, le pareció más pesado que los demás. Trató de no variar de expresión y le entregó el paquete pesado a Feeney.

—Le agradecería que usted y el señor Dave abrieran este fardo y me contaran lo que ven dentro.

Se sentó sobre el barril y aspiró un pellizco de rapé mientras oía el roce del envoltorio, hasta que Feeney dijo:

—Bueno, comandante, lo que esto parece…

Vimes alzó una mano.

—¿Usted diría que parece polvo de piedra, Feeney?

—Sí, pero…

Vimes levantó de nuevo la mano.

—¿Parece que tiene pequeñas motas rojas y azules cuando le da la luz?

A veces el poli ancestral que Feeney llevaba dentro captaba la vibración.

—¡Sí, comandante Vimes!

—Entonces es una suerte que usted y su amigo Dave —señaló Vimes mientras miraba de reojo al tal Dave por segunda vez y decidía concederle el beneficio de la duda— no sean trolls, porque de serlo estarían muertos como piedras, y nunca mejor dicho, ahora mismo. Lo que tienen en las manos es cristal de tunda, me juego la placa. Los chavales trolls lo toman como droga, ¿lo sabían? Se meten una dosis pequeña como un meñique nuestro y se creen que pueden atravesar paredes, cosa que hacen sin excepción, por cierto, y después de tomar cristal unas cuantas veces caen muertos al suelo. Es ilegal en todo el mundo y muy difícil de elaborar, porque el olor cuando lo preparan es inconfundible; además saltan muchas chispas. Su venta está penada con la muerte en Ankh-Morpork, Uberwald y cualquier ciudad troll. El Rey Diamante de los trolls ofrece una recompensa muy abultada para cualquiera que le proporcione pruebas de su elaboración.

Vimes miró esperanzado al susodicho Dave, por si acaso picaba el anzuelo. No, pensó, no lo fabricarán por aquí. Todo este tabaco debe de proceder de un lugar cálido, y eso significa muy lejos.

Con cautela, abrieron otros barriles y encontraron mucho más tabaco, varios paquetes de puros de muy alta calidad, de los que Vimes se guardó un par en el bolsillo para un posterior y minucioso análisis forense y, hacia el fondo de todos los barriles, paquetes bien envueltos de cristal de tunda, trompo, tocho, tajada y torta, todo muy mal asunto, aunque la torta solía considerarse una droga recreativa, por lo menos para quienes consideraran recreativo despertar en una alcantarilla sin saber la cabeza de quién llevan puesta.

Amontonaron todas las muestras posibles en el carruaje y Vimes solo paró cuando empezó a crujir. Formaron una pira con el resto de barriles y, a instancias de Vimes, un muy orgulloso alguacil en jefe Desenlace les prendió fuego. Cuando las drogas ilegales se encendieron, se produjo un breve espectáculo pirotécnico y Vimes pensó para sus adentros que los fuegos artificiales no habían hecho más que empezar.

Cuando llegó gente corriendo para ver qué pasaba, Vimes los tranquilizó explicando que obraba con la ley en la mano y que el señor Aleteo se ausentaría una temporada, por lo que necesitaba un voluntario para ocuparse de sus aves. Las respuestas dejaron claro que el vecindario consideraba que un mundo sin el señor Aleteo y sus apestosos pavos sería un mundo mucho mejor, de modo que lo último que hizo fue abrir los cobertizos para dar a los infelices bichos una oportunidad de buscarse la vida.

Como idea brillante de última hora, Vimes hizo una seña al nervioso Dave y le dijo:

—El Rey Diamante de los trolls verá con muy buenos ojos lo que hemos hecho hoy. Por supuesto, como servidores públicos, nosotros no podríamos aceptar remuneración alguna…

—¿Ah, no? —intervino Feeney desesperanzado.

Vimes continuó sin hacerle caso.

—… pero me encargaré de que su ayuda de hoy sea debidamente recompensada.

La cara del tabernero se iluminó. Las palabras «diamante» y «recompensada», dichas en la misma frase, tienen algo que produce ese efecto en las caras.

Viajaron con las puertas del chirriante carruaje cerradas, pero con una ventanilla entreabierta porque el señor Aleteo no era en esos momentos alguien con el que nadie deseara compartir un espacio cerrado: parecía que estaba sudando pavos.

¡Testigo de la Corona! ¡Eso era un resultado! A Aleteo ni se le había pasado por la cabeza discutir, y Vimes le había visto la expresión mientras escuchaba la declaración de la Oscuridad que Invoca. Había reparado en todos los estremecimientos y muecas de recuerdo que, en su conjunto, equivalían a una caída con todo el equipo. ¡Testigo de la Corona! Cualquiera optaría por eso para salvar el pellejo, o quizá por una celda mejor. La gente colaboraba con la Corona para salvar su miserable pescuezo, y en verdad podía conseguirlo, pero a un precio, y ese precio era la muerte en la horca si mentían. Era una de las máximas absolutas: mentir cuando se había accedido a ser testigo de la Corona era la mentira de las mentiras. Habías mentido al juez, al rey, a la sociedad, habías mentido al mundo, y por eso el alegre señor Dispuesto te daría la bienvenida al cadalso y te estrecharía la mano para demostrar que no había nada personal, y al cabo de poco tiraría de la palanca que te dejaría caer desde el mundo al que habías traicionado hasta detenerte… a medio camino.

Y después, por supuesto, estaban las drogas para trolls.

La prueba de su existencia preocupaba tanto a Aleteo que inventó nuevos dioses por los que jurar que no sabía nada de ellas. Vimes le creyó. Por lo que Aleteo había sabido, los barriles no contenían otra cosa que tabaco. Tabaco de toda la vida, que no tenía nada de perjudicial, y pasarlo de contrabando era, bueno, en realidad venía a ser como un juego, todo el mundo lo sabía. No tenía nada de malo burlar al fisco, ¡para eso estaba! Vimes pensó: ¿No digo siempre que funciona así? Delitos pequeños que engendran grandes crímenes. Se puede sonreír a los delitos pequeños, pero los grandes crímenes te revientan la cabeza.

Aleteo estaba sentado con cara de circunstancias en el asiento de delante, temiendo posiblemente que los trolls lo matasen a patadas, aunque Vimes se había fijado en que Aleteo parecía temer a todo el mundo. Y así se vio con ánimo de ofrecerle, más que una migaja, un sándwich de beicon de buenas noticias.

—Estabas en compañía de un hombre violento, Ted. Pensaste que solo ibas a complicarle la vida a un poli, y de repente te viste de cómplice en primer grado de un asesinato y, aunque fuera sin saberlo, envuelto en una trama extremadamente grave de narcotráfico troll, el peor que hay. Pero te perdieron las malas compañías, Ted, y eso diré ante el tribunal.

Apareció la esperanza en los ojos enrojecidos de Aleteo, que declaró:

—Es muy amable por su parte, señor. —Eso fue todo. Ni jactancia ni lloriqueos, mera gratitud por la clemencia recibida que esperaba como agua de mayo.

Vimes se inclinó hacia delante y ofreció al perplejo detenido su estuche de rapé. Aleteo cogió un gran pellizco y lo aspiró con tanta fuerza que el inevitable estornudo trató de escapar por sus orejas. Sin hacer caso del estornudo ni de la fina nubecilla marrón que flotaba en el aire, Vimes se apoyó de nuevo en el respaldo y dijo con tono jovial:

—Hablaré con los carceleros del Rapapolvo, total, siempre me deben una u otra… —Contempló el rostro esperanzado y pensó: Ni hablar. Sé que ahora mismo están a tope de gente. Un mequetrefe como este no tendría nada que hacer, por mucho que diga yo. En fin, qué se le va a hacer.

—No, señor Aleteo, le diré lo que haremos: por lo menos voy a meterle en una celda de Pseudópolis Yard. ¿Qué me dice? A lo mejor se siente solo en una celda sin nadie más, pero habría quien lo considerase una bendición, sobre todo después de quince minutos en algunas partes del Rapapolvo, y, además, mis muchachos son bastante parlanchines cuando no hay mucho movimiento. Por si fuera poco, tenemos ratas de mejor clase, la paja es fresca y no escupimos en el rancho, así que si se porta bien y no despierta a la gente por la noche estará de maravilla.

—¡No le causaré ningún problema, comandante! —Las palabras salieron atropelladas, frenéticas por ser oídas y aterrorizadas de no serlo.

—Me alegro, Ted —dijo Vimes con voz alegre—. ¡Me caen bien los hombres que toman las decisiones correctas! Por cierto, Ted, ¿quién sugirió que montarais el truquito de la colina?

—De verdad, señor, fue cosa de Stratford, señor. Dijo que sería una bromita. Y sé lo que va a preguntarme ahora, señor, y sí que le pregunté quién estaba detrás de todo el asunto porque me preocupaba un poco, dado que yo más que nada me dedico a criar pavos y empujar barriles, ¿comprende? —Aleteo adoptó la expresión de un trabajador sencillo y honrado—. Me dijo que si me lo contaba tendría que matarme, y yo le dije: «Gracias de todas formas, señor Stratford, pero no hace falta que se moleste», y cerré el pico porque me miraba con cara rara. —Aleteo pareció reflexionar durante un momento y añadió—: Siempre mira con cara rara.

Vimes intentó fingir que era un tema de poco interés. Como un hombre armado con un cazamariposas, un frasco para muestras y la pasión de clavar a un tablón de corcho el último ejemplar de las muy raras mariposas azules de Lancre, que acaba de posarse en un cardo cercano, intentó no hacer nada que pudiera echar a volar a su presa. Como quien no quiere la cosa, señaló:

—Pero sí que lo sabes, ¿o no, Ted? Hombre, en el fondo eres un tipo listo, Ted. Mucha gente diría que dos arados son más listos que tú pero, francamente, nadie saca nada adelante en este mundo sin tener los ojos abiertos, y las orejas también, ¿o no?

Pero, por supuesto, ¿quién le contaría algo importante a un soplagaitas como Aleteo? Ni siquiera era un esbirro —hacía falta cierta dosis de pensamiento táctico para esbirrear como era debido—, pero los esbirros pasan mucho rato juntos, y cuando están con alguien tan zoquete como Aleteo no siempre son discretos. En voz alta dijo:

—La verdad es que es una pena, Ted, que seas el único que pringue por esto, viendo que lo único que hiciste en realidad fue echar un cable a un colega por un par de dólares y una pinta, ¿no te parece? Es un horror que personas decentes tengan que pagar el pato, creo yo. Sobre todo cuando es un pato carísimo. —Dejó de hablar y observó la cara de Aleteo.

—Bueeeeeno —explicó este—, un día que se emocionó un poco sí que me dijo que lord Óxido contaba con él, que lo tenía en su círculo de confianza y demás y que se aseguraba de que los bolsillos siempre le tintineasen, pero supuse que solo lo decía por fardar.

Vimes estaba impresionado con su propia paciencia.

—Oye, Ted, ¿alguna vez oíste hablar a alguno de los dos sobre la chica trasga?

Una horrible sonrisa se adueñó de la cara del reo.

—¡Podría haberlos oído si es lo que quiere, comandante!

Vimes lo observó durante un momento.

—Ted, quiero saber cosas que hayas visto u oído. No cosas que tal vez hayas imaginado ni, y esto es lo más importante, Ted, cosas que te inventes para complacerme, ¿vale? Si no, dejaré de ser tu amigo… —Vimes se detuvo a pensar por un momento—. ¿Alguna vez oíste que lord Óxido o Stratford dijeran algo del herrero?

Era muy educativo observar cómo Aleteo se devanaba los sesos. Parecía un perro muy grande mascando un tofe. Al parecer encontró algo, porque sus siguientes palabras fueron:

—¿El herrero? No sabía que se referían a él. Sí, cuando hacíamos montones en el patio, el joven lord Óxido se acercó a Stratford y le dijo algo en plan: «¿Alguna noticia de nuestro amigo?» y, bueno, Stratford dijo: «No se preocupe, señor, verá a la reina», y los dos se rieron, señor. —Tras un rato de silencio, preguntó—: ¿Se encuentra bien, señor?

Vimes no prestó atención a la pregunta y prosiguió:

—¿Tienes alguna idea de lo que querían decir?

—Noseñor —contestó Aleteo.

—¿Hay algo que se llame la Reina por aquí? ¿Una taberna, tal vez? ¿A lo mejor un barco del río? —Vimes pensó: Sí, todos tienen nombres raros, seguro que hay una Reina entre ellos.

Una vez más el perro mascó el tofe.

—Lo siento, comandante, de verdad que no sé nada de eso. No hay ningún barco en el río que se llame Reina.

Vimes lo dejó ahí. Era un resultado; no el mejor, ni nada que fuera a satisfacer a lord Vetinari, pero sí un indicio, al fin, de una pequeña conspiración para enviar a Jetro a algún sitio donde él no quería estar. Al menos Vimes sí debía sentirse satisfecho.

Se dio cuenta de que Aleteo tenía la mano levantada con cautela, como un niño medio asustado de que el maestro le riña.

—¿Sí, Ted? —preguntó con tono cansino.

El hombre bajó la mano.

—¿Podré encontrar un dios, señor?

—¿Qué? ¿Qué dios quieres encontrar?

Aleteo parecía avergonzado, pero se recobró con gallardía.

—Bueno, señor, he oído hablar de gente que va a la cárcel y encuentra a un dios, señor, y si encuentras un dios te tratan mejor y a lo mejor te sueltan antes, por lo de rezar, y me estaba preguntando si en la Casa de la Guardia habría más o menos disponibilidad de dioses, ya me entiende. No quiero causar molestias, eso sí.

—Bueno, Ted, si hubiera algo de justicia en el universo creo que habría bastantes dioses metidos en el Rapapolvo, pero en tu caso yo, si tuviera que elegir entre la posibilidad de una intervención celestial y tres comidas al día garantizadas y sin escupitajos, no tener a tipos fornidos roncándote en la oreja toda la noche y la certeza de que, si tienes que arrodillarte, será solo para rezar, mandaría el cielo a freír espárragos.

El sol ya había salido del todo y Willikins los llevaba a buen ritmo. Vimes reparó en ello. La Calle le hablaba, aunque en realidad no fuese más que un sendero ancho. Despertó a Feeney de un codazo.

—Pronto estarás en casa, chico, y creo que el señor Aleteo puede alojarse en vuestro encantador calabozo, ¿no te parece?

Aleteo parecía perplejo, y Vimes dijo:

—No fastidies, hombre. ¿No pensarías que te iba a llevar a Ankh-Morpork del tirón? ¡Pero si tendré que mandar a alguien para que haga que otro venga hasta aquí desde la ciudad con el carro de remolones! No te preocupes, el calabozo es resistente y acogedor, y está hecho de piedra. Además, y según me cuentan esto es una gran ventaja, es probable que la señora Desenlace te prepare un delicioso Bong Nyam Fang Fang Chuch, con zanahorias y guisantes. Especialidad de la maisonette.

El rango tiene sus privilegios, pensó Vimes un poco después, mientras se apeaba cerca de la mazmorra.

—Alguacil en jefe Desenlace, haga el favor de instalar a nuestro prisionero, encárguese de que tenga comida, agua y demás, ¿vale?, y, obviamente, ocúpese del papeleo.

—¿El qué, señor?

Vimes parpadeó.

—¿Es posible, señor Feeney, que no sepa lo que es el papeleo?

El chico estaba desconcertado.

—Bueno, sí, señor, por supuesto, pero en general solo apunto el nombre en mi libreta, señor. O sea, sé quién es, y sé dónde está y lo que ha hecho. Ah, sí, y desde el problema que tuvimos con el viejo señor Perejil, una vez que iba como una cuba, también me aseguro de comprobar si el prisionero es alérgico a algún ingrediente de la cocina de Bhangbhangduc. Tardé todo el día en limpiar, solo por culpa de un poquito de pilil. —Al ver la expresión de Vimes, se explicó—: Una hierba muy popular, señor.

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