Snap

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2001 (*)

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«¿¡Mamá!? ¿¡Mamá!?».

Jack se volvía para ver a su madre, pero lo hacía demasiado despacio, demasiado tarde, y la navaja le rajaba desde el ombligo al cuello.

Se despertó sobresaltado en la oscuridad y tuvo la sensación de que no estaba solo.

Se sentó, jadeando, con una mano en el lugar donde la navaja le había atravesado el vientre, como si pudiera detener la hemorragia.

¡Parecía tan real!

Paseó la vista por la habitación y poco a poco recordó dónde estaba.

El televisor seguía encendido y, gracias a la luz que emitía, vio que tanto Marvel como Reynolds estaban dormidos. Reynolds estaba hecho un ovillo, de espaldas a la habitación; Marvel, desplomado contra el cabecero de la cama, con la corbata aflojada y el mando a distancia encima del pecho, junto a la barbilla.

Con mucho mucho cuidado, Jack salió de la cama y fue hasta el centro de la habitación.

Había hecho todo lo que había podido. La policía estaba investigando el caso. Su padre estaba en casa. Merry y Joy estaban a salvo. Podía irse y ni siquiera tendría que comprarse un billete a Londres. Se libraría de los cargos, del juicio, del centro de detención.

Podría empezar de cero.

No tenía que ponerse los zapatos siquiera porque había dormido con ellos puestos, como llevaba haciendo cada noche durante un año.

Siempre listo para salir corriendo.

Caminó sin hacer ruido por la moqueta. El pomo de la puerta era redondo, de frío latón, y chirrió un poco cuando lo giró. Marvel se movió y Jack contuvo la respiración. Vio al grueso hombre darse la vuelta y adoptar una postura más cómoda, de lado, de cara a él.

Jack abrió la puerta y pensó en Ricitos de Oro colándose en la casa de los tres osos para comerse sus gachas y dormir en sus camas.

«A tomar por culo Ricitos de Oro», pensó y luego sonrió al recordar las palabras de Marvel.

«A tomar por culo Ricitos de Oro».

Marvel era un poli y un capullo, no necesariamente en ese orden. Le dijo muy claro a Jack que no quería saber nada de aquel caso y Jack había tenido ganas de darle un puñetazo.

Pero luego sí quiso e hicieron un trato. Y ahora Marvel estaba haciendo todo lo posible por cumplir su parte.

Marvel lo había sorprendido. Más que eso, Marvel había revivido algo dentro de Jack que creía que había perdido.

«Esperanza».

La esperanza de que se hiciera justicia.

De un final y de un principio nuevo, mejor.

De dormir sin tener pesadillas.

Marvel estaba ocupándose del caso y ya no lo necesitaba, igual que Joy y Merry ya no lo necesitaban.

Nadie lo necesitaba ya.

Jack era libre de irse.

Y sin embargo, no se movió. Se quedó allí, perfilado en el umbral.

No podía irse.

No cuando su única esperanza estaba en aquella habitación, tumbada en una cama llena de desniveles, con la luz del televisor parpadeándole en la cara y un caramelo de menta pegado a un carrillo.

Jack cerró la puerta sin hacer ruido.

Volvieron a la casa a las once de la noche. No había luces encendidas.

Aparcaron al otro lado de la calle y Reynolds escudriñó la oscuridad.

—Han vuelto a poner el cartel de SE ALQUILA. Se había caído.

Marvel rumió unos instantes aquella información.

—Supuse que la mujer acababa de mudarse. No tenía pinta de alguien a punto de cambiarse de casa. Y desde luego esos gatos no se van a ir a ninguna parte.

Reynolds asintió con la cabeza.

Los tres miraron la casa.

—¿Ves el gnomo? —dijo Marvel.

—¿Qué gnomo? —dijo Jack.

—No —dijo Reynolds.

Marvel enfocó el césped con los prismáticos.

—No está.

—Qué raro —dijo Reynolds.

Marvel le pasó los prismáticos y sacó el teléfono.

—Léeme el número que viene en el letrero de SE ALQUILA.

Reynolds lo hizo y Marvel llamó al número.

Oyó el tono de llamada cuando le conectaron; supuso que desde una agencia inmobiliaria a alguien de guardia.

—¿Hola?

La persona de guardia parecía bastante enfadada porque la hubieran despertado.

Marvel le explicó quién era y le preguntó por el inquilino de la propiedad de Cumberland Road.

—No hay ningún inquilino en esa propiedad —dijo un hombre con voz de persona joven—. Por eso se alquila.

—He estado hablando con la inquilina esta tarde, dentro de la casa —dijo Marvel—. Así que compruebe sus datos, por favor.

—Conozco la casa —dijo el agente con arrogancia—. Años sesenta, de ladrillo. Cumberland Road. Lleva meses vacía.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo en ella? —dijo Marvel.

El hombre vaciló.

—Hace bastante.

—Vale —dijo Marvel y colgó, no era asunto suyo cómo se gestionara una agencia de alquiler.

Se volvió hacia Reynolds.

—¡Son unos putos okupas!

Salieron del coche.

—¿Puedo ir? —dijo Jack y ambos le contestaron al unísono:

—¡No!

Reynolds fue por la parte de atrás mientras que Marvel recorrió el camino de entrada pegado al seto de la casa vecina, donde un perro grande, a juzgar por el sonido que hacía, le ladró furioso. Luego cruzó por delante de la casa con el hombro pegado a los ladrillos, tratando de engañar a la cámara de vigilancia.

En la ventana delantera, colocó las manos a ambos lados de su linterna y miró dentro de la casa.

Estaba todo igual. Los gatos estaban todo lo presentes y formales que pueden estar los gatos. La bandeja con las cosas del té seguía en la mesa.

Marvel se preguntó si la señora Creed estaría bien. No le había parecido de esa clase de personas que dejan tazas sucias en el cuarto de estar. Que las bolsas de té usadas manchen la tetera. Cosa que ponía furiosa a Debbie cuando vivían juntos. Una de las muchas cosas. De manera que estaba un poco preocupado. Una preocupación pequeña, pero preocupación, al fin y al cabo.

¿Podía ser que Christopher Creed hubiera estado vigilándolos? ¿Que se hubiera puesto furioso con su madre por dejarlos entrar? ¿Y si habían discutido? La mujercilla regordeta contra el exmarine, en ropa interior, un hijo malcriado con obsesión por las navajas. ¿Y si la había matado en un ataque de ira? A oídos de un lego aquello podía sonar descabellado, pero Marvel había visto multitud de cosas peores con sus propios ojos.

Se reunió con Reynolds detrás de la casa.

—¿Alguna novedad? —susurró.

—Cero. No veo nada. Está demasiado oscuro.

Marvel asintió con la cabeza.

—Creo que deberíamos entrar.

—¿Con qué excusa? —dijo Reynolds—. No podemos entrar en una casa solo porque nos apetece echar un vistazo.

Marvel hizo como que no le había oído e intentó abrir la puerta trasera, pero estaba cerrada con llave.

Rodearon la casa, pero también la puerta principal estaba cerrada.

—Mierda —dijo Marvel.

Se quedaron allí sin hacer nada mientras el perro de los vecinos ladraba como un loco.

Por fin Marvel dijo:

—Ve a buscar al chico.

Reynolds estaba horrorizado.

—¡Señor, apenas tenemos indicios de criminalidad para entrar nosotros y mucho menos para meter a alguien que sabemos que es un delincuente!

—Me preocupa la seguridad de la señora Creed —dijo Marvel con tono teatral—. Podría echar abajo su puerta trasera, pero la manera menos agresiva de acceder a la casa y de asegurarme de que está todo bien es hacer entrar al chico.

—Pero ¿y si resulta herido? ¿O muerto incluso? Christopher Creed hace navajas y una de ellas se ha usado para cometer un asesinato. ¡No le interesa que le cojan!

—Si el señor Creed está ahí, se está escondiendo. Esconderse no es algo agresivo.

—¡Igual se está escondiendo de nosotros! No se va a enfrentar a dos agentes de policía que están cumpliendo con su deber —susurró Reynolds impaciente—. Pero ¿a un chico solo en una casa a oscuras? ¡Puede pasar cualquier cosa!

—Jack Bright puede cuidarse solo —dijo Marvel—. Y estaremos justo aquí por si nos necesita. Ve a buscarlo.

—No me gusta esto, señor —dijo Reynolds con frialdad—. No me gusta un pelo.

—Tomo nota —dijo Marvel.

Reynolds entró en el coche y volvió con Jack.

—No contestan al timbre —le dijo Marvel—. Nos preocupa que la señora Creed esté herida o enferma. Nos gustaría que entraras para asegurarte de que está bien.

—Vale.

—¿Entiendes lo que te pido?

—Sí, que me asegure de que esté bien.

—Y si de paso ves papeles que nos puedan ser útiles…

—Eso es un registro ilegal —dijo Reynolds—. Nada de lo que encuentre será admisible como prueba.

—No va a buscar nada —dijo Marvel cortante—. Va a entrar a asegurarse de que la señora Creed está bien. Si resulta que encuentra algún papel en el que figure el nombre de Adam While en algún cajón o en un archivador… —le hizo un gesto con la cabeza a Jack—, pues será una coincidencia afortunada.

—No pienso participar en esto —dijo Reynolds y les dio la espalda a ambos.

Marvel puso los ojos en blanco y Jack no pudo evitar sonreír.

—Ponte a ello —le dijo Marvel.

Siguió a Jack Bright hasta la parte trasera de la casa. A pesar de su solemne declaración, Reynolds participó un poco, pues fue detrás de ellos, murmurando para sí.

Jack se internó tres metros en el jardín trasero para estudiar el canalón y las tuberías. Siempre había más detrás de las casas, donde estaban los desagües.

Su ojo de ladrón localizó enseguida el punto débil: un ventanuco situado sobre el cobertizo del jardín. Inspeccionó el patio y cogió una pala de jardinería que estaba clavada en una jardinera llena de margaritas muertas. Después arrimó una de las sillas de jardín al cobertizo, trepó deprisa hasta el vértice del tejado y escaló con facilidad por una tubería hasta la ventana. Una vez allí, hizo palanca con la pala en el marco de madera hasta que la ventana cedió y se abrió. Luego se deslizó en silencio por ella y desapareció de la vista.

La operación entera no llevó más de dos minutos.

—Impresionante —dijo Marvel.

—Estremecedor —dijo Reynolds.

Jack aterrizó en lo que parecía el trastero. Aunque estaba vacío, no parecía tener espacio para una cama.

Avanzó sigiloso por la moqueta, pisando con tiento para que no crujiera el suelo, pero la casa no era tan vieja como para que los clavos se hubieran encogido en sus agujeros y sus pasos resultaron reconfortantemente silenciosos.

Abrió una puerta y salió a un estrecho rellano, al que daban solo puertas cerradas.

Jack respiró tembloroso. Nunca entraba en una casa si sospechaba que había personas dentro. Lo de Catherine While había sido un error. Shawn la había cagado y había sido una sorpresa de lo más desagradable darse cuenta de pronto de que no estaba solo.

Pero allí sabía que no estaba solo y eso lo ponía nerviosísimo.

Abrió la primera puerta.

Estaba oscuro, pero pudo ver que se trataba de un cuarto de baño. Vacío. Ni siquiera había papel higiénico.

Dio unos pasos por la gruesa moqueta de color pálido que cubría el pasillo. La puerta siguiente era de un dormitorio vacío. Ni cama ni armario. Solo más moqueta.

Y un olor que no conseguía identificar.

Industrial. Era lo máximo que podía acercarse.

Otro cuarto de baño. Esta vez Jack se quedó en el umbral el tiempo suficiente para comprobar que no había toallas. Ni cepillos de dientes. Ni papel higiénico. Otra vez.

Qué raro.

Solo quedaban dos puertas. Una a su derecha y la otra, enfrente, en el lado opuesto del rellano. Por alguna razón pasó de largo por la de la derecha y se dirigió a la que tenía enfrente. Giró el pomo despacio.

Era el dormitorio principal. Jack lo supo por la luz de una farola de la calle. Y también estaba completamente vacío, a excepción de la moqueta.

Frunció el ceño en la oscuridad, luego cerró sin hacer ruido.

La última puerta. Suponía que encontraría más de lo mismo, pero se resistió a confiarse. No había conseguido robar ciento diecisiete casas siendo confiado.

Detrás de la última puerta podía haber cualquier cosa.

Cualquier cosa.

Giró despacio el pomo y, despacio, empujó la puerta.

Nada.

Se detuvo un momento, sin saber muy bien qué hacer a continuación. Después recordó que Marvel había dicho que habían hablado con una señora «mayor». Igual no podía subir escaleras. Quizá había más dormitorios en el piso de abajo.

Se tomó un momento para recobrar la cautela necesaria, luego bajó sin hacer ruido las escaleras e hizo una búsqueda sistemática.

Todas las habitaciones estaban vacías. La cocina no tenía ni hervidor. Jack abrió la nevera y los armarios. Vacíos.

Todo estaba vacío.

A excepción de un cuarto lleno de gatos.

Era la cosa más rara que había visto en su vida.

Fue hasta la parte trasera para abrir a Marvel y a Reynolds. Pero justo cuando se disponía a descorrer el cerrojo, una voz de mujer preguntó:

—¿Puedo ayudarte en algo?

Cuanto más llevaba Jack dentro de la casa, más tenso se ponía Marvel.

Había confiado en que el chico estaría dentro unos minutos como máximo y que cuando saliera por donde había entrado, les diría que la señora Creed estaba dormida en su cama y, con un poco de suerte, aferrada a una factura a nombre de Adam While.

Ahora empezó a preguntarse seriamente si la señora Creed estaría bien.

Quizá enviar a un chico de catorce años a la casa a comprobarlo no había sido tan buena idea después de todo. ¿Qué había dicho Ralph Stourbridge?

«No fue mi mejor momento».

Marvel confió en que no le pasara lo mismo a él en un futuro cuando recordara aquella noche. Incluso si Jack no corría peligro, no quería que se encontrara con un cadáver. Marvel había tenido su ración de cadáveres durante sus años en homicidios, pero nunca te acostumbrabas a esa impresión inicial, incluso si te la esperabas. Era como estar inflando un globo y que te explotara en la cara.

Reynolds estaba mirando por la ventana de la cocina con las manos puestas a modo de visera. Marvel se reunió con él y se puso también a escudriñar la oscuridad.

—¿Puedo ayudarlos?

Ambos dieron un respingo cuando se volvieron y se encontraron con una mujer de mediana edad. Llevaba un albornoz de felpa amarilla y botas de agua verdes y la acompañaba un perro negro de gran tamaño sujeto con una correa.

—Hola —dijo Marvel.

—¿Qué hacen aquí? —quiso saber la mujer.

—Policía —dijo Marvel y enseñó su identificación—. ¿Qué hace usted aquí?

—¡Ah! —dijo la mujer visiblemente aliviada—. Vivo en la casa de al lado. Bobby estaba ladrando y quería asegurarme de que no pasaba nada.

—¿Es usted amiga de la señora Creed?

—En realidad no, solo vecina. No lleva aquí más que unos meses. Es muy reservada.

—No parece que esté en casa.

—No. Se fue —dijo la mujer.

—¿Cuándo?

—Esta tarde. Sobre las cuatro.

Los hombres se miraron. La señora Creed se había marchado poco después de ellos. Eso parecía sospechoso, como si fuera su visita lo que hubiera provocado la marcha.

—¿Sabe cuándo volverá? —preguntó Marvel.

—No.

—¿Qué coche tiene?

—No tiene coche —dijo la mujer—. Tiene un camión.

—¿Uno grande, azul? —dijo Reynolds mirando a Marvel—. ¿Aparcado en la esquina?

—Sí. Un mamotreto. Lo aparcó allí hace tres meses y desde entonces no lo ha movido, ni siquiera cuando la señora Chandra, la del chalé, se lo pidió con amabilidad porque le tapaba la luz.

Marvel y Reynolds se intercambiaron miradas angustiadas. Habían aparcado justo detrás del vehículo usado para huir.

—¿Hasta hoy no lo había movido?

—Así es. Se metía dentro muchas veces, como si fuera a cambiarlo de sitio, pero no llegaba a hacerlo. La señora Chandra creía que lo hacía para molestarla, pero no me pareció esa clase de mujer.

—¿Estaba su hijo con ella cuando se fue? —dijo Marvel.

—¿Su hijo?

—Christopher.

—Nunca he visto ningún hijo —dijo la mujer—. Claro que tampoco soy cotilla.

Marvel y Reynolds se intercambiaron nuevas miradas de perplejidad.

Fue Reynolds quien hizo la siguiente pregunta.

—¿Sabe cuál es el nombre de pila de la señora Creed?

—Veronica, creo.

—¿Veronica? —dijo Marvel.

—Veronica Creed —dijo Reynolds despacio—. VC.

—Mierda —dijo Marvel—. ¡Ella es la fabricante!

—Dios —balbuceó Reynolds—. ¡Dios!

—¿De qué va todo esto? —dijo la mujer.

Pero de pronto Marvel no la quería allí, no quería que fuera testigo de su fracaso.

—Es un asunto policial —dijo con brusquedad—. Gracias por su colaboración, señora…

—Señorita Flowers.

—Gracias por su colaboración, señorita Flowers, pero voy a pedirle que vuelva a su casa mientras proseguimos con nuestras investigaciones.

La señorita Flowers pareció contrariada.

—¿Cómo? O sea, que vengo aquí y les doy un montón de información útil ¿y no van a darme nada a cambio?

—Exacto —dijo Marvel y los mandó a ella y a su perro de vuelta a la oscuridad.

Marvel, Reynolds y Jack Bright estaban en el cuarto de los gatos con las luces encendidas.

La fotografía de Christopher Creed —o de quién quiera que fuera— había desaparecido y en su lugar un gato chino de la suerte movía su puño burlón de arriba abajo dejándoles claro lo que opinaba de ellos.

—Si es que hasta nos preguntó si estábamos seguros de buscar a un hombre —se lamentó Marvel—. Nos dejó como a dos tontos.

—No es culpa nuestra, señor. Nos mintió.

—¡Todos mienten! —saltó Marvel—. Nuestro trabajo es tenerlo presente. Pero teníamos a la testigo delante. Sirviéndonos un té. Y la dejamos ir porque supusimos que una persona que hace navajas tiene que ser un hombre.

—Bueno, sí —dijo Reynolds—. Algo de culpa sí tenemos.

Veronica Creed había jugado con ellos. Había plantado una gigantesca pista falsa delante de sus narices y los había observado mientras la pasaban por alto, guiados por sus prejuicios.

Los había engañado una señora mayor con un jersey de gatos.

—Debe de trabajar en el camión —dijo Reynolds—. Si no, ¿por qué iba a tener un vehículo tan grande? La fabricación de navajas precisa maquinaria de fresado y lijado, así que tener todo en un vehículo, y nada en la casa, le facilita marcharse en cuanto lo necesite.

—¿Así que esta ni siquiera es su casa? —dijo Jack.

—No —dijo Marvel—. Probablemente ocupa casas para poder contratar una línea de teléfono o tarjetas de crédito y luego, si las cosas se complican, se marcha a otro sitio.

—Así que todo esto —Jack señaló el cuarto de los gatos con un gesto del brazo— no es más que una casa señuelo.

Marvel y Reynolds se miraron avergonzados y Jack rio.

—Y entonces, ¿ahora qué? —dijo—. ¿Cómo la van a coger?

—A saber —dijo Marvel sombrío—. ¿Qué más pistas nos dio en las que ni siquiera reparamos por culpa de los gatos y de las putas galletas de natillas?

—O porque es una mujer de mediana edad poco atractiva —dijo Reynolds.

—Oye, Germaine Greer —dijo Marvel con aspereza—, tampoco es que no intentara engañarnos. Si hubiera querido facilitarnos las cosas, nos habría dado una puta factura de Adam While.

Los dos miraron furiosos sus libretas. El único sonido era el leve clic de la pezuña dorada del gato saludando.

—¿No pueden localizar el camión? —dijo Jack.

—Buena idea —dijo Marvel—. Voy a mandar un aviso. Un camión azul grande. En algún lugar de Londres. Seguro que funciona.

—Pensaba que podían localizarlo por la matrícula.

—Bueno, si la tuviéramos, claro.

—X250 TBB —dijo Jack.

Los dos policías lo miraron y él se encogió de hombros.

—Estuvieron fuera un siglo y no tenía otra cosa que hacer.

Con la ayuda de tres salas de control del cuerpo, tres horas más tarde localizaron el camión en una extensión desnuda de asfalto que hacía las veces de aparcamiento frente a una playa de Sussex.

Marvel aparcó el Ford Focus a unos cincuenta metros junto a una papelera rebosante de papel de envolver patatas fritas y botellas de plástico. En el lateral había un letrero que decía: Conservemos la belleza de Pevensey Bay.

En la oscuridad no podían ver si Pevensey era bella o no. No veían las caravanas ni las barquitas cercadas por una valla de alambre. Ni siquiera el mar. Aunque sí oían las olas romper en la playa, más abajo, cada una estrellando guijarros contra la orilla para después succionarlos de vuelta al mar envueltos en una espuma que siseaba y chascaba.

Era una noche cálida y tranquila, con la única presencia de las estrellas y las olas, lo que hizo pensar a Jack que podían estar en Bali.

—¿Y ahora qué? —bostezó, era lo primero que decía desde que habían salido de Bromley.

Marvel no contestó. Jack se preguntó si le habría oído, de forma que repitió:

—¿Y ahora qué?

—No seas pesado —dijo Marvel de malhumor.

Jack se calló. En realidad no le importaba que lo dejaran de lado. Era agradable no tener que tomar decisiones. Que otros las tomaran por él y no ser responsable del resultado.

—Aquí desembarcó Guillermo el Conquistador, por cierto —dijo Reynolds—. En 1066.

Jack miró hacia la playa e imaginó a hombres con arcos, flechas, picas y mazas resbalando y derrapando en la orilla pedregosa. El estruendo que harían. La sangre que manaría por entre los guijarros antes de desaparecer abajo, en la playa.

—¿Qué más te agenciaste mío? —dijo Reynolds.

—¿Cómo?

—De la casa señuelo. Además de mi traje y mi corbata.

Jack lo miró furioso. ¡Lo habían estado pasando tan bien! Eran un equipo. Y ahora tenía que sacar eso a relucir.

Se cruzó de brazos y no contestó.

—Tenemos que sacarla del camión —dijo Marvel—. Para ver lo que hay dentro.

—No podemos registrar el vehículo sin una orden, señor —dijo Reynolds.

—Y no vamos a hacerlo —estuvo de acuerdo Marvel.

Ambos se volvieron a mirar a Jack.

—Vale. —Jack descruzó los brazos y empezó a acelerársele el corazón. Nunca había entrado en un camión, pero sabía cómo hacerlo. Mientras esperaba a Marvel y a Reynolds sin una radio con la que distraerse, había estudiado la parte trasera de aquel vehículo y su ojo entrenado había deducido cómo funcionaban los cierres y localizado el punto débil del mecanismo. Planear cómo entrar en algún sitio era un hábito para él. Un hábito despreciable del que se sentía avergonzado y orgulloso a partes iguales. Nunca se le pasó por la cabeza que llegaría a poner en práctica aquel conocimiento concreto, pero si ayudaba en la investigación, estaba más que dispuesto a intentarlo.

—Otro registro ilegal —dijo Reynolds con los labios apretados.

—¿Y dónde estaríamos sin el primero? —se apresuró a contestar Marvel—. Además, Veronica Creed se mudó a las pocas horas de que le preguntáramos por la navaja que se usó para matar a Eileen Bright. Diría que eso es indicio de criminalidad.

—Para solicitar una orden, seguramente. ¡Pero no para entrar por las buenas y ponerse a buscar! Y mandar a un ladrón para que ponga el sitio patas arriba… No creo que ningún juez de este país firmara algo así, señor. ¡Como mínimo es fomentar la delincuencia en un menor!

—Es un poco tarde para lamentarse por eso —rio Marvel—. Y tampoco lo estoy mandado a la Torre de Londres a robar las putas joyas de la Corona. Solo a la parte de atrás de un camión a buscar un papel que puede ayudarnos a coger al hombre que mató a su madre.

Reynolds no parecía convencido.

—Y además —añadió Marvel—, ¿quién va a ir con el cuento?

—¡Yo no! —dijo Jack.

Marvel se volvió hacia Reynolds, que negó con la cabeza y dijo:

—Me siento muy incómodo con todo esto, señor.

—Bueno —dijo Marvel mientras sacaba el teléfono—. Tú siéntete incómodo por los dos mientras yo y Jack cogemos a un asesino.

—Jack y yo —dijo Reynolds.

—Muy bien —dijo Marvel—. Entonces estamos de acuerdo.

Jack rebuscó en la caja de herramientas del maletero mientras Marvel hablaba con la policía local y al cabo de diez minutos un coche patrulla llegó despacio haciendo crujir la grava y se detuvo junto al camión.

En cuanto lo hizo, Jack salió sigiloso, cobijado en la oscuridad que olía a sal y a intensa aventura.

Mientras se desplazaba por las sombras del camión, un agente con chaqueta reflectante llamó a la puerta de la cabina.

Una vez.

Y otra.

Y una tercera.

—Policía. Abra, por favor.

Se abrió la puerta. Susurros. Luego el sonido de alguien que baja de la cabina y se llevaron a la mujer para hablar con ella, tal y como había pedido Marvel. Llevaba abrigo grueso y botas.

Ayudado de la llave de cruceta del Focus, Jack forcejeó con la cerradura. Era una cerradura buena y la llave no era muy larga, pero la acción de palanca y los esfuerzos dieron resultados y se abrió con un chasquido. Luego solo fue cuestión de levantar el pestillo de la puerta. Otro chasquido al abrirse y Jack entró de un brinco.

Miraron al chico saltar con facilidad a la parte trasera del camión.

—Pase lo que pase con esto —dijo de pronto Marvel—, no creo que debamos presentar cargos contra él.

—¿Cómo? —dijo Reynolds—. Pero si es Ricitos de Oro. Lo ha reconocido.

Marvel siguió mirando la parte trasera del camión.

—En tres años, dos fuerzas policiales no han conseguido encontrar al asesino de su madre. No quiero acusarlo de delitos que ha cometido por culpa de nuestro fracaso. No me siento cómodo con ello.

Reynolds frunció los labios.

—Sea cual sea la razón, señor, el hecho es que ha allanado y desvalijado más de cien casas. ¡Él mismo reconoce que la condena es inevitable!

Marvel asintió con la cabeza y se quedó callado unos instantes. Luego dijo.

—Pero no lo es, ¿verdad?

—¿No es qué?

—Inevitable.

Reynolds frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir?

—No, si somos… flexibles.

A Reynolds no le gustó cómo sonaba aquello. En su opinión, la flexibilidad era una cualidad muy sobrevalorada.

—No se puede escapar de la ley, señor.

Marvel soltó una risotada.

—Me parece que los dos sabemos que eso no es verdad.

—Pues no estoy de acuerdo —dijo Reynolds digno—. Después de todo, yo arresté a Jack Bright. ¡Dos veces!

—Ah, ¿sí? —dijo Marvel.

—Ya sabe que sí —gruñó Reynolds—. Le leí sus derechos. Del primero al último. Sobre todo, la segunda vez.

—Yo no presencié ninguna detención —dijo Marvel—. ¿Tienes testigos?

—¿Testigos? —dijo Reynolds—. ¿De la detención?

—Sí —dijo Marvel.

—¿De la detención hecha en la comisaría?

—Sí.

—No —dijo Reynolds.

—Hum —dijo Marvel.

—¿Qué significa eso de «hum»? —dijo Reynolds empezando a acalorarse.

—Pues quiere decir que si no tienes testigos de la detención, entonces es tu palabra contra la suya.

Reynolds miró al comisario con total asombro.

—¿Se refiere a la palabra de un chico que es un mentiroso y un ladrón contra la de un oficial de policía con un historial impecable?

—Un oficial de policía que la cagó en el primer arresto —dijo Marvel—. Y que no tiene testigos de la supuesta segunda detención de un menor no acompañado y sin representante legal; un chico cuya madre fue brutalmente asesinada y que se ha visto defraudado por la policía primero y después por todos los que deberían haberle ayudado. Desde su padre hasta todas esas personas que debían de haber reparado en tres niños que no van al colegio y que viven solos en una casa hecha una mierda. Ese chico de ahí, Reynolds.

Reynolds miró furioso el camión.

—Aquella detención fue legal —dijo—. Usted lo sabe y yo, también.

No añadió «señor» al final y no le importó.

Dentro del camión, el aire de mar fue reemplazado por un regusto plano, metálico, que se instaló enseguida en la parte posterior de la garganta de Jack.

Se quedó quieto un instante; oía a la mujer y al policía hablar fuera. Tenía que encontrar las pruebas que necesitaban enseguida y salir de allí.

Usó la linterna del teléfono para inspeccionar el lugar. Louis tenía razón, las máquinas empleadas para hacer los cuchillos cabrían en un cobertizo. Situadas muy juntas al final de la zona de carga, incluso dejaban sitio para una neverita, un hornillo y un microondas. Todo estaba fijado a un armazón de metal soldado al interior de las paredes para que nada se moviera cuando el vehículo estaba en marcha.

Incluso había un cubo de plástico sujeto a la pared.

En cambio, no había ningún archivador. Tampoco armario. Ni caja fuerte. Nada que pudiera contener la contabilidad de un negocio. Hasta miró en la nevera y en el microondas.

Nada.

—Mierda —murmuró.

Examinó el taller: bloques de gran tamaño y forma de horno con varas, hojas y tablas de calibrado. En la base de una había una puerta que no había visto en la primera inspección y dentro había cajones metálicos con bandejas segmentadas: compartimentos de varios tamaños, cada uno con una tapa transparente de bisagra que le permitió ver la colección de herramientas de mano, brocas, hojas de navaja a medio hacer y moldes para empuñaduras, además de piezas indeterminadas de metal, madera, piedra y cuero.

Cuatro delgados cajones. Montones de compartimentos.

Pero solo uno con diamantes.

Jack contuvo el aliento y levantó despacio la tapa.

Era el único compartimento forrado de terciopelo negro, de modo que las docenas de piedras brillantes centelleaban igual que una galaxia lejana en un mundo oscuro y nuevo.

Jack soltó el aire. Volvió a tomarlo. Acto seguido y a gran velocidad, envolvió los diamantes con el terciopelo, los cogió y se los guardó en el fondo del bolsillo de sus pantalones.

Después de todo, era un ladrón.

Aunque no había ido allí a buscar diamantes.

Las voces de fueran subieron de volumen. Gracias y adioses.

«¡Mierda!».

Jack miró desesperado a su alrededor. Los papeles no estaban allí. Los cajones eran el lugar obvio donde guardarlos y no estaban. Descorazonado, se dio cuenta de que el sitio lógico en el que guardar importantes documentos de negocios no sería el remolque de un camión, sino la cabina, donde VC los tendría al alcance de la mano.

Estaba en el lugar equivocado y no había tiempo de ir al correcto.

Se obligó a estarse quieto y a escuchar.

Oyó las pisadas del policía alejarse en la grava y las de la mujer cruzar el asfalto cubierto de arena hacia él. Miró la puerta trasera. Estaba abierta, pero solo un poco. Si la mujer la comprobaba, Jack estaba jodido. No tenía adónde ir. Ni dónde esconderse.

La mujer no comprobó la puerta.

Jack suspiró aliviado cuando la oyó y sintió subir a la cabina y las vibraciones de sus movimientos viajaron por el metal hasta sus pies. Y si él la sentía moverse, entonces ella lo sentiría a él también. Jack supo que cualquier movimiento que hiciera ahora tenía que hacerlo con extraordinaria cautela. Apagó la linterna y dio con cuidado un paso hacia la puerta.

El motor arrancó.

Por algún motivo, Jack no se había esperado aquello. Pensó que VC subiría a la cabina y se pondría a dormir otra vez.

Pero VC no estaba durmiendo. Estaba poniéndose en marcha. Yéndose de allí.

¡Con él dentro!

Sonido de coche que se aleja.

El pánico se apoderó de Jack. Tenía que salir de allí. ¡Ya!

Pero antes de que pudiera moverse, los frenos hidráulicos silbaron, el camión dio una sacudida hacia atrás y Jack cayó hasta quedar a cuatro patas. Se puso de pie, pero trastabilló de nuevo cuando el vehículo dio un acelerón y tuvo que agarrarse al borde de la nevera para conservar el equilibro.

Luego el camión viró bruscamente y Jack rodó por el suelo con un gruñido. La puerta de la nevera se abrió detrás de él e iluminó la escena. Mientras el vehículo se bamboleaba, Jack se agarró de nuevo a ella y logró ponerse de rodillas hasta estar a la altura de un congelador estrecho que le había pasado desapercibido.

Lo abrió de golpe como si estuviera buscando un tentempié.

Dentro había una bolsa de guisantes congelados y, debajo, una bolsa de plástico que contenía algo grande y plano. Algo que estaba tan fuera de lugar dentro de un congelador como una navaja dentro de una bota…

A Reynolds le iba a dar un infarto.

Ya era bastante malo que le dijeran que la detención de Jack Bright podía ser cuestionada una vez de vuelta en Tiverton, como para tener que ver a ese mismo ladronzuelo cruzar el aparcamiento y allanar una propiedad privada, y todo ello con la bendición del oficial al mando de la investigación.

Y tener que sentarse a esperar sin saber qué coño estaba pasando en el interior del camión era una tortura.

Podía haber trampas cazabobos. Guardias armados. ¡Un tigre en una jaula!

Se tensó hasta lo insoportable cuando Veronica Creed, cuchillera de reyes y asesinos, terminó su conversación y se dirigió de nuevo a la cabina del camión.

Para a continuación arrancar el motor.

Reynolds se quedó helado. No se había esperado aquello.

Tampoco Marvel, que gruñó sorprendido.

—Señor —dijo Reynolds nervioso.

—Dale un minuto —dijo Marvel.

Reynolds le dio diez segundos y repitió «Señor» con más énfasis. Pero Marvel no cedió.

El camión dio marcha atrás. Después avanzó. Luego retrocedió de nuevo, trazando un semicírculo. Ahora ya no veían la puerta de atrás. No sabían lo que ocurría en el interior en aquel momento, como tampoco lo habían sabido un minuto antes.

Los frenos chirriaron y Reynolds vio las grandes ruedas delanteras girar hacia la salida del aparcamiento.

—¡Señor! —graznó.

—Dale un minuto —dijo Marvel.

Reynolds imaginó el comité disciplinario, quizá el juicio. Cómo testificaría sobre la actitud fría y despreocupada de Marvel mientras el chico al que había enviado en busca de pruebas era herido o asesinado o secuestrado y nunca vuelto a ver. Un Fagin gordo y egoísta. Mientras que él era…

La imaginación de Reynolds apretó el botón de PAUSA. ¿Qué era él? ¿Cuál sería su responsabilidad si Jack Bright resultaba perjudicado?

—¡Mierda! —gritó y abrió de golpe su puerta para poner freno a aquella locura en el preciso instante en que el gran camión azul pasaba rugiendo a su lado.

—¡Mierda! —chilló de nuevo, se metió en el coche, cerró de un portazo y gritó—: ¡Vamos, vamos, vamos! —Como si fuera un ladrón de bancos.

Pero Marvel siguió sin hacer nada. Ni siquiera arrancó el coche para huir.

—¡SEÑOR! —le gritó Reynolds, pero Marvel sonreía.

Sonreía y señalaba con el dedo.

A Jack Bright, a cuatro patas, solo en el centro del aparcamiento.

—Te dije que le dieras un minuto —dijo.

Reynolds miró asombrado al chico flaco levantarse despacio del asfalto, mirar a un lado y a otro para recobrar la compostura y a continuación correr hacia ellos con paso desigual mientras sujetaba algo grande y plano contra el pecho.

Abrió la puerta trasera del coche y se desplomó en el asiento, sin respiración.

—¿Lo has encontrado? —dijo Marvel al retrovisor.

—He encontrado algo —dijo Jack y le alargó algo.

—¿Por qué está frío? —dijo Marvel.

Encendió la luz interior. Dentro de la bolsa de plástico transparente vieron un libro de contabilidad encuadernado en piel negra.

Y en la cubierta, estampado en oro:

EL LIBRO DE LAS NAVAJAS

Todo el libro estaba en código.

Cada entrada consistía en una serie de nombres y letras en secuencias breves y en apariencia sin relación, apuntadas aquí y allá con un símbolo o una nota al pie igual de ininteligibles.

Marvel había gruñido y rezongado intentando descifrarlo durante un rato en el aparcamiento y no había progresado un ápice.

—Es un puto galimatías —dijo por fin, luego cerró el libro con gesto petulante, se lo dio a Reynolds y arrancó el coche.

Mientras salían de Pevensey Bay, Reynolds abrió el Libro de las navajas sobre sus rodillas.

Se sentía feliz con la tarea encomendada. En el colegio se le habían dado bien las matemáticas, identificaba patrones y anomalías más deprisa que sus compañeros de clase. Y también le gustaban los crucigramas. The Times, el Telegraph. Cosas crípticas. Estaba convencido de que sus talentos le serían ahora de ayuda.

Primero examinó cada hoja escrita sin demasiada atención, solo recorriendo con la vista las entradas, escritas en una caligrafía tan apretada y precisa que casi no parecía humana. Pasó las páginas a un ritmo pausado mientras sus ojos se deslizaban con agilidad por las entradas hasta que se acabaron.

Había diez en cada página y poco más de nueve hojas escritas. Si suponía (aunque se estremeció solo de pensarlo) que cada entrada correspondía a un cuchillo, entonces VC habría hecho una media de menos de diez cuchillos al año. No parecían muchos.

O quizá sí.

Reynolds cayó en la cuenta de que no tenía marco de referencia, de manera que sus cálculos carecían de sentido.

En el asiento trasero, Jack Bright dijo algo. Reynolds se volvió a mirar al chico, pero estaba dormido, recostado con el ceño fruncido en la tapicería y el puño cerrado sobre la oreja.

—¿Qué ha dicho? —dijo Marvel.

—No lo he entendido, señor —dijo Reynolds—. Está dormido.

Hojeó de nuevo el libro, esta vez más despacio.

Supuso que las entradas seguían un orden cronológico. Solo eso ya le permitió identificar las fechas. Los días eran cifras; los meses estaban representados por una o dos letras; el año, también en cifras. Solo las dos importantes.

Una vez celebrado en silencio ese pequeño triunfo, había poco de qué alegrarse. Cada entrada era una maraña de números y letras en mayúsculas y minúsculas, agrupadas como si fueran palabras, solo que no lo eran. Cada anotación tenía un único punto y seguido. El resto era una retahíla ininteligible.

Con los ojos irritados por la falta de sueño, el oficial Reynolds miró una entrada al azar y la conminó a que se reorganizara hasta cobrar sentido.

22AB98S7433t 334546anCP3gWC e0.3QTN133500

No le decía nada.

14JL98G7869r 667897aAC7vAGQ e0.7QCF72s6500

Tampoco la siguiente.

12OC98W799h 223988iMP5lABT e0.5QTA1110250R

Después empezaban otras sin el 98. Seguían sin tener sentido.

19MR99H7224a 775888yCP3deMT n0.2QBR173250

—¿Entiendes algo? —dijo Marvel.

Reynolds suspiró.

—No mucho, señor, aunque veo que están ordenadas por fechas, así que supongo que cada entrada se corresponde a la venta de una navaja, pero eso es todo. No es un código basado en matemáticas ni en lenguaje, sino en las particularidades de las navajas y las transacciones de su fabricante, las cuales desconocemos.

Marvel tamborileó los dedos en el volante.

—No puede ser tan distinto del libro de cuentas de cualquier otro vendedor. ¿Qué habrá querido registrar sobre cada venta? Fecha, artículo, precio, comprador. ¿Qué más?

—Hum… ¿Dirección? ¿Calidad? ¿Características especiales?

Marvel asintió.

—Y poco más. Así que incluso si se trata de una persona meticulosa, estamos hablando de una docena de cosas. De manera que mientras eso sea un libro de cuentas y no un intento por comunicarse con marcianos, tenemos una guía para descodificarlo. Lo único que necesitamos es relacionar cada elemento con una navaja o un comprador.

—Pero no sabemos nada ni de las navajas ni de los compradores.

—Conocemos una de las navajas y a un posible comprador —dijo Marvel—. Empieza por ahí.

—Bueno, después de la fecha —dijo Reynolds— cada entrada tiene una letra y un siete. —Leyó entradas al azar—: W7991, L7634, P7220… y sigue así.

—Y después ¿qué viene?

Reynolds se tomó un momento para comprobar varias entradas antes de contestar.

—Otra letra. Aleatoria al parecer. Así que una letra aleatoria, un número de cuatro dígitos empezando por siete y otra letra aleatoria.

—¿Y luego?

Reynolds comprobó de nuevo varias entradas.

—Un número de seis dígitos. Que también parece aleatorio. Después de cada entrada hay un punto.

—¿Dónde?

—A unos dos tercios de la serie. Ah, y con un cero delante. Como si fuera cero punto cinco, cero punto dos, etcétera.

Leyó una entrada:

—19MY00H7224a 775888yCP3deMTn0.2QBR173250.

Silencio.

—¿Qué viene antes del punto?

—Un cero, señor. Y después un número y la letra Q.

—¿En todos los casos?

Reynolds lo comprobó y asintió.

—Eso parece.

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