Snuff

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A medio camino, Willikins lo alcanzó.

—No he podido evitar oír toda esa basura, comandante, debido a que estaba escuchando detrás de la puerta como manda la sección quinta del código del caballero del caballero. ¡Qué desfachatez! ¡Me necesitará para vigilar sus espaldas!

Vimes negó con la cabeza.

—No creo que un civil deba involucrarse, Willikins.

Willikins tuvo que apretar el paso porque Vimes estaba acelerando, pero logró replicar entre jadeos:

—Mire que decirme eso a mí, comandante. —Y siguió corriendo pese a todo.

Algo pasaba en la mazmorra. A Vimes le pareció que podía tratarse de una disputa doméstica, una escaramuza, posiblemente un altercado o incluso un todos contra todos, en cuyo caso algunos de esos todos saldrían malparados. Se le ocurrió una idea feliz: sí, a lo mejor era una reyerta, palabra siempre útil porque nadie sabe del todo lo que significa pero suena peligrosa.

Vimes rompió a reír apenas vio lo que sucedía. Feeney estaba plantado delante del calabozo, con la cara roja como una remolacha y su porra ancestral en las manos. Era muy posible que ya la hubiese empleado contra la pequeña aglomeración de gente que intentaba asaltar el edificio, porque había un hombre tumbado en el suelo con la mano en la entrepierna y gimiendo. Sin embargo, la dilatada experiencia de Vimes le decía que el certero contratiempo del caído tenía mucho que ver con la señora Desenlace, que ocupaba el centro de un semicírculo de hombres, todos prestos a saltar hacia atrás tan pronto como moviera la escoba en su dirección.

—¡No os atreváis a decir que mi Feeney no es policía! Es policía, como lo fueron su padre, su abuelo y su bisabuelo antes que él. —Hizo una breve pausa y prosiguió a regañadientes—. Perdón, miento, ese último era un delincuente, ¡pero de todas formas eso es casi como ser policía! —La escoba zumbó mientras la anciana la blandía de lado a lado—. ¡Os conozco a todos! Algunos sois guardabosques y otros contrabandistas, ¡y algunos sois unos hijos de puta, y disculpad mi klatchiano! —Para entonces había avistado a Vimes y, tras detenerse tan solo a descargar su escoba como un mazo contra el pie de un hombre que había dado un paso en la dirección equivocada, le señaló con el dedo y gritó—: ¿Lo veis? ¡Él sí que es un caballero, y además un gran policía! Se puede distinguir a un policía de verdad, como mi Henry, en paz descanse, y también el comandante Vimes, porque llevan placas de las buenas que se han usado para abrir miles de botellas de cerveza, diría yo, y creedme que una de esas os haría daño si intentaran metérosla por la nariz. ¡Esos pedazos de cartón que me enseñáis vosotros dan risa! Como te acerques más, Davey Hackett —le advirtió al hombre más próximo—, te meteré esta escoba por la oreja, ¡créeme que lo haré!

Vimes analizó al grupo de asaltantes para intentar diferenciar a los violentos y peligrosos de los inocentes y estúpidos, y estaba a punto de espantar a una mosca que le rondaba por la cabeza cuando oyó que a los agresores se les cortaba la respiración y vio la flecha en los adoquines y a la señora Desenlace mirando cómo su escoba caía partida en dos.

En teoría, la señora Desenlace debería haber gritado, pero llevaba mucho tiempo en compañía de policías y por eso se puso roja, señaló la escoba rota y dijo, como solo podía decir una madre:

—¡Me costó medio dólar! ¡No crecen en los árboles, por si no lo sabíais! ¿Quién va a pagármela?

Al instante sonó un tintineo de manos frenéticas metidas en bolsillos. Un hombre con gran presencia de ánimo se quitó el sombrero y en él cayó una lluvia de monedas. Dado que muchas de ellas eran dólares y medios dólares pescados deprisa y corriendo, fue evidente que la señora Desenlace sería autosuficiente de por vida en cuanto a escobas.

Pero Feeney, que llevaba un rato a punto de estallar de ira, tiró el sombrero al suelo de un manotazo justo cuando se lo ofrecían a su madre.

—¡No! ¡Eso es como un soborno, mamá! Alguien te ha disparado. ¡He visto la flecha, ha salido directamente por el centro de ese grupo, justo por el centro! Ahora quiero que entres, mamá, porque no pienso perderte a ti además de a papá, ¿entendido? ¡Métete en casa de una vez, mamá, y te diré por qué: porque en cuanto cierres la puerta pienso enseñarles educación a estos caballeros!

Feeney estaba encendido. Si se le hubiera caído una castaña en la cabeza, habría explotado, y su ira —una ira pura y justa, la clase de ira en la que un hombre hallaría la idea, la inclinación y, sobre todo, la energía para matar a palos a todo aquel que le rodease— era una preocupación de magnitud mojacalzones para los confusos ciudadanos, a mucha distancia de la segunda clasificada, consistente en que había por lo menos seis dólares tirados en el suelo, así que ¿cuánto colaría que reclamasen?

Vimes no dijo ni una palabra. No había sitio para decirla. Una palabra podría retirar el freno que mantenía a raya la venganza. La porra ancestral de Feeney sobre su hombro parecía una advertencia de los dioses. En sus manos sería la muerte súbita. Nadie se atrevió a correr; sin duda, arrancar a correr sería declararse candidato para la contusión por roble silbante.

Tal vez ya hubiera llegado el momento.

—Alguacil en jefe Desenlace, ¿podemos hablar un momento, de policía a policía?

Feeney dirigió una mirada vidriosa hacia Vimes, como si intentara enfocar desde el otro extremo del universo. Uno de los hombres del perímetro lo tomó como una señal para echar a correr, y detrás del gentío se oyó un golpe y la voz de Willikins, que decía:

—Oh, le ruego que me disculpe, excelencia, pero este caballero ha tropezado con mi pie. Por desgracia, tengo los pies muy grandes. —Y, para acompañar la disculpa, Willikins levantó a un individuo cuya nariz probablemente tendría mucho mejor aspecto hacia finales de la semana siguiente.

Todos los ojos se volvieron hacia Willikins excepto los de Vimes, porque allá entre las sombras, manteniéndose a distancia de la turba, estaba de nuevo ese maldito abogado. Con la turba no, como es obvio, un respetable abogado no puede formar parte de una turba, oh, no, él solo estaba allí para observar.

Feeney miró con cara de pocos amigos al resto de los hombres, porque tropezar es algo que puede pasarle a cualquiera.

—Agradezco la ayuda de su hombre, comandante, pero esta es mi mansión, ya me entiende, y diré lo que tengo que decir.

Feeney respiraba trabajosamente, pero su mirada volaba atrás y adelante para encontrar al primer hombre que se moviera o que tan siquiera tuviera aspecto de pretender moverse en un futuro.

—¡Soy un policía! No siempre uno bueno ni listo, pero soy policía y el hombre del calabozo es mi prisionero, y lo defenderé hasta la muerte, y si es la muerte de unos cabrones que se han plantado delante de mi madre con unas ballestas que no sabían usar, ¡pues bueno, que así sea! —Bajó la voz hasta que fue menos que un grito—. Ahora bien, os conozco, igual que os conocía mi padre, y mi abuelo también… bueno, por lo menos a algunos, y sé que tampoco sois tan malos… —Paró un momento y miró fijamente—. ¿Qué hace aquí, señor Pedrero, junto a una turba? ¿Ha estado untando algunas manos?

—Esa frase es calumniosa, joven —advirtió Pedrero.

Vimes se acercó poco a poco a Pedrero y susurró:

—No diré que está forzando su suerte, señor Pedrero, porque su suerte se ha agotado en el momento en que me ha puesto los ojos encima. —Se dio unos golpecitos en el costado de la nariz—. Un aviso: yo también tengo los pies grandes.

Ajeno a eso, Feeney continuó:

—Lo que quiero que sepáis todos es que hace unas noches apuñalaron a una chica trasga de la colina mientras suplicaba que no la matasen. Eso está mal. ¡Muy mal! Y un motivo es que un hombre capaz de apuñalar a una trasga el día menos pensado apuñalará a vuestra hermana. Pero voy a ayudar a mi… —Feeney vaciló antes de seguir—. A mi colega el comandante Vimes, y llevaré a los responsables ante la justicia. Y eso no es todo, no señor, ni mucho menos, porque veréis, al igual que vosotros sé que hace tres años agarraron a un montón de trasgos por la noche, los cargaron y los enviaron río abajo. Mi pobre padre hizo la vista gorda como le mandaron, pero yo no pienso hacer lo mismo. No sé si alguno de vosotros ayudó entonces, y ahora mismo no me preocupa demasiado porque los paisanos de por aquí tienden a hacer lo que les mandan, aunque a lo mejor a algunos les gusta hacer lo que les mandan más que a otros.

Feeney giró sobre sí mismo para asegurarse de que todos se daban por aludidos.

—¡Y sé otra cosa! Sé que ayer por la tarde, cuando nosotros íbamos camino de Cuelgaclavo, un grupo de trasgos de Saliente fue apresado y enviado en un barco de bueyes río abajo hacia…

—¿Qué? ¿Por qué no me lo has contado antes? —gritó Vimes.

Feeney no miró en su dirección para no perder de vista al gentío.

—¿Cómo, antes? Lo siento, comandante, pero no he parado en todo el día y no me he enterado hasta justo antes de que llegara esta panda, y desde entonces he estado ocupado. Es probable que el barco pasara por aquí mientras nosotros aún abríamos barriles en Cuelgaclavo. Esta panda quería que le entregase a mi… a su… a nuestro prisionero, y luego por supuesto mi madre se ha metido de por medio, por así decirlo, y ya sabe que las cosas siempre se complican cuando hay una madre de por medio. ¡Creo que no he dicho a nadie que se mueva!

Lo último iba dirigido a un hombre algo apurado que estaba casi doblado por la mitad con las manos en la entrepierna.

—Lo siento mucho, hum, Feeney, esto… agente, que diga, alguacil en jefe Desenlace, pero de verdad que necesito ir al baño, si no le importa, por favor, ¿muchas, muchas gracias?

Vimes miró al hombre agachado y dijo:

—¡Vaya, hombre, si es usted, señor Pedrero! ¡Willikins! Llévalo a alguna parte donde pueda atender sus necesidades, haz el favor. Pero no dejes de traerlo de vuelta. Y si resulta que en realidad no tenía ninguna necesidad, sé tan amable de asegurarte de que la tenga. —Quería decir mucho más en ese momento, pero al fin y al cabo estaba en el terreno de Feeney, y el chico se estaba desenvolviendo sorprendentemente bien en lo tocante a meterse con quienes se metían con las madres.

Y el chico aún no había terminado; su estado de ánimo sencillamente había pasado de acero fundido a hierro frío y duro.

—Antes de explicarles lo que sucederá a continuación, caballeros, me gustaría dirigir su atención al trasgo que está sentado allá arriba en ese árbol, observándoles. Todos los de por aquí saben quién es Tufos, y saben que de vez en cuando le pegan una patada, o bien él les gorrea un cigarrillo o les hace algún recado, ¿no es así?

Cundió entre la multitud una sensación de alivio sudoroso, porque lo peor parecía haber pasado. En realidad no había hecho más que empezar.

—El comandante Vimes quisiera hacerles saber, y en verdad yo también, que la ley vale para todo el mundo, y eso significa que también vale para los trasgos.

Eso suscitó unos cuantos asentimientos de cabeza, y Feeney prosiguió:

—Pero si la ley vale para los trasgos, entonces los trasgos tienen derechos, y si tienen derechos lo correcto sería tener un policía trasgo agregado al cuerpo de las Comarcas.

Vimes miró a Feeney lleno de asombro y no poca admiración. Los había pillado desprevenidos: estaban asintiendo con la cabeza y él había usado el asentimiento de correa y, antes de que pudieran reaccionar, los tenía asintiendo a un agente de policía trasgo.

—Bueno, caballeros, tengo intención de nombrar a Tufos agente especial en pruebas, para que pueda mantenerme al día de lo que pasa arriba en el monte. Tendrá placa, y cualquiera que le dé una patada de ahora en adelante estará agrediendo a un agente de policía en el cumplimiento de su deber. Creo que la pena no es solo que te ahorquen, sino que luego además te dejen rebotar un ratito arriba y abajo. Esta es una decisión interna del cuerpo que no requiere la autorización de ningún magistrado. ¿No es así, comandante Vimes?

A Vimes le asombró constatar cómo su boca respondía sin referencia alguna al cerebro.

—Sí, alguacil en jefe Desenlace, como recoge la sección 12, parte 3 de las Leyes y Ordenanzas de Ankh-Morpork, que suelen tomarse como modelo para los reglamentos policiales —añadió confiado, sabedor de que ninguno de los presentes les había puesto jamás la vista encima y que, aunque lo hubiera hecho, con toda probabilidad no habría podido leerlas.

Vimes se estremeció por dentro. Se había salido con la suya teniendo a enanos, trolls y al final hasta hombres lobo y vampiros en la Guardia, aunque con ciertas condiciones obvias, pero era el resultado de una influencia ejercida durante años. Vetinari siempre decía: «¿Qué es normal? Normal es ayer, la semana pasada y el último mes tomados en su conjunto». Y así, suponía Vimes, habían ido colando los cambios uno tras otro para dejar que lo normal evolucionase poco a poco… Pero al señor Tufos, o mejor dicho, el agente especial en pruebas Tufos, más le valía confinar su actividad policial a la cueva. Sí, en el fondo no era tan mala idea; con solo que lograra hacer que dejasen a los pollos en paz, a lo mejor creaba una oportunidad para lo normal. Al fin y al cabo, a la gente no parecía preocuparle mucho que quienes consideraban sus superiores les arrebatasen sus derechos y libertades, pero de algún modo se tomaban un hueco en el gallinero como una bofetada y lo trataban como tal.

Feeney, que se estaba quedando sin aliento, ya casi había terminado.

—No puedo obligar a ninguno de vosotros a que me cuente nada, pero ¿hay alguien deseoso de ayudarme con mis pesquisas?

Vimes intentó que nadie viera su expresión, y menos que nadie Feeney. Admitido, el capitán Zanahoria había sido como él al principio y —¿era posible?— puede que incluso el joven Sam Vimes fuera así también, pero sin duda cualquiera entendería que es de locos esperar que un integrante de una muchedumbre levante la mano y diga: «¡Sí, agente! Me encantaría contarle todo lo que sé, y quisiera que estos distinguidos caballeros fueran mis testigos!».

Lo que se hacía después de una actuación como esa era esperar sin más, esperar a que alguien se acercase discretamente y susurrara algo cuando no hubiera gente cerca, o a que simplemente inclinase la cabeza en la dirección adecuada o, y eso le había pasado a Vimes, a que escribiera tres iniciales con cerveza derramada en la barra de un bar y las borrara del todo al cabo de dos segundos. Algún listillo acabaría pensando: Quién sabe, a lo mejor Feeney podría llegar a ser un pez gordo, ¿no? Llevarme bien con él podría convenirme algún día.

Vimes dispersó de un bufido la nube rosa de la vergüenza.

—Bueno, caballeros, en calidad de comandante de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, yo diría que su máximo funcionario policial está siendo bastante indulgente con ustedes. Yo no lo sería, así que ya pueden estarle agradecidos. Alguacil en jefe Desenlace, ¿a cuántos conoce de verdad entre estos… caballeros? —preguntó asegurándose de cargar de desdén la última palabra.

—Bueno, a la mitad más o menos, comandante, si se refiere a sus nombres, familias, domicilios y demás. El resto son de fuera. No puedo decir que sean todos unos angelitos, pero la mayoría no son muy mala gente.

La sensatez de ese discursillo dadas las circunstancias cosechó un puñado de sonrisas cómplices para Feeney, cierto alivio generalizado y, felizmente, dio el pie a Vimes, que dijo:

—Entonces, ¿cuál de ellos llevaba una flecha cargada en su ballesta, cree usted, señor Feeney?

Pero antes de que el joven tuviera tiempo de abrir la boca, Vimes había girado sobre sus talones para ver llegar al señor Pedrero, traicionado por su digestión. Willikins, cuyos instintos rara vez erraban, seguía vigilándolo. En voz alta y jovial, Vimes comentó:

—Veo que mi buen amigo el señor Pedrero ha regresado y, como él es abogado y yo policía, sabemos cómo hablarnos el uno al otro. Venga por aquí, señor Pedrero.

Agarró al reacio abogado por el brazo con suavidad pero con firmeza y lo alejó un poco del grupo, que los observaba, para satisfacción de Vimes, con inmediata y profunda desconfianza.

—Es abogado de verdad, ¿no, señor Pedrero? ¿No será criminalista, por causalidad?

—No, excelencia, me especializo sobre todo en asuntos de terrenos y propiedades.

—Ah, mucho menos peligroso —dijo Vimes—, y supongo que es miembro del colegio de Ankh-Morpork, que preside mi viejo amigo el señor Slant.

Lo dejó caer con tono campechano, pero sabía que el nombre del viejo zombi sembraba el terror en el corazón de cualquier abogado, aunque no estuviera nada claro si el propio señor Slant tenía uno. Y ahora el señor Pedrero debía de estar pensando bastante rápido. Si tenía un mínimo de sentido común y leía su Boletín de Derecho entre líneas, sería consciente de que, si bien el señor Slant se plegaba (con cierta rigidez) a los deseos de los ricos e influyentes, no le gustaban los errores. Tampoco le gustaba que los legos y los abogados ineptos desacreditasen a la justicia, ya que creía que ese cometido en concreto debía dejarse en manos de los abogados de prestigio, como el señor Slant, capaces de hacerlo con atención, estilo y a trescientos dólares la hora. Y el señor Pedrero debía de estar pensando que, dado que parecía que los terratenientes de la región se habían inventado las leyes que más les convenían, algo que era prerrogativa de la curia legal en su conjunto, el señor Slant no sería un zombi feliz; y, como la costumbre y la práctica modernas dictaban que ya no debía pasearse gimiendo con los brazos extendidos directamente por delante de él (tal vez sosteniendo una cabeza cortada en uno de ellos, para mayor efecto), era conocido por descargar su todavía considerable bilis sobre abogados jóvenes, insolentes y con ínfulas, hablándoles durante algún tiempo con voz tranquila y suave, después de lo cual todos afirmaban que la cabeza cortada era, en comparación, la opción vegetariana.

Vimes observó la cara del joven mientras se planteaba sus escasas opciones y descubría que el plural sobraba.

—Yo me esforcé por asesorar debidamente a los magistrados en lo relativo a su situación, por supuesto —explicó, como quien ensaya un alegato—, pero lamento decir que adoptaron la perspectiva de que, ya que poseen las tierras de por aquí, ellos deciden cuáles son las leyes a aplicar en ellas. Debo decir que son, en sí, unas personas bastante decentes.

A Vimes le sorprendía lo bien que aguantaba su genio últimamente.

—Tierra —dijo—, me gusta bastante la tierra, es una de mis cosas favoritas para estar encima. Pero la tierra, el terrateniente, la ley, en fin… Quién no se confundiría un poco, ¿eh? Sobre todo en presencia de unos honorarios generosos. Y es muy fácil ser una persona la mar de decente cuando puedes permitirte contratar a personas totalmente indecentes, personas que ni siquiera necesitan órdenes, solo un gesto y un guiño.

En ese momento sonó un trueno, que en realidad no acababa de encajar con el último comentario y por tanto no revestía ningún significado oculto. Pese a todo, fue un trueno gigantesco que recorrió el cielo dejando caer bloques de sonido. Vimes alzó la mirada y vio un horizonte con los colores de un moratón, mientras a su alrededor el aire estaba en calma, hacía calor y la vegetación estaba llena de insectos y otras criaturas que no podía identificar pero zumbaban. Tras comprobar que aún no necesitaba buscar cobijo, devolvió su atención al angustiado picapleitos.

—¿Le puedo sugerir, señor Pedrero, que descubra de repente un motivo acuciante para viajar a la ciudad y posiblemente hablar con algunos de los abogados más veteranos? Sugiero que se describa a sí mismo como un necio y, cuando vean sus pantalones mojados, les servirá de confirmación, créame. Si es necesario, quizá me vea con ánimo de hacer una declaración a su favor, expresando mi parecer de que su conducta fue estúpida y malaconsejada, más que delictiva.

La expresión de gratitud parecía sincera, de modo que Vimes añadió:

—¿Por qué no prueba el derecho penal? Hoy en día consiste más que nada en lesiones graves y asesinatos. Podría decirse que es un bálsamo para el alma. Solo un par de cosillas, de todas formas: ¿qué sabe de los trasgos que mandaron río abajo? ¿Y qué sabe de la desaparición de Jefferson, el herrero?

Nunca es agradable vérselas con una pregunta difícil cuando estás pensando en subirte a un caballo y recorrer una larga distancia a gran velocidad.

—Puedo asegurarle, excelencia —respondió el abogado— que no sé nada sobre la desaparición del herrero, si es que en verdad no es sencillamente que se ha marchado a trabajar a otra parte. ¿Y los trasgos? Sí, sé que despacharon a unos cuantos hace tiempo, pero asumí este cargo hace dos años y no puedo hacer ningún comentario sobre aquellas circunstancias. —Luego añadió con tono remilgado—: No me consta en absoluto que ningún trasgo haya sido desposeído de su domicilio últimamente, como parece creer el alguacil en jefe.

Volviéndose de espaldas para que la curiosa muchedumbre no pudiera ver bien lo que sucedía, Vimes lo fulminó con la mirada.

—Le felicito por su cuidada ignorancia, señor Pedrero. —Entonces agarró al estirado abogado por el cuello y dijo—: Escúcheme, mierdecilla. Lo que me dice puede ser cierto estrictamente hablando, pero es un abogado muy imbécil si no se ha dado cuenta de que un puñado de terratenientes no puede decidir por su cuenta y riesgo que la ley es cualquier cosa que les apetezca a ellos. Si quiere quedar bien con los dos bandos, señor Pedrero, como imagino que quiere, entonces quizá encuentre un momento en su apretada agenda para informar a sus anteriores patronos de que el comandante Vimes los tiene bien calados y el comandante Vimes sabe qué hacer con ellos. Sé quiénes son, señor Pedrero, porque el alguacil en jefe Desenlace me ha dado una lista de nombres.

Aflojó la presión poco a poco y añadió en voz baja:

—Muy pronto este será un sitio desventurado para usted, señor Pedrero. —Luego, volviéndose para que la gente lo viera, tomó la mano del patidifuso abogado, la sacudió con brío y anunció en voz alta—: Muchas gracias por una información tan valiosa, señor. ¡Me facilitará mucho mis investigaciones, no lo dude! Y estoy seguro de que el alguacil en jefe Desenlace opinará exactamente lo mismo. La vida sería mucho más fácil para todos nosotros si hubiera más personas rectas igual de rápidas a la hora de ayudar a la policía con sus pesquisas. —Miró al horrorizado abogado y dijo en voz algo más baja—: No soy un experto, pero varios de estos hombres tienen cierto aspecto que reconozco: probablemente posean más dientes que neuronas, y ahora, señor Abogado, se están preguntando cuánto sabe usted y cuánto me ha contado. Yo no pararía a hacer las maletas si fuera usted, y espero que tenga un caballo rápido.

El abogado se fue pitando y, tras un expresivo gesto de Feeney con la cabeza, lo mismo hizo la turba, que más o menos se evaporó en el paisaje. Otra bola en la tronera, pensó Vimes. Caen las rojas, caen las de colores, pero tarde o temprano tienes que ir a por la negra.

Se había quedado en compañía de Willikins y el alguacil en jefe, que miró alrededor como quien cae en la cuenta de que no solo ha mordido más de lo que puede masticar, sino también más de lo que podría levantar a pulso. Enderezó la espalda cuando vio que Vimes lo miraba. Convenía un poco de refuerzo, de modo que Vimes se le acercó y le dio una palmada en la espalda.

—¡Bueno, que me aspen! ¡Bien hecho, alguacil en jefe Desenlace, y esta vez no me río de ti, Feeney, no me cachondeo, no te ridiculizo y no puedo creerme que seas el chico que conocí hace dos días! ¡Les has plantado cara, y tanto que sí! ¡A un hatajo de idiotas peligrosos! ¡Con abogado!

—¡Han disparado una flecha a mi madre! ¡Ya, ellos dicen que no, que solo querían espantarnos! ¡Dicen que no tenían flechas! Y yo les he dicho, rápido como un rayo, bueno, no tendréis ninguna ahora porque las habéis usado contra mi madre, ¿verdad? ¡O sea que eso lo demuestra, les he dicho, es pura lógica, y no han sabido qué decir!

—Bueno, yo mismo estoy sin palabras, Feeney, porque me ha parecido oír que decías que ayer enviaron más trasgos río abajo. ¿Cómo lo has descubierto?

Feeney señaló hacia el calabozo con el pulgar y sonrió.

—Aquí tiene la llave, señor, basta que entre y hable con nuestro prisionero. ¡Le encantará, señor, se ha puesto como loco cuando ha sabido que venían a por él y ha cantado como un ruiseñor! ¡Ha sido para verlo!

—Por lo general decimos que cantan como pajaritos, sin especificar tanto —corrigió Vimes mientras se volvía hacia el pequeño y chato edificio.

—Sí, señor, pero esta es una comisaría rural, señor, y yo sé de pájaros, señor, y ha cantado como un ruiseñor, igualito. Una cadencia acuosa muy bonita, señor, solo superada por el trino del petirrojo, en mi opinión, debida probablemente a que estaba muy, pero que muy asustado, señor. Tendré que echar un cubo de agua ahí dentro en un minuto.

—¡Bien hecho una vez más, Feeney! ¿Puedo sugerirte que entres ya a ver cómo se encuentra tu madre? Estará preocupada por ti. Las madres se preocupan, ya lo sabes.

Pequeño Loco Arthur estaba impresionado. ¿Por qué no le había hablado nadie antes del pasi-corri? Bueno, hasta hacía poco no había descubierto que era, de nacimiento, un Nac Mac Feegle en vez de, como le habían dado a entender, el hijo de unos pacíficos gnomos zapateros. Los feegles no llevaban zapatos ni eran pacíficos. Como muchas personas antes y después que él, Pequeño Loco Arthur siempre había creído que estaba en la vida equivocada.

Cuando se descubrió el pastel por casualidad, todo pareció adquirir sentido. Podía enorgullecerse de ser un Nac Mac Feegle, si bien uno que disfrutaba de alguna visita ocasional al ballet y sabía leer una carta en quirmiano o, ya puestos, sabía leer y punto.

Volaba por encima de los cálidos cielos azules de Howondalandia, trazando grandes círculos y disfrutando de lo lindo. ¡El continente entero! Había personas en él, o eso decían, pero a grandes rasgos lo que veía desde el aire eran desiertos, montañas y, sobre todo, jungla verde. Dejó que el albatros flotara a la deriva en las corrientes térmicas mientras su penetrante mirada buscaba lo que sospechaba que podría encontrar allí. En realidad, no se trataba de una cosa en sí, sino de un concepto: rectangular. A la gente que sembraba le gustaba lo rectangular. Era ordenado. Facilitaba las cosas.

¡Y allí estaba! Justo allí abajo, en la costa. Claramente rectangular y en grandes cantidades. Tras un frugal tentempié de huevo duro, convenció al pájaro de que se posara en la copa de un árbol. Saltar hasta el suelo no era una empresa temible para alguien de sangre feegle.

Mientras la tarde daba sus últimos coletazos, Pequeño Loco Arthur cruzó hileras y más hileras de olorosas plantas de tabaco. Pero también destacaban por su rectangularidad, en aquella tierra de geometría escasa, los cobertizos que se veían no muy lejos.

Inició su aproximación con sigilo, que incrementó al ver el montón, blanco y complejo a la luz del ocaso. La blancura estaba formada por huesos. Huesos pequeños, no de feegle pero demasiado pequeños para ser humanos; y luego, cuando investigó un poco más, vio los cadáveres. Uno de ellos aún se movía, más o menos.

Pequeño Loco Arthur reconocía a un trasgo a primera vista. Ya había bastante gente que miraba mal a los feegles para que ellos se hicieran los exquisitos a propósito de los trasgos. Eran un condenado incordio, pero hasta los feegles reconocerían de mil amores que ellos también lo eran. Y ser un incordio no es algo por lo que se deba morir. En resumen, Pequeño Loco Arthur identificó esa situación como muy mala.

Echó un vistazo al que se movía. Estaba cubierto de heridas. Tenía una pierna doblada sobre sí misma y su cuerpo supuraba por un sinfín de cicatrices. Pequeño Loco Arthur reconocía la muerte a primera vista, y eso era lo que flotaba en el aire. Captó la súplica en el ojo que le quedaba al trasgo, sacó su cuchillo y puso fin a su sufrimiento.

Mientras lo contemplaba, una voz a su espalda dijo:

—¿Y de dónde cojones te has escapado tú?

Pequeño Loco Arthur señaló su placa, que en su caso tenía el tamaño de un escudo, y anunció:

—Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, amigu.

El fornido humano lo miró fijamente.

—Aquí no hay ninguna ley, seas lo que seas, canijo cabrón.

Como decía siempre el comandante Vimes en sus ocasionales discursos enardecedores a la tropa, lo que distinguía a un buen agente era su capacidad para improvisar en circunstancias poco familiares. Pequeño Loco Arthur recordaba la cita con mucha claridad. «Nadie espera que seáis abogados de primera —había dicho Vimes—, pero si tenéis pruebas que sugieren que la acción que os proponéis está, a la vista de ellas, justificada, entonces deberíais ponerla en práctica».

Y entonces Pequeño Loco Arthur, rellenando casillas en su cabeza, pensó: La esclavitud es ilegal. Sé que antes se hacía, pero no conozco ni un sitio donde siga existiendo. Los enanos no la usan, tampoco los trolls, y sé que lord Vetinari se opone en redondo. Lo repasó todo una vez más para asegurarse de que no se dejaba nada y después miró al hombre malcarado.

—Perdone, señor. ¿Qué es lo que acaba de decirme?

El hombre esbozó una sonrisa horrenda y agarró el mango de su látigo.

—He dicho que aquí no hay ley, pequeña mofeta rabiosa.

Se produjo una pausa y Pequeño Loco Arthur echó un vistazo al trasgo muerto en el apestoso matadero cubierto de huesos.

—Prueba otra vez.

Como batalla fue más bien un monólogo, y el único que habló fue Pequeño Loco Arthur. Solo había una docena o así de centinelas en la plantación, porque los seres famélicos y encadenados, por lo general, no plantan cara. Además, no llegaron a saber contra quién luchaban. Era una especie de fuerza desconocida que aceleraba adelante y atrás por los terrenos y luego hacia arriba por las perneras de los pantalones hasta dejar a sus propietarios sin ningunas ganas de pelear o, ya puestos, de nada más.

Los puñetazos salían de la nada. Quienes corrían eran zancadilleados. Los que no, acababan inconscientes. Fue, por supuesto, una lucha injusta. Suele serlo cuando se pelea contra los Nac Mac Feegle, aunque sea uno solo y se enfrente a un pelotón.

Después, Pequeño Loco Arthur encontró cadenas en varias de las cabañas y apresó con esmero a todos los centinelas postrados. Solo entonces abrió el resto de cabañas.

La puerta de hierro del calabozo golpeó contra la piedra cuando entró Vimes, que pese a ello fue con cuidado con dónde ponía los pies.

Y el señor Aleteo cantó, vaya si cantó. Vimes no tenía autoridad ornitológica para juzgar si el canto tiraba más hacia los ruiseñores o hacia los petirrojos, pero aunque hubiese cantado como una rana no le habría importado, porque cantó sobre un parásito llamado Benny Sin Nariz, que deambulaba como suelen hacer los de su calaña con la esperanza de recoger cualquier bagatela descuidada, y que le había cambiado un par de botas —«No sé de dónde han salido y tú tampoco, ¿vale?»— por un pavo la misma tarde antes de que empezara la pesadilla para Ted.

—Bueno, señor —le dijo Aleteo—. Me preguntó usted por lo que pasó hace años, ¿vale?, y entre una cosa y la otra, lo que podría haber sucedido ayer no se me pasó por la cabeza, si usted me entiende. Pasó todo muy de golpe. En fin, que sí, dijo que habían acoplado una gabarra a un barco de dos bueyes esa misma tarde, y que a él le olía a trasgos porque había vivido cerca de su cueva en Saliente y ese olor no se olvida nunca, o eso le dijo al encargado del muelle, un hombre conocido por todos como Bamboleo Sin Nombre, porque muchas veces camina raro cuando le ha pegado a la botella, y él le dijo: «Sí, los mandan hacia abajo para aprovechar el buen momento, y tú no los has visto nunca y yo tampoco, ¿entendido?». Será muy importante para alguien, porque Stratford va a bordo. Alguien debió de ponerse firme con eso, porque a Stratford… bueno, no le gustan los barcos. Ni el agua, ya puestos. No viaja nunca en barco si puede evitarlo.

Vimes no gritó de alegría. Ni siquiera sonrió, o eso esperaba —había que procurar no hacerlo si podía evitarse—, pero se concedió un punto por haber sido educado con Aleteo. Nadie podía salir libre como un feegle después de una acusación de complicidad en un asesinato, pero había maneras y maneras de cumplir sentencia y, si todo aquello salía como él esperaba, Aleteo tal vez descubriera que la condena se le pasaba cómodamente, e incluso tal vez más rápido de lo normal.

—Bueno, gracias, Ted —respondió—, lo investigaré. Entretanto, te dejo en las capaces manos del alguacil en jefe Desenlace, para quien un prisionero es tan sagrado como su querida madre, créeme. —Sacó la llave para abrir la puerta y después hizo una pausa como si se le hubiese ocurrido un dato importante por casualidad—. ¿Un barco de dos bueyes? ¿Navega el doble de rápido?

Y ahora Aleteo era un experto en tráfico fluvial.

—En realidad no, pero puede remolcar más carga y navegar también de noche, ¿entiende? Verá, un barco de un buey tiene que parar al anochecer en un embarcadero de ganado para que la bestia pegue un bocado y eche una cabezadita antes del amanecer, y eso cuesta tiempo y dinero, es así.

Prisionero o no, Ted se había erigido en profesor para ilustrar a los pobres ignorantes.

—Pero con dos bueyes, en fin, uno puede tomarse un respiro mientras el otro sigue moviendo el barco. Imagino que detrás de ese habría tres o cuatro barcazas, que no es mucho para un buey río abajo en esta época del año. —Sorbió por la nariz—. Yo quería ser timonel de un barco de bueyes, pero claro, los putos zoones[26] lo tenían todo pillado. Sí que estuve embarcado en uno una temporada, fregando y dando de comer a los animales, pero prefiero los pavos.

—¿Y el nombre del barco? —preguntó Vimes con tacto.

—¡Ja, lo sabe todo el mundo! Es el más grande del río. ¡Todo el mundo conoce el Portento de Chichi!

Los monólogos interiores pueden desarrollarse con bastante rapidez, y el de Vimes fue este: «A ver que piense. Ah, sí, seguro que había un capitán que tenía una esposa llamada probablemente Clementina, o Casimira, o algún otro nombre muy largo, y él puso al barco su diminutivo porque la quería mucho. Y ahí lo tienes. No hace falta darle más vueltas, porque hay un número finito de palabras, letras y sílabas a disposición de la lengua, y a quien no pueda aceptarlo más le valdría no levantarse nunca de la cama». Y así, apaciguado su cerebro, soltó el cepo que mantenía en su sitio el acto reflejo de poner cara de tonto avergonzado y dijo:

—Gracias por tu colaboración, Ted, ¡pero si nos lo hubieras dicho antes a lo mejor habríamos podido atrapar el maldito barco!

Aleteo lo miró perplejo.

—¿Atrapar al Chichi? ¡Pero, hombre, señor, si eso podría hacerlo un hombre con una sola pierna! ¡Es un carguero, no una lancha! Aunque haya navegado toda la noche, a estas alturas no habrá llegado mucho más allá de Recodo de la Defensa. El recorrido es todo curvas, ¿entiende? ¡Yo diría que nunca se puede avanzar ni un kilómetro sin encontrar un meandro! Y además está lleno de rocas. De verdad, en el Viejo Traicionero hay que zigzaguear tanto que muchas veces cortas tu propia estela.

Vimes asintió.

—Una última cosa, Ted. Recuérdamelo otra vez… ¿Qué aspecto tiene el señor Stratford exactamente?

—Bueno, ya sabe, señor, del montón. No sé cuántos años tiene. A lo mejor veinticinco, a lo mejor veinte. Pelo así como castaño claro. Ninguna cicatriz que se vea, eso sí que es raro. —Ted parecía avergonzado por la parquedad de su información, y se encogió de hombros—. Altura así como mediana, señor. —Buscó algún detalle a la desesperada y acabó rindiéndose—. La verdad, parece un hombre cualquiera, señor, hasta que se enfada, eso sí. —La cara de Ted se iluminó—. Entonces, señor, es cuando parece Stratford.

Willikins estaba sentado en el banco de debajo del castaño con las manos apoyadas con calma sobre las rodillas. Se le daba bien. Tenía un don para reposar del que Vimes carecía. Debía de ser cosa de sirvientes. Si no tienes nada que hacer, no hagas nada, pensó. Y mira que a él le vendría bien un descanso ahora mismo. Quizá había pruebas navegando corriente abajo mientras él estaba ahí plantado pero, al parecer, a una velocidad que casi podría superarse a pie. Por desgracia, Sybil tenía razón. A su edad había que ser sensato. A veces había que recobrar el aliento mientras aún quedara. Se sentó junto al hombre y dijo:

—Un día interesante, Willikins.

—En efecto, comandante, y déjeme decir que el joven agente Desenlace ha desempeñado sus responsabilidades con gran aplomo. Tiene usted talento para inspirar a las personas, si me permite decírselo.

Hubo un rato de silencio, y luego Vimes dijo:

—Bueno, también nos ha ayudado que algún puto insensato haya disparado una flecha. Se les notaba que estaban pensando en lo que podría pasar si formabas parte de la pandilla que mató a una anciana. Esa clase de problemas no te los quitas de encima fácilmente. ¡Es lo que los ha descolocado! Está claro que ha sido un golpe de suerte para nosotros —añadió Vimes sin volver la cabeza. Dejó que el silencio se prolongase mientras la tormenta bramaba a lo lejos y, cerca, lo que fuera que cantaba entre las matas continuaba su recital en el bochorno de la tarde.

»Pero me intriga una cosa —prosiguió como si se le acabase de ocurrir—. Si hubiera sido alguien de las primeras filas quien ha disparado la ballesta, estoy seguro de que lo habría visto, y si estaba por detrás, tendría que haber tenido la inteligencia y habilidad suficientes para apuntar en un espacio tal vez muy estrecho. Habría sido un disparo muy astuto, Willikins.

Willikins seguía mirando hacia delante con placidez. El vistazo de reojo de Vimes no captó indicios de humedad en su frente. Entonces el caballero del caballero habló.

—Imagino que estos chicos de campo son unos hachas del tiro de exhibición, comandante.

Vimes le dio una palmada en la espalda y se rió.

—Bueno, eso es lo más curioso, ¿no te parece? O sea, ¿has visto lo que llevaban? Era material de segunda, en mi opinión, no muy bien mantenido, la clase de trastos que el abuelo traía a casa de alguna guerra, mientras que esa flecha… he reconocido a ese mal bicho, y era un pivote hecho a medida para el Pedacificador Modelo IX de Burleigh y Fuerteenelbrazo, ¿recuerdas?

—Me temo que deberá refrescarme la memoria, comandante.

Vimes empezaba a pasárselo bien.

—¡Vamos, te acordarás! Solo se fabricaron tres, y dos de ellas siguen bajo llave con refuerzo mágico en las cámaras acorazadas de la compañía, pero la otra… ¿En serio que no te acuerdas? La otra está encerrada a cal y canto en esa pequeña caja fuerte que instalamos en el sótano de la avenida Pastelito el año pasado. Tú y yo echamos el cemento mientras Sybil y el crío estaban fuera, y pasamos tierra por todo el suelo para que nadie pudiera encontrársela por casualidad. Cualquiera a quien se halle en posesión de una va derecho a la horca, dijo Vetinari, y el Gremio de Asesinos declaró para el Times que la horca sería una merienda campestre comparada con lo que le pasaría a quien ellos le encontrasen una encima. Es que piénsalo: apenas se ve que es una ballesta. Silenciosa, se pliega en un periquete y cabe en un bolsillo, fácil de ocultar y mortífera en manos de un hombre hábil, como tú o yo. —Vimes volvió a reír—. No te sorprendas, Willikins, recuerdo lo bien que te defendías incluso con una ballesta militar reglamentaria durante la guerra. Vete a saber lo que podría lograr alguien como tú con el maldito Pedacificador. Solo me pregunto cómo habrá acabado uno de ellos en el campo. Al fin y al cabo, Feeney ha confiscado todas las armas que ha encontrado, pero a lo mejor uno de esos tipos lo llevaba escondido en la bota. ¿Qué opinas tú?

Willikins carraspeó.

—Bueno, comandante, si me permite serle franco, podría deducir que hay muchos trabajadores en Burleigh y Fuerteenelbrazo, lo cual es un factor, y por supuesto los cargos directivos del fabricante de armas más famoso de las llanuras también podrían haber decidido escamotear un puñado de ellos a modo de recuerdos antes de que se ilegalizara el modelo, y quién sabe dónde podrían haber acabado. No se me ocurre ninguna otra explicación.

—Bueno, desde luego es posible que tengas razón —dijo Vimes—. Y aunque dé mucho miedo que uno de esos trastos pueda andar por las calles en alguna parte, debo reconocer que el idiota que lo haya usado nos ha ayudado mucho a salir de una situación peliaguda. —Calló durante un momento y luego añadió—: ¿Has tenido algún aumento de sueldo últimamente, Willikins?

—Estoy del todo satisfecho con mis emolumentos, comandante.

—Son del todo merecidos pero, como más vale prevenir, me gustaría que, nada más llegar a casa, comprobaras el sótano de todas formas, si eres tan amable. Porque obviamente, si hay uno de esos puñeteros trastos ahí fuera, quiero asegurarme de que sigo teniendo el mío. —Y mientras Willikins se volvía, Vimes prosiguió—: Ah, y Willikins, tienes mucha, mucha suerte de que Feeney no sea muy bueno atando cabos.

¿Era eso un levísimo suspiro de alivio? No podía ser.

—Agilizaré ese trámite tan pronto como entremos en el edificio, comandante, y estoy seguro de que, si decide bajar usted mismo al cabo de un rato para efectuar una comprobación personal, la encontrará guardada donde siempre ha estado.

—Estoy seguro de que lo haré, Willikins; pero me pregunto si podrías resolverme un problema. Tengo que alcanzar al Portento de Chichi. Que es un barco, por supuesto —se apresuró a aclarar.

—Sí, señor, conozco el navío en cuestión. Recuerde que ya llevaba un tiempo aquí antes de que llegaran usted y la señora, y dio la casualidad de que me pilló cerca del río cuando pasó corriente arriba. Recuerdo que la gente me lo señaló. Me dieron a entender que subía hacia Saliente para cargar, probablemente mineral de hierro extraído de la mina enana, lo que me sorprendió bastante porque en general lo funden directamente en sus minas y lo exportan en barras, por tratarse de un método más económico, señor.

—Fascinante —dijo Vimes—, pero creo que, por lento que vaya, debería partir tras él.

Feeney salía en ese momento de la casita.

—Ya he oído la historia del… del barco, chico. Tendríamos que ir tirando ahora que todavía hay luz.

Feeney hasta hizo el saludo marcial.

—Sí, eso lo tengo claro, señor, pero ¿qué pasa con mi prisionero? Quiero decir que mi madre puede darle las comidas y vaciarle el cubo, no será la primera vez, pero no me gusta dejarla sola tal y como están las cosas, ya me entiende.

Vimes asintió. En casa solo tenía que chasquear los dedos para que un guardia se pusiera de inmediato a su disposición, pero allí… Bueno, no tenía elección.

—¡Willikins!

—¿Sí, comandante?

—Willikins, en contra de lo que dicta mi sentido común y me atrevería a decir que el tuyo, por la presente te nombro agente especial y te ordeno que lleves al prisionero a la Mansión y lo pongas a buen recaudo en ella. Hasta un puñetero ejército tendría que estar loco para atacar la Mansión con Sybil dentro. Pero solo por si acaso, Willikins, no se me ocurre otro hombre más capacitado para proteger a mi familia.

Willikins se llevó la mano a la sien, rebosante de satisfacción.

—Sí, señor, órdenes recibidas y comprendidas, señor. Puede confiar en mí, señor, aunque… ejem, bueno, cuando volvamos a la ciudad, ¿podría, hum, por favor, no contar a nadie que fui poli durante una temporada? Tengo amigos, señor, amigos queridos que me conocen desde hace mucho tiempo, y me cortarían las orejas si se enterasen de que he sido madero.

—Bueno, que no se diga que limpié la reputación de un hombre contra su voluntad —dijo Vimes—. ¿Nos entendemos? Te agradecería que contuvieras los excesos de aventurerismo. Basta con que vigiles al prisionero y te asegures de que no le pase nada. Si eso significa que tiene que pasarle algo a algún otro, dentro de un orden, lo aceptaré con resignación.

Willikins se puso solemne.

—Sí, señor, entendido por completo, señor. Mi peine no saldrá de mi bolsillo.

Vimes suspiró.

—Llevas muchas cosas en los bolsillos, Willikins. Raciona su uso, hombre. Y, por cierto, diles a Sybil y al joven Sam que papá está persiguiendo a los malos y volverá pronto, por favor.

Feeney pasó la mirada de Vimes a Willikins.

—Me alegro de que eso esté resuelto, caballeros —señaló, y añadió con nerviosismo—: Ahora, si está preparado, comandante, nos acercaremos a la caballeriza y alquilaremos un par de caballos. —Dicho eso arrancó a caminar a paso ligero hacia la aldea y no dejó a Sam Vimes otra alternativa que seguirlo.

—¿Caballos? —preguntó.

—Desde luego, comandante. Por lo que tengo entendido, así deberíamos alcanzar al Chichi dentro de una hora. La verdad, probablemente también lo pillaríamos corriendo, pero más vale prevenir, ¿no le parece? —Feeney puso cara de vergüenza durante un momento—. No suelo montar mucho a caballo, señor, pero intentaré no hacer el ridículo delante de usted.

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