Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 39

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El bando municipal convocaba a todos los vecinos de Madrid a llenar la plaza de Oriente aquel lunes. A los estudiantes les cancelaron las clases y a los funcionarios les dieron el día de permiso; las empresas y negocios particulares recibieron la orden de dejar a sus empleados libertad para salir a media mañana.

Nuestro autobús nos recogería en Pinar 5 a las diez y media. En previsión de la catarata de actividades, opté por levantarme temprano; alrededor de las ocho ya estaba dentro del ascensor del edificio de mi padre, con la intención de ver al menos unos minutos a mi hijo antes de enfrentarme a mis obligaciones. La casa empezaba a ponerse en marcha, Víctor aún dormía. Phillippa me ofreció un reporte exhaustivo y me garantizó que el niño seguía encantado, se había hecho inseparable del gato de la portera y no parecía acusar mi ausencia en exceso. Miguela nos sirvió un café a mi padre y a mí, él aún en pijama y batín, yo ya vestida de azul petróleo para la jornada. Lejos de todo protocolo y a pesar de tener un piso espléndido, mi prisa motivó que nos sentásemos en la cocina; por un instante me pregunté qué habría pensado Olivia de habernos visto.

Comenté retazos de la cena con el director de la Oficina de Información Diplomática, él arrojó luz sobre algunas de mis sombras.

—Este Diego Tovar del que me hablas, por el cargo que ocupa, debe de ser uno de los propagandistas de Acción Católica.

Después de la caída del nazismo y del fascismo italiano, me contó tras dar un sorbo a su taza, la Falange estaba perdiendo parte de influencia en algunos puestos relevantes, sobre todo en aquellos entornos vinculados a las relaciones externas. Entre las diversas familias que pululaban a su alrededor, el Caudillo había optado ahora por un contrapeso a base de líderes propagandistas: miembros de un movimiento hondamente cristiano e igual de anticomunista, pero no tan radicales.

—Pese a esas permutas —añadió—, no creas que la cosa ha cambiado en extremo. Se pretende ahora dar una visión menos dura del Régimen, se ha eliminado el saludo fascista y se supone que tenemos una Ley de Sucesión en marcha. Pero corre una chanza entre el pueblo, cercano siempre a la ironía para no hundirse: todo es básicamente lo mismo, solo que antes, al entrar en un despacho o en cualquier entidad oficial, era común alzar el brazo y gritar un ardoroso ¡Arriba España! Ahora, con susurrar Ave María Purísima, se dan por contentos.

Reí con flojera apurando el café, hora de marcharme.

—Martín Artajo, el ministro de Asuntos Exteriores, es ahora mismo el más relevante entre ellos —concluyó mi padre levantándose para acompañarme hasta la puerta—. Es de suponer que dentro de su ministerio haya nombrado a gente de su cuerda. A tu nuevo amigo, por ejemplo.

Con aquella palabra aprendida, propagandistas, emprendí el camino de vuelta. Sentía un punto de tristeza por haber visto a Víctor tan solo dormido, y mucha tranquilidad a la vez al saber que estaba bien cuidado y a gusto. Por encima de todo eso, sobrevolando a los católicos metidos en política y el sueño de mi hijo, mantenía dentro de mí algo que me turbaba, me trastornaba y me conmovía en lo más profundo: Ramiro Arribas. El hombre que se dirigía en la madrugada, apuesto y seguro de sí mismo, a bailar un tango bajo las estrellas de la cuesta de las Perdices.

El instante brevísimo en que nuestras miradas se rozaron fue suficiente para reconocernos. Habían pasado casi once años desde que me dejó aquella carta demoledora en nuestra habitación del hotel Continental de Tánger, antes de darse a la fuga como un miserable. Atrás quedé yo, abandonada, embarazada, sin dinero y sin las joyas de mi herencia, cargada de miedos y deudas. Ninguno teníamos idea de cómo había rehecho cada cual su vida. Yo jamás intenté averiguar su paradero, y que él me hubiera seguido a mí el rastro habría resultado harto complejo tras mis cambios de identidad y territorio. Con todo, sin opción a duda, ambos supimos al instante quiénes éramos. Conmocionada, me aferré al brazo de Diego Tovar para abandonar aquel sitio cuanto antes; Ramiro se quedó parado, mirándome mientras su vistosa acompañante le tiraba de la manga intentando arrastrarlo al centro de la pista. Con su presencia aún dentro de mi memoria, tras la visita tempranera a Hermosilla llegué a Pinar 5 de nuevo.

El autobús nos dejó en el patio de la Armería del Palacio Real; me habría gustado haber tenido algo de tiempo, veinte minutos me habrían bastado, para asomarme a mi barrio, mi plaza y mi calle, los territorios de mi infancia y juventud, a tan escasa distancia. Pero no pudo ser, no debía desprenderme del grupo. En pelotón subimos la imponente escalinata de mármol flanqueada por alabarderos, todo alrededor se desplegaba con majestuosidad: la envergadura de las estancias, los tapices, alfombras, lámparas. La crudeza de la guerra había dejado maltrecho el edificio, dos años de reformas lograron curar sus heridas sin que ahora se notaran demasiado las cicatrices. Después de que la familia real partiera precipitada hacia el exilio, solo Azaña como presidente de la República lo habitó temporalmente. Franco, austero en sus gustos, había optado por instalarse en el Palacio de El Pardo, más alejado y modesto. Al Palacio Real solo acudía para actos de pompa y boato. Como este.

Nos instalaron a la prensa en un salón próximo al previsto para el acto formal, rodeados por muebles con pátina de pan de oro, frescos pastoriles y paredes enteladas en seda verdosa. Del otro lado de los balcones provenía un ruido bronco y sostenido, como un bravío mar de fondo. Algunos, curiosos, nos acercamos y retiramos discretamente las cortinas. La visión al asomarnos fue impactante: miles, decenas de miles, quizá cientos de miles de personas se agolpaban en la gran plaza de Oriente y sus zonas próximas, montones y montones de cuerpos apelotonados que portaban de nuevo montones y montones de pancartas y banderas. No había en el cielo ni una nube y el calor empezaba a apretar con fuerza; imaginé cómo habría de sentirse esa masa compacta, sin apenas sombras para protegerse.

En algún momento apareció Diego Tovar, impecable como siempre. Saludó a unos y otros con simpatía, besó las manos femeninas y estrechó las de los hombres. A algunos les estampó cálidas palmadas en la espalda, incluso bromeó con los periodistas norteamericanos más correosos hasta soltar juntos una carcajada. Su habilidad para las relaciones públicas era innegable; me pregunté cuánto beneficio le acabaría sacando. Me dejó para el último lugar en su cadena de cortesías, no como desaire sino a modo de deferencia, para poder dedicarme algo más de tiempo. Me preguntó cómo me encontraba, si había descansado; tras el abrupto encuentro con Ramiro la noche anterior en Villa Romana, había alegado un hondo cansancio durante el camino de vuelta para disimular mi desconcierto.

En breve empezamos a percibir carreras y órdenes. Ya llegaban, ya estaban allí el Caudillo y su invitada. Nos hicieron pasar al gran Salón del Trono y nos situaron con discreción en uno de los laterales. Las cortinas estaban echadas, blindando la estancia del luminoso mediodía; docenas de velas en candelabros y apliques con tenues bombillas iluminaban la estancia dándole un aspecto un tanto lúgubre. Quizá por esa ausencia de claridad, creí que mi visión me estaba jugando una mala pasada cuando vi entrar a Madame Perón junto a Franco uniformado. Pero no. A medida que se acercaban al centro del salón, fui consciente de que no me equivocaba. Aquel 9 de junio en que se superaban los treinta grados, encima de su vestido de tafetán, la esposa del presidente argentino lucía un fastuoso abrigo de martas cibelinas que para mí habría querido en mis primeras semanas en Londres, cuando los termómetros se empeñaron en mantenerse bajo cero. Refractaria a la simplicidad, la ilustre dama acompañaba el singular atuendo con una especie de casquete del que colgaban, hasta quedarle por debajo del hombro, unos penachos con vistosas plumas.

Procedieron entonces a un larguísimo besamanos, con ambos dignatarios situados en el centro de la estancia. Por delante pasó toda una corte de autoridades civiles de frac, militares de gran gala y señoras con amplias pamelas. Hubo algunos despistes y errores, codazos y hasta empujones; quite usted de ahí que ese es mi sitio, susurró más de uno, todos se esforzaban por estar lo más cerca posible de los protagonistas, en algún momento tuvieron que intervenir los funcionarios para recomponer el orden. Una vez concluyó la tediosa secuencia de saludos, con el Gran Collar de la Orden del Libertador General San Martín cayendo desde sus hombros y la banda correspondiente atravesándole el vientre voluminoso, el Caudillo de España por la gracia de Dios se colocó las gafas en la punta de la nariz, sacó su vocecita y procedió a leer un campanudo discurso repleto de alusiones a la fe, la concordia, el afecto entre los pueblos y la gran familia hispana.

Llegó acto seguido el momento de prenderle en el pecho a doña María Eva Duarte de Perón la Gran Cruz de Isabel la Católica, en formato de vistoso broche. El valor simbólico de la condecoración se suponía excelso y el valor material tampoco debía de ser escaso: oro macizo, rubíes llenando los brazos, perlas en las puntas y numerosos brillantes. En el centro, sobre esmalte, las dos columnas de Hércules enlazadas por una cinta, con la inscripción Plus Ultra. Muy pocos ostentaban tan alto honor, aquello era un gesto de altura.

Tras un cerrado aplauso, la esposa del presidente argentino se preparó para responder con otro discurso igual de ampuloso, en el que encadenó el espíritu de la reina católica con más alusiones a la fe, la divina providencia y el amor entre los pueblos. Comprobé que leía con soltura; aunque en la prensa española se habían omitido radicalmente las alusiones a su pasado, por los informes de Kavannagh yo estaba al tanto de que durante años Eva Perón había sido actriz, o aspirante al menos. Nunca alcanzó el éxito, pero el hecho de haberse subido a escenarios y, sobre todo, de haber interpretado radioteatros la ayudaba a moverse con desparpajo frente a las audiencias, las cámaras y los micrófonos.

El corresponsal de The New York Herald Tribune, en un español macarrónico pero comprensible, había preguntado durante el trayecto en autobús a Valentín Thiebaut, el enviado del diario argentino Democracia, si era cierto que al redactor de discursos lo habían subido al avión en el último minuto por orden del mismísimo presidente, temeroso de la habilidad oratoria de la primera dama. A esas alturas, todos sabíamos que Democracia era el periódico argentino más afín al peronismo, alguien llegó a comentar incluso que era propiedad personal de la Señora.

Mientras ella seguía desmenuzando las frases rimbombantes que le habían escrito y sonaban los fogonazos de los flashes de los fotógrafos, yo me dediqué a cumplir con mis planes. El primer objetivo que me planteé fue buscar entre los presentes a los miembros de su séquito a los que debería intentar acercarme. Los localicé en primera fila, a un lado, rodeados de generales, prelados y altos gerifaltes. Ninguno presentaba nada particularmente distintivo, todo en ellos era correcto pero, en cierta manera, los percibí diferentes, como menos rígidos y agarrotados que los nuestros. La señora vestida de malva con un discreto tocado de flores en la cabeza supuse que sería Lillian Lagomarsino, la acompañante y consejera. Al señor maduro de torso ancho lo identifiqué como Alberto Dodero, el magnate naviero encargado de coordinar y sufragar la parte no oficial del viaje. Y el más joven, el de cabello peinado al agua y fino bigote, anticipé que era el hermano, el picaflor que pocos años atrás vendía jabones y ahora era pieza crucial en el engranaje de la presidencia. Juancito lo llamaban.

Terminó el discurso y sonó una ovación cerrada, los subalternos procedieron raudos a abrir por fin los balcones y una especie de rugido atronador brotó desde la plaza. Salieron Franco, doña Eva y detrás los ministros y cargos más sustanciales; había micrófonos de Radio Nacional de España preparados. La multitud parecía enloquecida, agitando eufórica banderolas y pañuelos, gorras, pancartas, sombreros. Una consigna comenzó a sonar con cadencia palpitante, cada vez más robusta.

—¿Qué dicen? —me preguntaron mis compañeros.

Estábamos apelotonados, agucé el oído, resultaba difícil distinguir las palabras exactas en aquella vibración que recordaba a recios tambores. Hasta que lo tuve claro, me volví y lo repetí, luego lo traduje. Franco, Perón, un solo corazón: eso era lo que coreaba la masa. Extasiados, con complacientes sonrisas plantadas en los rostros, el Caudillo y su huésped aguardaron unos largos momentos mientras el pueblo seguía desgañitándose. Franco, Perón, un solo corazón. Franco, Perón, un solo corazón. Hasta que por fin ella tomó la palabra.

Fue breve pero sumamente eficaz, habló con vehemencia y garra. A pelo, sin papeles ahora, hizo alusión a los descamisados, los desfavorecidos y los obreros, a los derechos de los trabajadores, la reconquista social y la justicia de los pueblos. A algunos de los dirigentes franquistas que ocupaban la retaguardia del balcón principal les corrieron gotas de sudor por las sienes, más de uno creyó escuchar ecos de una Pasionaria con acento porteño.

Los cientos de miles de madrileños, indiferentes a la canícula, seguían aplaudiendo y vitoreando con ardor. Probablemente las palabras concretas de la primera dama les importaban bien poco; habrían aplaudido de igual modo a cualquier cosa que de su boca saliera. Aquello era un jolgorio, un circo gratuito, un día de fiesta, y les habían dicho que esa señora traería a España pan y carne a montones, y eso en verdad era lo que les importaba. Franco, a pesar de los reclamos un tanto subversivos de la invitada, contemplaba pletórico la respuesta pública a su llamamiento. Eso era justo lo que él quería: aclamación popular masiva, mostrar la visión de un pueblo unido en torno a su líder. Que se enterase bien enterado el mundo de cómo España lo vitoreaba.

Estaban despidiéndose ya, agitando los adioses con las manos y a punto de regresar al Salón del Trono, cuando una cadencia musical empezó a brotar desde la explanada.

—¿Qué cantan? —volvieron a preguntarme mis supuestos compañeros de oficio.

Tardé unos segundos en captarlo, hasta que caí en la cuenta: entonaban el Cara al Sol, con brío y con ganas. La gigantesca multitud, espontánea e imparable, brazo derecho en alto, vociferaba ahora el himno falangista, ajenos por completo a la imagen renovada que los nuevos fichajes de Acción Católica pretendían mostrar más allá de nuestras fronteras. Por agradar o por mostrarse agradecida o por mero contagio automático, doña Eva Duarte pareció unirse a la masa y dio la sensación de marcar por un instante el viejo saludo fascista. Un murmullo de ronco desagrado se esparció entre los periodistas extranjeros a mi espalda. Miré alrededor: percibí al ministro de Exteriores con el rostro transmutado, a Diego Tovar conteniendo las ganas de echarse las manos a la cabeza y a otros cuantos altos propagandistas mascullando quejas o plantando gestos de irritación en el rostro. Las masas, entretanto, seguían coreando con entusiasmo febril en la plaza: formaré junto a mis compañeeeros, que hacen guardia junto a los luceeeros… Dentro del palacio, unos cuantos anticipaban ya la noticia en la prensa internacional del día siguiente. Nada ha cambiado en España a pesar de las aparentes nuevas tornas, dirían los periódicos norteamericanos, ingleses, franceses. La camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer seguía estando viva y presente. El temible Eje Roma–Berlín del fascismo había desaparecido tras el fin de la guerra mundial; ahora, apuntarían diversos cronistas, parecía tenderse otro con ideología similar entre Madrid y Buenos Aires. Y Eva Perón, escribirían algunos, había venido a rubricarlo.

El acto se dio por terminado, se formaron corrillos, sonaban despedidas e intercambios de pareceres, pero nadie osaba irse hasta que el Caudillo y la esposa del presidente Perón no salieran por la puerta. Observé con atención el panorama y valoré la oportunidad hasta decidir que sí, que era el momento. Vamos a por él, musité mientras me pasaba con discreción las palmas por las caderas para dejarme la falda limpiamente ajustada al cuerpo. Planté una tremenda sonrisa y me dirigí con paso airoso hacia mi presa.

—Livia Nash, del Servicio Latinoamericano de la BBC —saludé tendiéndole la mano—. Es todo un honor conocerlo, señor Dodero.

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