Sira

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Primera partePalestina » Capítulo 9

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A trompicones, sin dejar de escupir bramidos y blasfemias, el conductor logró al final salir del infernal tramo de calle frente a Broadcasting House y retornar a Saint Paul’s Road, donde se acumulaban los curiosos inquietos, los autos detenidos y los furgones de policía intentando abrirse paso a golpe de sirena. Con la garganta seca, le pedí que me llevase al King David; apenas frenó delante de su fachada, me abalancé hacia la puerta giratoria. El coche iba cubierto por una espesa capa de polvo, yo llevaba la melena revuelta y al salir se me rasgó una media. Estaba a punto de entrar cuando, precipitado y con el pánico pintado en el rostro, Marcus salió por la hoja opuesta. Acudía en mi busca, la noticia se había difundido rauda. Me aferró contra su cuerpo, me preguntó si estaba bien una, dos, tres, cuatro veces, me acarició la espalda y la nuca mientras yo hundía el rostro en su pecho, propuso que fuéramos de inmediato al hospital para que me examinara un médico.

—No, no, no… —repetí sin despegarme de él.

Mi voz sonó estrangulada; él insistió, yo me seguí negando.

—Vamos a entrar —susurré únicamente—. Solo necesito silencio y beber agua.

Nos acomodamos en una esquina del lobby hasta que el ruido atronador fue saliendo de mis oídos. De forma primaria, por puro instinto orgánico, sabía que mi hijo seguía aferrado a mis entrañas.

A media mañana Marcus me acompañó de vuelta al American Colony, habló también con Nick Soutter y le puso al tanto; por la tarde él vino a verme. Traía una botella de borgoña, cansancio en el rostro y el traje arrugado. A modo de saludo extendió los brazos con gesto de impotencia y musitó un bronco lo siento. No tenía ninguna culpa de aquella atrocidad, pero en cierta forma se sentía responsable por el hecho de haberme citado esa mañana justo a la maldita hora del atentado. Conmovida, le di un abrazo que no rechazó, aunque seguro que le resultó extraño.

Nos dirigimos a la sala de lectura, al rincón donde días antes yo me sentaba a preparar mis charlas radiofónicas. No le dije nada al respecto de aquellas horas mías frente al escritorio de olivo; no había ninguna necesidad de que supiera cuánto había significado para mí esa parva tarea, cuánto me había agradado el sentirme de nuevo activa, aunque fuera en un empeño tan chiquito. Qué más daba ya todo eso.

—Lo más caballeroso por mi parte habría sido traerte unas flores o unos chocolates, pero no he tenido tiempo —dijo según dejaba el vino sobre una de las mesas laterales—. Esto es lo único que encontré a mano, se lo he robado a un compañero.

Se acomodó frente a mí, junto a la chimenea, en un butacón de cuero. El fuego estaba encendido, el entorno resultaba envolvente entre las tapicerías, las pesadas cortinas y las alfombras persas. El estado de ánimo de ambos, sin embargo, era gélido.

—Tu marido me ha dicho que estás embarazada, no tenía ni idea —masculló con cierta incomodidad—. Me alegra mucho saber que no…, que no haya…

Lo corté con un gesto. No sabía si Nick Soutter tenía hijos, no sabía si alguna vez había pasado por la experiencia de generar una vida que se acabó truncando. Y, sobre todo, no tenía ningún interés en hablar con él sobre algo tan íntimo. Todavía llevaba el susto metido en los huesos, nuestra criatura venía de camino en el peor de los momentos, en tiempos convulsos, en una tierra áspera y ajena. Aun así, me resultaba terrorífica la idea de perderlo.

Uno de los camareros, Assim, llegó en ese instante con una bandeja entre las manos y nos sirvió el té en silencio. Para cuando retomamos nuestra conversación, Nick se limitó a comentar brevemente el impacto del atentado en el personal del PBS y el edificio.

—La Stern Gang ha reivindicado la autoría; por fortuna no ha habido víctimas.

El joven que había colocado el artefacto explosivo había logrado huir, pero tenían sospechas de su identidad.

—Aun así, han logrado en parte su objetivo al reventar la subestación eléctrica. —Se llenó de aire la boca, lo expulsó con fuerza—. No es la primera vez que sucede algo parecido —añadió—. El año pasado atentaron contra el centro de transmisiones de Ramallah; en otra ocasión previa, antes de la guerra, tres bombas sucesivas estallaron durante el horario infantil. Una destrozó la sala de control, otra hundió un pasillo. La tercera mató a la joven locutora de la Children’s Hour y al técnico.

Eludiendo ahondar más en el lado luctuoso, Nick viró poco a poco la conversación hacia otros territorios menos agrios: la radio y su universo, su anterior destino en El Cairo, las idas y venidas, los cambios de rumbo.

—Supongo que tampoco será fácil la vida de una extranjera atada al servicio del Imperio —dijo entonces.

—Jamás imaginé que mi destino sería este.

Sin pretenderlo, mi tono sonó crudamente sincero, quizá incluso con un toque de amargura. Con él implicaba cuánto me costaba lidiar con mi inoperancia, con las ausencias de Marcus y mi vida entre las paredes de un hotel, en esa tierra violenta.

—No todas las mujeres están dispuestas a acompañar a sus maridos hasta estos puestos —replicó con la vista fijada en la alfombra—. La mía, por ejemplo, se negó en redondo.

Se pasó entonces las manos por el pelo, hacia atrás desde las sienes, hundiendo los dedos hasta el cuero cabelludo, como si con ello reactivara el pensamiento. Había sido un mal día, probablemente por eso sus propios demonios aprovecharon para asomarse un instante. Su voz sonó en un tono algo más bajo, bronca, seca.

—Y ahora pagamos las consecuencias.

Intenté imaginar cómo sería la esposa de Nick Soutter, qué había sido de su devenir, dónde se encontraba mientras él seguía en Jerusalén, acompañándome. Justo entonces entró Marcus.

Ambos se saludaron con afecto, solidarios ante la desventura. Propusimos a Nick que se quedase a cenar con nosotros, pero rechazó la invitación aludiendo a lo impresentable de su aspecto, incluso mencionó algún difuso compromiso. Sobraban las excusas, en cualquier caso. Llevaba encima una jornada tremebunda y prefería irse por su cuenta. A tomar unas copas al Fink’s Bar, a buen seguro. A olvidar el horror y a calentarse el alma, sin su mujer, antes de volver a la fría soledad de su apartamento.

En prevención de otros potenciales ataques, en los tejados de Broadcasting House asentaron a partir de entonces un destacamento de la Legión Árabe integrado en las fuerzas británicas, armados todos sus hombres hasta los dientes. El perímetro de las instalaciones fue bordeado con alambre de púas, las visitas de personal ajeno a la casa se redujeron al mínimo y a los miembros de la plantilla les asignaron horarios y pases especiales.

Mientras las autoridades tomaban todas esas medidas, y mientras los terroristas alteraban el rumbo en pos de nuevos objetivos, yo me quedé tres días encerrada en el American Colony, sin salir de nuestras habitaciones, sin hablar apenas con nadie, tan solo con Marcus a su vuelta cada noche, aunque poco, por cierto. Tres días enteros pasé así, prácticamente aislada, y a lo largo de ellos no dejé de dar vueltas a un pensamiento que se acabó tornando en algo casi obsesivo: marcharme. Irme de Palestina, velar por esa vida que se formaba dentro de mí, alejarla de fatalidades y riesgos. Esa agresividad entre árabes, judíos y británicos nada tenía que ver conmigo, yo ya había sufrido la propia guerra de mi país, ya había colaborado de forma voluntaria con los ingleses en la suya, mi cupo estaba cubierto. Lamentaba el drama de los judíos sin patria, el de los árabes amenazados por el sionismo voraz y el de los compatriotas de mi marido despreciados tanto por unos como por otros, pero ni mi bebé ni yo teníamos nada que hacer dentro de ese sanguinario enjambre.

Enclaustrada en nuestras habitaciones, tumbada sobre la cama mirando al techo, asomándome al balcón volcado al patio, sentada en una de las butacas con la vista perdida o mirándome sin verme en el espejo, hora tras hora tras hora fui amasando, descartando, sumando y desechando planes, hasta quedarme con uno: volver a Tetuán, la ciudad blanca donde la vida era lenta y asequible, sin los rigores de la capital, ni sus amarguras ni sus estrecheces. Hasta donde yo sabía, no sobraban allí las viviendas por entonces; el fin de nuestra Guerra Civil había hecho que muchos abandonaran la Península devastada y se trasladaran hasta el Marruecos español en busca de un futuro. Pero tal vez mi madre pudiera acogerme un tiempo en el piso que compartía con su marido en la calle Mohamed Torres. O tal vez Candelaria tuviera en su pensión una habitación libre, quizá aquel mismo cuartucho del fondo donde me había alojado hacía una década, el de las goteras y los trastos, el colchón de lana burda y el armario sin puerta con las perchas de alambre. No importaba. Saldría adelante, ya daría con la forma. Más recios aún fueron aquellos días, y logré superarlos.

A esos y otros propósitos fui dando vueltas eternas en mi cabeza: qué haría cuando naciera mi hijo, si abriría o no un taller nuevo, si encontraría algún trabajo diferente para poder mantenernos. Con Marcus, sin embargo, no compartí ninguno de esos pensamientos. Que él viniera conmigo quedaba de antemano descartado: no podía pedirle que se plegara a mis miedos, sus prioridades estaban claras. Sus obligaciones eran tan taxativas como férreo su sentido del deber y el compromiso con su patria en aquellas horas bajas. No, no iba a enredarlo con mis angustias, bastante tenía él con sus propios problemas, en sus cometidos, cualesquiera que fueran.

Por eso, cada tarde a su regreso yo me esforzaba por impostar a la Sira de siempre: bien vestida, maquillada, enamorada, encantadora y atenta. Ni siquiera le preguntaba por su trabajo, prefería evitarle la molestia de tener que mentirme. Así, como si nada, hablando de banalidades, compartimos las cenas de aquellos días, los pichones rellenos de Alí el cocinero, las carnes asadas, el pescado que llegaba desde el lago Tiberíades, incluso la botella de borgoña que me trajo Nick Soutter. Todo lo disfrutamos sentados el uno frente al otro, masticando con aparente normalidad. En ningún momento, sin embargo, enlazamos nuestros dedos sobre el mantel o nos rozamos los tobillos por debajo de la mesa. Los dos éramos conscientes de que entre nosotros se estaba abriendo una especie de brecha.

Tres días duraron mis mentiras y mis encierros. Al cuarto me puse en marcha tan pronto como Marcus salió por la puerta. Ya estaba despierta cuando él se desató de mi cuerpo y se levantó sin necesidad de despertador, como siempre. Pero permanecí en la cama tumbada de costado, simulando un sueño que en realidad se me había escapado antes del alba. Con los ojos cerrados aunque despierta, lo sentí moverse con su habitual sigilo. Apenas se oyeron los sonidos de los muelles del somier, los goznes, los picaportes; fue como siempre rápido en el baño, ni siquiera las suelas de sus zapatos hicieron ruido. Antes de irse, se inclinó hacia mí y me acarició el cuello.

Me estremecí por dentro, pero seguí fingiendo. Contenerme me costó un mundo, hube de agarrotar los puños, clavarme las uñas en las palmas y apretar los dientes para no lanzarme hacia él y suplicarle que abandonara sus responsabilidades, se agarrara de mi mano y viniera conmigo a buscar una esquina luminosa en algún otro lugar del planeta.

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