Sira

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Tercera parte. España » 57

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No pude verlos, pero las voces atravesaron nítidas la madera. Idiota, imbécil de mí, había dado por hecho que pasarían la jornada en aquella piscina Stella, refrescándose en su agua azul, tumbados cara al cielo en sendas hamacas. No conté con los imprevistos, ingenuamente.

—Ya estamos, verás cómo te sentís mejor ahora, no sun here, no sun in this room, ¿me entiendes?

Él mezclaba el español de dos continentes con palabras sueltas del inglés, ella replicó con apenas un murmullo.

—Acá —indicó Ramiro—. Here, on the bed, tumbate.

Crujió el somier y Phillippa, tan británicamente correcta siempre, pronunció un muchas gracias con inmensa flojera. Tendida ella, oí cómo él se movía por la habitación, el tintineo de la llave al caer sobre una superficie, los goznes de una puerta del armario, de nuevo el cierre. Entretanto, yo permanecía a oscuras con el corazón a punto de saltarme de la boca, sentada, acurrucada detrás de la cortina, oculta dentro de la bañera.

Mi suposición inmediata fue que Phillippa no se encontraba bien. Tendrían la culpa sin duda un sol en exceso agresivo para su piel sajona, un golpe de calor en las horas más cruentas; quizá él le hizo beber algo de alcohol, vermut en el aperitivo o sangría en el almuerzo, a saber. Y ella no estaba acostumbrada a probar ni una gota. Ramiro, responsable de la chica aun a disgusto, no tuvo más remedio que resguardarla en su cuarto del hotel, hasta que se le pasara el malestar; a saber con qué mañas logró meterla sin estar registrada en los libros de la recepción. Entre mareos y vahídos, la nanny sospecharía sin duda que lo más conveniente sería volver a Hermosilla, pero él habría tomado las riendas y quizá a la pobre chica le faltó energía para insistir, o quizá se moría de vergüenza.

A mis conjeturas seguía dando vueltas cuando Ramiro empujó con ímpetu la puerta del cuarto de baño. De un manotazo encendió la luz, yo encajé entonces la cabeza entre mis rodillas, queriendo desintegrarme, descomponerme entera. Oí cómo abría un grifo y el agua salía de la cañería a trompicones, oí cómo se frotaba las manos, llenó luego un vaso, intuí después que estaba mojando algo, tal vez una toalla o un pañuelo. Volvió a la habitación dejando la puerta del aseo abierta y la luz encendida; debió de darle de beber a Phillippa, ponerle después el tejido en la frente, ella volvió a musitar un thank you sin apenas fuerzas.

Transcurrió un espacio de tiempo que se me hizo infinito. Él le preguntaba a ella cómo se encontraba de tanto en tanto, sin entusiasmo y sin fingir afecto alguno, noté en su voz un fastidio creciente. En algún momento agarró el teléfono, pidió a la centralita un número de habitación dentro del mismo hotel, pero no obtuvo respuesta. Pidió luego otro, pasó lo mismo, devolvió el auricular a la horquilla sin delicadeza, con un ruido seco. Estaba claramente contrariado, nada debía de estar saliendo como él pensaba, los demonios se le removían por dentro.

Pasó otro rato que se me antojó igual de eterno; él se había tumbado en la cama gemela, lo oí moverse inquieto como si le costara trabajo encontrar una postura cómoda, lo oí ojear una de sus revistas pasando las hojas ruidoso, lanzarla a suelo. Yo seguía entretanto dentro de la bañera, con los brazos alrededor de las piernas dobladas, la espalda arqueada, inmóvil en la posición de un feto; no pude evitar una sacudida cuando sonó el teléfono. Ramiro lo alzó con ansia, casi con violencia.

Capté la conversación a retazos, su impostado acento porteño hizo que se me escaparan detalles, incluso fragmentos. Pero me quedé con lo sustancial. Y lo sustancial era una ristra de embustes con relación a su supuesto futuro encuentro con Dodero. Que ya estaba todo casi listo, a punto de cerrar la reunión decisiva, pendiente tan sólo de concretar el momento. Que las previsiones eran soberbias, prometedoras al máximo; el viejo armador iba a aceptar comprarles, sin el menor género de dudas, todo lo que ellos se disponían a ofrecerle: repuestos y piezas para los hidroaviones, y suministros diversos. Que no se preocupara el otro en absoluto, insistió, porque toda la cuantiosa plata que ya había adelantado, una suculenta cantidad al parecer, tendría su retorno duplicada, multiplicada por tres, por cuatro, por cinco incluso.

—En Chicote nos vemos a las diez, dale, perfecto.

Colgó y resopló, soltó un exabrupto. Y después, incapaz de hacer más, impotente y harto con Phillippa al lado ya más serena, se fue dejando arrastrar él mismo por el sueño.

Había doscientos sesenta y ocho azulejos en el alicatado de los tres laterales de la bañera, los conté uno a uno varias veces: eran brillantes, perfectamente simétricos en su cuadratura, con un tono entre azulado y verdoso. Sobre un estante descansaban una pastilla de jabón y una esponja; la cortina que impedía que se salieran los chorros de la ducha estaba confeccionada en tejido color vainilla, los pespuntes a máquina. En todo eso me fijé con concentración extrema para intentar mantener engañado al miedo.

Cuando creí tener la certeza de que Ramiro se había quedado dormido, empecé a levantarme despacio, con sigilo, atenta. Al descorrer unos palmos la cortina, vigilé con la vista alzada para que las argollas metálicas que la sostenían no chocaran entre sí, ni se deslizaran sobre la barra haciendo ruido. Subiéndome la falda, saqué de la bañera primero una pierna y luego la otra, apoyé tan sólo las puntas de los pies en el suelo. Me palpé los muslos para confirmar que llevaba en los bolsillos el costurero y las llaves de mi habitación. Bajé por último el interruptor de la luz con toda la lentitud posible para que no sonara apenas; anticipé que la oscuridad jugaría a mi favor si tenía la desventura de que él se despertase.

Me adentré en la habitación despacio, con pasos cautos me acerqué a la cama de Phillippa, al pasar junto a los pies vi sus zapatos y el bolso en el suelo. Descarté los primeros pero me agaché a recoger el segundo y me lo colgué del hombro. Al alcanzar la cabecera me incliné hacia ella, preparé mis manos. Conté hasta tres para moverlas de forma simultánea: con una le cubrí firmemente la boca a fin de que no gritase, con la otra le agarré un brazo y tiré para alzarla.

—Soy yo, Mrs Bonnard —susurré en su oído antes de que ella lograra reaccionar—. Tenemos que salir de aquí ahora mismo; for God’s sake, no digas nada.

A pesar del susto, en una ráfaga de súbita lucidez pareció reconocerme. Logré que se pusiera en pie, tambaleante y floja.

—Nos vamos, Phillippa, ¿me entiendes? —insistí en voz apenas audible, aún la mantenía sujeta y con la boca tapada.

Dijo sí con la cabeza, enfática.

—Good girl, let’s go —musité a breves centímetros de su oreja.

Le dejé libre finalmente la boca, la sostuve por los hombros y la impulsé a avanzar. Un paso, otro paso, otro más, otro. En siete estábamos en la puerta, en nueve habíamos salido al pasillo; no cerré del todo para evitar el ruido. Atrás dejábamos un par de sandalias, a Ramiro dormido y la Gran Cruz de Isabel la Católica oculta en su neceser dentro del cuarto de baño.

La llevé deprisa a mi habitación, la sumergí en agua templada, pareció ir recuperándose. La consolé cuando lloró y me pidió disculpas compungida; mencionó el calor y el sol y el red wine y unos combinados dulces cuyo contenido alcohólico ella ignoraba. La tranquilicé, la obligué a callar, le dije que todo estaba bien, la acosté de nuevo. En torno a las once de la noche, hice dos llamadas. Una a recepción, para confirmar que Ramiro ya había salido. Otra a mi padre, para que viniera en un taxi a recoger a la nanny resacosa, churruscada y descalza.

En el comedor de tu hotel, en media hora.

Un botones le llevó esa nota mía a Ramiro a la mañana siguiente. A cambio de un par de duros, el chaval me prometió que no dejaría de llamar a la puerta de la habitación 417 hasta que se la entregase en mano a su ocupante. Eran casi las diez, y para entonces yo ya había dejado hechas unas cuantas cosas. La más fácil fue confirmar que Phillippa había pasado una noche decente, que ya estaba levantada y a cargo de Víctor, con la piel enrojecida y dolorida, pero en orden.

Bastante más incómodo fue hablar con Diego Tovar. Por indicación de su oficina, lo localicé en Vigo. Tras una breve visita a Santiago, la etapa gallega del viaje seguía echando humo; sólo el recuento de compromisos y actividades resultaba mareante. Madame Perón y su séquito habían dormido en el pazo de Castrelos, el resto de la comitiva en el hotel Universal. Para justificar mi ausencia, hube de echar mano a unas cuantas fabulaciones.

—¿Cuándo crees que podrás reincorporarte? —lo oí entre interferencias.

Su interés se me antojó sincero. Por el reportaje para la BBC, seguro. Quizá también un poco por mí misma.

—Intentaré estar lo antes posible en Barcelona.

—Contacta con mi oficina y pide lo que necesites. Billetes, un coche, cualquier cosa.

Imposible que intuyera que yo estaba a punto de reunirme con el indeseable que me había arrastrado por el barro en otro tiempo, pero su voz sonó como si lo supiese.

—Cuídate, Livia. —Hizo una pausa antes de añadir—: Se te echa de menos.

Rebobinaba en mi cabeza la conversación con Diego Tovar, lamentando tener que mentirle a él también, cuando en el comedor entró Ramiro. Lo esperaba yo en un lateral discreto frente a una taza de té, me vio de inmediato. Traía una de las camisas y una de las chaquetas claras que le vi en el armario; llevaba el pelo mojado y pulcramente peinado, recién salido de la misma ducha donde la tarde anterior yo misma había pasado unas horas de espanto.

—Antes incluso de darte los buenos días, Sira, quiero pedirte disculpas...

Se inclinó hacia mí, como si pretendiera enfatizar su justificación y su saludo con un único beso en la mejilla, a la manera argentina supuse que sería. Eché la espalda hacia atrás rechazándolo. Se sentó enfrente, siguió con sus mentiras.

—Sólo pretendía que la chica se distrajera un poco pero en un despiste se me fue, la busqué por todas partes pero no hubo forma...

—Déjalo estar —zanjé.

Me miró fingiendo desconcierto.

—¿De verdad, no te importa saber cómo fue que...?

Un camarero de chaquetilla blanca se acercó a la mesa; intentó entregarle una carta de desayunos que él rechazó, casi se la clavó en los riñones al devolvérsela sin miramiento. Tenía claro lo que iba a tomar, Ramiro siempre tenía claro todo. Pidió de corrido huevos con tocino poco hecho, panecillos con mantequilla, macedonia de frutas, café negro en taza grande, jugo de naranja tamaño doble. Cuando volvimos a quedar solos, cerré los ojos y aspiré por la nariz. Los abrí a la vez que expulsaba el aire por la boca despacio, como si me estuviera armando de paciencia.

—Estoy cansada de ti, Ramiro, de tus presiones y tus intimidaciones y tus exigencias.

—Te equivocas, cariño. La inglesita es sosa pero linda, de verdad me gusta, en serio.

—Y tras intoxicar a la pobre chica con bebidas alcohólicas y casi provocarle quemaduras de segundo grado, ¿qué vendrá luego?, ¿adónde querrás llevar a mi padre?, ¿qué plan se te ocurrirá para mi hijo si no accedo a tus deseos?

—Por Dios, Sira...

—Te conozco, Ramiro. Han pasado más de diez años, pero sigues siendo el mismo. Nada te frena cuando tu voluntad tiene claro su objetivo, para ti no existen los impedimentos.

—No quiero que pienses eso de mí, no...

Planté las palmas de las manos sobre la mesa, me incliné hacia él, sobria y seria.

—Tú ganas.

Alzó una ceja, una tan sólo, como si fuera un galán de cine. Recién levantado, seguía atractivo el muy rastrero.

—No quiero que vuelvas a molestar a los míos, no quiero más problemas, no me fío de ti ni un pelo. Me rindo. Me duele confesarlo porque no te lo mereces, pero tiro la toalla. Tendrás tu reunión con Dodero.

Me miró calibrando mi decisión imprevista. Quizá la satisfacción le corría por las venas, pero se contuvo y no mostró ese júbilo abiertamente. Era un golfo de los pies a la cabeza, pero no un loco arrebatado, sabía lo que convenía en cada instante.

—Te lo agradezco, Sira. De corazón, te lo agradezco.

Para ratificar sus palabras, se llevó la mano derecha al pecho. Fingía bien, parecía hasta honesto en sus reacciones. Pero hice caso omiso y me concentré en terminar mi té con aparente indiferencia.

—Lo único que queda por concretar —dije al separarme la taza de los labios— es el momento. Intentaré que sea lo antes posible, así dejarás de incordiarme y yo podré olvidar este desagradable asunto.

Dejé la taza sobre el plato, me dispuse a levantarme. Caballeroso, me imitó y se acercó a retirarme la silla. Amagó luego con dar un paso, lo rechacé tajante.

—No es preciso que me acompañes, disfruta tu desayuno.

Ya le había dado la espalda cuando añadí, sin mirarlo:

—Te informaré de lo que acuerde con el naviero.

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