Sira

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Primera partePalestina » Capítulo 4

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Envié aquellas postales, sí. Después, con el paso de los días y las semanas y los meses, mis escritos fueron cartas. Cartas a mi madre, dirigidas a sus señas tetuaníes de señora bien casada. Cartas a mi padre, a las señas de su piso de Hermosilla. A mi amigo Félix, que se había mudado a Tánger tras enterrar a su odiosa madre sin verter ni una lágrima. A Candelaria, a Rosalinda, aunque su dirección fuera siempre cambiante. Largas cartas para todos dentro de las cuales, a pesar de la multitud de letras encadenadas, nunca contaba gran cosa. Les narraba tan solo fogonazos, pequeños detalles y anécdotas, como si mis ojos fueran los de una turista de luces escasas y frivolidad suprema. La dulzura de las sandías, el sempiterno regateo en los bazares de los zocos, la estampa impactante de aquellos judíos ultraortodoxos que se golpeaban la cabeza contra el Muro de las Lamentaciones.

Jamás mencioné el flanco más áspero, ni una sola palabra dedicada a los estallidos de violencia. Como si Jerusalén fuera un balneario y yo viviera en una luna de miel perenne. Para qué describir las complejidades y los conflictos que se enmarañaban sin esperanza de solución en ese lado del mundo. Qué sentido tenía mencionar los compromisos de Marcus y mis desvelos, sus incertidumbres, mis miedos.

El verano acabó con pronósticos ingratos: el nuevo Gobierno británico del laborista Clement Attlee se mantenía férreo en la decisión de no permitir en suelo palestino la acogida de judíos europeos a gran escala. En respuesta, los hebreos locales mostraron abiertamente su rechazo. La mayoría de la población canalizaba su notorio malestar con protestas y reclamaciones exigentes pero pacíficas; había no obstante también otras formas de mostrar el desacuerdo. Los tres grupos armados clandestinos —la Haganah, Irgun y Lehi—, que hasta el momento ejercían su violencia por separado, apartaron sus diferencias transitoriamente y se unieron en común rebelión contra el Mandato de los ingleses. Sus objetivos en esos días fueron puestos de policía, radares, refinerías de petróleo, líneas ferroviarias. Desde dónde llegarían las siguientes agresiones y hacia qué objetivos dirigirían su furia suponía para árabes y cristianos una incertidumbre permanente.

Marcus y yo continuábamos entretanto instalados en el American Colony, apartados del bullicio urbano. La marcha de otros huéspedes nos permitió mudarnos dentro de sus instalaciones a una estancia mayor, casi un apartamento. Bertha Vester y su atento servicio se seguían ocupando de nosotros, nos daban de comer, nos lavaban la ropa, ponían un auto con conductor a mi disposición cuando lo necesitaba, me invitaban a sumarme a actividades y eventos. Aun así, quizá porque carecía de funciones concretas, o tal vez por la extrañeza del entorno, a pesar de mis esfuerzos y del paso de los días me costaba trabajo hallarme en el papel de esposa expatriada y, sobre todo, inactiva.

El arranque del otoño trajo tormentas de arena y polvo del desierto; con ellas, prosiguieron los disparos y los arrestos, las revueltas callejeras, armas que pasaban de mano en mano y estallidos de artefactos caseros. Después llegaron las primeras lluvias, purificadoras, bienvenidas, sanadoras para las mentes atribuladas y los terrenos resecos. Los días se hacían más cortos, la ciudad parecía replegarse. Y en medio seguía yo, la modista que ya no cosía, la conspiradora que ya no conspiraba, la desocupada esposa de un británico con resbalosas responsabilidades que pasaba más tiempo fuera que a mi lado. Así transcurría mi existencia, intentando nadar entre dos aguas, esforzándome por hacer equilibrios como un funámbulo.

Por un lado pretendía disfrutar la experiencia de vivir en aquella Jerusalén tan significativa para tres credos. Con ese fin me había sumado a diferentes visitas a la Ciudad Vieja; mis pies recorrieron la Vía Dolorosa y las callejas escalonadas de los distintos barrios, mis ojos contemplaron el Santo Sepulcro y el Cenáculo, la Torre de David, la Cúpula de la Roca, la catedral armenia de Santiago. Aprendí a distinguir las particularidades de las distintas comunidades, podía identificarlas por sus lenguas, sus veneraciones, sus atuendos. Los sacerdotes griegos con sus barbas y sus mitras, mis compatriotas franciscanos y sus hábitos marrones amarrados con un modesto cordón de tres nudos, los judíos ortodoxos con sus abrigos negros, sus enormes sombreros y los tirabuzones cayéndoles por delante de las orejas, a ambos lados de la cara.

Junto a ellos, en movimiento por el laberinto de sus entrañas, vi también a la gente común, musulmanes y judíos y cristianos, niños, mujeres, hombres dedicados a sus pequeñas tareas cotidianas, a sus rutinas, sus ventas y sus compras de panes, aceite, higos, garbanzos, velas, pescado. Y entremezclándose entre esos habitantes de siempre, contemplé también a jóvenes colonos hebreos tostados por el sol y vestidos de kaki que se movían con paso entusiasta, a peregrinos y visitantes recién llegados desde mil puntos del globo terráqueo, cabras flacas y burros cargados de mercancías, beduinos del desierto, niñas rubias inglesas en uniforme de colegio y otro montón de gentes diversas que se juntaban y separaban constantemente, se amalgamaban y disgregaban por las calles, las plazuelas y los callejones como si fueran cristales de colores dentro de un caleidoscopio.

A pesar de intentar evitarlo, sin embargo, no lograba dejar de sentir una inquietud perenne clavada en los huesos. Marcus se marchaba temprano, a menudo volvía tenso, a veces se iba fuera dos o tres días, a Tel-Aviv o a Jaffa o sabía Dios dónde, siempre insistía en que no me preocupara por él, en que yo misma tuviera cuidado. Cuando estaba conmigo, no obstante, procuraba aliviar mis preocupaciones, quitar hierro a mis miedos. Algunas noches —las menos— nos retirábamos temprano a nuestra habitación del American Colony y me hablaba sobre sus asuntos hasta donde le era posible, a veces incluso un poco más de lo prudente, y después hacíamos el amor sin prisa y nos susurrábamos al oído promesas y proyectos. En otras ocasiones —las más—, él proponía que saliéramos. Sin duda se mostraba sincero cuando insistía en proporcionar a mis jornadas algo de entretenimiento, cenas, bailes, sitios, gentes. Pero también era cierto, y yo lo sabía, que aquella vida social nocturna y expansiva resultaba de interés para su misión: de una forma u otra, absorber información era su trabajo, y esta podría reptar por cualquier rincón en las madrugadas.

A menudo acudíamos al Fink’s Bar, un pequeño local repleto de humo y variedad en los rostros, las bebidas y las lenguas; otras noches transcurrieron en el club del Semiramis o en el sótano del Jasmine House Hotel, the press ghetto lo llamaba Marcus por ser el lugar donde se alojaban los corresponsales ingleses y americanos. Lo que más solíamos hacer, sin embargo, era ir a casas particulares, residencias privadas en las que se organizaban reuniones concurridas, cenas en los barrios árabes de Katamon o Talbiya, ocasionalmente en el judío de Rehavia, cocktails o veladas en las villas de abogados, intelectuales o empresarios conectados de alguna forma con Europa, o compatriotas de Marcus o residentes extranjeros de paso: excusas siempre para continuar debatiendo, copa o vaso en mano, sobre la cuestión palestina y su inquietante futuro.

En ocasiones, de vuelta en el American Colony a las dos o las tres o las cuatro de la mañana, mientras yo me acostaba, Marcus se quitaba la chaqueta y la corbata, se doblaba las mangas de la camisa, encendía la pequeña lámpara del escritorio y se sentaba a trabajar tenaz y concentrado, insomne. Yo solía contemplarlo desde la cama, esforzándome para que no me arrastrara el sueño. Me gustaba ver su perfil recortado por la luz amarillenta de la bombilla, sus brazos desnudos desde los codos, el pelo algo revuelto ya a esas horas. Hasta que el ruido rasposo de la pluma sobre el papel terminaba haciendo que se me cerraran los ojos, sin saber cuánto tiempo aún se quedaría él escribiendo y qué palabras usaría para trasladar a sus informes las inquietudes que procesaba su cerebro.

El principio de noviembre trajo por fin al nuevo alto comisario, Sir Alan Cunningham, uno de los destinatarios de esos documentos exhaustivos que Marcus iba acumulando en los archivadores del despacho que le fue asignado dentro del King David Hotel, junto a las oficinas de sus compatriotas del Secretariat. Se trataba de un veterano militar de gran porte al que acababan de encargar un cometido repleto de obstáculos y sinsabores. A su bienvenida en Government House acudieron funcionarios de alto rango, militares aderezados con medallas y condecoraciones, diplomáticos de todos los rincones, representantes de grandes corporaciones y ciudadanos locales prominentes. Más los líderes, cómo no, del Alto Comité Árabe y de la Agencia Judía. Más nosotros, Marcus vestido de etiqueta, yo envuelta en una de mis creaciones.

Nos recibió la guardia de honor de la Highland Light Infantry, hubo salvas y vítores al rey y al Imperio en los jardines de la residencia del Monte de los Olivos mientras la tarde caía sobre la Ciudad Vieja, haciendo brillar las cúpulas doradas y sacando tonalidades mágicas a las piedras. La carta de su nombramiento se leyó ceremoniosamente en las tres lenguas dentro del gran salón de baile. Tomó juramento el más alto cargo del Tribunal Supremo del Mandato, ataviado con pompa protocolaria y larga peluca. Sería el séptimo nombramiento titular del más alto dignatario en la Administración británica. Nadie anticipó que se trataría del último.

Mientras la banda militar desplegaba por el aire los acordes de God Save the King, no pude evitar el recuerdo de aquella otra recepción en la Alta Comisaría de Tetuán hacía ya ocho años, la primera y última vez que Marcus y yo acudimos a un encuentro oficial juntos, cuando Serrano Suñer quiso conocer a Beigbeder y este lo agasajó con mimo y desvelo, incapaz de sospechar que unos años después el Cuñadísimo le acabaría dando en el trasero una tremenda patada metafórica. Todo era muy diferente ahora en Jerusalén: los británicos jugaban en una liga distinta cuando de poderío colonial se trataba. Todo acontecía con otro empaque y otra dignidad, un protocolo infinitamente más excelso que el que gastaba nuestro humilde Protectorado.

No pude contenerme, mi voz llegó al oído de Marcus en forma de susurro.

—¿Cuánto tiempo va a quedarse?

Su respuesta solo contuvo una palabra.

—Indefinido.

Me mordí la lengua para no preguntarle: ¿Y nosotros? Ansiaba que nos marcháramos de aquella tierra convulsa. Adonde fuera. Cuanto antes.

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