Sira

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Primera partePalestina » Capítulo 7

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No era Nick Soutter un tipo dado a las demoras ni las dilaciones: lo comprobé a la mañana siguiente, cuando recibí su llamada a primera hora. A pesar de trabajar con las palabras, tampoco tendía a desperdiciarlas: por eso usó conmigo las justas y necesarias, ni una más. Ni una menos.

—Acepto. Confío en usted. Empezaremos en enero.

Con ese nuevo compromiso por delante nos adentramos en la Navidad de 1945. Frente a las puertas de la basílica de la Natividad en Belén, en Nochebuena, las masas clamaban para poder entrar mientras un apretado cordón de policías británicos les negaba el paso a cara de perro. Solo les estaba permitido acceder a aquellos con pases oficiales. Nosotros, por supuesto, nos encontrábamos entre esos afortunados. Y como tales, intentábamos abrirnos camino entre la multitud con enorme esfuerzo, yo con una bufanda cubriéndome hasta la nariz, agarrada férrea al brazo de Marcus y protegiéndome a la vez el vientre; él con el rostro contraído por lo tenso y estrepitoso del entorno. Gloria in excelsis, in terra pax.

Afuera quedaba una masa bullente de cristianos. Muchos protestaban, empujaban y se quejaban a gritos por el permiso que les era denegado, otros se derramaban por las calles cercanas gritando, cantando, alborozados por la festividad: todo lo contrario, en cualquiera de los casos, al recogimiento o la espiritualidad que yo imaginaba en ese ambiente. Vestidos con sus ropajes tradicionales, hasta el pequeño pueblo de Belén habían llegado coptos desde Egipto, maronitas del Líbano, anatolios de Asia Menor, sirios, etíopes, armenios y palestinos de todo el territorio cargados con antorchas. Más miles de occidentales que formaban una caravana de vehículos que se prolongaba a lo largo de kilómetros sin lograr avanzar ni un palmo. Soplaba un viento cortante, en los alrededores habían instalado multitud de puestos y tenderetes de comida alumbrados con faroles de keroseno. La carne de los kebabs, recién hecha sobre las brasas, lanzaba al cielo olor y humo.

En el interior del templo, bajo la luz tenebrosa de un enjambre de lámparas colgantes, entre la pompa y la ceremonia del servicio religioso, entre las idas y venidas del gran patriarca latino, las coloridas casullas de los sacerdotes, los galones, los trajes de paño de Mánchester, los uniformes y las metralletas, apenas quedaba sitio para nadie más. Once again, el cuerpo consular, los altos funcionarios, los mandos del Ejército y los extranjeros de categoría ganaban por la mano a los locales. Unos años antes, según contaban, no era así: había acceso libre, tumultuoso, popular y caótico. Ya no. A tenor de la tensión creciente, ahora se imponían las máximas precauciones.

Nunca fui practicante más allá de las misas dominicales de mi infancia en la iglesia de San Andrés de mi barrio. Después, el devenir de la vida me fue agotando lo poco de creyente que algún día tuve, hasta dejarme aferrada únicamente a lo terrenal. Aun así, aquella noche, entre salmos, acordes de órgano y un mareante aroma a incienso, en esa población donde contaban que hacía casi dos mil años una mujer parió a un niño al que envolvió en harapos, me esforcé por buscar en lo más profundo de mí algún resquicio de fe para rogar por todos nosotros. Por los que antes o después nos iríamos de allí, por los que se quedarían para siempre en esa Palestina turbulenta. Por mis padres y mis amigos dondequiera que estuvieran, por mi pobre país hambriento y castigado, por la Inglaterra exhausta de mi marido. Por Marcus, por mí, por esa criatura nuestra.

La Nochevieja, por el contrario, estuvo repleta de opulencia. El King David Hotel, en cuyas alas Marcus y sus compatriotas militares y civiles tenían instalados sus cuarteles generales, nos acogió a varios centenares de privilegiados con botellas de Laurent-Perrier, ostras y otras delicias, serpentinas, confeti y música de orquesta. El acceso, una vez más, estaba estrictamente vigilado. Dentro, en cambio, todo el mundo parecía haberse olvidado por unas horas de la violencia, el terror y los desesperantes esfuerzos por alcanzar un entendimiento racional entre tres grupos de humanos que parecían condenados a un eterno desencuentro. Como si nos hubiéramos trasladado de forma momentánea a un universo paralelo, Marcus y yo bailamos a ritmo de swing y brindamos por un 1946 venturoso. Despreocupados por una noche, algo achispados quizá tras varias copas de champagne, ni el curtido agente ni la hermosa modista fuimos capaces de imaginar lo aterradoramente desgraciado que el año entrante acabaría siendo.

La mañana del 6 de enero encontré en nuestra habitación, junto a la puerta, un paquete. Marcus, siguiendo su rutina, se había marchado temprano. Jamás dejaba nada fuera de sitio: en eso, como en casi todo, era preciso y metódico hasta el extremo. Ni una camisa descolgada, ni un libro abierto o un sobre a la vista. Ni siquiera un solitario calcetín despistado alguna vez debajo de la cama, nada. Aun así, yo percibía a diario su rastro por todos los rincones: la tibieza de su cuerpo entre las sábanas, las gotas del agua de su ducha pegadas a la cortina, su brocha de afeitar húmeda en la repisa del lavabo. Aquel día, sin aviso, había dejado además algo voluminoso con una breve nota manuscrita encima. «Un regalo de los Magos de Oriente», decía. Caí entonces en la cuenta y, con un brote abrupto de nostalgia, recordé las mañanas del día de Reyes de mi niñez, los humildes regalos que solía encontrar junto a la chimenea, un paquete de peladillas, dos pares de calcetines, una muñeca de trapo cosida por mi madre con retales afanados de su trabajo. Ilusionada como si volviera a tener siete años, me lancé a retirar las tablillas, la paja y el cartón del embalaje. Dentro encontré un aparato de radio.

—Su marido no se encuentra en la oficina esta mañana, Mrs Bonnard —me dijo la voz cordial de Esther Klausner, su secretaria.

Telefonear a Marcus a su despacho del King David había sido mi primera reacción, para darle las gracias, para decirle cuánto significaba ese presente: sabía que con él me animaba a realizar aquellas colaboraciones radiofónicas sobre España, le satisfacía verme abordando por mí misma una nueva tarea, que mis días tuvieran algo de enjundia y no me limitara a ser meramente una esposa silenciosa entre las sombras.

Su ausencia en las oficinas del Secretariat no me resultó extraña, era bastante frecuente no localizarlo. En ocasiones realizaba su trabajo allí pero muy a menudo andaba por su cuenta, viéndose con gente, deslizándose por otros circuitos, atento a todo, en movimiento.

Pedí entonces a la centralita una llamada al PBS.

Mr Soutter está ahora mismo en la sala de control —oí al otro extremo del cable—; si no le importa dejarme sus datos, le devolverá la llamada en breve.

Di mi nombre a la voz femenina, supuse que se trataba de otra secretaria joven, judía y competente, una más de las muchas que trabajaban para los británicos en multitud de puestos dentro de la maquinaria del Mandato. Media hora más tarde, sonó el teléfono. Apenas necesitamos unos segundos para acordar nuestro encuentro.

Nicholas Soutter me esperaba en el café Atara a las once. Estaba sentado junto a una de las ventanas, leyendo The Palestine Post. Frente a él, sobre la mesa, había un cenicero con un par de colillas, un café negro en el que flotaba una espiral de piel de limón y un cuaderno abierto, con la pluma descapuchada atravesando sus anotaciones de líneas prietas. Era hora de clientela numerosa, muchos hombres y bastantes mujeres, lo común en todos los cafés cercanos —el Vienna, el Europe, el Kapulski, el Alaska—, propiedad todos de judíos centroeuropeos inmigrados y semejantes en su estilo a los establecimientos que habían dejado atrás en sus países de origen, cuando no pudieron soportar más la marginación y los agravios, o cuando lograron escapar de los arrestos y persecuciones por los pelos, justo antes de la guerra. Relativamente cerca había también algunos cafés árabes: la gran diferencia era que, en esos últimos, las mujeres no entraban.

Se levantó al verme, plegando el diario sin miramiento. Me retiró la silla para que pudiera sentarme, hizo luego una seña a un camarero. En los minutos escasos que tardaron en servirnos, a la vez que hablaba conmigo saludó a tres o cuatro personas, cruzó frases con tres o cuatro clientes.

—Esto es como mi segunda oficina; en cuanto puedo, me escapo de Broadcasting House e instalo aquí mis cuarteles. Trabajo, organizo, me reúno con quien tenga que reunirme y de tanto en tanto, si el día está flojo de clientela, charlo con los camareros. Mire, ese es músico —dijo señalando a un hombre delgado que en ese momento hacía equilibrios con una bandeja llena de consumiciones—. Antes de la guerra tocaba la flauta travesera en la Filarmónica de Berlín. Y este otro que viene de frente es un filósofo polaco con varios libros escritos. Aquel, el de detrás del mostrador, fue propietario de una fábrica de lámparas en Praga con más de cincuenta empleados.

Ya lo sabía: esa era la lamentable situación de muchos judíos llegados en los últimos tiempos. Gentes cultas, formadas, capacitadas, que se vieron forzadas a abandonar su mundo y ahora sobrevivían como podían, trabajando en lo que buenamente consiguieran.

—Además —prosiguió él—, así le tomo mejor el pulso a la ciudad y a su gente; no se imagina, bajo esta capa de aparente normalidad, todo lo que bulle aquí dentro.

Me lo podía imaginar a la perfección. Gran parte del lado oscuro de mi trabajo en los últimos años lo había realizado en salones de té, restaurantes y halls de hoteles, trasladando información, reportando datos con extrema precisión y eficiencia. En absoluto me extrañaría, por eso, que a plena luz del día, entre cafés, pedazos de tarta, pastas y tazas de chocolate espeso, por allí cruzaran también furtivamente todo tipo de conspiraciones y contubernios. Por respuesta, sin embargo, en mi rostro plasmé un cínico gesto de inocencia. Ante los ojos de aquel hombre, yo no era más que el apéndice de un compatriota, una esposa desoficiada y ligeramente exótica.

—Bien, vayamos a lo nuestro…

Cuatro colaboraciones de quince minutos era lo que Nick Soutter tenía previsto proponerme, en atención a mi ofrecimiento. Cuatro breves segmentos sobre España, grabados con anterioridad, que se retransmitirían en semanas sucesivas. Arte, geografía, alguna pincelada de historia, gastronomía, costumbres, tradiciones, lo que yo quisiera. En inglés, naturalmente. Con mi propia voz, con mi fuerte acento, mis pequeños resbalones de pronunciación y los errores imprevistos que surgieran sobre la marcha.

—Eso añadirá veracidad, no se preocupe si cae en deslices. Así, tal cual me está hablando a mí ahora mismo, suena adorable. La única pena es que no puedan también verla.

Si yo hubiera sido la Sira de años antes, no habría logrado evitar que el rubor me subiera hasta las orejas. Como ya no lo era, me limité a remover mi té con la cucharilla disimulando una media sonrisa: hacía mucho tiempo que un desconocido no me piropeaba tan abiertamente. O quizá ni siquiera tuvo Nick la intención de hacerlo. Lo observé de nuevo un instante después, mientras él cruzaba un shalom con un tipo de traje gris que pasaba a nuestro lado.

A su manera poco canónica, Nicholas Soutter no dejaba de resultar atractivo, con su cuello fuerte y sus hombros anchos, ese pelo castaño y abundante, las primeras canas ya entreviéndose en las sienes. Distaba mucho de ser un hombre guapo, no tenía los rasgos armoniosos y elegantes de Marcus, mucho menos la belleza seductora de Ramiro Arribas. Aun así, en las facciones rotundas de mi interlocutor, en su mentón recio, su nariz pronunciada, sus dientes grandes y esas cejas espesas sobre ojos despiertos, había un raro magnetismo, algo diferente.

—¿Y sobre cuestiones políticas? —pregunté cuando retornó su atención a mí disculpándose por haber interrumpido nuestra charla—. ¿Habría que tocar algo de política, o prefiere dejarlo aparte?

Sus dedos tamborilearon sobre el mármol de la mesa.

—Nada me gustaría más que entrar hasta el fondo, pero me temo que no podemos. —Me miró entonces frunciendo el entrecejo—. ¿Cuál es su perspectiva respecto a la situación de su país, si no le importuna la pregunta?

No, no me importunaba la pregunta. Me sorprendía, por lo directa. Pero no me incomodaba en absoluto.

—Me desagrada en lo más hondo —contesté tan solo. No creí necesario extenderme.

—Imagino. Como al resto del mundo, aunque algunos ahora pretendan silenciarlo.

El tamborileo de dedos se convirtió en un golpeteo rítmico con el puño izquierdo. Como si el pensamiento que estaba elaborando le pusiera algo nervioso.

—La nuestra fue también una guerra cruenta —añadí—. Y aún sufrimos las consecuencias.

—Me consta —replicó Nick—. ¿La vivió usted allí, en Madrid?

—No, por entonces estaba en Marruecos. Pero conozco de primera mano su día a día, por mi madre, por amigos y quienes sí la padecieron de cerca. Yo regresé a su término; desde entonces sí fui testigo directo de sus consecuencias.

—A través de su relación con su esposo —tanteó—, imagino que también estaría al corriente de la posición del régimen franquista con respecto a Gran Bretaña y Alemania en la gran guerra.

Mi respuesta fue diáfana.

—A través de mi relación con él, y por mi propia experiencia.

Volvió a mirarme con un brillo de curiosidad en los ojos, pero ni yo agregué más ni él siguió preguntando.

—Aunque somos operativamente independientes a la hora de elegir nuestros contenidos, en el PBS nos regimos también por ciertos criterios que emanan de fuentes oficiales y la consigna, últimamente, es no arremeter contra la España de Franco.

A nuestro lado, camino a su mesa, pasaron tres señoras inglesas envueltas en pieles y abrigos de paño, las esposas de otros tantos servidores coloniales del Imperio. Nos saludaron a ambos, les respondimos a la par. Yo las conocía de otros encuentros, habíamos coincidido en alguna cena, en Government House, quizá en algún té caritativo o en algún concierto, pero no recordaba sus nombres. Nicholas Soutter tampoco les hizo el menor caso. Quizá a ellas les extrañó vernos juntos, tal vez les ofrecimos un tema de conversación para aliñar su encuentro mañanero.

—En Londres empiezan a estar muy nerviosos con el auge del comunismo tras la guerra mundial. Así que, mientras su Generalísimo tenga a los comunistas fuera de juego, Gran Bretaña no lo atacará y le dejará que siga a su aire.

Dijo «Generalísimo» en español, con una pronunciación terrible que casi me hizo reír, aunque el asunto no tuviera ni pizca de gracia.

—En fin, no deseo entretenerla; mejor concretemos…

Ultimamos detalles, nos levantamos, nos dirigimos a la salida. Noté que él no se paraba a pagar nuestras consumiciones; era probable que tuviera cuenta abierta.

—Llámeme si se le presenta cualquier duda —dijo tendiéndome la mano. Firme, segura de nuevo.

Estábamos ya en la acera de Ben Yehuda Street, Mustafa me esperaba con el auto de Bertha Vester.

—Lo haré, Mr Soutter.

—¿Por qué no me llama Nick?

Hice un gesto que lo mismo podría significar que sí, que no o lo contrario. Una vez acomodada en mi asiento, mientras arrancábamos, lo seguí con la mirada a través del cristal de la ventanilla. Se abría camino entre otros viandantes, hombres con kipá o con sombrero de fieltro, mujeres que empujaban cochecitos, ancianos andarines, vendedores de prensa. Se perdió de mi vista en su camino hacia Zion Square, con el enésimo pitillo en la boca y el paso enérgico.

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