Snuff

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—¡El habeas corpus, chico! Quieres ser el policía de por aquí, ¿no? ¡Entonces el señor Aleteo es tu prisionero! Eres responsable de él. Si se pone enfermo, es tu problema, si se muere, es tu cadáver, y si se escapa, te encontrarás en una situación tan problemática que la palabra «problema» ni siquiera encajaría en la situación. Intento ayudar, de verdad, pero para esto podría llevármelo a la Mansión. Tenemos un montón de sótanos y podríamos bajar un catre a uno de ellos sin problemas. Pero entonces, si tengo que hacer eso, ¿para qué sirves tú?

Feeney parecía indignado. Se puso muy derecho.

—No quiero ni oír hablar de eso, señor, y tampoco querrían mis antepasados, señor. Al fin y al cabo, nunca hemos tenido a nadie que haya estado ni cerca de un asesinato.

—De acuerdo, entonces fírmame el traspaso del prisionero, que es algo muy importante, y volveré a la Mansión a echar una cabezadita.

Vimes dio un paso atrás cuando apareció un barco por el río y un maremoto en miniatura de agua enfangada roció con suavidad el pequeño embarcadero. El barco era de esos que llevaban paletas; Sybil le había explicado cómo funcionaban. Un buey daba vueltas con parsimonia en el pantoque, uncido a un mecanismo maravilloso que hacía girar las ruedas de palas.

El piloto le saludó. Cuando el barco le pasó por delante vio a una mujer en la popa tendiendo la ropa bajo la atenta mirada de un gato. Una buena vida a la velocidad de un buey, pensó, donde probablemente nadie intentará matarte nunca. Y, solo por un momento, sintió envidia mientras una hilera de barcazas seguía al barco y rebasaban a una flotilla de crías de pato. Vimes suspiró, volvió al carruaje, Willikins lo llevó a la Mansión y, después de una ducha rápida, se hundió entre las almohadas y se sumió en la oscuridad.

La gente decía que últimamente Ankh-Morpork se estaba moviendo. Otros decían que, por cierto que pudiera ser, también se movía un queso lo bastante curado. Y, también como el hipotético queso, rebosaba de su molde, en este caso las murallas exteriores, que lord Vetinari definía como «un corsé que debería aflojarse». Uno de los primeros en dejarse extender había sido Harry Rey, por supuesto conocido en la actualidad como sir Harold Rey. Era un bribón, un oportunista, un luchador implacable y un peligroso conductor de negocios por encima del límite de velocidad. Puesto que decirlo todo llevaba demasiado tiempo, lo calificaban de exitoso empresario, que venía a ser lo mismo. Además, tenía el don de convertir la basura en dinero. Mientras los capitanes Zanahoria y Angua avanzaban por el camino de sirga hacia los juncosos pantanos que había río abajo, la llama de Harry Rey ardía por delante de ellos. Las aguas pasadas sí movían los molinos del Rey de la Mugre. Sus ejércitos de trabajadores barrían las calles, vaciaban los pozos negros, limpiaban las chimeneas, rebañaban los muladares del barrio de los mataderos y de dichos establecimientos se llevaban todos los pedazos de materia anteriormente viva que no podían, por pura decencia, meterse en una salchicha. Decían que Harry Rey chuparía el humo del aire si creyera que podía sacar un buen precio por él. Y si alguien buscaba trabajo, Harry Rey se lo proporcionaba, por un salario que no era muchísimo menos de lo que podría cobrarse en cualquier otra parte de la ciudad, y quien robaba a Harry Rey se llevaba lo que se merecía. Su planta de procesamiento apestaba, por supuesto, pero la ciudad en sí ya no, o por lo menos no tanto como antaño, por lo que había quienes protestaban por la pérdida del famoso olor de Ankh-Morpork, que según los rumores era tan potente que mantenía a raya las enfermedades y los achaques de toda clase y, además, hacía que te saliera pelo en el pecho y era bueno para la salud.

Como Ankh-Morpork era como era, ya existía una Sociedad para la Conservación del Olor.

Los dos guardias empezaron a respirar menos a fondo a medida que se acercaban al humo y los gases. Una pequeña ciudad rodeaba las instalaciones, un poblado chabolista improvisado por los propios trabajadores con el beneplácito de Harry porque, al fin y al cabo, así no llegarían tarde al trabajo.

El vigilante de la puerta la abrió al instante cuando se acercaron. Harry probablemente no era un hombre honesto pero, si había alguna deshonestidad, tenía lugar en horarios y lugares que no atañían a la Guardia y se esfumaban de la memoria de todos los implicados en cuanto remitían las ondulaciones del charco y se retiraba la marea.

También estaba a punto de retirarse, mientras Zanahoria y Angua subían la escalera exterior de la gran oficina desde la que Harry presidía su reino, un hombre que se desplazaba horizontalmente y a alta velocidad, con las grandes manos de Harry Rey agarrándolo por el cuello de su camisa y la parte trasera de sus pantalones antes de lanzarlo escalones abajo, acompañado de un grito:

—¡Estás despedido! —Los guardias se hicieron a un lado mientras el hombre rodaba escalera abajo—. ¡Y si te vuelvo a ver, los perros siempre tienen hambre! Anda, hola, capitán Zanahoria —dijo Harry con un repentino tono de compadreo—, y además viene con la encantadora señorita Angua. ¡Vaya, vaya, qué agradable sorpresa, pasen, siempre es un placer ayudar a la Guardia!

—Sir Harry, de verdad que no debería tirar a la gente por las escaleras de ese modo —le reprendió Zanahoria.

Harry Rey puso cara de inocente y separó sus enormes manos tanto como pudo.

—¿Qué? ¿Todavía están ahí esos putos escalones? ¡Di órdenes de que los quitasen! Gracias por el consejo, capitán, pero tal y como yo lo veo lo he pillado intentando robarme dinero y por eso, si todavía sigue vivo, a mí me da que más o menos estamos en paz. ¿Café? ¿Té? ¿Algo más fuerte? No, ya pensaba que no, pero siéntense, que eso por lo menos no tiene nada de malo.

Tomaron asiento y Zanahoria anunció:

—Tenemos que hablar de los trasgos.

Harry Rey no dio muestras de emoción, pero dijo:

—Tengo unos cuantos trabajando para mí, si les sirve de algo. Trabajan bien, quizá les sorprenda saberlo. Un poco raritos de costumbres, y no son muy avispados, pero en cuanto pillan el tranquillo de lo que quieres que hagan, puedes dejarlos manos a la obra que no pararán hasta que se lo digas. Les pago la mitad que a los humanos y calculo que hacen el doble de trabajo, y mejor. De buena gana contrataría a otros cien si aparecieran.

—¿Pero les paga mucho menos que a los humanos? —preguntó Angua.

Harry le dedicó una mirada compasiva.

—¿Y qué otro les pagaría nada en absoluto, guapa? En fin, los negocios son los negocios. No es que los tenga encadenados. Vale, no mucha gente querría contratar a trasgos, por la peste, pero sé por cómo arruga esa preciosa nariz, capitana, que yo también apesto. Son gajes del oficio. Además, les dejo vivir en mis tierras y hacen esas vasijas tan raras en sus ratos libres, que procuro que no sean muchos, y cuando tienen dinero suficiente para lo que sea que quieren, se largan de vuelta al sitio de donde salieron, sea el que sea. El joven Lacio y su abuelita son los únicos que se han quedado. Ese va a llegar lejos, ya lo creo.

—Nos gustaría hablar con algunos de los trasgos sobre las vasijas que ha mencionado, si le parece bien, Harry —solicitó Zanahoria.

Harry Rey sonrió y meneó un dedo en su dirección.

—Bueno, a ustedes dos se lo paso porque somos gente de mundo y ya nos conocemos todos, pero fuera de esta oficina es sir Harry, ¿vale? Personalmente me trae sin cuidado, pero la jefa es tiquismiquis, ¡ja, vaya si lo es! ¡Lleva la nariz tan alta que derriba a los gorriones, anda que no! Pero, en fin, supongo que tampoco hace ningún daño. —Harry Rey, o posiblemente sir Harold Rey, recapacitó por unos instantes—. Por curiosidad, ¿por qué quieren hablar de las vasijas trasgas?

Angua vaciló, pero Zanahoria dijo:

—A los dos nos interesa mucho el folclore trasgo, sir Harry.

El empresario soltó una risilla.

—¿Sabe? Nunca he podido leerle la cara, capitán Zanahoria. ¡Odiaría jugar al póquer con usted! Vale, no es asunto mío, me fiaré de ustedes. Bajen por la escalera, vayan a las cintas de clasificación y busquen a Billy Lacio, y díganle que Harry Rey consideraría un favor que tuviese la amabilidad de llevarles a ver a su anciana abuelita, ¿de acuerdo? No hace falta que me den las gracias, sospecho que el bueno de Vimes dejó caer algo agradable sobre mí a Vetinari cuando se estaban repartiendo las medallas, ya me entienden. Se dice no sé qué de rascar espaldas, pero seguro que cuando le tocó al viejo Harry hizo falta sacar el cepillo.

Encontraron a Billy Lacio amontonando ejemplares viejos del Ankh-Morpork Times en un carro. Siempre podía reconocerse a un trasgo, aunque este, con su mono mugriento, tenía el mismo aspecto que cualquier otro hombre de Harry Rey. La única diferencia era que se trataba de un hombre trasgo de Harry Rey.

Zanahoria le dio un toquecillo en el hombro y Billy se volvió.

—Oh, guardias.

—Venimos de parte de Harry Rey, Billy —dijo Zanahoria, que se apresuró a añadir—: No has hecho nada malo. Solo queremos información sobre las vasijas de unggue.

—¿Ustedes quieren información sobre el unggue? —Billy miró a Zanahoria con atención—. Sé que no he hecho nada malo, jefe, no necesito que venga usted a hacerme la dicienda, y no tocaría una de esas puñeteras vasijas ni que me fuera la vida en ello. Estoy trabajando para llegar a algo, sí señor, no tengo tiempo para cuentos de hadas.

Angua dio un paso al frente.

—Señor Lacio, esto es bastante importante. Necesitamos encontrar a alguien que pueda hablarnos de las vasijas de unggue. ¿Conoce a alguien capaz de ayudarnos?

Billy la miró de arriba abajo con desdén.

—Es una mujer lobo, ¿que no? Se le huele a un kilómetro. ¿Y qué harían si les digo que no conozco a nadie?

—En ese caso —respondió Zanahoria—, muy a nuestro pesar tendríamos que proceder con nuestro cometido.

Billy lo miró de reojo.

—¿Ese cometido consistiría en darme unas buenas patadas?

El sol de la mañana resplandeció en el peto de la armadura de Zanahoria, abrillantado con entusiasmo.

—No, señor Lacio.

Billy lo miró de arriba abajo.

—Bueno, está mi abuela. A lo mejor habla con ustedes y a lo mejor no. Que conste que solo se lo digo por Harry Rey. La abuela no habla con cualquiera, ya pueden apostar el casco a que no. ¿Para qué quieren hablar de vasijas, por cierto? De un tiempo a esta parte casi no sale de la cama. ¡No la veo robando nada!

—Nosotros tampoco, Billy, solo queremos algo de información sobre las vasijas.

—Bueno, pues han encontrado a la señora adecuada; es una experta, creo yo, siempre trasteando con los condenados potes. ¿Llevan una botella de coñac? No le van mucho los extraños, a la abuelita, pero yo creo que nadie que lleve una botella de coñac es un extraño para ella mientras dure la bebida.

Angua susurró a Zanahoria.

—Harry tiene un mueble bar enorme en el despacho, y esto no puede llamarse soborno. ¿Lo intentamos?

Esperó con Billy Lacio mientras Zanahoria se encargaba del recado y, por decir algo, comentó:

—Billy Lacio no suena mucho a nombre de trasgo.

Billy hizo una mueca.

—¡Ya le digo! La abuela me llama Del Viento que Lamentablemente Sopló. ¿Qué clase de nombre es ese, por favor? ¿Quién va a tomarme en serio con un nombre como ese? Son tiempos modernos, ¿no?

La miró con aire de desafío y Angua pensó: Y así uno por uno todos nos volvemos humanos; hombres lobo humanos, enanos humanos, trolls humanos… el crisol solo funde en una dirección, y así es como avanzamos. En alto, dijo:

—¿No está orgulloso de su nombre trasgo?

Billy la miró con la boca abierta, mostrando sus dientes puntiagudos.

—¿Qué? ¿Orgulloso? ¿Por qué coprones iba a estar nadie orgulloso de ser trasgo? Excepto mi abuela, claro. Venga a casa, y espero que ese coñac llegue pronto. Puede ponerse nerviosa sin el coñac.

Billy Lacio y su abuela vivían en un edificio, por decir algo, del poblado. Habían liberado sauces y otros arbustos de los húmedos pantanos y los habían utilizado para crear un hemisferio de dimensiones aceptables, del tamaño de una cabaña pequeña. A Angua le dio la impresión de que se había aplicado habilidad y reflexión para construirlo: las ramitas más pequeñas estaban entrelazadas con la estructura y algunas, como pasa con los sauces, habían echado raíces y brotes, que alguien (posiblemente Billy Lacio) había entrelazado aún más de modo que, por lo menos en verano, quedaba una casa la mar de apañada, sobre todo porque alguien se había tomado muchas molestias para llenar casi todos los huecos con filigranas de ramitas más pequeñas. Por dentro era una cueva cargada de humo, pero el ojo acostumbrado a la oscuridad de la mujer lobo vio que las paredes interiores estaban recubiertas con esmero de lonas viejas y cualquier otra basura a la que pudiera convencerse de que se doblara para evitar las corrientes. De acuerdo, probablemente habían tardado menos de dos días en construirla y no había costado nada de dinero, pero la ciudad estaba llena de gente que se habría dado con un canto en los dientes por vivir allí.

—Tendrá que disculparme —dijo Billy—. Harry no será muy generoso con los salarios, pero hace la vista gorda si de vez en cuando nos agenciamos alguna cosa de aquí y allá, siempre que no abusemos.

—¡Pero si hasta tienen una estufa con tubo de salida! —observó Angua, asombrada.

Billy bajó la vista.

—Pierde un poco; cuando tenga un rato soldaré unos cuantos parches y listos. Espere aquí, me aseguraré de que esté lista para verles. Para el coñac ya sé que lo estará.

Hubo unos golpecitos educados en la puerta que resultaron ser cortesía del capitán Zanahoria, de vuelta con el coñac. Abrió con delicadeza la puerta exterior, maltrecha y muy repintada, y dejó entrar algo de luz. Luego miró a su alrededor y comentó:

—¡Muy acogedor!

Angua dio unos golpecitos con el pie.

—Mira, hasta ha encajado trocitos rotos de teja para hacer una capa de suelo decente. Aquí alguien está construyendo con cabeza. —Bajó la voz y susurró—: Y es un trasgo. No es lo que me esperaba…

—Y también tenemos un oído cojonudo, señorita —dijo Billy mientras volvía a entrar en la habitación—. Es asombroso, ¿eh?, la de trucos que podemos aprender los trasgos. ¡Vaya, si casi parece que seamos personas! —Señaló hacia una cortina de alguna clase de fieltro que ocultaba el otro lado de la habitación—. ¿Traen el coñac? Pues allá vamos. Sostengan la botella por delante de ustedes, eso suele funcionar. Agentes, la señora no es mi abuela propiamente dicha, es mi bisabuela, pero se me hacía demasiado complicado de decir cuando era pequeño, así que se quedó en abuela. Déjenme hablar a mí, porque como no sean unos putos genios no van a entender ni papa de lo que dice. Entren deprisa, que tengo que hacerle la comida en media hora y, como he dicho, probablemente tienen hasta que se acabe el bebercio.

—No veo nada —se quejó Zanahoria, cuando el fieltro volvió a tenderse sombrío a sus espaldas. Angua dijo, con cautela:

—Yo sí. ¿Tendría la amabilidad de presentarnos a su bisabuela, Billy?

Zanahoria seguía esforzándose por ver algo, pero oyó lo que le pareció el joven trasgo hablando, aunque sonaba como si a la vez estuviese mascando gravilla. Luego, tras una sensación de movimiento en la oscuridad, otra voz, que crujía como el hielo, le respondió. Entonces Billy habló con más claridad:

—Lamento de la Hoja al Caer les da la bienvenida, guardias, y les insta a pasarle el puto coñac de una vez.

Zanahoria tendió la botella en dirección a la voz de Billy, que la transfirió de inmediato a la forma que empezaba a distinguir delante de él a medida que recuperaba la vista gota a gota. Lo que dijo aquella silueta, según Billy, fue:

—¿Por qué venir a mí, poo-lii? ¿Por qué necesitar ayuda de mujer que muere? ¿Qué ser unggue para ti, señor Poo-lii? ¡Unggue es nuestro, nuestro! ¡No sirve para vosotros aquí, señor gran Poo-lii!

—¿Qué es el unggue, señora? —preguntó Zanahoria.

—No religión, no tocar campanitas, no dobladillo de rodillas, no coros, no aleluya, no con tu venia, solo unggue, ¡puro unggue! Solo unggue, que viene cuando necesidad. ¡Pequeño unggue! ¡Cuando los dioses se lavan manos y dan espalda está unggue que se arremanga! Unggue golpea en la oscuridad. Si unggue no viene en persona, envía. ¡Unggue en todas partes!

Zanahoria carraspeó.

—Lamento de la Hoja al Caer, tenemos un hombre, un policía, un buen hombre, que está muriendo de unggue. No lo entendemos; por favor, ayúdenos a entender. El hombre sostiene en la mano una vasija de unggue.

El chillido debió de resonar por todo el patio; desde luego hizo temblar la pequeña chabola.

—¡Ladrón de unggue! ¡Robavasijas! ¡No merece vivir! —Billy tradujo con evidentes muestras de vergüenza. La anciana trasga intentó levantarse y cayó de nuevo sobre sus cojines, farfullando.

Angua probó de nuevo:

—Se equivoca, anciana. Esa vasija llegó a sus manos por casualidad. La encontró; es el frasco llamado «alma de lágrimas».

Lamento de la Hoja al Caer había llenado el mundo de ruido. En ese momento pareció vaciarlo con el silencio. Declaró, amarga y curiosamente, teniendo en cuenta que su bisnieto había asegurado que no sabía mucho ankh-morporkiano:

—¡Encontrado en cueva trasga, oh, sí! ¡Encontrado en punta de pala, oh, sí! ¡Mal fario tenga!

—¡No! —De repente Zanahoria tenía la cara justo delante de la trasga—. Llegó a sus manos por accidente, como una maldición. Él no lo quería ni sabía lo que era. Lo encontró en un puro.

Se produjo una pausa durante la cual cabía suponer que la anciana realizaba unas complejas elucubraciones, porque dijo:

—¿Me pagaría mi precio, señor Poo-lii?

—Le hemos dado el coñac —señaló Angua.

—Muy cierto, cachorra de lobo, pero eso era solo por la consulta. Ahora viene el precio del diagnóstico y la cura, que vendrá de la Tabaquera de Rapé: un kilo de frambuesa dulce, medio de carnaza del cebador y otro medio de la honrada mezcla medicada del doctor Varía, ideal para esos días de invierno. —Algo parecido a una risa surgió de la boca de la anciana trasga—. Son un soplo de aire fresco —añadió—. El chico va por ahí y conoce gente, y dice que son de fiar, pero los trasgos hemos aprendido a no fiarnos de las palabras, así que sellaremos el trato a la vieja usanza, que todos entendemos desde que el tiempo es tiempo.

El patidifuso Billy se apartó cuando una larga mano de uñas aún más largas se extendió hacia Zanahoria, que se escupió en la suya y la chocó sin prestar atención a la salud ni la seguridad con la palma de Lamento de la Hoja al Caer, que soltó otra risilla.

—Eso no puede romperse, no señor, no puede romperse. Nunca. —La anciana vaciló un momento y dijo como de pasada—: Lavar mano después de usar.

Sonó un trago de la botella de coñac, y la abuela de Billy Lacio prosiguió.

—¿Un frasco de lágrimas, dicen? —Angua asintió—. En ese caso, solo un significado. Una pobre trasga, una mujer que se moría de hambre, tuvo que comerse a su bebé recién nacido porque no podía alimentarlo. Oigo que dejan de respirar por un momento. ¿Que sucedan esas cosas? Es espantosa verdad, oh, sí. Es a menudo espantosa verdad en mala tierra cuando vienen tiempos difíciles y la comida es nada. Y así, llorando, labró un pequeño frasco de unggue para alma de su bebé y sus lágrimas le dieron vida, y lo envió lejos hasta mejores tiempos cuando el bebé volverá.

En voz baja, Zanahoria preguntó:

—¿Hay algo más que pueda decirnos, señora?

La vieja trasga guardó silencio durante un rato antes de responder.

—¿Dentro de puro, envuelto en tabaco? ¡Pregunten al hombre que vende tabaco!

Billy puso boca abajo la botella de coñac de su abuela y no cayó ni una gota.

—Una última pregunta, por favor, señora: ¿cómo podemos ayudar a nuestro amigo? ¡Por lo que parece, está soñando que es un trasgo!

Los ojillos negros brillaron cuando la trasga dijo:

—Confío en ustedes para tabaco. Ahora confío en otra botella de coñac. ¡Encuentren cueva trasga! ¡Encuentren doncella trasga! ¡Solo una podrá agarrar el frasco, con esperanza de tener hijo algún día! Así es, no otra manera. Y gran problema para usted, señor Poo-lii, es que chica trasga hoy en día difícil de encontrar. Aquí ninguna. Quizá ninguna en ninguna parte. Nos arrugamos y encojemos como hojas viejas. Adiós hasta más coñac. ¡Ah! Pero que sea de Quirm. Reserva Especial. Sesenta dólares si compran en Hórrido’s de la Vía Ancha o bien oferta dos por uno en licorería de Tornado Bota en las Sombras. Sabe un poco a anchoa, pero no se hacen preguntas ni se responden.

La anciana voz enmudeció, y poco a poco los guardias regresaron al tejido de la realidad que los rodeaba, mientras las angustiosas imágenes se desvanecían en el recuerdo reciente.

Zanahoria logró insistir:

—Siento tener que preguntarlo, pero ¿esto hará daño a mi sargento? ¡Parece que tiene pesadillas continuas y no podemos quitarle el frasco de la mano!

—¿Tres botellas de coñac, señor Poo-lii? —tradujo Billy.

Zanahoria asintió.

—Vale.

—¿Cuánto hace que frasco lo tiene?

Zanahoria miró a Angua.

—Unos dos días, señora.

—Entonces lleve a su hombre a una cueva trasga cuanto antes mejor, señor Poo-lii. Puede que viva. Puede que muera. En todo caso, tres botellas de coñac, señor Poo-lii. —Los ojillos negros miraron a Zanahoria achispados—. Qué alegría conocer a un auténtico caballero. Dese prisa, señor Poo-lii.

La anciana se hundió de nuevo en su montículo de almohadas y trapos. La audiencia se había terminado, igual que el coñac.

—Le caen muy bien a la abuela —dijo Billy con tono sobrecogido mientras los acompañaba afuera—. Lo noto. No les ha tirado nada. Más les vale conseguirle el rapé y el coñac rapidito, eso sí, porque si no puede ponerse borde en plan ocultista, ya saben lo que les digo, o más bien, claro, lo que no les digo. Un placer conocerles, pero al bueno de Rey no le gusta ver gente que no trabaja.

—Disculpe, Billy —requirió Zanahoria, que lo agarró de su escuálido brazo—. ¿Hay alguna cueva trasga por aquí cerca?

—Ya tiene lo que quería, agente. No hay ninguna, que yo sepa. Me trae sin cuidado. Mi consejo es que prueben en el campo, pero de verdad que me trae sin cuidado. Si encuentra una cueva trasga en un mapa, puede apostarse los dientes a que ya no quedarán trasgos, por lo menos vivos.

—Muchas gracias por su colaboración, señor Lacio, y permita que le felicite por tener una abuela con tan buen dominio del vocabulario contemporáneo —reconoció Zanahoria.

Sonó un chillido jubiloso procedente de la semiesfera, cuyas paredes eran muy delgadas.

—¡Sí señor! ¡La abuelita Lacia habla con gracia!

—Bueno, tal vez tengamos un resultado —dijo Zanahoria mientras volvían hacia la ciudad—, pero… en fin, ya sé que Ankh-Morpork es un crisol de ciudad, pero ¿no crees que es un poco triste que la gente venga aquí y olvide sus tradiciones?

—Sí —contestó Angua sin mirarlo—. Lo es.

Cuando llegaron a Pseudópolis Yard, Zanahoria mandó a por Jovial.

—Me gustaría que fueses a ver al tabaquero que regaló ese puro al sargento Colon. Pregúntale de dónde viene su tabaco. Sabemos que hay muchísimo contrabando, en cualquier caso, de modo que se preocupará. Quizá sea buena idea llevarte a un agente cuya mera presencia le preocupe un poco más. Pequeño Loco Arthur ha vuelto de su permiso.

Jovial sonrió.

—En ese caso, me lo llevo a él. Preocupa a todo el mundo.

El señor Pasmafuerza Arremango llevaba un buen día hasta el momento. Había pasado por el banco para depositar las ganancias y había comprado dos entradas para la ópera. Eso complacería mucho a la señora Arremango, desde luego mucho más que llevar su apellido. Siempre lo espoleaba para que frecuentasen la alta sociedad, o por lo menos una sociedad un poco más alta, pero en ciertos sentidos el apellido Arremango era un lastre. Y en ese momento abrió la puerta de su tienda y vio que, sentado pacientemente en la silla, había un miembro de la Guardia.

Jovial Culopequeño se levantó.

—¿El señor Pasmafuerza Arremango?

Intentó sonreír.

—Normalmente viene a verme Fred Colon, agente.

—Sí. Y es sargento Culopequeño. Pero, curiosamente, si he venido a verle hoy es por el sargento Colon. ¿Recuerda haberle regalado un puro?

El señor Arremango padecía la ilusión compartida por mucha gente de que los policías no ven a personas mintiendo a todas horas, de modo que respondió:

—No que yo recuerde.

A lo que Jovial replicó:

—Señor Arremango, es un hecho conocido que el sargento Colon compra u obtiene de otra manera su tabaco en su noble establecimiento.

Una vez más, Pasmafuerza arrancó en falso.

—¡Quiero ver a mi abogado!

—Yo también querría ver a su abogado, señor Arremango. ¿Por qué no envía a alguien a buscarlo mientras mi compañero y yo esperamos aquí?

Pasmafuerza miró a su alrededor, pasmado.

—¿Qué compañero?

—Aj, sí, servidor —dijo el guardia conocido, a veces por poco tiempo, como Pequeño Loco Arthur, que había estado agazapado detrás de un paquete de cigarrillos.

Dos agentes de policía son mucho peores que el doble de uno, y Jovial Culopequeño aprovechó el repentino pánico para solicitar con claridad:

—Es una pregunta muy sencilla, señor Arremango. ¿De dónde salió ese puro?

Jovial era consciente de que al comandante Vimes no le gustaba la frase «Los inocentes no tienen nada que temer», pues creía que los inocentes tenían todo que temer, sobre todo de los culpables, pero a largo plazo más incluso de quienes dicen cosas como «los inocentes no tienen nada que temer». Aun así, Pasmafuerza estaba asustado; lo veía sudar.

—Sabemos que es un contrabandista, señor Arremango, o quizá debería decir que aprovecha muy buenas ofertas cuando, ejem, se las presentan. Ahora mismo, sin embargo, lo único que necesito de usted es que me cuente de dónde procedía ese puro. En cuanto haya tenido la amabilidad de decírmelo, saldremos de este edificio con el ánimo alegre y comprensivo.

A Pasmafuerza se le iluminaron las facciones. Jovial siguió hablando:

—Por supuesto, es posible que otros departamentos de la Guardia deseen hacerle una visita a su debido tiempo. De momento, señor, solo tiene que vérselas conmigo. ¿Sabe de dónde procedía esa remesa de puros?

Pasmafuerza, valiente, lo intentó una vez más.

—Me paso el día comprando existencias a viajantes —dijo—. ¡Me llevaría una eternidad repasar todos los recibos!

Jovial no dejó de sonreír.

—No pasa nada, señor Arremango, mandaré a por a mi experto compañero A. E. Pésimo ahora mismo. No sé si habrá oído hablar de él. Es asombroso lo rápido que trabaja con el papeleo y estoy seguro de que encontrará un hueco en su apretada agenda para ayudarle, sin cobrar nada.

Al cabo de cinco minutos, un ceniciento y jadeante Pasmafuerza entregaba a Jovial un trocito de papel.

Jovial lo miró.

—¿Howondalandia? Pensaba que casi todo el tabaco venía de Klatch.

Pasmafuerza se encogió de hombros.

—Bueno, ahora han abierto plantaciones en Howondalandia. Buen material, por cierto. —Sintiéndose algo más audaz, Pasmafuerza continuó—: Todo pagado como es debido, se lo prometo. Sí, sé que hay contrabando, pero aquí no queremos saber nada de eso. No hace falta cuando puede conseguirse un precio bastante bueno comprando al por mayor. Está todo en mis libros de cuentas. Todas las facturas. Todos los pagos. Todo debidamente anotado.

Jovial aflojó. Seguro que A. E. Pésimo podría encontrar algo que lo emocionase en algún lugar de las cuentas de Arremango; al fin y al cabo, los negocios son los negocios. Pero una cosa era un negocio y otra un mal negocio, y no era momento de meterse en complicaciones. Se levantó.

—Muchas gracias por su ayuda, señor Arremango. No le molestaremos más.

Pasmafuerza vaciló antes de preguntar:

—¿Qué le pasa a Fred Colon? Es un poco gorrón, no les mentiré, pero odiaría que le hubiese pasado algo. ¿No habrá sido… veneno o algo así, verdad?

—No, señor Arremango. Su puro empezó a cantarle.

—Eso no suelen hacerlo —señaló Pasmafuerza con nerviosismo—. Tendré que revisar mis existencias.

—Hágalo, por favor. Y de paso a lo mejor podría sacarme esta pequeña lista de artículos de rapé.

El tabaquero la cogió con recelo. Movió los labios y dijo:

—Esto es un montón de rapé, ¿sabe?

—Sí, señor —confirmó Jovial—. Tengo permiso para pagarle a tocateja.

Pasmafuerza parecía más pasmado que nunca.

—¿Qué? ¿Los policías pagan?

Recorrer las calles en compañía de Pequeño Loco Arthur suponía un problema incluso para una enana como Jovial Culopequeño. Medía unos quince centímetros, de manera que, si hablabas con él mientras caminabas, parecías una loca. Por otro lado, era rotundamente contrario a que lo levantaran. No quedaba más remedio que apechugar. De todas formas, la mayoría de las personas daban un pequeño rodeo si veían a Pequeño Loco Arthur.

Llegaron a la Casa de la Guardia, dieron parte a Zanahoria y lo primero que este preguntó a Jovial fue:

—¿Sabes dónde hay cuevas de trasgos, Jovial?

—No, señor. ¿Por qué lo pregunta?

—Te lo explicaré más tarde —señaló Zanahoria—. Es bastante increíble. ¿Le habéis sacado algo al viejo Arremango?

Jovial asintió.

—Sí, señor. El puro poseído del sargento Colon procedía de Howondalandia, sin duda alguna.

Zanahoria la miró fijamente.

—Creía que en Howondalandia no había trasgos. Toda la familia de Jolson es de allí. —Chasqueó los dedos—. Espera un momento. —Salió corriendo por el pasillo en dirección a la cantina y volvió seguido por la agente Tesoro Jolson, una señorita para la cual la palabra «grande» no bastaba. En ella todo era, por así decirlo, de tamaño familiar, incluido su buen humor. Tesoro caía bien a todo el mundo. Parecía un manantial de simpatía que siempre tenía una palabra alegre para todos, incluso mientras recogía una brazada de borrachos y los tiraba dentro del carro de remolones.

Tras unas cuantas preguntas, Tesoro dijo:

—Mi padre me envió allí el año pasado, ¿se acuerda? Quería que encontrase mis raíces. La verdad es que no fue para tanto. Buen tiempo. Poco que hacer. No es un sitio muy emocionante, a no ser que intentes acariciar a un gato: se ponen hechos unas fieras. Nunca he oído hablar de que haya trasgos, no es muy buen lugar para ellos, me temo. Disculpe, capitán, ¿puedo volver ya a mi merienda?

El silencio que siguió fue interrumpido por Zanahoria.

—Howondalandia está a meses en barco, y las escobas no funcionan muy bien sobre el agua, eso contando que pudiéramos convencer a los magos de que nos prestasen una. ¿Alguna idea?

—¡Pardiez! —exclamó Pequeño Loco Arthur—. ¡Non problemo! Yo plántome allí en menos de un día, me da a mí.

Lo miraron. Pequeño Loco Arthur era lo bastante pequeño para montar a grupas de cualquier pájaro mayor que un halcón mediano —sus informes aéreos sobre las retenciones de tráfico en la ciudad[23] marcaban la vida diaria de las calles de Ankh-Morpork—, pero ¿hasta otro continente?

Arthur sonrió.

—Como sabéis, hace pocu estuve fuera una temporadiña, conociendo a mis hermanus los Nac Mac Feegle. Bueno, pues ellus vuelan mucho en pájaro y tienen una cosiña llamada el pasi-corri. Y me da a mí que ya doyle bastante al guardibulto para que sálgame a mí soliño.

—Van tres «iños» en un minuto, Pequeño Loco Arthur —advirtió Angua, lo que arrancó risas del resto de los guardias—. ¡Sí que se te ha pegado el estilo feegle, sí!

—Reíd, reíd, pero soy el único de vosotrus, pámpanos, que sabe por qué sobrevuelan la ciudad tantos pájarus grandes en esta época del año. ¡Ankh-Morpork da calor! ¿Veis la gran columna de humo y vapores? Todo esu es calor. Y el calor elévate, date un viaje gratis que pónete el vientu bajo las alas. ¿Oísteis hablar del albatros subrepticio? Non, porque solu yo y el profesor de Ornitología de la universidad conocémoslo, y él solo porque díjeselo yo al muy pámpano. Fuera de la temporada de apareamiento nunca toca el suelu. Y eso non es lo único raru que tiene. Es un águila haciéndose pasar por una clase de albatros. Podría llamárselo el tiburón del cielu, y me da a mí que es justu lo que necesito. Gústales la ciudad. Planean tan arriba que non velos nadie que non sepa cómu mirar ben. Siempre hay uno por aquí, y podría partir hoy mismu. ¿Qué decís?

—Pero, agente —dijo Zanahoria—, tan arriba vas a helarte, ¿no?

—Oh, sí, sé que mis calzoncillos térmicos no bastarán, y por esu la palabra «coñac» está a puntiño de entrar en esta conversación. Hágame caso en esto, capitán. Calculo que puedu estar de vuelta en menos de ochicuarenta horas.

—¿Cuánto es eso? —preguntó Angua.

Pequeño Loco Arthur puso los ojos en blanco.

Cuarenta y ocho horas, capitana, para la gente como usted.

Al final, Pequeño Loco Arthur solo tardó una hora en identificar al ave de apariencia pacífica que planeaba muy por encima de la ciudad, alegre gracias al almuerzo que acababa de disfrutar por cortesía de una gaviota, cuyas plumas todavía descendían flotando delicadamente hacia el paisaje urbano de abajo. El albatros subrepticio no tenía enemigos que no pudiera digerir sin problemas, y prestó escasa atención al halcón anodino y relativamente inofensivo que ascendía hacia él a toda velocidad, hasta el preciso instante en que se encontró con que Pequeño Loco Arthur aterrizaba en su espalda. Se revolvió pero fue incapaz de alcanzar al feegle porque estaba sentado con toda comodidad y ya le había rodeado el cuello con los brazos; Pequeño Loco Arthur era partidario de los métodos rápidos de doma.

El albatros subrepticio luchó por ganar más altitud mediante un constante ascenso en espiral por la enorme y ancha columna de subida gratuita —que era como conocía y entendía a Ankh-Morpork la comunidad aviaria—, y Pequeño Loco Arthur se entretuvo memorizando el minúsculo mapamundi a lápiz que llevaba. En realidad no era muy difícil. Los continentes no suelen ser difíciles de encontrar, y tampoco los bordes de los continentes, donde, en opinión de la mayoría, se tendía a encontrar barcos amarrados. Pequeño Loco Arthur era el mayor experto mundial en mirar las cosas desde arriba, lo cual le divertía, ya que la mayoría de quienes querían ver a Pequeño Loco Arthur tenían que mirar hacia abajo.

En fin, pensó, ¡vamos allá!

Se llamaba el pasi-corri, y los Nac Mac Feegle del país de la caliza habían enseñado detalladamente a su hermano cómo funcionaba cuando uno viajaba encima de un pájaro grande.

Los habitantes de Ankh-Morpork alzaron la vista al oír la explosión en las alturas y luego, como el cielo seguía despejado, perdieron el interés. Entretanto, a lomos de un atónito albatros subrepticio viajaba un feegle rebosante de satisfacción, que se acomodó entre las plumas y se puso a comer un trozo del huevo duro y la rebanada de pan de cinco centímetros que constituían sus provisiones para el viaje,[24] mientras el universo pasaba a toda velocidad con un sonido parecido a «uiiiiiiiiiiiiiiiii».

La oscuridad había durado unas cuatro horas cuando a Vimes lo despertó un niño pequeño que daba saltos en la cama, y por lo tanto sobre Sam Vimes, mientras decía:

—Willikins ha encontrado un pájaro que acaba de morir. ¡Papá! ¡Mamá dice que puedo hacerle la di… sección si tú me das permiso, papá!

—Sí, vale, si tu madre lo dice —logró farfullar Vimes antes de volver a sumirse en la negrura. Y la negrura se extendió a su alrededor. Se oyó pensar: La Oscuridad que Invoca podría contarme todo lo que necesito saber, y eso es la verdad. ¿Pero la verdad que me contase sería la verdad? ¿Y cómo lo sabría yo? Si dependo de ella, de algún modo me convierto en su criatura. ¿O a lo mejor se vuelve ella la mía? Quizá tenemos un acuerdo; me ayudó debajo del valle del Koom y gracias a eso el mundo es un lugar mejor, ¿no? Sin duda, la oscuridad no tiene motivos para mentir. A mí siempre me ha gustado la noche, la noche oscura, esas noches que son pura negrura, que ponen nerviosos a los perros y hacen que las ovejas salten aterrorizadas sus vallas. La oscuridad siempre ha sido mi amiga, pero no puedo dejar que sea mi dueña, aunque tarde o temprano tendré que prestar juramento, y si miento, yo, el jefe de la policía, ¿qué soy entonces? ¿Cómo podría reñir nunca más a un poli por hacer la vista gorda?

Se revolvió entre las almohadas. Y aun así la causa es buena. ¡Es una buena causa! El tal Stratford mató a la chica trasga, tengo el testimonio de su socio y la palabra de un ser cuya asistencia ha sido de utilidad material para la sociedad. Hay que reconocer que he asustado a un hombre, pero también es cierto que la gente como Aleteo siempre tiene miedo, y es mejor que me tema a mí que a Stratford, porque yo por lo menos sé cuándo parar. Solo es otra bola roja en la mesa, y ya puestos supongo que Stratford también. Ha de tener un jefe. Siempre tienen un jefe potentado porque aquí casi todo el mundo trabaja o es noble, y por lo que sé no hay prácticamente nadie que tenga algo bueno que decir de los trasgos. Es un entorno rico en objetivos, y el problema de los entornos ricos en objetivos es que no sirven de nada a menos que sepas a qué objetivo apuntar.

Vimes recayó en un sueño profundo del que lo despertaron casi al instante las enérgicas sacudidas de su hijo, que aporreaba el montículo que era Vimes durmiendo.

—Mamá dice que vayas, papá. Dice que hay un hombre.

Vimes no era persona de bata, de modo que se debatió para meterse en la ropa y se puso todo lo presentable que podía estar alguien que necesitaba un afeitado y no parecía disponer de tiempo para él.

Había un hombre sentado en el salón; llevaba tricornio, pantalones de montar y una sonrisa nerviosa, tres cosas que irritaban moderadamente a Vimes. Una sonrisa nerviosa solía significar que alguien andaba detrás de algo que no debería tener; su opinión personal era que los tricornios quedaban ridículos; y en cuanto a los pantalones de montar, nadie debería reunirse con un agente de la ley llevando una prenda que da a sus piernas el aspecto de que acaba de robar una casa llena de plata y se ha guardado deprisa y corriendo el botín en los pantalones. De hecho, Vimes creyó ver el contorno de una tetera, pero era posible que sus ojos le estuvieran jugando una mala pasada.

El portador de aquella triple desgracia, presumiblemente autoinfligida, se levantó al ver entrar a Vimes.

—¿Excelencia?

—A veces —dijo Vimes—. ¿En qué puedo ayudarle?

El hombre miró con aprensión a lady Sybil, que estaba sentada cómodamente en la esquina con una sonrisilla en la cara.

—Excelencia, me temo que debo hacerle entrega de esta orden de cese y desistimiento, de parte de la junta de magistrados de este condado. Lo siento mucho, excelencia, y espero que entienda que va en contra de nuestros principios tener que hacer esto a un caballero, pero nadie está por encima de la ley y la ley hay que obedecerla. Yo soy William Pedrero, secretario de los citados jueces… —El señor Pedrero dejó la frase en el aire porque Vimes había caminado hasta la puerta.

—Solo quiero asegurarme de que no se marcha con prisas —explicó Vimes mientras cerraba con llave—. Siéntese, por favor, señor Pedrero, porque es precisamente el hombre con el que quería hablar.

El secretario se sentó receloso, claramente con muy pocas ganas de ser ese hombre. Sostuvo ante él un pergamino con un sello de lacre rojo, la clase de añadidos de los que se cree que vuelven oficiales los documentos, o por lo menos caros y difíciles de entender, que de hecho viene a ser lo mismo.

De repente, Vimes cayó en la cuenta de que todos aquellos años viéndoselas con lord Vetinari en realidad habían sido una clase magistral, si hubiera sabido verlo en su momento. Bueno, era el día del examen. Volvió a su silla, se puso cómodo, formó un caballete con los dedos y miró con la frente arrugada y por encima de ellos al secretario durante diez segundos enteros, un lapso de tiempo que solía ponerlo nervioso a él cada vez que lo padecía y, por tanto, sin duda debería funcionar con aquel mamón. Entonces resquebrajó el silencio.

—Señor Pedrero, hace tres noches se cometió un asesinato en mis tierras. La propiedad de la tierra significa algo por estos pagos, ¿no es así, señor Pedrero? En apariencia el móvil fue implicarme en la desaparición de un tal Jetro Jefferson, herrero. Puede considerarme algo ofendido, pero eso no fue nada comparado con la magnitud de la ofensa que sentí al conocer al agente Feeney Desenlace, nuestro policía local, un chico decente, bueno con su madre, que a pesar de todo parecía opinar que respondía ante una misteriosa junta de magistrados, en vez de ante la ley. ¿Los magistrados? ¿Quiénes son los magistrados? ¿Una especie de consejo local? Da la impresión de que nadie supervisa a esa gente, no hay juez de apelación y… ¡No he terminado de hablar!

El señor Pedrero, con la cara descompuesta, se derrumbó de nuevo en su asiento. Lo mismo hizo Vimes, intentando no cruzar la mirada con Sybil por si la hacía reír. Convirtió su rostro en una máscara de tranquilidad y prosiguió:

—Y parece, señor Pedrero, que en este distrito los trasgos son oficialmente alimañas. Las ratas son alimañas, como lo son los ratones, y opino que las palomas y los cuervos podrían serlo también. Pero esos no tocan el arpa, señor Pedrero, no hacen vasijas de una factura exquisita y, señor Pedrero, no suplican piedad, aunque debo decir que he visto a algún ratón que otro que lo intentaba, meneando el hociquillo, lo que en efecto me inducía a soltar el martillo. Pero me estoy desviando del tema. Es posible que los trasgos sean unos seres desdichados, poco higiénicos y mal alimentados, rasgos en los que se parecen bastante al común de los mortales. ¿Dónde pondrán la regla sus magistrados, señor Pedrero? Por supuesto, en Ankh-Morpork no usamos regla, porque en cuanto los trasgos sean alimañas, los pobres serán alimañas, los enanos serán alimañas y los trolls serán alimañas. Ella no era una alimaña y suplicó que no la mataran.

Se apoyó en el respaldo y esperó a que el señor Pedrero se diera cuenta de que tenía la capacidad del habla. Cuando lo hizo, afrontó su situación como todo auténtico secretario, no haciéndole caso.

—Pese a todo, señor Vimes, usted se encuentra fuera de su jurisdicción, y me atrevería a decir que le está inculcando al agente Desenlace maneras de pensar y, me atrevería a decir, comportarse que no presagian nada bueno para él en su carrera…

El secretario no pasó de allí porque Vimes lo interrumpió.

—¿Qué carrera? ¡No tiene carrera! Es un policía que está solo, con la posible excepción de unos cerdos. Es buen chico en el fondo, no se asusta a las primeras de cambio y escribe con letra clara y redonda, y además sin faltas, lo que en mi mundo lo señala automáticamente como futuro sargento. En cuanto a la puta jurisdicción, el asesinato es el crimen de los crímenes. ¡Según los omnianos, fue el tercer crimen que cometió la humanidad![25] No conozco ninguna sociedad del mundo que no lo considere un crimen que debe investigarse con seriedad, ¿entendido? Y en cuanto a la ley, ¿va a venir a hablarme a mí de la ley? No estoy por encima de la ley, pero sí justo debajo de ella, ¡y sosteniéndola! Y estoy trabajando con el señor Feeney, y tenemos un cómplice de asesinato en su celda, y aquí triunfará la justicia y no los intereses particulares.

—Bien dicho, Sam —dijo Sybil con lealtad, a la vez que iniciaba ese discreto pero inconfundible aplauso con el que la gente intenta animar a los demás a que se unan.

El señor Pedrero, en cambio, se limitó a repetir:

—Bien dicho, señor, pero aun así tengo instrucciones de detenerlo. Verá, los magistrados me han tomado juramento como policía, y el joven Desenlace ha sido relevado de sus funciones. —Se estremeció a causa del súbito helor.

Vimes se levantó.

—¡No creo que vaya a permitirle que me detenga hoy, señor Pedrero! Me atrevo a decir que Sybil le permitirá tomar una taza de té, si la desea, pero yo me voy a ver al alguacil en jefe Desenlace. —Se levantó, abrió la puerta y salió de la habitación, de la Mansión y, a una velocidad razonable, bajó hacia el calabozo.

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