Snap

Snap


2001 (*)

Página 12 de 21

No podía hablar.

«El teléfono naranja colgando de un cable retorcido».

—Hola, ¿policía, bomberos o ambulancia?

Respiró hondo.

—Hola.

—¿Necesita a la policía, a los bomberos o una ambulancia, señor?

Jack miró hacia la comisaría.

—Quiero informar… —dijo—. Quiero informar…

¿De qué quería informar? Jack no lo sabía. ¿De un asesinato? No podía informar de un asesinato porque la policía ya tenía esa información. Quería informar de un asesino, pero no tenía pruebas. Sabía dónde estaba la prueba, se lo decía su instinto, y todo tenía sentido en la oscuridad del interior de su cabeza. Pero cuando la sacaba a la luz para verla, la prueba se convertía en polvo, como si fuera uno de los vampiros de Merry.

No podía arriesgarse a perder lo que quedaba de su familia por un puñado de polvo.

—Señor, puede decirme qué clase de emergencia tiene, ¿por favor?

Jack colgó.

Luego estrelló el teléfono contra la pared.

Catherine no recordaba conducir de vuelta a casa desde el supermercado, pero debía haberlo hecho porque allí estaba, en el camino de entrada y temblando con tal violencia que le castañeteaban los dientes y los dedos no conseguían soltar el cinturón de seguridad, con lo que su pánico aumentaba.

¡A tomar por culo a la serenidad máxima! ¡Tenía que contárselo a Adam! ¡Tenía que contárselo a la policía! La asaltó un arrepentimiento intenso por haber quemado la nota en el fregadero. Vio de nuevo el papel convertido en blanda ceniza desaparecer por el desagüe.

¡Idiota!

Pero aún tenía la navaja. La navaja bastaría. Podían sacar el ADN de la navaja. Podían sacarlo de cualquier cosa ¡Y rápido, además! Lo había visto en la televisión. Que cogieran a ese pequeño cabrón. A ese cerdo mentiroso, ladrón y acosador. ¡Si la hubiera dejado en paz, ella lo dejaría en paz a él, pero ahora le daba igual si le pegaban un tiro en la puta calle!

El cinturón se soltó por fin y salió con esfuerzo del coche.

Necesitó tres intentos para meter la llave temblorosa en la cerradura.

Subió al piso de arriba todo lo deprisa que le permitió el bebé, jadeante tanto por el miedo como por el esfuerzo.

Chips se bajó de la cama, pero no le hizo ni caso. Abrió el cajón de los sujetadores y metió la mano hasta el fondo.

No encontraba la navaja.

Volvió a buscar, esta vez más despacio.

No estaba allí.

Sacó el cajón del todo y lo volcó en la cama.

Una maraña de cables de seda, cintas y lazos.

La navaja no estaba.

Abrió de un tirón el cajón de las bragas. El de los calcetines. El de los jerséis, las camisetas y los vaqueros.

Tampoco estaba allí.

¡Pero tenía que estar! ¡Tenía que estar! La había metido al fondo del todo. Se había caído por dentro. Tenía que…

Sacó todos los cajones y los apiló de cualquier manera encima de la cama en un estrepitoso jenga de algodón y madera, luego se arrodilló con torpeza, sujetándose a la cama para no perder el equilibrio, e inspeccionó el interior de la cómoda de madera.

Estaba vacía.

La navaja había desaparecido.

Ese pequeño cabrón había vuelto a entrar y la había cogido. ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Para tener su supuesta prueba? ¿O solo para volverla loca? ¿Para demostrarle que podía entrar en su casa cuando quisiera? ¿Solo para asustarla?

Había funcionado y estaba funcionando otra vez.

No estaba a salvo.

Su hijo no estaba a salvo.

«¡Nadie estaba a salvo!».

La piel de la nuca de Catherine se erizó con un temor indescriptible.

—¿Buscas esto?

Gritó.

Catherine se llevó una mano al corazón para evitar que se le saliera del pecho.

—¡Dios mío, Adam! ¿Qué haces aquí?

—¿Buscas esto? —repitió él.

Catherine miró la navaja que tenía en la mano. La hoja despiadada. La empuñadura de nácar.

No le dio tiempo a inventarse una mentira.

—Sí.

—¿Qué hace en tu cajón de la ropa interior?

—¿Qué haces tú revolviendo en mi cajón de la ropa interior?

—¡Déjate de gilipolleces, Cath!

Catherine se sorprendió. Adam nunca le había hablado de manera tan grosera. Rara vez decía una palabrota.

Se puso de pie con torpeza, usando la esquina de la cómoda para enderezarse y luego se sentó en el borde de la cama y se apartó el pelo de los ojos.

Adam la miró con atención.

Catherine respiró hondo.

—Alguien la dejó junto a la cama.

—¿Quién?

—No te lo conté porque no quería preocuparte.

—¿Quién?

—Alguien entró en la casa, Adam. Mientras estabas en Chesterfield.

—¿Un ladrón?

—Sí.

—¿Un ladrón entró en casa y dejó este cuchillo junto a tu cama?

—Sí.

—¿Y no me llamaste?

—No quería preocuparte.

—¿Llamaste a la policía?

Catherine vaciló y Adam soltó una risa breve e incrédula.

Porque sonaba de lo más estúpido. Catherine lo supo y notó que se ponía roja de vergüenza.

—¿Qué podrían haber hecho? Lo eché de la casa con ese jarrón horrible que nos regaló Valerie. Ni siquiera llegué a verlo. ¡No se llevó nada!

—¿Así que un ladrón entró en la casa solo para dejar una navaja junto a tu cama?

El sarcasmo en la voz de Adam le escoció.

—Y una nota —dijo desafiante.

—¿Qué decía?

—Adam…

—¿QUÉ COÑO DECÍA LA NOTA?

—«Podría haberte matado».

Pronunciar estas palabras la conmocionó.

Hubo un silencio estupefacto y Catherine se esforzó por no llorar. Todo aquello era inesperadamente horrible. Adam estaba siendo muy mezquino con ella. Lo miró, deseando que se acercara a ella para abrazarla, que le dijera que la quería, que había hecho lo correcto y que todo saldría bien…

Pero no lo hizo. Se quedó allí, rojo de ira.

—¿Dónde está? —preguntó con frialdad—. Déjame verla.

Por un momento, Catherine se sintió tan confusa que no supo de qué estaba hablando.

—¿El qué?

—La nota.

—La… La quemé.

—¿Que la quemaste?

—La quemé. En el fregadero.

—No te creo.

Catherine pestañeó.

—¿Cómo?

—Me estás mintiendo.

—¡Claro que no!

—¡Claro que sí! —gritó Adam—. No tiene ni pies ni cabeza. Entra un ladrón en casa y no me llamas. Tampoco llamas a la policía. No roba nada, pero deja esta navaja. Al lado de tu cama. Dices que había una nota, pero que la has quemado. ¡Que no soy imbécil, joder, Catherine!

—Adam.

Quiso cogerle de la mano, pero él la rechazó.

—¿Estás teniendo una aventura?

—¿Cómo?

Catherine estaba perpleja.

—Alguien ha estado en tu habitación y estás mintiendo. ¿Estás teniendo una aventura?

—¿Una aventura?

Intentó asimilar el giro que había tomado la conversación.

—¿Por eso has dejado de acostarte conmigo? ¿Porque te estás acostando con otra persona?

—¡Estoy embarazada de casi ocho meses, Adam!

—Dime la verdad, Cath.

—¡Te la estoy diciendo!

—¿Quién es?

—¡Nadie!

—Tú dime quién es y no me enfadaré. Solo necesito saberlo.

—No es nadie, Adam. Estás siendo ridículo.

—¡No me digas que soy ridículo! —gritó—. ¡Estoy intentando protegerte! ¡A ti y al bebé! Y tú me has estado mintiendo todo este tiempo. ¡Lo sé! ¡Esa llamada de teléfono! Cuando me dijiste que se habían equivocado de número. ¡Me mentiste a la cara! Así que no me digas que soy ridículo, Catherine, y cuéntame la puta verdad.

Le temblaba el labio y en un destello cegador Catherine tuvo la abrumadora sensación de que Adam no estaba solo enfadado…

Estaba asustado.

Le había mentido y por eso había sacado una conclusión equivocada, pero no era una conclusión ilógica, solo ridícula.

Se le encogió el corazón al ver sufrir al hombre que amaba.

—Te estoy diciendo la verdad, Adam. Por favor, créeme. No le conté a nadie lo del ladrón porque no pensé que pudieran hacer nada y me sentía incapaz de enfrentarme a todo el revuelo. El barullo. Pero la ridícula he sido yo, no tú. Ahora me doy cuenta. Créeme, ojalá te hubiera llamado. Ojalá hubiera llamado a la policía. Pero no lo hice. ¡Y cuanto más tiempo pasaba, más difícil se hacía contárselo a nadie!

Le cogió la mano y esta vez Adam se lo permitió.

—Me siento fatal por haberte mentido. Pero quería olvidarlo todo y estar tranquila. Por el bebé… —Puso con suavidad la mano de Adam sobre su vientre, debajo de la suya—: Por nuestro hijo…

Adam se quedó un momento de pie, con la cabeza gacha.

—¿Quién es?

—¡Por Dios, Adam! ¡No es más que un crío!

Adam retiró la mano.

—¡Has dicho que no lo viste!

Su tono volvía a ser acusador.

—Esa noche —dijo Catherine—. La noche que entró en casa no lo vi.

—¿Pero luego sí?

Catherine suspiró profundo y asintió con la cabeza.

—Hoy —dijo—. Ahora mismo, en el supermercado. Y no es más que un crío, Adam. Un crío flaco y zarrapastroso.

—¿Por qué quedaste con él en el supermercado?

—¡No quedé con él! Se me acercó en el aparcamiento.

Catherine guardó silencio.

Editó mentalmente sus palabras.

No quería decir que había invitado al chico a té y tarta cuando Adam estaba tan sensible ante una posible infidelidad.

—Reconoció que había entrado en la casa.

—¿Qué más?

—Pues… —Catherine vaciló.

—¿Qué más?

—Me contó una historia disparatada sobre que a su madre la habían asesinado con esa navaja…

Miró la navaja, que Adam sujetaba sin fuerza, con la cruel punta dirigida al suelo.

—¿Esta navaja?

Adam parecía confundido. Levantó la navaja para enseñársela a Catherine, como si pudiera haber otra.

Catherine se sorbió las lágrimas.

—Sí. Por eso me vine a casa a buscarla.

—¿Qué ibas a hacer con ella?

—No sé. Llevarla a la policía. Dejar que lo resolvieran ellos. Por lo menos, sacarla de esta casa.

Adam no dijo nada y se limitó a mirar la navaja que tenía en la mano.

—Dijo que la encontró aquí —dijo Catherine con cautela.

Adam asintió, concentrado en la navaja.

—Claro —dijo—. Porque es mía. Pero llevo tanto tiempo sin verla que pensaba que la había perdido, si te soy sincero.

Se sentó al lado de Catherine con un suspiro y le cogió la mano con las suyas.

—Siento haberte gritado, Cath. Me has dado un susto.

—Yo sí que lo siento, Ad. Siento no haberte llamado aquella noche.

—Ahora entiendo lo que pasó —dijo Adam—. Estabas sola y asustada y preocupada por proteger al bebé… Eran demasiadas cosas a la vez.

Catherine asintió con vehemencia. Así era exactamente como se había sentido. Con demasiadas cosas a la vez.

—Tomaste la decisión equivocada, eso es todo.

—Sí. —Catherine asintió con la cabeza.

«Una mala decisión. Con demasiadas consecuencias».

—Fue él quien llamó aquella noche…

—Eso me pareció —dijo Adam sombrío.

—Y creo que pinchó la rueda de Rhod. Jan encontró una nota en nuestro coche. Decía: «Llama a la policía».

—Suena a persona psicótica —dijo Adam serio.

—Puede. —Cathy asintió, cansada—. O quizá se está vengando porque lo eché de la casa. Sea como sea, si quería asustarme, lo está haciendo de puta madre.

Notó que le temblaba la barbilla y entonces Adam la abrazó. Por fin Catherine permitió que la consolara y se sintió tan bien, tan reconfortada y a salvo, que deseó haber hablado con él semanas atrás.

—¿Por qué estás aquí? —gimoteó pegada a su pecho.

—¿Eh?

—¿Por qué no estás en Cornualles?

—Ah. Los de Hayle cancelaron. Decidí volver y darte una sorpresa.

—¡Y desde luego me la has dado!

Ambos esbozaron sonrisas tímidas y trémulas y Adam le acarició el pelo.

—¿Llamamos a la policía? —susurró Catherine.

Hubo un largo silencio.

—No, si no quieres. Pero creo que yo debería hablar con él.

Catherine se enderezó, sorprendida.

—¿Hablar con el chico?

Adam asintió con firmeza.

—Tenemos que averiguar si es peligroso o solo un matón desagradable que se asustará en cuanto le plante cara alguien de su tamaño.

—¡Del doble de su tamaño! —dijo Catherine—. ¡Podrías aplastarlo!

Adam enarcó una ceja en un gesto jocoso, como dando a entender que era una posibilidad.

—En serio, Adam. No quiero que hagas ninguna… —Iba a decir «tontería», pero cambió a «heroicidad».

—¿Heroicidad? —rio Adam—. ¿Yo?

—No quiero preocuparme por si te denuncia él a la policía.

Adam se llevó dos dedos a la sien.

—Promesa de scout.

—¿Cuándo has sido tú scout?

—En mi imaginación. Tengo todas las insignias.

Catherine sonrió y Adam la besó.

—No te preocupes —dijo—. Solo quiero hablar con él. Para asegurarme de que no vuelve por aquí.

—¿Crees que volverá? —dijo Rice.

Reynolds miró a Rice por encima de la mesa con el desayuno. Estaba comiéndose un cuenco de sus infernales Frosties. Él había tenido que ir a comprarse yogur, frutos rojos y una buena avena integral.

—No.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí?

Reynolds se encogió de hombros.

—En realidad me da igual el tiempo que nos quedemos —dijo Rice y paseó la vista por la cocina—. Esto es más grande que mi casa. Me gusta.

Reynolds añadió sal a sus gachas.

—¿No echas de menos a Eric?

—No —dijo Rice.

Reynolds esperó a que añadiera algo, pero Rice parecía haber decidido que no hacía falta ninguna explicación.

Cosa que no era cierta, de manera que Reynolds preguntó por qué.

—No sé —dijo Rice, igual que una adolescente exasperante.

Reynolds no estaba dispuesto a suplicar. Pero le pareció interesante.

—¿Tienes algún plan apetecible para esta noche? —dijo con tono cuidadosamente neutro; los dos estaban saliendo casi cada noche con la remota esperanza de que volviera Ricitos de Oro.

—Voy al cine —dijo Rice.

—¿Hay alguna peli buena?

—¿Eso qué más da? —dijo Rice con una sonrisa pícara.

Reynolds se levantó y tiró con brusquedad los restos de gachas a la basura. Aquella noche cenaría con su madre.

Otra vez.

Era el cumpleaños de ella y la iba a llevar a un restaurante que servía merluza empanada. Aun así, era mejor que quedarse en casa y tener que escuchar sus paranoias sobre la niña diabólica de la casa de al lado o sus quejas sobre el cortacésped.

Le sonó el teléfono. Era el señor Passmore para decirle que la compañía de seguros estaba investigando su reclamación.

—Pero si le di el número de denuncia —dijo Reynolds.

—Y yo se lo di al tipo del seguro que vino a verme —dijo el señor Passmore—. Y le conté su teoría sobre Ricitos de Oro y todo eso. Pero ahora me están dando largas.

—¿Con qué argumento?

—Con el argumento de que no quieren pagar, me parece a mí.

—Bueno —dijo Reynolds—, me temo que eso es algo entre usted y su aseguradora, señor Passmore. No tiene nada que ver conmigo.

—Pero es que están diciendo que no fue un robo. Y usted fue quien dijo que lo había sido. ¿Cómo no va a tener nada que ver con usted?

—Una vez emitimos un número de denuncia, se convierte en un asunto entre el dueño de la casa y la aseguradora. Nosotros no participamos en las reclamaciones al seguro a no ser que haya habido una infracción por parte del dueño del inmueble.

—¿Está insinuando que quiero estafar a la compañía de seguros? —dijo con brusquedad el señor Passmore.

—En absoluto.

—Entonces, ¿qué pasa con la investigación?

Reynolds calló un momento. Contarle al señor Passmore la verdad sobre los robos de casas no serviría de nada. Así que habló con cautela.

—No puedo revelar detalles del procedimiento, pero la investigación sobre Ricitos de Oro sigue en marcha.

—¿Y eso incluye mi caso?

—Si su caso resulta estar relacionado con Ricitos de Oro, por supuesto.

—¡Creía que ya había dicho que estaba relacionado!

—Eso todavía hay que determinarlo, señor.

—¿Y cómo lo van a determinar? —dijo el señor Passmore.

—Bueno —dijo Reynolds—. Cuando lo cojamos, se lo preguntaremos.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.

—Se lo preguntarán.

—Sí, señor.

—Y le creerán y ya está.

—Verá, señor —dijo Reynolds—. Por lo general, cuando un delincuente está detenido y se enfrenta a pruebas que tienen pinta de que van a ser admitidas por un tribunal, pide que se consideren también otros delitos a efectos de la sentencia. Llegado ese punto, al infractor no le interesa decir que no fue autor de un robo en particular, porque eso significa que podrían juzgarlo por él más adelante y condenarlo de manera separada, con lo que tendría que pasar otra temporada en la cárcel.

—Bueno —dijo el señor Passmore—. Pero me sigue llamando mucho la atención que den por buena la palabra de un delincuente.

—Se llama confesión —dijo Reynolds—. Somos muy partidarios de ella.

Si el señor Passmore detectó el sarcasmo, lo pasó por alto.

—¿Y cómo de cerca están de coger a ese Ricitos de Oro?

—Como le he dicho, señor, no puedo…

—De acuerdo, de acuerdo —dijo con impaciencia el señor Passmore—. Así que mientras esperamos a que un ladrón sea detenido y cuente la verdad, yo tengo que soportar que mi compañía de seguros me llame mentiroso, ¿no es así? En realidad, que se lo llame a usted, oficial Reynolds.

—Me han llamado cosas peores —dijo Reynolds, y era verdad.

—¡Pues muy bien! —dijo Passmore y colgó.

Reynolds carraspeó. Luego puso un clip a la bolsa de Frosties y cogió las llaves de su coche.

Rice le guiñó un ojo.

—¿Una cita romántica, Glen?

—No te olvides de dejar la ventana abierta, Michelle.

Jack no recordaba la última vez que no había estado enfadado.

La sensación estaba siempre allí, como una comezón. En ocasiones era leve y podía no hacerle caso. En otras era tan dolorosa que su delgado cuerpo no lograba contenerla y reventaba igual que un forúnculo, vomitando una violencia y un odio amargo que lo vaciaban.

Durante un breve espacio de tiempo.

Siempre volvía a llenarse. Con facilidad, hasta el borde.

Deseaba que parara. Deseaba poder parar él. Cada vez que se despertaba, aún cansado, en la cama limpia y cómoda de unos desconocidos, ansiaba un milagro infantil que hiciera retroceder el reloj a antes del arcén.

En ocasiones tenía la sensación de no haber abandonado nunca aquella carretera. Ni aquel día. Como si se hubiera quedado atrapado allí desde que su madre desapareció y todo lo ocurrido desde entonces fuera un sueño, un espejismo, una vida postiza de la que no sabía cómo escapar.

A veces, la necesidad de liberarse de todo era tan fuerte que hacía la maleta y planeaba un viaje a alguna parte, adonde fuera, a un lugar donde pudiera olvidar su pasado, conseguir un trabajo, volver al colegio, empezar otra vez desde el principio.

No echaría de menos nada.

Ni la casa ni la ciudad.

Ni a Joy, pudriéndose en un sótano de noticias inútiles.

Desde luego no se echaría de menos a sí mismo, al ladronzuelo sucio, furioso y taimado en que se había convertido; a despertarse cada día de una pesadilla sumido en el agotamiento y el dolor y de ahí pasar a la ira, el odio y la destrucción.

Y de nuevo al agotamiento.

En ocasiones se preguntaba qué diría su madre si supiera lo que estaba haciendo.

¡Mierda! Debería irse de aquel lugar. Debería de haberse ido ya.

Merry era la única razón por la que volvía a casa.

Merry, el estorbo, la lectora, la boca que alimentar.

¿Quién le llevaría a Merry libros para leer si no lo hacía él? Libros buenos, no los estúpidos libros infantiles de Encuentra el perrito o El gato en el zapato. ¿Quién, sino él, entendería que necesitaba vampiros en su vida, a Donald en sus brazos, un hotel para gusanos y un césped que cortar?

Nadie.

Desde luego nadie en los servicios sociales.

No podía abandonarla sin más, porque ya la habían abandonado. Dos veces.

Y eso era lo que más lo enfurecía de todo…

—Joder, cómo odio a mi madre.

Baz estaba jugando en casa de otro niño, así que podía decir palabrotas.

Louis negó con la cabeza.

—No. No la odias.

—No nos quería.

—Claro que os quería —dijo Louis con firmeza—. Lo sabes.

—Y una mierda. Si nos quería, ¿por qué nos dejó?

—Colega —dijo Louis con tiento—, no quería dejaros. La asesinaron.

—Y se lo tenía merecido, joder. Ya ni siquiera me importa. Me da igual quién la mató.

En el silencio desafiante, Louis se acarició la pierna con un pulgar lento, indagador.

Dos chicos del colegio Blundell pasaron con sus uniformes de pijo azules y marrones; llevaban mochilas de cuero brillante a la espalda. Se detuvieron para dar sus bocadillos a los patos y siguieron su camino.

—Durante un tiempo yo también odié a mi madre.

Jack no lo miró.

—Estaba enfadadísimo con ella. No hacían más que detenerla y meterla en la cárcel y me tocaba a mí recoger los platos rotos. Hacer malabares. El negocio, el almacén de madera. Con todo el follón que supone y sin nadie que me ayudara. Porque ya sabes cómo son Tammy y Victor. Y Shawn… ¡joder! A ver, que los quiero a todos, pero son unos putos inútiles.

Jack asintió con la cabeza para demostrarle que estaba de acuerdo.

—La gente piensa que es un camino de rosas que te dejen con un negocio que llevar en el que entra dinero y toda esa mierda, pero no lo es. Es un coñazo. No lo pedí, no lo quería y de repente fue como, ¡me cago en la puta!

Rio. Luego continuó.

—Pero ahora tengo a Baz y sé…

Se interrumpió y se encogió de hombros.

—¿Qué?

Louis siguió hablando más despacio.

—Sé que lo único que quieres es que tus hijos estén a salvo y sean felices, ¿entiendes? Sé que lo haces lo mejor que puedes, pero que no siempre aciertas. ¡Ni siquiera la mitad de las veces! Así que ahora, cuando voy a visitar a mi madre o incluso cuando me llega una carta suya, pues es como si me recordara lo difícil que es y lo mucho que se esfuerza, aunque no deje de cagarla. Y sé que lo intenta porque me quiere. Y entonces toda esa sensación de cabreo desaparece.

Jack miró furioso hacia el canal.

—¿Qué es lo que estás intentando decirme?

—Joder, no lo sé —rio Louis—. Ni siquiera sé si quiero decirte algo. Solo que cuando tienes un hijo de repente te das cuenta de lo fácil que es equivocarse. Y entonces perdonas un poco a tus padres, ¿entiendes?

Jack no dijo nada.

—Pero tú no puedes ir a ver a tu madre ni recibir una carta suya. Así que nunca te recuerda que te quiere porque… Ya me entiendes. —Se encogió de hombros—. Porque está muerta.

Jack pellizcó la esquina del banco de madera.

—Y eso no es culpa suya —continuó Louis—. Ni tuya tampoco. Es culpa del cabrón que la mató.

Jack asintió con la cabeza.

—Así que si tienes que odiar a alguien —dijo Louis—, ódialo a él.

—Está cortando el césped —dijo la señora Reynolds—. Ven a ver.

Reynolds suspiró y miró al techo de la cocina, luego se levantó, subió sin ganas las escaleras y se reunió con su madre junto a la ventana del dormitorio de atrás, porque sabía que tendría que hacerlo tarde o temprano, así que mejor quitárselo de encima cuanto antes.

Era cierto que en la casa de al lado había una niña pequeña segando con un cortacésped de gran tamaño y motor de gasolina. El asa le llegaba a la altura de la cabeza, tenía los codos juntos y estaba inclinada en un ángulo peligroso para conseguir que la máquina se moviera. A menudo se atascaba y entonces empujaba y tiraba hasta que funcionaba otra vez y la hacía retroceder para no tener que dar la vuelta en cada uno de los extremos del, por fortuna, pequeño jardín. De vez en cuando se detenía y la dejaba encendida para apartar una piedra marrón de gran tamaño de su trayectoria. La segunda vez que lo hizo, Reynolds se dio cuenta de que no era una piedra, sino una tortuga.

—¿Lo ves? —dijo la señora Reynolds en tono acusador.

—No entiendo qué es lo que te preocupa —dijo Reynolds.

Pero su madre estaba decidida a sacar defectos a sus vecinos y si no podía criticar la manera de cortar el césped, disponía de más munición.

—Es que además es una mentirosilla y se cuelga de mi valla igual que un chimpancé. Un día la va a romper y entonces ¿quién la pagará? ¡Desde luego no el zarrapastroso de su hermano!

—¿Por qué no esperas a llegar al río para cruzar ese puente? —dijo Reynolds en tono apaciguador.

Pero no apaciguó a su madre en absoluto. Hizo un sonido «grrr» para indicar que aquello no iba a quedar así y bajó airada a la cocina a terminar de preparar la cena.

Reynolds se quedó un momento más en la ventana.

Miró a la niña pararse para secarse la frente sudorosa con la parte de debajo de su camiseta, dejando ver unas costillas pálidas.

¡Estaba delgada como un alfiler!

Luego se recogió el pelo desgreñado color nada detrás de las orejas y se inclinó de nuevo sobre el cortacésped.

—Una cosa sí es verdad —se dijo Reynolds—. Está haciendo un trabajo cojonudo con ese césped.

Llamaron a la puerta.

«Adam».

Había salido para Ludlow solo cinco minutos antes. Y tenía llave, por supuesto. Aun así, era a quien esperaba ver Catherine cuando abrió la puerta.

Pero era el ladrón.

La conmoción se apoderó de ella y emitió un gritito tan audible que al otro lado de la calle, el señor Kent, que estaba lavando el coche, levantó la vista.

—¿Qué quieres?

—La navaja —dijo el chico sin rodeos.

Tenía el mismo aspecto que en el aparcamiento del supermercado. Los mismos vaqueros sucios, la misma sudadera azul. El mismo corte de pelo casero y los mismos ojos gris sucio.

Catherine negó con la cabeza.

—No la tengo.

—¿Dónde está?

—No la tengo.

—¡Mierda!

El chico cambió el peso de una pierna a otra y miró a su alrededor, como si alguien que anduviera por allí pudiera tener una respuesta que le gustara más.

—Esa navaja es de mi marido —dijo Catherine—. Y está muy enfadado con todo este asunto, así que yo de ti, no vendría más por aquí.

—Pero es que la necesito.

—Bueno, pues la ha encontrado y ahora no sé dónde está —dijo Catherine—. Así que mala suerte.

E hizo ademán de cerrar la puerta.

El chico se apresuró a sacar una mano para impedirlo. La puerta rebotó y asustó a Catherine.

—Seguro que la encuentro —dijo el chico—. ¿Puedo pasar?

—¡Pues claro que no! —dijo Catherine incrédula—. Y si no te vas ahora mismo, llamo a la policía.

—Pues adelante —dijo el chico dando un paso atrás—. Llámala.

—Lo voy a hacer.

—¡Pues hazlo!

Catherine vaciló. No había esperado que la conversación tomara ese derrotero. No estaba muy segura de lo que esperaba. ¿Una amenaza, quizá? ¿O una disculpa? Ambas cosas parecían improbables, aunque desde luego no tanto como aquello: ¡un ladrón exigiendo que llamara a la policía!

—Esto es absurdo —dijo—. ¡Haz el favor de irte!

—¿Estás bien, Catherine? —dijo el señor Kent desde el otro lado de la calle; había dejado de lavar el coche y sostenía la gran esponja amarilla con las dos manos cerca del pecho, como un fusil en un desfile militar.

—Creo que sí —dijo Catherine con lo que esperó fuera énfasis suficiente para ponerlo sobre alerta sin invitarlo a intervenir—. Gracias, señor Kent.

Funcionó. El señor Kent siguió lavando el coche, pero de vez en cuando lanzaba una mirada reconfortantemente suspicaz.

Cuando Catherine volvió a mirar al chico, este siguió como si no lo hubiera interrumpido.

—No es absurdo —dijo—. Mi madre fue asesinada. Y la navaja que la mató está en tu casa.

Algo en los ojos del chico y la determinación de su voz eran tan convincentemente sinceros que el enfado de Catherine se esfumó y la única emoción que sintió fue lástima. Fuera lo que fuera lo que le había ocurrido a la madre de aquel chico —ya hubiera muerto asesinada o de cáncer o abandonado a su familia para empezar una nueva vida—, saltaba a la vista que lo había traumatizado.

—¿Cómo se llamaba tu madre? —dijo con amabilidad.

El chico pareció receloso, pero dijo:

—Eileen Bright.

—¿Y tú cómo te llamas?

Jack dudó. Miró de nuevo a su alrededor en busca de una pregunta alternativa. En busca de una mentira, tal vez.

No encontró ninguna de las dos cosas.

—Jack —dijo por fin.

—Jack —dijo Catherine con tono más amable—, esa navaja es de mi marido. ¡Resulta que la había perdido y se alegró mucho de recuperarla! Pero tiene que haber un millón de navajas iguales por ahí.

—No —Jack negó resueltamente con la cabeza—. Es esa.

—¿Cómo lo sabes?

—No sé cómo lo sé. —Frunció el ceño, de pronto flaqueó, se mordió el labio y miró hacia los jardines con los ojos brillantes de lágrimas—. Lo sé y punto.

Catherine se conmovió. Era posible que fuera un ladrón, pero también un niño.

—Pero no es lógico, ¿no? —dijo con suavidad.

—¡Tú sí que no eres lógica! —contestó con brusquedad—. ¡Si fueras lógica, habrías llamado a la policía!

—Puede ser. —Catherine sonrió—. Pero estoy embarazada, por si no te habías dado cuenta. Y en las embarazadas la lógica en ocasiones brilla por su ausencia.

El chico la miró con interés, como si hubiera dicho algo de máxima importancia.

—¿Qué quieres decir?

Catherine se encogió de hombros.

—Que las mujeres embarazadas hacen cosas absurdas.

Luego sonrió a medias, pero el chico, no. Se limitó a fruncir el ceño, como si estuviera pensando en otra cosa. En otra persona.

—Jack —dijo Catherine con firmeza—, tienes que entender que el que entraras en mi casa me trastornó mucho. Tienes mucha suerte de que ni mi marido ni yo queramos prolongar ese trastorno llamando a la policía ahora que estamos a punto de tener un bebé. Lo único que queremos es dejar atrás este asunto, por eso estamos dispuestos a olvidarlo. ¡Pero nos lo estás poniendo muy difícil!

«Ahora sí», pensó Catherine. «Ahora sí que se lo he dejado claro».

Pero el chico ni siquiera parecía escucharla.

—¿Dices que la navaja la encontró tu marido?

—Sí.

—Entonces debía de estar buscándola.

Catherine lo miró sin comprender.

—Sería lo lógico —dijo el chico despacio, como si pensara en voz alta—. Si la encontró, es que la estaba buscando.

—No entiendo…

—Y eso significa que sabía que no estaba. ¡Así que no podía haberse perdido!

Ahora sí lo entendía.

—Te mintió —dijo el chico y Catherine se sonrojó al caer en la cuenta de ello.

«¿Qué haces tú revolviendo en mi cajón de la ropa interior?».

En lugar de contestar a la pregunta, Adam le había exigido respuestas.

Mariposas empezaron a aletear contra las paredes del estómago y el pecho y le subieron por la garganta.

Solo unos segundos antes había tenido el control de la situación. En cambio ahora se sentía… perdida.

¡Y de pronto era el ladrón el que la miraba a ella con lástima!

—¿Puedo pasar? —dijo.

Catherine vaciló.

Podría haberte matado.

Podría haberla matado.

—¿Por favor? —dijo el chico.

Y Catherine While abrió la puerta y lo dejó pasar.

Jack no recordaba la última vez que había entrado en la casa de un desconocido por la puerta principal.

En la claridad del día, todo parecía distinto. La casa estaba llena de luz, aire, espacio y paz.

Y muy limpia.

El cuarto de estar donde había cogido el teléfono estaba decorado en tonos ciruela. Había una alfombra con forma de gran corazón morado. En el estudio, el portátil que había dejado sobre la mesa de la cocina estaba de vuelta en su sitio. Había dos bandejas metálicas rebosantes de papeles y un rollo de papel de envolver navideño medio desenrollado y apoyado contra la pared.

En la luminosa cocina había un letrero tonto encima del fregadero que decía: Al agua platos. Un gato blanco y peludo le rozó la pierna y a continuación corrió a su cuenco y empezó a maullar, lastimero.

Catherine Wood se detuvo en el centro de la habitación. Estaba pálida y confusa. Era ella la que parecía no estar en su casa.

—¿Quieres sentarte? —preguntó Jack con cautela.

Catherine se sentó.

Jack no quería quedarse más de lo necesario. Había esperado pacientemente a que Adam se alejara en la furgoneta blanca con la escarapela roja en la parte trasera, pero estaba acostumbrado a entrar y salir rápido de las casas y empezaba a impacientarse allí quieto.

Miró hacia la puerta principal y las escaleras.

—Voy a buscar la navaja.

—¡No!

—Pero he venido para eso.

—Espera —dijo Catherine—. Déjame pensar.

Jack se irritó. ¿Qué sentido tenía hacerle entrar si no iba a dejarle buscar la navaja? Debería haber entrado sin permiso y haber cogido lo que necesitaba. Y por un instante estuvo a punto de hacerlo, estuvo a punto de correr al piso de arriba y buscar el arma del delito.

¿Qué podía hacer ella?

¿Llamar a la policía?

Pero si llevar él mismo el arma a la policía fuera la mejor solución, Jack lo habría hecho la última vez que estuvo en la casa. Aún existía una posibilidad de intentar convencer a Catherine de que lo hiciera ella.

Sin amenazar con matarla.

Deseó que Louis estuviera allí con su pico de oro. Louis podía convencer a cualquiera de cualquier cosa.

Necesitaba encontrar la navaja. ¡Tenía que conseguir que le creyera!

—Mintió sobre la navaja. Y también fue él quien rajó el neumático de aquel hombre.

—¿Quién? ¿Adam? —Catherine frunció el ceño—. No digas tonterías.

—Lo vi hacerlo. Salió, le clavó un cuchillo dos veces y volvió a entrar.

Catherine While estaba pálida. Se sujetó el vientre como quien se aferra a una roca en un río turbulento.

—Tienes que llamar a la policía —la apremió Jack.

—Me… —empezó a decir Catherine.

Entonces el gato los alertó con un movimiento brusco y Adam While entró en la casa.

Jack se quedó paralizado, con los ojos muy abiertos, y a continuación echó a correr hacia la puerta trasera.

¡Estaba cerrada!

¡Mierda!

Giró la llave y tiró de la puerta.

Entonces algo lo golpeó tan fuerte en la parte de atrás de la cabeza que lo sacó de la casa.

—¡Adam! ¡No!

Jack se tambaleó, cayó sobre una rodilla en las duras baldosas, se levantó y estuvo a punto de perder el equilibrio por el impulso.

Siguió corriendo.

Alguien lo sujetó por la parte de atrás de la sudadera. Jack intentó soltarse. El hombre le golpeó de nuevo. Con fuerza, en el oído.

—¡Adam, no! —Con voz amortiguada—. ¡Adam, para!

Adam no paró. Siguió sujetando a Jack. Gritó:

—¡Niñato de mierda! ¡Niñato cabrón!

Jack se giró hasta estar frente a él, se agachó y retrocedió hasta salirse de la sudadera y la camiseta, que se quedaron colgando de la mano del hombre mientras él corría desnudo de cintura para arriba y cruzaba el césped, el parterre y llegaba hasta la valla. Se subió y saltó desde ella a los mullidos brazos de los abetos que había detrás.

Un puño de gran tamaño le sujetó un pie e interrumpió su trayectoria. Jack perdió el equilibrio, se tapó la cara y cayó con torpeza, rozando y chocando con la valla.

Se dio de bruces contra el suelo, aturdido y mirando un cielo azul sin nubes.

Entonces Adam While saltó la valla igual que un oso enfadado y Jack se puso de pie y echó a correr otra vez. Cruzó el jardín de los vecinos, rodeó la casa por un lateral y llegó al césped delantero donde una mujer podaba un rosal…

—¡Huy!

… y salió a la calle con las piernas desdibujadas por la velocidad y los pulmones tragando aire a bocanadas, agitando los brazos de tal manera que pensó que era posible que despegara e hiciera el resto del camino a casa volando.

También era posible que muriera.

—¡Pedazo de cabrón! ¡Te voy a matar, joder!

Jack se aventuró a volver la vista. Sin dejar de correr. Su perseguidor era más grande y tenía más años que él, pero la furia le daba fuerzas.

Jack siguió corriendo.

Siguió tomando aire.

Siguió volviendo la vista atrás.

Hasta que, por fin, no hubo nadie.

Solo entonces aminoró el paso. Solo entonces se detuvo para hacer recuento de las heridas, arañazos y futuros moratones en los brazos, el pecho y la espalda, y de la sangre y el pitido en un oído.

Volvió a casa dando un rodeo por el canal, donde se lavó la sangre de la cara y el pecho. El dolor en el oído le provocó una mueca de dolor. Se había hecho daño en la rodilla con las baldosas. Estaba un poco mareado y tenía un dolor punzante en la nuca.

Pero Adam While había matado a su madre.

Ahora Jack sabía que era así. Lo había visto en sus ojos, lo había sentido en sus puños. Las mismas manos brutales que habían matado a su madre y a su hermana nonata lo habían golpeado, agarrado y roto la sudadera por la espalda.

«Lo mataré», pensó y la oleada de placer ardiente que acompañó las palabras lo sorprendió.

Jack estaba acostumbrado a la ira, pero nunca había sido ira asesina.

Ahora sí lo era.

Le bullía la sangre y le temblaban los dedos de impaciencia. Adam While de rodillas. Lo mataría a golpes mientras le suplicaba piedad. Lo golpearía con el martillo, con el lado de la uña primero; le arrancaría trozos de cráneo de la coronilla; le reventaría los sesos; le rompería los dientes; le perforaría los ojos; le arrancaría los huevos a puñados sangrientos. Lo dejaría en la calle para que se lo comieran los cuervos, igual que dejó Adam While a su madre durante nueve días.

Nueve largos días de verano.

Entre los matorrales de un área de descanso. Como si fuera un desecho. Como si fuera basura.

Atravesó el pueblo corriendo, con riachuelos de sangre pálida que le bajaban aún por el pecho y las costillas; los oídos gritaban de dolor a cada paso que daba.

El vagabundo levantó la vista cuando pasó a su lado.

—¡Estás sangrando! —dijo e hizo ademán de levantarse, pero Jack lo dejó atrás y no paró de correr hasta llegar a casa.

El sol se marchaba del cielo, pero oía el cortacésped en la parte de atrás y dio gracias de que Merry no estuviera allí para hacerle preguntas.

Corrió al piso de arriba y cogió su otra sudadera de la percha de detrás de la puerta donde colgaba la ropa para que los ratones no se la mearan.

Cogió la mochila. El martillo. Entraría por la puerta del cuarto de baño. No se lo esperarían. No aquella noche. Mataría a Adam While mientras la estúpida de su mujer no pararía de gritar y desearía haber llamado a la puta policía.

Ir a la siguiente página

Report Page