Sira

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Cuarta parteMarruecos » Capítulo 79

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—Ni un céntimo.

A punto estuve de atragantarme con la omelette que el comisario se empeñó en pedirme, preocupado por mi rostro macilento.

Estábamos sentados en el patio central del hotel, no quedaban más comensales que nosotros mientras los camareros recogían las últimas mesas de los desayunos. Los clientes habían vuelto a sus habitaciones, y de allí tardarían poco en salir de nuevo hacia la playa, o a comprar souvenirs y alfombras, o a hacer excursiones. Tiempo de asueto y distensión, en definitiva, para los huéspedes del distinguido El Minzah, mientras a mí me devoraba la ansiedad por dentro.

—Olvídese de conseguir ese dinero. Esto hay que intentar arreglarlo de otra forma.

—Me niego a que intervenga la policía —insistí—. Ya se lo he dicho. Conozco a ese miserable, sé que es mejor…

—Bien, nos olvidamos entonces de la Policía Internacional si lo prefiere.

—Entonces usted debe apartarse también, comisario; no puede interferir. Aconséjeme, oriénteme, pero deje…

—Yo no tengo por qué quitarme de en medio, Sira. Oficialmente no sigo en activo, hace un par de meses que pasé a la reserva.

Debía de superar los sesenta pero no lo encontré en absoluto envejecido. Algo más canoso, con los ojos un poco más cerrados y quizá algo menos de peso, pero inmutable en su elegancia calmosa dentro de un traje claro de lino.

Candelaria lo había llamado la noche anterior: me mintió cuando dijo que iba a rezar a la iglesia. En realidad, hizo de tripas corazón y salió en busca de un teléfono para localizar a su antiguo adversario, el veterano servidor del orden público que tantas veces abortó sus trapicheos y tantas amarguras le hizo pasar con su diligencia férrea. Logró dar con don Claudio en Tetuán tras varios intentos; le contó veloz mi asunto, no tenía él la menor idea de que yo hubiera vuelto a Marruecos. Para sorpresa de la matutera, lejos de ofrecer una ayuda volátil desde la distancia a través de hilos y cables, se ofreció a ir a Tánger. Y ahí estábamos los dos ahora, frente a frente.

—No creo que arreglar un asunto así por cuenta propia sea lo más conveniente, pero podemos hacerlo a título privado si se empeña.

—No sabe cuánto se lo agradezco.

Más de una década había pasado desde que acudió a detenerme a la estación de La Valenciana, cuando el embrión del hijo de Ramiro que perdí empezaba a resbalar por mis piernas, disuelto en coágulos y chorros de sangre. Él mismo, Claudio Vázquez, en su propio coche, fue quien me llevó al hospital y quien después me sacó de allí cuando logré recuperarme; quien me puso al recaudo de Candelaria en la pensión de La Luneta y estuvo atento con ojo sagaz a todos mis movimientos.

—Sin intención de inmiscuirme en su vida privada más de la cuenta, hay ciertas cosas que necesito saber —dijo entonces—. Para empezar, quién es el padre del niño.

—¿Recuerda a aquel supuesto periodista inglés que llegó a Tetuán para hacer una entrevista a Beigbeder?

—Logan se llamaba, ¿no?

Él también fue testigo de la estancia de Marcus en Marruecos. Lo que ignoraba era que nuestros caminos volvieron a cruzarse.

—Su verdadero nombre era Mark Bonnard y, como imagino que ya sospechaba usted por entonces, no era un reportero sino un agente al servicio de la inteligencia británica.

Pinché el último trozo de tortilla. Se había quedado fría, pero me estaba cayendo bien en el estómago, insuflándome algo de fuerza. Antes de llevarme el tenedor a la boca añadí:

—Tras unas cuantas idas y venidas que ahora no vienen al caso, acabamos casándonos. Es el padre de mi hijo. Murió hace un año en Jerusalén, el mismo día en que nació el niño.

Sospeché que eran muchas las preguntas que acumulaba acerca de mi devenir, pero contuvo su curiosidad y prefirió no importunarme. Concentrado, dio un sorbo a su taza y, con un gesto elocuente, espantó a un camarero que pretendía retirarme el plato.

—Bien, vamos entonces a centrarnos en el presente y a recapitular, que me quede todo bien claro. Veamos, el individuo que ahora nos ocupa es el mismo que, cuando yo la conocí, acababa de abandonarla llevándose todos sus bienes y dejándola con una cuenta pendiente en el hotel Continental, ¿exacto?

—Exacto.

—Y hace cuestión de un mes volvieron a coincidir por casualidad en Madrid, y él le pidió que usted intercediera ante un supuesto amigo argentino en un negocio, ¿exacto?

—Exacto.

—Y usted se negó, y él comenzó a acosar a la niñera de su hijo, ¿exacto?

—Exacto.

—Y usted, asustada ante la posibilidad de que la cosa pudiera ir a más, se tomó la justicia por su mano y logró que lo detuvieran por un acto delictivo que, en realidad, no había cometido.

Titubeé. Dicho así, parecía que yo fuese una cruel vengadora y Ramiro un pobre diablo que había acabado cargando con una culpa ajena.

—Más o menos, pero…

Alzó la mano para impedirme seguir.

—No hace falta que se justifique. Imagino qué grado de tensión debió de generarle para empujarla a hacer lo que hizo.

Agradecida por su comprensión, intenté sonreír con un punto de alivio. El desahogo, sin embargo, me duró apenas segundos.

—Como también me hago cargo de la inquina hacia usted que debe de guardar el tipo.

El patio se había quedado por fin vacío, todas las mesas recogidas excepto la nuestra. Los primeros bañistas empezaban a atravesarlo rumbo a la piscina.

—Imagino que hay mil detalles más que ya me contará en otro momento; vamos a revisar ahora lo que ocurrió esta madrugada.

Repetí la historia que le había sintetizado en un breve puñado de frases mientras caminábamos por la acera, antes de entrar en El Minzah. Ahora lo hice con menos precipitación y más orden.

—¿Y dice que la agarró del cuello?

Me llevé discretamente una mano al carré de seda y lo bajé hasta la clavícula para que él mismo pudiera ver las marcas. Una nimiedad debía de resultarle eso en comparación con los navajazos y palizas que habría visto en sus largos años de carrera. Aun así, por el rictus de sus labios interpreté que aquello no le hacía la menor gracia.

—Cuénteme ahora, ¿qué sabe de la situación de él en Tánger?

—Tan solo que no había vuelto por aquí en todo este tiempo. Desde que…, que…

—Desde que la abandonó sin un duro y la dejó cargada con sus trampas y sus deudas, entiendo. Suponemos entonces que no tendrá por aquí contactos ni amigos. Y, mucho menos, cómplices.

Eso mismo creía yo, en efecto.

—Y actúa con prisa además —añadí—. Él mismo me dijo que llegó al mediodía. Desde Algeciras, supongo. Todo lo está haciendo de una forma precipitada, sobre la marcha, a la carrera.

—Él mismo le dijo además que había alquilado un automóvil, ¿no? ¿Pudo verlo? ¿Color, marca, modelo?

Me encogí de hombros.

—No sabría decirle. Estaba en la esquina, a distancia, sin luz apenas.

Mantuvimos unos instantes el silencio, preocupado cada cual por una cara distinta de la misma moneda. Él, por los modos de operar de un tipo sin escrúpulos que actuaba a golpe de puro instinto. Yo, por dónde y en qué estado estarían mi hijo y Phillippa.

—En cuanto al aspecto que mostraba anoche, ¿qué puede decirme? ¿Hubo algo que le llamara la atención en particular?

Moví la cabeza a izquierda y derecha. Nada tampoco. Incluso a esas horas de la madrugada, incluso después de haber cruzado de un continente a otro para llevarse a dos inocentes a la fuerza, Ramiro apareció correctamente vestido, el pelo en su sitio, con el porte y la apostura de siempre.

—Aunque…

—¿Qué?

—Déjeme que piense. Algo hubo. Algo fugaz que me chirrió en algún momento…

Cerré los ojos, intenté concentrarme. Algo hubo, sí. En el instante en que me agarró el cuello, cuando pretendía que lo mirara yo bajé los ojos, me negué de forma instintiva a seguirle el juego. Algo hubo entonces, en mitad de mi ahogamiento, que me resultó singular, fuera de sitio. Qué era, por Dios, qué era…

Apreté los puños en un gesto inconsciente, como si las uñas clavadas en las palmas pudieran ayudarme a pensar con más agudeza. Hasta que, casi con nitidez, la estampa se me recompuso en la memoria.

—Tenía barro —dije—. Barro en los zapatos.

Frunció el comisario el ceño, intentando interpretarme.

—Tenía los zapatos sucios y él suele llevarlos relucientes.

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